Pedro Pimentel: hijo de Montecristi y tres veces prócer de la República Dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Pedro Antonio Pimentel,aunque injustamente relegado al olvido en la memoria histórica de muchos, fue, en rigor, tres veces prócer de la patria dominicana[1]. Fue un heroico combatiente de la Independencia, un valiente guerrero de la Restauración y un líder destacado en la Guerra de los Seis Años. Su vida estuvo marcada por una firme determinación y una inquebrantable lealtad a su nación, participando en momentos decisivos de nuestra historia. Este breve artículo busca rendir el homenaje que merece, recordando su relevante papel en la construcción de nuestra independencia, de su restauración y de la defensa de la soberanía nacional, resaltando su gran dimensión como figura clave en diversos episodios que definieron el rumbo de la República Dominicana.

Este líder de la restauración dominicana vio la luz en 1830 en la villa de Lozano, en el municipio de Castañuelas, en la región de Montecristi. Fue descendiente de Jacinto Pimentel y Juana Chamorro. Luperón, al referirse a él, lo describió como un individuo de carácter indómito, reacio a la disciplina y poco inclinado a los trabajos de gabinete, pero a su vez, un hombre de gran audacia y previsión en el contexto de la guerra restauradora.

Comenzó su carrera pública con una valiente intervención en la batalla de Capotillo, donde demostró su firmeza y determinación. De oficio ganadero, gozaba de una notable fortuna y ocupó una amplia gama de cargos en la administración pública, desde funciones militares hasta llegar a la presidencia de la República. En 1863, fue apresado, junto a Lucas Evangelista y otros, tras el fracaso del primer intento revolucionario contra la anexión a España.

Logró evadir la prisión y se refugió en Haití, donde, al estallar el Grito de Capotillo, se unió con decisión a la lucha restauradora, participando de manera sobresaliente en las principales confrontaciones bélicas.

Posteriormente, fue nombrado General en jefe de las denominadas “Fuerzas del Este” y más tarde, según cuentan nuestros historiadores, se trasladó a la línea noroeste, donde asumió el cargo de delegado jefe de operaciones en esa zona estratégica. El 10 de febrero de 1864, fue designado gobernador de Santiago y, de inmediato, se dirigió a Puerto Plata para brindar apoyo a Gaspar Polanco[2], quien perseguía a las tropas españolas en su retirada hacia el puerto. En enero de 1865, fue nombrado ministro de guerra y elegido diputado por Santiago, para integrar la Asamblea Nacional convocada en el territorio controlado por los restauradores.

Sobre la experiencia presidencial de este insigne militar, hijo de Montecristi, resulta de interés resaltar que, en el despertar de enero de 1865, la Junta Provisional Gubernativa restauradora, con el impulso de la justicia y la esperanza, restableció la Constitución de Moca de 1858 como faro hasta que, el 27 de febrero de ese mismo año, una Convención Nacional se reuniera para escribir un nuevo destino en las páginas de la República, y elegir a su presidente constitucional.

Con el acto solemne de constituirse, la Convención Nacional ratificó la Constitución liberal de Moca, proclamada con fuerza y decisión, y en ese marco, el 25 de marzo de 1865, el general Pimentel Chamorro fue elegido presidente de la República. Su primer paso fue designar un consejo de guerra que se encargaría de juzgar al expresidente Gaspar Polanco y a su gabinete.

Bajo su mandato, Pimentel ejerció la autoridad con la firmeza que dictaba su carácter, a veces cayendo en excesos de arbitrariedad y despotismo, sin intención maliciosa ni perversidad, sino más bien como una manifestación de su fervor y responsabilidad ante los deberes que había asumido, una respuesta a la confianza que el pueblo le había entregado en tiempos de agudas dificultades.

Sin embargo, el 13 de agosto de 1865, en la ciudad de Santiago, presentó su renuncia a la presidencia, al conocer que en Santo Domingo se gestaba una conspiración encabezada por los generales José María Cabral y Eusebio Manzueta. La noticia de que Cabral había sido proclamado “Protector” en la Capital y que se planeaba instaurar un nuevo gobierno, le llevó a abandonar el poder, concluyendo su mandato con el fin de la Guerra Restauradora.

Sobre el amor y el fallecimiento de Pedro Pimentel, interesa destacar que este valeroso luchador, cuya vida fue forjada en el fragor de las batallas, encontró en el amor un refugio en tiempos de paz. Unió su destino al de Ana Polanco, hija del General Juan Antonio Polanco, hermano mayor de Gaspar Polanco. Según las palabras del restaurador y escritor Manuel Rodríguez Objío, Juan Antonio no solo fue su suegro, sino también una figura paterna que, en algún momento, ocupó el lugar de padre en su vida, siendo, de algún modo, su padrastro.

Sin embargo, la suerte que había guiado su espada en la guerra fue esquiva al final de sus días. El audaz combatiente, agotado y afligido por la enfermedad, se apagó lentamente en un rincón olvidado de Quartier-Morin, Haití, en 1874. Su partida fue tan solitaria como su último suspiro, sin riquezas que lo acompañaran ni gloria que lo protegiera, dejando tras de sí solo la memoria de sus gestas, su espíritu indomable, y un legado que perduró más allá de su triste final.


[1] “(…) este héroe olvidado que había sido coronel de los ejércitos independentistas y, después de la Guerra Restauradora, uno de los líderes militares y políticos de la Guerra de los Seis Años. Guerra librada contra las pretensiones anexionistas a los Estados Unidos del gobierno de Buena Ventura Báez, conocido como el Gobierno de los Seis Años. Esa carrera heroica convirtió a Pedro Pimentel en tres veces prócer de la República” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. edición -revisada y actualizada-, p. 94).

[2] Para ampliar sobre Gaspar Polanco, como figura sobresaliente de nuestra historia, ver el ensayo que hicimos sobre él, colgado en este blog literario.

Rafael Fernández Domínguez: el soldado democrático. Verdadero artífice de la Revolución de Abril

Por: Yoaldo Hernández Perera

A menudo, la historia no es del todo justa al asignar a cada figura histórica el lugar que verdaderamente le corresponde. Los relatos del pasado, en su afán por condensar hechos complejos en narrativas simplificadas, tienden a destacar a ciertos personajes, otorgándoles el protagonismo que, aunque merecido, puede eclipsar la contribución fundamental de otros. No se trata de restar méritos a aquellos que han sido elevados al estatus de héroes, sino de reconocer que, en ocasiones, la memoria colectiva no refleja con total precisión la magnitud de ciertos roles. En el caso de la Revolución de Abril de 1965, el Coronel Rafael Fernández Domínguez, aunque reconocido, no ocupa en el imaginario popular el sitial que en rigor le corresponde. Su papel fue, en muchos sentidos, el cimiento sobre el que se construyó la gesta[1], pero su figura ha sido opacada por otros nombres, a pesar de que su contribución fue tan trascendental como la de cualquier otro líder de la Revolución.

Este breve ensayo no busca restar protagonismo a quienes también jugaron un papel decisivo, sino más bien iluminar el valor profundo de la acción de Fernández Domínguez, cuyo liderazgo y sacrificio fueron esenciales para la restauración democrática que definió ese crucial momento de la historia dominicana. En definitiva, honrar con justeza a cada figura histórica es reconocer el verdadero peso de su contribución, sin dejar que las narrativas simplificadas distorsionen el valor de su rol. Solo así podemos comprender cabalmente los procesos que han dado forma a nuestra historia, y otorgar a cada protagonista el lugar que realmente merece en el vasto mosaico del pasado.

Rafael Tomás Fernández Domínguez, héroe de la restauración democrática (nacido en Damajagua, Valverde, República Dominicana, el 18 de septiembre de 1934 y fallecido en Santo Domingo el 19 de mayo de 1965), en suma, tiene su nombre escrito en las páginas de la historia dominicana, porque, tras el derrocamiento del presidente Juan Bosch (en 1963), organizó y encabezó un movimiento militar constitucionalista, luchando por la restauración del gobierno democrático. Durante la Revolución de Abril[2], lideró las fuerzas constitucionalistas (que buscaban reponer a Bosch[3]) y jugó un papel decisivo en la defensa del orden constitucional. Su sacrificio fue definitivo cuando, siendo ministro de Interior y Policía, murió en combate al intentar tomar el Palacio Nacional, convirtiéndose en un mártir de la lucha por la democracia en la República Dominicana[4].

Este líder constitucionalista -caído en combate- encarna, en su vida y en su sacrificio, la esencia del compromiso con la patria y la justicia en tiempos de turbulencia. Es figura clave en el liderazgo de la nación, su destino se entrelazó con los momentos más álgidos de la historia dominicana, aquellos que definieron la Guerra Civil Dominicana[5] y la Revolución de Abril de 1965. A lo largo de su trayectoria, se erigió como un pilar de la fuerza militar y la voluntad política, ocupando puestos de relevancia, como director de la Academia Militar, subjefe de la Fuerza Aérea Dominicana, y ministro de Interior y Policía. En este último cargo, se vio investido de la dignidad de vicepresidente de la República, asumiendo con responsabilidad el rol de primer sustituto del presidente, según la Constitución de su tiempo.

La grandeza del legado de este artífice de la lucha por la democracia no radica solo en los altos puestos que ocupó, sino en la trascendencia de sus principios, en su fidelidad a los ideales de democracia y soberanía que guían a los pueblos. Por ello, el Congreso Nacional de la República Dominicana, reconociendo su heroísmo y sacrificio, lo declaró Héroe Nacional mediante la Ley núm. 58-99 de 1999 y sus restos hoy descansan en el Panteón de la Patria, como símbolo inmortal de su entrega.

Más allá de las fronteras de su tierra natal, su memoria fue también honrada por el Gobierno de El Salvador, que erigió en 2018 un monumento en su honor en la Plaza de la Revolución de la Universidad de El Salvador, un tributo a su valentía y a su lucha por los ideales de libertad y justicia.

El 19 de mayo, día en que falleció en combate, ha sido instituido como el “Día del Soldado Democrático” por la Ley núm. 154-08, un recordatorio anual del sacrificio de quienes, como él, dieron su vida por la democracia. Asimismo, su nombre quedó inmortalizado en la principal arteria vial de Santo Domingo Este, la Autopista de San Isidro, que hoy lleva su nombre, como testimonio perdurable de un hombre cuyo coraje y lealtad a su nación resuenan en la memoria colectiva de la República Dominicana.

Este mártir de la Revolución de Abril no fue solo un militar; fue un hombre de principios inquebrantables, cuya vida y muerte se erigen como un faro de rectitud y determinación. En él, la historia se hace presente, enseñándonos que la verdadera grandeza radica en la capacidad de sacrificar lo personal por el bien de un ideal superior.

Tras la caída de la dictadura de Trujillo, este valiente defensor del orden constitucional desempeñó un papel crucial en la transición del país hacia la democracia. El 20 de diciembre de 1962, en las primeras elecciones libres celebradas después de la dictadura, el presidente Juan Bosch fue elegido democráticamente. Bosch asumió la presidencia el 27 de febrero de 1963 para un mandato de cuatro años, pero su gobierno, como se ha visto, fue derrocado el 25 de septiembre de ese mismo año.

Durante la administración del presidente Bosch, el personaje bajo estudio (símbolo de la resistencia democrática) se distinguió por su lealtad al poder civil. El 15 de junio de 1963, fue nombrado director de la Academia Militar “Batalla de Las Carreras”, cargo que ocupó con dedicación y compromiso institucional.

Sin embargo, después del referido derrocamiento de Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963, Fernández Domínguez (arquitecto de la restauración constitucional), junto con otros militares comprometidos con la democracia, inició un plan para poner fin al Gobierno de facto del Triunvirato[6] y restaurar el orden constitucional que había sido interrumpido meses antes.

A este baluarte de la democracia dominicana le fue encomendado un destino singular, uno que lo llamó a ser artífice y líder de un movimiento que no solo desafiaría a los poderes establecidos, sino que abrazaría la causa más noble y trascendente: la restauración del orden constitucional, quebrantado por el mencionado golpe de Estado de 1963. Su tarea no fue simplemente organizar, sino gestar desde las entrañas de su ser una lucha que apelaba a la esencia misma de la justicia y la soberanía del pueblo, principios que todo ser humano siente en su interior como un llamado ineludible.

Así, al frente del movimiento militar constitucionalista, este coronel, defensor incansable de la libertad, no solo lideraba una acción armada; representaba la esperanza de un pueblo que ansiaba recuperar lo que le fue arrebatado: la libertad de elegir su destino a través de un gobierno legítimamente constituido. La Revolución de Abril de 1965 fue el escenario donde su alma se fundió con la de muchos otros, en una lucha por la restitución de la democracia, esa fragua inquebrantable en la que forjan su carácter los pueblos valientes.

En la guerra que marcó ese abril, Fernández Domínguez (faro de la lucha constitucionalista) se erigió como un héroe de primera línea, guiando a sus hombres con la convicción de quien sabe que el sacrificio es el precio de la justicia. Pero el destino, que a menudo es caprichoso y cruel, le reservaba un final trágico. El 19 de mayo de 1965, cuando, en su calidad de ministro de Interior y Policía, se dirigía al Palacio Nacional con la firme intención de tomarlo y consolidar la victoria, fue víctima de una emboscada urdida por las fuerzas militares estadounidenses, quienes, al intervenir en el conflicto, acabaron con su vida.

Su muerte no fue solo la caída de un hombre, sino el sacrificio de un ideal. En el momento en que su cuerpo fue abatido, la República Dominicana perdió un líder, pero su legado, hecho de ideales inquebrantables, se perpetuó más allá de su último aliento, marcando para siempre la memoria colectiva del pueblo dominicano. En su sacrificio, este comandante de la restauración democrática se convirtió, no solo en un mártir de la democracia, sino en un símbolo eterno de la lucha por la justicia y la autodeterminación de nuestro pueblo.

El 18 de septiembre de 2011, en un acto de profunda memoria y respeto, la Alcaldía de Santo Domingo Este otorgó un nombre eterno a una de sus arterias vitales, la Autopista de San Isidro. La vía que atraviesa el corazón de la ciudad, testigo silente de innumerables destinos, pasó a llevar, desde ese momento, el nombre del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez (emblema de la lucha por la libertad), el hombre cuya vida fue un faro de valentía, sacrificio y amor inquebrantable por la patria.

Así, la autopista no solo es un sendero de asfalto que une espacios físicos, sino también un puente simbólico que conecta a generaciones de dominicanos con el legado de un hombre que, con su sangre, dibujó los contornos de la libertad y la justicia. Cada kilómetro recorrido sobre esa vía se convierte en un acto de homenaje, un tributo a la memoria de quien luchó hasta el último suspiro por restaurar la democracia en su tierra.

El nombre del coronel Fernández Domínguez (líder indomable de la Revolución de Abril) no es solo una inscripción en una placa de bronce; es un susurro que se escucha en el viento que acaricia esa autopista, un eco que recorre las calles, recordándonos, con solemnidad, que su espíritu sigue presente en cada paso dado por aquellos que transitan hacia el futuro, siempre bajo la luz de sus principios.

Cuando, como hemos dicho antes, el 19 de mayo de 1965, estando el sol aún danzando con la brisa cálida de la mañana, la vida del Coronel Rafael Fernández Domínguez encontró su fin en una emboscada mortal, tejida con precisión por las tropas del gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Lyndon B. Johnson, en ese instante, Fernández Domínguez (defensor de la soberanía popular) no era solo un hombre, sino el alma de una causa justa, la encarnación de la resistencia y la esperanza de un pueblo que luchaba por restaurar lo que le había sido arrebatado: su derecho a la democracia.  

 En el mismo lugar donde el cuerpo de este líder irreductible de la causa constitucional yacía, su espíritu se alzó por encima del dolor, como un farol inquebrantable que iluminaba la lucha por la libertad. La tierra que acogió su sacrificio, ese rincón de la ciudad no solo guardó su cuerpo, sino también la memoria de su valentía, de su entrega total a la causa del pueblo dominicano.

El Coronel Fernández Domínguez (bastión de la justicia constitucional) no murió solo en la calle, sino que dejó su impronta en la historia, y cada 19 de mayo, al recordar su caída, se honra no solo su sacrificio, sino su legado eterno: el de un hombre que luchó hasta el último aliento por la justicia, por la dignidad, por un país libre.

Aunque el nombre de Francisco Caamaño (otro gran personaje de nuestra historia) se asocia de manera más inmediata a la Revolución de abril de 1965, la figura de Rafael Tomás Fernández Domínguez (brazo firme de la democracia) es igualmente fundamental para comprender la magnitud de esa lucha por la restauración democrática en la República Dominicana. Ambos compartieron un mismo ideal, pero fue Fernández Domínguez -paladín de la restauración constitucional- quien, desde el inicio, organizó, lideró y dio forma a la resistencia militar que permitió que la democracia renaciera. Su sacrificio, en la emboscada que le costó la vida, no fue el final de su lucha, sino el sello definitivo de un compromiso con la justicia y la libertad que, al igual que el de Caamaño, trascendió las fronteras del tiempo.

La verdadera grandeza no radica en la fama, sino en la entrega total a una causa que busca la libertad, la justicia y la dignidad. La memoria de su sacrificio sigue viva, como un eco que nunca se apaga, invitándonos a reconocer, sin distinción, el valor y la determinación de todos aquellos que, como él, lucharon hasta el final por un futuro mejor para su pueblo.

YHP

8-11-24

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[1] “Dentro de las Fuerzas Armadas se mantuvo un grupo que intentaba restablecer la constitucionalidad propugnando el retorno al poder del presidente Juan Bosch. La cabeza de este grupo era Rafael Tomás Fernández Domínguez (…)” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 285).

[2] La Revolución de Abril de 1965 fue, en síntesis, un levantamiento militar para restaurar el gobierno constitucional de Juan Bosch, derrocado en 1963. El 24 de abril, militares constitucionalistas, liderados por Rafael Fernández Domínguez y Francisco Caamaño, se alzaron en armas. La intervención de Estados Unidos en apoyo al gobierno de facto complicó el conflicto, pero la Revolución sentó las bases para la restauración democrática, que culminó con elecciones libres en 1966.

[3] Para ampliar sobre el golpe de Estado a Bosch, leer el ensayo colgado en nuestro blog: www.yoaldo.org sobre ese evento de nuestra historia.

[4] “El 19 de mayo cayó en combate como soldado de la patria, frente a las tropas interventoras. Su gloriosa y heroica muerte hicieron más grandez su figura que el pueblo recuerda con admiración y respeto” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 212).

[5] El término “guerra civil” en el contexto de la Revolución de Abril, de 1965, se refiere específicamente al conflicto armado que tuvo lugar durante ese mes, pero a veces se usa de manera más amplia para referirse a la lucha interna por el control político que incluyó no solo el levantamiento constitucionalista de abril, sino también las tensiones previas y posteriores en el país. Sin embargo, en su uso más específico, la Revolución de Abril es la expresión más precisa para referirse a este levantamiento en particular.

[6] “El régimen del triunvirato integró su gabinete con representantes de todos los partidos golpistas (…) Una vez que el Triunvirato hubo consolidado su poder y especialmente después que Reid Cabaral se integró a él, los EEUU, activa y abiertamente, sostuvieron el régimen dominicano” (PICHARDO, Franklin Franco. Historia del pueblo dominicano, 8va. Edición, p. 625 y 629).

La Constitución como pilar de la convivencia y la libertad: reflexión en el Día de la Constitución dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

La primera Constitución de la República Dominicana fue proclamada el 6 de noviembre de 1844, en la ciudad de San Cristóbal, poco después de la declaración de independencia del país, ocurrida el 27 de febrero de ese mismo año. Es por ello que cada 6 de noviembre los dominicanos conmemoramos el Día de la Constitución, celebrando este hito fundamental en la consolidación del Estado dominicano.

De la Constitución deriva la estructura fundamental del Estado, los principios esenciales que guían su funcionamiento y, sobre todo, los derechos fundamentales de las personas. Para comprender la relevancia de esta norma superior y, en general, del derecho constitucional que se centra en su estudio, podemos hacer una analogía con una casa familiar. Imaginemos que una familia vive en una casa. Dentro de la casa, todos deben seguir ciertas normas de convivencia para que no haya caos. Cada miembro tiene derechos y responsabilidades: unos deben respetar los espacios del otro, otros deben contribuir a la limpieza y el orden. Sin reglas claras, la convivencia sería imposible y, por ende, los problemas se multiplicarían.

De manera similar, una Constitución es un conjunto de reglas y principios fundamentales que organiza la convivencia de todos los ciudadanos dentro de un Estado, estableciendo no solo los derechos de las personas, sino también los límites y competencias del poder estatal. Así como en una familia, donde no basta con tener reglas sin aplicación, una Constitución necesita un sistema que garantice que esas normas sean cumplidas. Esto es precisamente lo que significa tener una norma superior: una Constitución no solo establece las reglas y los principios, sino que también debe prever mecanismos eficaces para que se respeten. Es un pacto social que, por encima de los intereses de los gobernantes de turno, garantiza los derechos fundamentales de las personas y asegura que el poder sea limitado y responsable ante la sociedad.

En el contexto dominicano, el derecho constitucional tiene una historia rica en luchas y transformaciones. La primera Constitución, la de 1844, marcó el inicio de un proyecto de nación basado en los principios liberales, como la soberanía popular y los derechos individuales. Sin embargo, esta Constitución fue rápidamente desvirtuada, en particular por el famoso artículo 210, que otorgaba al presidente Pedro Santana poderes excepcionales para disolver el Congreso y gobernar de manera autoritaria, minando así los principios liberales originales. Este artículo evidenció que, aunque la Constitución de 1844 fuera, en su origen, un documento liberal, las tensiones internas y las presiones sociales y políticas rápidamente llevaron a su manipulación para consolidar el poder presidencial.

Es importante, además, contextualizar el término “liberal” dentro del constitucionalismo dominicano. Para los dominicanos, ser liberal no siempre ha significado adherir a los valores clásicos del constitucionalismo liberal, como la limitación del poder, la separación de poderes o la protección de los derechos individuales. En el contexto de nuestra historia, ser liberal ha sido sinónimo de defender la soberanía nacional, independientemente de los matices ideológicos. Así, el liberalismo en la República Dominicana ha sido interpretado como una lucha por la independencia frente a potencias extranjeras y contra el autoritarismo interno, lo que ha llevado a una compleja relación entre liberales y conservadores a lo largo de la historia.

Pese a estos matices, lo cierto es que el constitucionalismo liberal ha prevalecido, y la lucha constante en la historia dominicana ha sido, en última instancia, por la limitación del poder del gobernante y la protección de los derechos de los ciudadanos. Esta lucha no ha sido fácil ni lineal. A lo largo de los años, la historia constitucional de la República Dominicana ha sido marcada por intentos de poner al gobernante dentro de un marco jurídico que lo responsabilice por sus actos y lo limite, tanto en el ejercicio de su poder como en su acceso a los recursos del Estado.

El constitucionalismo dominicano, como señala el académico Eduardo Jorge Prats, es el reflejo de una lucha constante por la independencia del Estado, la limitación del poder presidencial, la protección de los derechos fundamentales, la implementación del sufragio universal, la transparencia electoral, y el impulso de un sistema judicial independiente. Cada uno de estos aspectos refleja un esfuerzo por construir una democracia genuina y por hacer de la Constitución un instrumento vivo, capaz de adaptarse a los tiempos y a los desafíos de la sociedad.

Ningún constitucionalismo debe limitarse a redactar textos constitucionales, sino que debe pasar de la retórica a construir instituciones sólidas y fomentar una cultura de respeto por los derechos fundamentales. Esta construcción no se logra sin una lucha constante en la política, en los tribunales, en la prensa, en la academia y, en última instancia, en la sociedad misma. La lucha constitucional es, ante todo, una lucha contra la injusticia y el anti-garantismo. El derecho constitucional, como cualquier otra disciplina, debe entenderse desde su historicidad, pues solo conociendo el pasado es posible enfrentar los desafíos futuros con sabiduría.

Enfrentamos hoy, como sociedad, nuevos retos globales y locales, como la inteligencia artificial, los temas de bioética, el cambio climático, entre otros, que requieren una adaptación de las normas constitucionales para garantizar que los derechos fundamentales de todos sean respetados en un contexto que cambia rápidamente. Por eso, celebrar el Día de la Constitución hoy, día 6 de noviembre, no es solo una cuestión simbólica, sino una invitación a reflexionar sobre el trabajo aún pendiente para hacer de la Constitución un instrumento verdaderamente inclusivo, participativo y vivo. La historia de la República Dominicana nos enseña que la lucha por un mejor Estado y por una sociedad más justa nunca se detiene.

¡Feliz Día de la Constitución, dominicanos! Porque un día como hoy (6 de noviembre, pero de 1844) marca para nosotros el compromiso con la justicia, la libertad y la dignidad humana. Y hay que tener conciencia de ello, porque solo entendiendo nuestra historia podremos avanzar con inteligencia hacia un futuro donde las instituciones y los derechos fundamentales sean la base de nuestra convivencia.

YHP

6-11-2024

Entre batallas y sueños: la huella de José María Cabral en la historia dominicana

Por: Yoaldo Hernández Perera

Recordar a los grandes de nuestra historia es un acto de verdadera grandeza, un homenaje que se eleva en el viento como un susurro de reverencia, una llama que arde con el fulgor de sus legados. Sus ecos resuenan en nuestras vidas, guiándonos con la sabiduría de sus experiencias, mientras su fuerza nos envuelve y nos abraza, nutriendo nuestra identidad colectiva. Quien se detiene a honrar su historia, se eleva en el alma, conectando con la esencia de aquellos que forjaron el camino, convirtiéndose en faro de esperanza y en testigo del tiempo.

A pesar de la controversia generada por su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos, que culminó en su derrocamiento a manos de una rebelión, el legado de José María Cabral y Luna se enriquece con la luz que representa su papel como precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo. Este hito, un significativo avance hacia la educación superior y el desarrollo social, se suma a su historia como héroe de grandes batallas a favor de la dominicanidad. Así, este audaz forjador de nuestra soberanía merece ser recordado, no solo por sus desafíos, sino por su valiosa contribución al futuro y a la identidad de nuestra nación.

La documentación histórica que registra las incidencias de nuestro país revela que este líder militar y político, figura emblemática del siglo XIX, encarna la complejidad del liderazgo en la búsqueda de identidad y soberanía. Nacido el 12 de diciembre de 1816 en Ingenio Nuevo, su existencia se entrelaza con los dilemas de la independencia y la autodeterminación.

Su papel como presidente de facto en 1865 y luego como presidente constitucional entre 1866 y 1868, lo posiciona como el primer líder dominicano elegido por sufragio universal, un hito que refleja la evolución del concepto de ciudadanía en su tiempo.

Cabral fue un actor crucial en la lucha por la independencia de Haití, desafiando la opresión y defendiendo la autodeterminación. Acompañó a Francisco del Rosario Sánchez en la expedición que, cruzando El Cercado, simboliza la resistencia ante la anexión a España.

Así, su vida se convierte en un testimonio del espíritu de un pueblo que, en su búsqueda de libertad, se enfrenta a las contradicciones de la historia, recordándonos que la política y la ética son inseparables en la construcción de la nación.

Hijo de María Ramona de Luna y Andújar y Juan Marcos Cabral y Aybar, su linaje está tejido por raíces profundas en la región de Hincha, donde convergen sus abuelos y su vasta familia, compuesta por nueve hermanos.

El destino lo llevó a unirse en matrimonio el 7 de enero de 1845 con su prima, quien compartía la herencia de su linaje. Juntos trajeron al mundo a Alejandro, quien también continuaría el legado familiar. Sin embargo, la vida de este hombre no estuvo exenta de complejidades; sus relaciones incluyeron descendencias ilegítimas, reflejo de la naturaleza multifacética de la existencia humana.

 El 15 de mayo de 1865, este personaje llegó la Congreso, llenando una curul como diputado por San Miguel de la Atalaya, marcando su entrada en el escenario político. Sin embargo, el 4 de agosto, respaldado por su consuegro Buenaventura Báez, llevó a cabo un golpe de Estado que derrocó al general Pedro Pimentel. Este acto se produjo en un momento crítico, justo después de la evacuación de las fuerzas españolas, tras el reconocimiento de la independencia de la República Dominicana por la reina Isabel II.

Una vez consumado el golpe, fue proclamado “Protector de la República”, asumiendo el poder hasta la instauración de un nuevo gobierno. Este sería elegido el 14 de noviembre de 1865 por la Convención Nacional, designando a Buenaventura Báez como presidente constitucional, quien se encontraba en el exilio. En su interinidad, el general Pedro Guillermo asumió el cargo de Encargado del Poder Ejecutivo. Cuenta la historia que, al día siguiente, este líder viajó a Curazao en busca de Báez, regresando el 8 de diciembre para encontrarlo en el poder, quien lo nombró ministro de guerra.

Durante su primer mandato, se destacaron avances significativos, incluyendo la redacción de una nueva Constitución que instauró el sufragio universal para hombres dominicanos mayores de 18 años. Además, el 17 de agosto de 1865, abolió la pena de muerte y la expulsión de dominicanos, reflejando un compromiso con la justicia y los derechos humanos en un contexto de transformación nacional.

Otro evento relevante relacionado a este líder visionario es que el 28 de mayo de 1866 el general Báez se vio forzado a dimitir tras una revolución liderada por Gregorio Luperón, un referente de la lucha por la independencia. En este contexto, se convocaron elecciones en septiembre y José María Cabral fue elegido, marcando un hito al convertirse en el primer presidente elegido sin el sufragio censitario que limitaba el derecho a votar a los privilegiados.

Fue el 22 de agosto de 1866 cuando asumió el poder como encargado del Poder Ejecutivo y el 29 de septiembre tomó oficialmente la presidencia constitucional de la República. Su gabinete reflejó un compromiso con el progreso. Según documentos históricos, estaba Manuel María Castillo en Interior y Policía, José Gabriel García en Justicia y Relaciones Exteriores, Juan Ramón Fiallo en Hacienda y Pedro Valverde en Guerra y Marina.

Bajo su liderazgo, el 31 de diciembre de 1866, se fundó el Instituto Profesional, precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo, un paso hacia la educación superior y el desarrollo social.

Sin embargo, su gobierno no estuvo exento de desafíos. En 1867, el general Gaspar Polanco, defensor de su administración, murió a causa de una herida en enfrentamientos con los seguidores de Báez. Además, su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos generó controversia y culminó en su derrocamiento por una rebelión. Así, su trayectoria se convierte en una reflexión sobre la fragilidad del poder y la complejidad de la política en la búsqueda de una identidad nacional.

Sobre su muerte, Emilio Rodríguez Demorizi emite un justo y hermoso panegírico: Modesto y abnegado como pocos, sin ambiciones de gloria ni de poder y riquezas, murió rodeado del amor de los suyos y de la admiración de sus conciudadanos, en la mañana del 28 de febrero de 1899[1]. Y, en esa línea, GUTIÉRREZ FÉLIX: No hay, después de entonces, muchos ejemplos en la vida pública o militar de la República que puedan compararse a la conducta del héroe de Santomé[2].  


[1] RODRÍGUEZ DEMORIZI, Emilio. Próceres de la Restauración, p. 52.

[2] GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 89.

Gaspar Polanco, “la primera espada de la Guerra de la Restauración”: héroe nacional en un camino de luces y sombras

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Gaspar Polanco Borbón surge como una figura central en la historia dominicana, simbolizando tanto la lucha por la soberanía como las complejidades del liderazgo en tiempos de conflicto. Su gloria se forja, esencialmente, en el contexto de la Guerra de la Restauración, donde se destacó como un estratega audaz y un defensor valiente de la restauración de nuestra independencia. Sin embargo, su legado también está marcado por la sombra de decisiones controvertidas, como la orden de eliminar a Pepillo Salcedo, una acción que, aunque contó con el respaldo de muchos restauradores (porque Pepillo mostraba simpatía por Báez[1]), ha suscitado debates sobre la ética en la guerra y el costo de la libertad. Así, Polanco se presenta como un héroe nacional cuya vida y acciones invitan a una reflexión profunda sobre la dualidad del ser humano en la búsqueda de un ideal.

Este valiente defensor de la soberanía nacional nació en Monte Cristi en 1816 y falleció en La Vega en 1867. Con el rango de general, en agosto de 1863, se convirtió en comandante y jefe de la Guerra Restauradora, un período en el que su excepcional ingenio y capacidad estratégica brillaron con luz propia. “La primera espada”, así se le ha llamado a este héroe nacional, subrayando su singularidad como el único general de la antigua República. Su vida y obra son testimonio de la lucha por la libertad y la soberanía, un eco de la voluntad colectiva de un pueblo que anhelaba la restauración de su identidad.

El consabido notable general de la Guerra de la Restauración es originario del seno de una familia acomodada; su padre, Valentín Polanco, era un próspero ganadero de Santiago de los Caballeros, propietario de extensos hatos de ganado y plantaciones de tabaco, establecido en Monte Cristi. Su madre, Martina de Borbón, también provenía de un linaje notable. A pesar de su origen burgués, Polanco Borbón no recibió educación formal en su infancia y no sabía leer ni escribir, aunque era capaz de firmar su nombre.

Su hermano mayor, Juan Antonio Polanco, también desempeñó un papel destacado como general de brigada en la Guerra de la Restauración y fue uno de sus principales organizadores. Rita Polanco Borbón, su hermana, se casó con Federico de Jesús García, otro notable restaurador. Además, su sobrina Ana, hija de Juan Antonio, contrajo matrimonio con Pedro Antonio Pimentel, quien se convirtió en el noveno presidente de la República Dominicana.

Según las investigaciones de los historiadores, a partir de los registros civiles, este destacado líder militar y político dominicano se unió en nupcias con María Ortega, en Santiago de los Caballeros, y posteriormente se establecieron en Cañeo, Esperanza, en la provincia de Valverde, donde criaron a sus cuatro hijos: Tomás, Francisco, Manuel y José Mauricio. Los hijos se dedicaron a las labores agropecuarias en las tierras familiares en Valverde y Navarrete.

Gaspar Polanco desempeñó un papel significativo en diversos episodios de nuestra historia, incluyendo la Guerra de la Independencia, la Revolución de 1857, el período de anexión a España, la Guerra de la Restauración y el denominado asedio de Santiago. Se le considera, por tanto, una espada que ha cortado las cadenas que aprisionaban el espíritu libre de nuestro pueblo en distintas etapas. El reconocimiento de este guerrero de nuestra soberanía debe perdurar en el tiempo, transmitiéndose de generación en generación como un testimonio de su valía y legado.

En cuanto a la Guerra de la Independencia, resulta importante destacar que, en resumen, el año 1844, fue cuando se unió a dicho evento bélico, como coronel. Cuenta la historia que allí descolló en la Batalla de Talanquera y en la Batalla del 30 de Marzo. Su habilidad en las campañas militares de la Línea Noroeste, donde -según se ha documentado- comandó tropas de áreas rurales, le valió reconocimiento. Ya para el año 1848, ascendió a capitán y fue asignado a las unidades de Caballería de la misma región, participando en acciones de asedio, hostigamiento y ataques contra las fuerzas haitianas apostadas a lo largo del río Maguaca durante ese año y el siguiente.

Para Gaspar Polanco y sus hombres, Buenaventura Báez representaba una amenaza a los intereses del Cibao, dado que su gestión había llevado a la ruina a los tabaqueros y desencadenado una profunda crisis económica. En julio de 1857, el general Polanco lideró una revolución junto a los generales Domingo Mallol y Juan Luis Franco Bidó, estableciendo un gobierno paralelo en Santiago con José Desiderio Valverde como presidente. Cuenta la historia que la capital, Santo Domingo, fue asediada desde el 31 de julio de 1857 hasta el 13 de junio de 1858.

En su papel como General de Brigada, al frente de la caballería y las reservas militares en la línea noroeste, Gaspar Polanco se encontró en un dilema que reflejaba las complejidades de su tiempo. Al aceptar servir a la Corona española tras la Anexión, una decisión motivada por la influencia de Pedro Santana, se convirtió en un instrumento de un poder que, aunque le ofrecía estabilidad, también desdibujaba los ideales de libertad que su corazón anhelaba.

Bajo el mando del General José Antonio Hungría, teniente gobernador de la región norte, Polanco lideró a las fuerzas españolas en la caza de los patriotas restauradores. Este acto, cargado de contradicciones, lo enfrentaba a su propio hermano mayor, Juan Antonio Polanco, quien, en un ferviente deseo de emancipación, buscaba reavivar la llama de la resistencia en febrero de 1863. Así, en el cruce de caminos entre lealtad y libertad, se revelaba la tragedia de un hombre atrapado en los vaivenes de la historia, donde la lucha por la identidad nacional se entrelazaba con los lazos familiares y las decisiones del destino.

Según los libros y manuales de historia dominicana, desde el 16 de agosto, un nuevo capítulo de resistencia comenzó a escribirse, donde el brigadier español Manuel Buceta y sus tropas se hallaron en la mira de Pedro Pimentel, Juan Antonio Polanco y Benito Monción, quienes avanzaban desde Capotillo a través de la Línea Noroeste. En este torrente de valentía y desafío, un guerrero experimentado se unió a ellos, guiándolos hasta las puertas de Santiago, donde miles de hombres comenzaban a cercar la ciudad, marcando el inicio de una contienda por la libertad.

En este contexto, se proclamó a este líder como comandante en Jefe de las fuerzas restauradoras, una decisión que no surgió al azar. Su elección fue el resultado de su audacia y destreza en el campo de batalla, así como de su singularidad como el último general de las campañas de la Independencia que aún mantenía su compromiso con la causa. Su peso social, su prestigio y su autoridad no solo le conferían un estatus, sino que lo situaban como un símbolo de la lucha colectiva, encarnando la lucha de un pueblo que anhelaba liberarse de las cadenas del opresor. Así, en la intersección de la historia personal y el destino nacional, se forjaba una figura destinada a liderar en la búsqueda de un futuro autónomo y esperanzador.

Registra nuestra historia que el 31 de agosto de 1863, el general Gaspar Polanco se levantó desde Quinigüa, impulsado por la determinación de tomar Santiago. En efecto, el 6 de septiembre, al liderar el asalto a la ciudad, se propuso capturarla a través del fuego y la sangre, tomando la drástica decisión de incendiar parte del pueblo, sumergiendo la Fortaleza de San Luis en un torbellino de llamas y humo.

Esta audaz estrategia dio los resultados esperados, pues al convertir la ciudad en cenizas, se despojó a los españoles de su valor estratégico, privándolos de recursos y refugio. Cuando los sitiados, en un intento desesperado, decidieron abandonar la Fortaleza en dirección a Puerto Plata, Polanco los persiguió con tenacidad, emboscándolos en El Carril y El Limón, infligiendo graves pérdidas a sus fuerzas. En Gurabito, logró derrotar a los generales Hungría, Alfau y Buceta, y en Puerto Plata, también obtuvo victorias significativas.

Por su destacada eficacia y valor durante el asedio de Santiago, Polanco fue elevado al rango de “generalísimo” que, posteriormente, sin legitimidad alguno, se autoasignó el dictador Trujillo. A este último la historia lo condenó. Nada que ver con lo que ahora estamos contando. Lo cierto es que, en el caso de Gaspar Polanco, se trató de un título (“generalísimo”) que reflejaba no solo su destreza militar, sino también su inquebrantable espíritu en la búsqueda de la libertad y la restauración del país. Entrelazándose en su camino las luchas de un hombre con las esperanzas de un pueblo que anhelaba su emancipación.

Queda en nuestra memoria histórica cómo la devoción de Gaspar Polanco a la causa restauradora resonaba con la fuerza de su convicción. Sin embargo, su desacuerdo con la vacilante postura del gobierno de José Antonio Salcedo (Pepillo Salcedo[2]), quien, según una recurrente versión difundida, se había autoproclamado presidente sin el respaldo de la mayoría de los restauradores, lo llevó a cuestionar la dirección de la revolución. La vitalidad del movimiento se había visto mermada por la negligencia y las maniobras intrigantes de Pepillo Salcedo. Inspirado por su hermano Juan Antonio, un hombre de luces, Gaspar Polanco se erigió como líder en la insurrección que resultó en el derrocamiento de Salcedo el 10 de octubre de 1864.

Al tomar las riendas del poder, asumió el cargo de presidente de la República en armas, desde esa fecha hasta el 24 de enero de 1865[3]. Durante su breve, pero significativo gobierno, implementó políticas que favorecieron tanto el desarrollo económico como la educación, marcando un avance hacia un futuro prometedor. Ulises Espaillat se convirtió en su vicepresidente, y su gabinete integraba a destacados restauradores como Máximo Grullón Salcedo y Silverio Delmonte en la Comisión de Interior y Policía, así como al poeta Manuel Rodríguez Objío en la Comisión de Relaciones Exteriores.

Sin embargo, en un giro drástico de los acontecimientos, Polanco ordenó el exilio del expresidente Pepillo Salcedo hacia Haití, aunque las autoridades haitianas no lo aceptaron. Ante la amenaza que representaba Salcedo, quien intentaba facilitar el retorno del caudillo anexionista Buenaventura Báez, Polanco, con el consentimiento de sus compañeros restauradores, tomó la sombría decisión de ejecutarlo. Así, a pesar del éxito resonante de la gesta restauradora, esta acción manchó su legado en ciertos círculos del liderazgo, planteando la complejidad moral que a menudo acompaña a las decisiones en tiempos de crisis. En la intersección de la gloria y la sombra, la figura de Polanco se convierte en un espejo de las tensiones inherentes a la lucha por la libertad y la identidad nacional.

En el tramo final de la historia de este personaje, “primera espada de la Guerra de la Restauración”, con luces y sombras, importa destacar que, sobre su presidencia, MOYA PONS sostiene: Polanco solo en el poder menos de tres meses pues, siendo analfabeto e ignorante, su gobierno se convirtió en una tiranía desde el principio, haciendo asesinar al expresidente Salcedo y persiguiendo encarnizadamente a todos aquellos que él creía que no eran amigos suyos[4].  

Su presidencia fue despojada por un movimiento liderado por Pedro Pimentel, Benito Monción y García, en el que, curiosamente, su propio hermano Juan Antonio brindó apoyo. Estos hombres vieron en el intento de monopolizar el comercio del tabaco por parte de Pepillo Salcedo, respaldado por sus allegados, una acción arbitraria y autoritaria. Así, Salcedo se retiró a sus hatos y a las labores agropecuarias en Esperanza, Valverde, abandonando el escenario político.

Una vez restaurada la República, Gaspar Polanco se unió a la serie de movimientos revolucionarios que caracterizaban su época, cada uno buscando simplemente un cambio de gobierno. En 1867, en una acción armada en defensa del General José María Cabral, el primer presidente elegido por sufragio universal, sufrió una herida en un pie. A pesar de ser llevado a Santiago para recibir atención médica, su situación se agravó, y fue trasladado a La Vega, donde finalmente falleció a causa de tétanos, consecuencia de la herida sufrida.

Mientras tanto, su hermano mayor, Juan Antonio, continuó la lucha contra la anexión liderada por Buenaventura Báez. A finales de 1873, encabezó una rebelión militar en Monte Cristi junto a Ulises Heureaux. Aunque esta insurrección fue sofocada, marcó el inicio del ocaso del gobierno de seis años de Báez.

Los restos de Polanco, quien vivió y murió en el fervor de la lucha por la soberanía, descansan en el Panteón Nacional, donde su legado se entrelaza con la memoria de una nación en constante búsqueda de su identidad. En la complejidad de sus decisiones y acciones, se revela el dilema humano de aquellos que luchan por la libertad, navegando entre la esperanza y el sacrificio.

De la vida heroica de esta “primera espada de la Guerra de la Restauración”, debemos quedarnos con la enseñanza de que la verdadera grandeza no reside únicamente en las victorias militares, sino en la capacidad de sacrificar intereses personales por el bien de la patria. Polanco encarna la dualidad del héroe y del hombre, un ser atrapado entre el deber y la moral, que nos recuerda que en el camino hacia la libertad, las decisiones no siempre son claras ni exentas de dilemas éticos.

Su trayectoria nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del liderazgo en tiempos de crisis. Un líder no solo debe ser valiente en el campo de batalla, sino también tener la sabiduría de discernir cuándo la lucha se convierte en un acto de opresión. La historia de Polanco es un eco de las luchas contemporáneas, donde el ideal de justicia puede verse empañado por decisiones difíciles y sus consecuencias.

Así, su legado no solo perdura en la memoria colectiva como un guerrero, sino como un símbolo de la complejidad humana en la búsqueda de la libertad. Nos enseña que cada acción tiene un peso moral, que la lucha por la soberanía es también una lucha por la dignidad humana, y que, al final, la grandeza se mide por la capacidad de amar y servir a la patria, incluso en los momentos más oscuros. En este sentido, la vida de Gaspar Polanco trasciende su tiempo, invitándonos a considerar cómo cada uno de nosotros puede contribuir, a través de nuestras propias decisiones y acciones, a la construcción de un futuro más justo y libre.


[1] “Mencionar el nombre de Buenaventura Báez entre los mismos hombres que habían dirigido la revolución de julio de 1857 era poco menos que una mala palabra y Salcedo no previó las consecuencias de sus declaraciones cuya gravedad era mayor si se tiene en cuenta que Báez había apoyado la anexión desde el exilio y había obtenido el nombramiento de Mariscal de Campo del Ejército Español. El odio que a Báez le tenía la élite cibaeña era solo comparable con el odio que Santana despertó entre los restauradores a medida que la guerra fue cobrando intensidad” (MOYA PONS, Frank. Manuela de historia dominicana, edición 16, p. 342-343).

[2] Para ampliar sobre Pepillo Salcedo, ver el escrito sobre este personaje de nuestra historia colgado en: www.yoaldo.org

[3] “Cuando Salcedo se disponía a mandar una nueva comisión para reanudar las conversaciones con De la Gándara, Gaspar Polanco, un militar analfabeto, lo derrocó con el pretexto de que conducía la guerra a la derrota con esas entrevistas. Además, le hizo dos graves acusaciones: por un lado, la de quererse asociar con Buenaventura Báez, entonces mariscal de campo del ejército español, y, por el otro, la de desobedecer la orden de fusilamiento que pesaba sobre Antonio de Jesús García. El presidente Salcedo fue destituido del cargo el 10 de octubre de 1864 y Gaspar Polanco ocupó su lugar. El intento de expatriación de Salcedo hacia Haití no tuvo éxito y, por orden de Gaspar Polanco, fue fusilado el 5 de noviembre” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 139).

[4] Op. cit. MOYA PONS, Frank, pp. 343-344

La ética judicial como ética técnica: un equilibrio necesario

Por.: Yoaldo Hernández Perera

La ética judicial se presenta como un ámbito donde la técnica[1] y la moral[2] se entrelazan de manera intrínseca. Esta interrelación es fundamental, ya que el ejercicio de la justicia[3] no solo implica la aplicación del derecho[4], sino también una consideración profunda de los valores[5] que lo sustentan. El Código Iberoamericano de Ética Judicial, en su artículo 71, destaca la responsabilidad del juez de analizar las diversas alternativas que el ordenamiento jurídico le ofrece, ponderando sus consecuencias y eligiendo aquella que se alinee más estrechamente con el bien común[6]. Esta labor exige, por ende, un dominio no solo de la técnica jurídica, sino también de una sólida formación ética[7].

El juicio judicial no es simplemente un acto mecánico de aplicación de normas[8]; es un proceso reflexivo y crítico que requiere del juez un conocimiento profundo de los principios y reglas[9] que conforman el sistema jurídico. La capacidad de ponderar jurídicamente[10] implica una habilidad técnica que permite al magistrado sopesar diferentes principios y prioridades de acuerdo con el contexto específico de cada caso, siempre valiéndose de una debida motivación para legitimar su decisión. Sin esta destreza, el riesgo es que la decisión se convierta en una mera formalidad, desprovista de la sustancia que la justicia demanda.

Sin embargo, no se puede ignorar que el ejercicio de la función judicial debe estar fundamentado en valores humanos esenciales, como la dignidad[11] y la honestidad[12]. La ética judicial exige que el juez actúe con integridad[13], y esto no es un aspecto opcional, sino una condición sine qua non para el ejercicio de su función. Así, el “buen mejor juez”[14] no solo es aquel que domina la técnica, sino que también está imbuido de una fuerte carga moral que guía sus decisiones hacia el bienestar social.

El entrelazamiento de la ética y la técnica se refleja en cualidades como la prudencia[15], que exige un equilibrio entre el conocimiento jurídico y la sensibilidad ética. Esta prudencia permite al juez actuar con discernimiento, evitando decisiones que, aunque técnicamente “correctas”, puedan resultar injustas o perjudiciales para el colectivo. De este modo, se establece un perfil de “buen mejor juez” que no es solo un experto en derecho, sino también un ser humano comprometido con la justicia social.

En conclusión, la verdadera justicia se origina en la integridad moral del funcionario judicial, quien, al fin y al cabo, es el guardián de los derechos y garantías de la ciudadanía. Como bien lo señala Eduardo J. Couture, el juez de los jueces es el pueblo[16], que es el soberano en nuestro sistema democrático[17]. Esta idea enfatiza la importancia de un equilibrio entre la ética técnica y los valores humanos, elementos que deben coexistir para asegurar un sistema judicial justo y efectivo. La ética judicial, por tanto, se erige como un campo donde la técnica y la moral no solo coexisten, sino que se complementan, formando la base de un verdadero Estado de derecho[18].


[1] En el contexto de la ética judicial, por “técnica” se debe entender el conjunto de procedimientos, habilidades y conocimientos específicos que un juez utiliza para interpretar y aplicar el derecho de manera adecuada, asegurando que las decisiones judiciales sean fundamentadas, justas y coherentes con el ordenamiento jurídico. Esto incluye el manejo de normas, métodos de interpretación, y la capacidad para resolver conflictos legales de forma efectiva.

[2] En resumen, la moral en la ética judicial se entiende como un conjunto de principios que guían a los jueces no solo en la aplicación de la ley, sino también en la forma en que deben relacionarse con la sociedad, asegurando que su ejercicio de la justicia sea justo, equitativo y alineado con el bienestar general.

[3] No está de más recordar que justicia es, en concreto, la búsqueda del equilibrio entre derechos y deberes, garantizando el respeto y la equidad para todos. Es el principio que orienta las decisiones hacia el bien común, promoviendo la dignidad humana y asegurando que cada individuo reciba lo que le corresponde, ya sea en el ámbito legal, social o moral. La justicia es, en esencia, un pilar fundamental para la convivencia armónica en cualquier sociedad.

[4] Derecho, en este contexto, es el conjunto de normas (Código Civil, Ley núm.108-05, etc.) y principios (razonabilidad, igualdad de armas, acceso a la justicia, etc.) que regulan la conducta de los individuos y las instituciones en una sociedad, estableciendo derechos y obligaciones. Es un sistema que busca garantizar la justicia, la paz y el orden social, proporcionando un marco legal dentro del cual se resuelven conflictos y se protegen los derechos humanos. En este breve escrito defendemos la idea de que, en la ética judicial, el derecho no solo se aplica de manera técnica, sino que también se interpreta a la luz de principios morales que promueven el bien común.

[5] Valores, en este contexto, alude a los preceptos éticos y morales que guían el comportamiento y la toma de decisiones de los jueces. Estos valores incluyen la justicia, la equidad, la honestidad, la integridad y el respeto por la dignidad humana. Son fundamentales para el ejercicio de la función judicial, ya que proporcionan el marco necesario para evaluar las acciones y decisiones en el ámbito del derecho, asegurando que se actúe en beneficio del bien común y se protejan los derechos de todas las personas. Y se diferencian de los principios en que los valores son creencias fundamentales que orientan el comportamiento y las decisiones de las personas, mientras que los principios son normas más concretas que derivan de esos valores y guían la acción en situaciones específicas. En otras palabras, los valores representan el “por qué” detrás de nuestras elecciones, mientras que los principios son el “cómo” se aplican esos valores en la práctica. Por ejemplo, el valor de la justicia puede manifestarse a través de principios como la imparcialidad y la igualdad ante la ley. Así, los principios operan como pautas específicas que permiten llevar a la acción los valores que se consideran importantes.

[6] Bien común es el conjunto de condiciones y recursos que permiten a todos los miembros de una sociedad vivir de manera digna y satisfactoria. Se refiere a los intereses y necesidades compartidas que benefician a la comunidad en su conjunto, promoviendo la justicia, la equidad y el bienestar general. En el contexto de la ética judicial, el bien común actúa como un criterio fundamental que guía las decisiones de los jueces, asegurando que sus resoluciones no solo se ajusten al ordenamiento jurídico, sino que también contribuyan al desarrollo y la cohesión social.

[7] Cuando hablamos de sólida formación ética nos referimos a un proceso integral de desarrollo personal y profesional que capacita a los individuos, especialmente a los jueces, para comprender y aplicar principios morales en su ejercicio. Esto incluye la internalización de valores como la justicia, la honestidad y la integridad, así como la capacidad de reflexionar sobre las implicaciones éticas de sus decisiones. Una sólida formación ética también implica el conocimiento de la normativa vigente y la habilidad para ponderar situaciones complejas, asegurando que las decisiones se alineen con el bien común y se respeten los derechos de todas las personas.

[8] En el ámbito jurídico, las normas son disposiciones vinculantes que regulan la conducta y establecen consecuencias para su incumplimiento; mientras que, en el ámbito ético, las normas guían la conducta moral y las decisiones de las personas, promoviendo el bienestar y la justicia en la sociedad.

[9] Mientras que las reglas (el que causa un daño debe repáralo, el que debe tiene que pagar, incluyendo al inquilino que es desalojado por falta de pago, etc.), proporcionan certezas y claridad, su rigidez puede resultar insuficiente en contextos complejos. Los principios (razonabilidad, favorabilidad, igualdad, acceso a la justicia, etc.), al ser mandatos de maximización, ofrecen un marco más flexible y adaptable, permitiendo que se considere la diversidad de situaciones y la pluralidad de valores en juego. Esta diferencia fundamental resalta la importancia de una formación ética sólida que capacite a los jueces y a otros actores del sistema judicial para manejar tanto reglas como principios en la búsqueda de una justicia más completa y humanizada.

[10] Parafraseando a Robert Alexy, la ponderación es el proceso mediante el cual se evalúan y equilibran distintos principios y derechos en situaciones en las que entran en conflicto. Este método busca encontrar una solución justa que maximice los valores en juego, reconociendo que no todos los principios pueden ser aplicados de manera simultánea y que a veces es necesario sacrificar uno en favor de otro. La ponderación, por tanto, permite una interpretación flexible y contextualizada del derecho, facilitando decisiones que sean más equitativas y alineadas con el bien común.

[11] La dignidad humana es un concepto abstracto que necesita ser matizado en cada caso concreto. Por ejemplo, en una situación puede manifestarse como el acceso al agua, en otra como la garantía de salud, o en otra como el derecho a la alimentación. Esta adaptabilidad muestra que la dignidad no es estática, sino que se ajusta a las necesidades específicas de las personas en diferentes contextos. Además, la dignidad humana es la base de todos los derechos fundamentales, funcionando simultáneamente como principio, valor y derecho. Como principio, orienta la interpretación de normas; como valor, refleja las creencias sociales; y como derecho, se exige legalmente. Esta multifacética naturaleza de la dignidad es esencial para asegurar que se respete y promueva el bienestar humano en cada situación.

[12] La honestidad es un valor que fundamenta el comportamiento ético y moral, y también puede actuar como un principio normativo que guía la acción en contextos específicos. Su importancia radica en su capacidad para fomentar relaciones justas y responsables en la sociedad.

[13] La integridad es la cualidad de actuar de acuerdo con principios éticos y morales consistentes, manteniendo coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Implica honestidad, rectitud y la capacidad de mantenerse fiel a los propios valores, incluso en situaciones desafiantes. En el contexto profesional, la integridad es fundamental para generar confianza y credibilidad, ya que los individuos que actúan con integridad son percibidos como responsables y dignos de confianza. La integridad también se manifiesta en la transparencia y la disposición a rendir cuentas por las propias acciones, contribuyendo así a un entorno de justicia y respeto en las relaciones interpersonales y en la sociedad en general.

[14] Para profundizar sobre el concepto del “buen mejor juez”, a la luz del Código de Comportamiento Ético del Poder Judicial, ver en: www.yoaldo.org el artículo de la autoría del suscrito sobre los problemas y dilemas éticos, en el marco del citado código.  

[15] Por prudencia, en el contexto de la ética judicial, debemos entender la capacidad de un juez para tomar decisiones cuidadosas y reflexivas, considerando las implicaciones éticas, sociales y legales de sus acciones. La prudencia implica un análisis exhaustivo de los hechos y las normas aplicables, así como una evaluación de las consecuencias que sus decisiones pueden tener para las partes involucradas y para la sociedad en general. Además, la prudencia requiere un equilibrio entre la aplicación estricta del derecho y la consideración de los valores humanos y el bien común. Un juez prudente no solo aplica la ley de manera técnica, sino que también actúa con sensibilidad, buscando soluciones que sean justas y equitativas. En este sentido, la prudencia se convierte en un componente esencial de la integridad y la responsabilidad en el ejercicio de la función judicial.

[16] “La publicidad, con su consecuencia natural de la presencia del público en las audiencias judiciales, constituye el más precioso instrumento de fiscalización popular sobre la obra de magistrados y defensores. En último término, el pueblo es el juez de los jueces. La responsabilidad de las decisiones judiciales se acrecienta en términos amplísimos si tales decisiones han de ser proferidas luego de una audiencia pública de las partes y en la propia audiencia, en presencia del pueblo” (resaltado nuestro) (COUTURE, Eduardo. Fundamentos del derecho procesal civil, 4ta. Edición, p. 158).

[17] Artículo 2, Constitución dominicana: “Soberanía popular. La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes”. Artículo 4 de la propia CRD: “Gobierno de la Nación y separación de poderes. El gobierno de la Nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo…” (resaltado nuestro).

[18] Por Estado de derecho, en la realidad dominicana, debemos entender un sistema en el que tanto los jueces ordinarios, del Poder Judicial, como los jueces constitucionales, del Tribunal Constitucional, están comprometidos a aplicar la norma (Constitución, leyes, reglamentos, resoluciones, etc.) de manera justa y equitativa. En este contexto, ambos tipos de jueces tienen la responsabilidad compartida de proteger los derechos fundamentales y garantizar que las decisiones se tomen en el marco de la ética y, evidentemente, de la justicia, cuya materialización, hay que decir, no sería posible sin ética. Los jueces ordinarios se encargan de resolver conflictos y aplicar la ley en casos específicos, mientras que los jueces constitucionales salvaguardan la supremacía de la Constitución y aseguran que se respeten los principios democráticos. La ética en sus decisiones es esencial para mantener la confianza del público en el sistema judicial y para asegurar que el Estado de derecho funcione de manera efectiva, protegiendo así la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos.

Valentía y principios: el legado indomable de Pepillo Salcedo

Por.: Yoaldo Hernández Perera

José Antonio “Pepillo” Salcedo Ramírez. Demos una mirada a este personaje que, en el contexto del siglo XIX, se erigió en la historia dominicana como un ferviente defensor de la restauración de nuestra independencia. Conocido por su valentía y carisma, Pepillo Salcedo desempeñó un papel crucial en la Guerra de Restauración, simbolizando la lucha por la soberanía nacional. Sin embargo, su actitud impulsiva, decisiones controversiales y, sobre todo, su simpatía por Buenaventura Báez (odiado por los restauradores) lo llevaron a perder el liderazgo que una vez había consolidado, resultando su derrocamiento y fusilamiento. Pero, a pesar de su trágico final, su legado perdura como un símbolo de resistencia y sacrificio en la búsqueda de la libertad.

Trátese de una figura emblemática de nuestra historia. A partir de los datos publicados por nuestros historiadores, pudiera decirse que encarnó el conflicto entre la aspiración a la libertad y las realidades del poder. Nacido en Madrid en 1816 y fallecido en Maimón en 1864, su vida transcurrió entre la política y la milicia, momentos decisivos que definieron el destino de nuestra nación. Como líder de la Guerra de Restauración, Pepillo asumió la presidencia del gobierno en armas del país desde septiembre de 1863, un período que simboliza la lucha por la soberanía y la identidad nacional.

Su derrocamiento y ejecución a manos de su adversario Gaspar Polanco Borbón, en 1864, nos enrostran la fragilidad del poder y la constante tensión entre ideales y traiciones. La historia de Pepillo, por tanto, se convierte en una reflexión sobre la lucha por la justicia y la inevitable confrontación entre distintas visiones de la patria, dejando un legado que invita a cuestionar los caminos de la libertad y el costo de la ambición en el teatro de la política.

Era hijo de don José Antonio Salcedo y doña Luisa Ramírez y Marichal, quienes -a su vez- eran originarios de Baracoa, Cuba, pero criados en Montecristi: descendientes de dominicanos que emigraron tras la cesión de Santo Domingo a Francia. En 1815, la familia se trasladó a Madrid, donde Pepillo vería la luz por primera vez. El historiador Orlando Inoa, sobre la ascendencia de este héroe restaurador, sostiene que era hijo de padres criollos que en ese momento se encontraban de paso en esa nación. Vivió sus años mozos en Montecristi[1].

Este valiente líder, símbolo de la Guerra de la Restauración, era considerado por quienes le conocieron como un hombre culto de rasgos caucásicos y de sólida musculatura, aunque de baja estatura. Su personalidad abierta y amistosa le valía el cariño de quienes lo rodeaban. Sin embargo, también poseía un temperamento ardiente y, según se recoge de testimonios de la época, su habilidad como jinete contribuía a su indiscutible carisma como líder.

En el año 1861, específicamente en el mes de febrero, en un momento crucial en la historia dominicana, el general José Antonio Hungría, antiguo superior de Pepillo en la batalla de Sabana Larga, lo convocó en Guayubín para discutir la anexión a España. Ante la presión de firmar un documento que comprometía su ideal de independencia, Pepillo, en un acto de firmeza y convicción, rechazó la propuesta con la declaración de que su lealtad pertenecía a la causa de la libertad. Este rechazo no solo reflejó su identidad como soldado de la restauración de nuestra independencia, sino que también simbolizó la resistencia ante el poder extranjero. Su decisión de abandonar el encuentro, aun después de un enfrentamiento con un coronel español, se erige como un testimonio de su audacia y determinación, características que lo definieron en su lucha por la soberanía. En su postura, se vislumbra la eterna tensión entre el deber y la lealtad a principios superiores, un dilema que repica a lo largo de la historia de la humanidad.

La instauración de la anexión conllevó una persecución sistemática por parte de las autoridades españolas contra Pepillo, un reflejo del poder opresor que se cierne sobre aquellos que defienden la soberanía. En un episodio de legítima defensa en uno de sus talleres, Pepillo se vio obligado a recurrir a la violencia, apuñalando a un agresor, acto que lo condujo a la prisión bajo acusaciones infundadas, una manifestación de la injusticia que acecha a los que se atreven a desafiar el orden establecido.

No obstante, su espíritu indomable lo llevó a escapar de la Fortaleza de Santiago en medio del levantamiento del 16 de agosto de 1863. Este acto de evasión no solo simboliza la lucha por la libertad, sino que también encarna el anhelo de restaurar la independencia, una causa que lo unió a los patriotas en su búsqueda de una identidad y un futuro libres. En este contexto, Pepillo Salcedo se convierte en un emblema de resistencia ante la adversidad, enseñándonos que la búsqueda de la justicia y la autonomía a menudo exige sacrificios y valentía.

La destreza de Pepillo como guerrero, junto a su carisma y valentía en el campo de batalla, lo condujo a ocupar la presidencia del Gobierno Restaurador, una posición que representaba no solo poder, sino también la esperanza de una nación en busca de su identidad. Sin embargo, su carácter impulsivo y sus decisiones caprichosas comenzaron a erosionar la confianza que había cultivado, generando descontento entre sus oficiales. Este descontento, fruto de la desilusión, llevó a una desobediencia que desdibujó la figura del líder que una vez había inspirado a sus hombres.

Acusado de ser un fiel seguidor de Buenaventura Báez[2] y de adoptar una actitud complaciente ante el dominio español, Pepillo se convirtió en un blanco fácil para la crítica. El 10 de octubre de 1864, la conjura encabezada por Gaspar Polanco culminó en su derrocamiento y encarcelamiento, un desenlace que ilustra la fragilidad del poder y la complejidad de la lealtad en el ámbito político. Su historia se erige como un memorándum de que incluso los líderes más valientes pueden sucumbir a las corrientes del descontento y las divisiones internas, poniendo de relieve la ineludible relación entre el liderazgo y la responsabilidad.

Trasladado a la costa de Maimón, Pepillo se encontró ante la dura realidad de su inminente fusilamiento, un momento que desnudó la fragilidad de la existencia y la inevitable confrontación con el destino. Pero, en lugar de sucumbir al miedo o la desesperación, mantuvo una dignidad y valentía que reflejaban su profundo compromiso con los principios que había defendido toda su vida.

Cuentan que, en un acto conmovedor, confió a un soldado del pelotón que estaba a cargo de su fusilamiento (nada más y nada menos a quien luego fuera un dictador en nuestro país, Ulises Heureaux -Lilís-), un mensaje para su esposa en Guayubín, un último testimonio de su amor y una muestra harto elocuente de que, incluso en los momentos más oscuros, los lazos familiares permanecen intactos.

Pepillo Salcedo, con la edad de 48 años, fue ejecutado en la playa de Maimón, convirtiéndose en un símbolo del sacrificio que a menudo acompaña a la lucha por la libertad. Su historia, recordada con reverencia al renombrarse en 1949 la ciudad de Manzanillo como Pepillo Salcedo, invita a la reflexión sobre el precio de la independencia y el valor de aquellos que se levantan contra la opresión. En este tributo, su memoria trasciende el tiempo, recordándonos que las batallas por la justicia y la soberanía son, en última instancia, una lucha por el reconocimiento de la dignidad humana, un legado que perdura más allá de la vida misma.


[1] INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 133.

[2] Sobre esa simpatía de Pepillo Salcedo por Báez, Orlando Inoa establece: “A pesar de su hoja de vida intachable, Salcedo tenía un problema que pronto saldría a relucir: era un fiel seguidor de Buenaventura Báez, lo cual no era bien visto por los restauradores más radicales, que consideraban a Báez ladrón, corrupto y anti dominicano. Ese problema sería la desgracia de Salcedo” (Op. Cit. INOA, Orlando, p. 133). De su lado, Frank Moya Pons, sobre el tema de la simpatía de Pepillo Salcedo por Buenaventura Báez, sostiene: “Mencionar el nombre de Buenaventura Báez entre los mismos hombres que habían dirigido la revolución de julio de 1857 era poco menos que una mala palabra y Salcedo no previó las consecuencias de sus declaraciones cuya gravedad era mayor si se tiene en cuenta que Báez había apoyado la anexión desde el exilio y había obtenido el nombramiento de Mariscal de Campo del Ejército Español. El odio que a Báez le tenía la élite cibaeña era solo comparable al odio que Santana despertó entre los restauradores a medida que la guerra fue cobrando intensidad” (MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, pp. 342-343).

Roberto Pastoriza: el héroe olvidado que luchó por la libertad

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Cuando un alma se inmola por la patria, sacrificando su ser y su hogar, su corazón late en la voz de la tierra y sus ideales, faros en la oscuridad, son testigos de un amor inmenso que no conoce fronteras. Por eso, Roberto Pastoriza Neret (1922-1961) es, sin duda, merecedor de ser grabado con tinta indeleble en los anales de nuestra historia, como un verdadero héroe nacional; su sacrificio es un canto eterno que resuena en el viento. Gracias a él y a otros valientes, la sombra del déspota se desvaneció, y de su yugo, como ave en vuelo, renació nuestra adorada Quisqueya, libre y resplandeciente, como un sol que vuelve a brillar.

Este valiente forjador de libertad emerge como una figura emblemática en la lucha por la justicia y la libertad en la República Dominicana. Nacido en París, hijo de Tomás Pastoriza y Martha Neret, su vida se teje entre la formación académica[1] y la convicción política. Graduado como ingeniero civil en 1946, sus estudios en Santo Domingo no solo le brindaron un conocimiento técnico, sino que también lo sensibilizaron ante las injusticias del régimen de Trujillo.

El impacto de la expedición de 1959 y el asesinato de las hermanas Mirabal catalizó su compromiso con la causa revolucionaria. Pastoriza no fue solo un participante; su rol fue esencial, pues se programó que su vehículo fuera la última línea de defensa en la emboscada contra el dictador. Sin embargo, el destino le deparó la prisión. Arrestado el primero de junio, junto a su esposa María Alemán, sufrió torturas inimaginables, una experiencia que revela la brutalidad del poder en su forma más cruda.

Su traslado desde la cárcel La 40 a la Hacienda María culminó en un acto de violencia que no solo le costó la vida, sino que dejó una marca indeleble en la memoria colectiva de su nación. La muerte de Pastoriza es un recordatorio trágico de la lucha por la dignidad humana y la resistencia frente a la opresión. En su sacrificio, resuena la búsqueda de un futuro donde la justicia y la libertad prevalezcan. Su legado sigue inspirando a quienes buscan la verdad y la rectitud en un mundo a menudo marcado por la injusticia.

Un primo de Pastoriza Neret, denunciando el poco reconocimiento que se ha rendido a dicho personaje, publicó hace muchos años un artículo que fue luego reproducido por Diario Libre con el visto bueno de sus familiares. En el mencionado escrito se establece: la noche del 30 de mayo de 1961, justo al regresar de una de sus cacerías semanales y tras haberse bañado y disponerse a descansar, el teléfono sonó en la casa del ingeniero Pastoriza. Era el teniente Amado García Guerrero, quien le avisaba en clave que la “muchacha” iba a salir y que saldría sola, refiriéndose al dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina, cuya vida y crueldades iban a terminar en pocas horas. Roberto se vistió con ligereza, tomó dos pistolas que guardaba en su casa, incluyendo una Lugger alemana y salió a reunirse con los demás conjurados, en el apartamento de Antonio de la Maza. Había llegado la hora de realizar el deseo que lo obsesionó durante toda su vida.

Continúa expresándose en el indicado artículo: fue el autor del croquis y el plan de lugar y movimiento para interceptar el vehículo de Trujillo y eliminar al tirano, y llegó hasta a firmar dicho croquis que fue encontrado por la Policía en uno de los vehículos abandonados por los conjurados. Asimismo, fue quien introdujo el cadáver del “Jefe” en el baúl de su automóvil, conjuntamente con Antonio de la Maza. Después de realizado ese hecho trascendental, fue tranquilamente a su residencia (…) Ya con el ejército en las calles, en posesión de pistas y luego de la muerte del valeroso teniente Amado García Guerrero, tras su combate con los esbirros de Trujillo, Roberto pensó en asilarse en la embajada de Francia, pero el embajador no estaba allí y decidió esperar su destino en su hogar sin involucrar a su familia. Dos meses atrás había hecho salir del país a su hermano menor y dijo a su esposa que era preferible permanecer en su casa y no comprometer en nada a sus tíos, primos o a otras personas. Allí, en pijama, se encontraba cuando lo fueron a buscar para conducirlo a la cárcel y luego a la muerte. No dijo una palabra: sólo solicitó que le permitieran tomar un vaso de leche[2].

Sobre el asesinato, en la Hacienda María (San Cristóbal) de los héroes que mataron a Trujillo, se ha dicho: A las diez de la mañana del sábado 18 de noviembre, Modesto Díaz, Pedro Livio Cedeño, Roberto Pastoriza Neret, Huáscar Tejeda, Salvador Estrella Sahdalá y Luis Manuel Cáceres Michel (a) Tunti, los seis implicados en la muerte de Trujillo que guardaban prisión en la cárcel La Victoria, habían llegado al Palacio de Justicia localizado en Ciudad Nueva en un vehículo de la policía de los denominados “perrera” con la excusa de realizar un peritaje jurídico llamado “descenso” en la autopista que conecta a Ciudad Trujillo con San Cristóbal, específicamente al lugar donde había sido asesinado Trujillo (…) Ramfis y sus compañeros se dirigieron hacia la autopista que comunica de Haina a San Cristóbal donde esperaron por el vehículo que traía a los presos, procediendo a franquearlo hacia la Hacienda María. Una vez allí, los presos fueron sacados, uno a uno, por Alfonso León Estévez y llevados frente a la piscina donde Ramfis, auxiliado por Luis José y Gilberto Sánchez Rubirosa, mató a todos los presos (…) La matanza, que duró media hora, concluyó a las siete de la noche. De inmediato Ramfis, acompañado por Tuntin, Pirulo, Pechito, Alfonso y Disla, regresó al muelle del ingenio Río Haina donde les esperaba el barco que facilitaría su huida[3].

En relación al contexto del régimen déspota, al momento del ajusticiamiento del tirano, se ha dicho: el asesinato del dictador ocurrió cuando ya el régimen de desmoronaba a consecuencia de las sanciones económicas impuestas por la Organización de Estados Americanos (OEA) en el año anterior, y mientras la oposición popular crecía por los ataques que Trujillo había lanzado en los últimos meses contra la Iglesia Católica luego que ésta se negara a otorgarle el título de Benefactor de la Iglesia, que él quería añadir a los de “Generalísimo”, “Benefactor de la Patria” y “Padre de la Patria Nueva”[4].

Es hora de subsanar el descuido que ha oscurecido la figura de Roberto Pastoriza en nuestro camino hacia la libertad como pueblo. Su valentía, junto a la de otros grandes hombres, merece ser recordada y valorada en la narrativa nacional. Reconocer su sacrificio no solo honra su memoria, sino que fortalece nuestra identidad colectiva. La decisión de nombrar una avenida importante del Distrito Nacional en su honor es un paso significativo en esta dirección, recordándonos que su legado es esencial para construir un futuro en el que la justicia y la libertad prevalezcan. Es momento de reivindicar a nuestros héroes y hacerles un lugar en el corazón de nuestra historia.

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[1] Realizó sus estudios primarios en Martinica. Luego se mudó a Santo Domingo donde hizo la secundaria y culminó la carrera de ingeniería civil, egresado de la entonces Universidad de Santo Domingo en 1946. Ejerció su profesión asociado a su entrañable amigo, también héroe del ajusticiamiento del tirano, Huáscar Tejeda.

[2] En línea: Semblanza de Roberto Pastoriza Neret – Diario Libre

[3] INOA, Orlando. Breve historia dominicana, pp. 246-248.

[4] MOYA PONS, Frank. Manual de Historia Dominicana, edición 16, p. 505.

Entre la esperanza y el despojo: el golpe de Estado de 1963 en la República Dominicana

Por: Yoaldo Hernández Perera

Un golpe de Estado es a la institucionalidad lo que una herida es a la salud, porque ambas perturban el orden establecido y generan consecuencias adversas. Cuando no se respeta un período para el cual fue electo un presidente y, sin legitimidad institucional, se acude a un mecanismo como el golpe de Estado, la sociedad pierde confianza en sus instituciones, lo que puede llevar a la inestabilidad, la polarización y un debilitamiento del Estado de derecho. En pocas palabras, un golpe de Estado socava la democracia y altera el tejido social, creando un ambiente de desconfianza y conflicto que puede perdurar durante generaciones.

En efecto, el golpe de Estado en 1963 que derrocó al presidente Juan Bosch en nuestro país fue el resultado de varios factores políticos y sociales. Bosch, quien había sido elegido democráticamente en 1962, implementó reformas sociales y económicas que generaron tensiones con sectores conservadores y militares del país. Su inclinación hacia políticas más progresistas y su intención de redistribuir la riqueza alarmaron a la élite económica y a los militares, que temían un cambio radical.

Además, la Guerra Fría[1] influyó en el contexto, ya que Estados Unidos y otros países de la región estaban preocupados por la posibilidad de que la República Dominicana se alineara con el comunismo. La combinación de estas tensiones internas y externas culminó en un golpe de Estado en septiembre de 1963, liderado por sectores militares y civiles que derrocaron a Bosch, estableciendo un gobierno provisional que restableció el control conservador en el país. Este evento marcó un periodo de inestabilidad política que continuaría en los años siguientes.

MOYA PONS, sobre el referido asalto a la voluntad popular, ha externado que Bosch tomó posesión el 27 se febrero de 1963. Sus ideas generales sobre el ejercicio de gobierno eran populistas y reformistas. Las había aprendido en Cuba y Costa Rica, y resultaron muy avanzadas para muchos en la República Dominicana. Por esta razón, muchos terratenientes, comerciantes, industriales, militares y sacerdotes lo tildaban de comunista o izquierdista (…) A pesar de la retórica anticomunista de los grupos de extrema derecha, aun aquellos que no confiaban en Bosch, le dieron inicialmente el beneficio de la duda (…) El consejo de Estado había respondido favorablemente a los intereses de los comerciantes e industriales, pero el nuevo gobierno de Bosch no era tan manejable.

Continúa sosteniendo el mencionado historiador que día a día, crecía la oposición a Bosch. Su incomprensión parcial de la realidad dominicana tras 25 años en el exilio hizo que entrara en conflicto con casi todos los grupos sociales, incluyendo su propio partido. En pocos meses, Bosch se encontró completamente aislado y la mayoría de sus seguidores terminó abandonándolo. Este hecho se hizo evidente el 20 de septiembre de 1963, cuando grupos empresariales llamaron a una huelga general que paralizó el país por dos días. Esta huelga fue para los militares la señal de que el tiempo era propicio para el golpe de Estado que habían estado planificando con importantes comerciantes, industriales, terratenientes, dirigentes políticos de los partidos minoritarios y miembros de la iglesia católica[2].

Exactamente cinco días después, el 25 de septiembre de 1963, Juan Bosch fue derrocado y sustituido por un Triunvirato integrado por destacados empresarios y abogados. Este nuevo gabinete se caracterizó por la presencia de políticos de inclinación derechista y figuras estrechamente vinculadas a la comunidad empresarial dominicana. Como se puede ver, en concreto, a Bosch lo derrocó una coalición de sectores conservadores y empresarios que, temerosos de sus reformas progresistas, decidieron tomar las riendas del poder para preservar sus intereses y garantizar el estatus quo.

Durante el mes de diciembre, un contingente guerrillero, encabezado por los líderes del Movimiento Revolucionario 14 de junio, se insurgió en las montañas en una audaz tentativa de resistencia contra el Triunvirato. Pero las fuerzas del ejército rodearon rápidamente a los insurgentes, sometiéndolos a la obediencia. Una vez apresados, la mayoría de ellos fue ejecutada, y solo unos pocos lograron escapar a la muerte. Al enterarse de esta devastadora situación, Emilio de los Santos, a la sazón presidente del Triunvirato, optó por renunciar de inmediato, declarando que no podía ser partícipe, aunque sea por omisión, del asesinato de un grupo de jóvenes idealistas. Su renuncia abrió la puerta a Donald Reid Cabral, un importador de vehículos estrechamente vinculado a la Unión Cívica Nacional, que había jugado un papel activo en la conspiración contra Bosch y asumió el liderazgo en un contexto de creciente represión.

Finalmente, en 1965, el Triunvirato cayó, un régimen que había logrado mantenerse en el poder gracias al considerable respaldo de los Estados Unidos, así como de la Iglesia y altos mandos militares. Ese mismo año estalló la guerra civil, seguida de una intervención norteamericana, que condujo a la formación de dos gobiernos militares, a la par, en el país, uno llamado “Gobierno Constitucionalista” y otro denominado “Gobierno de Reconstrucción Nacional”, allanando el camino para el gobierno provisional de Héctor García Godoy[3]. En 1966, se llevaron a cabo elecciones para elegir un gobierno definitivo y legítimo, resultando victorioso el Partido Reformista, en un contexto de represión hacia el PRD durante la campaña electoral, mientras Juan Bosch se encontraba en el exilio. Todo esto dio paso al reconocido período de “los doce años de Balaguer”, que se extendió desde 1966 hasta 1978.

Episodios de nuestra historia como el golpe de Estado a Juan Bosch son importantes de conocer y recordar cada fecha conmemorativa, porque nos permiten reflexionar sobre el valor de la democracia, los riesgos de la tiranía y la necesidad de defender nuestras instituciones para evitar que se repitan los errores del pasado. No olvidemos que la memoria es el faro que ilumina el camino de la justicia, y solo al recordar podemos construir un futuro donde la libertad florezca sin temor. O, como diría un poeta (o alguien con alma de tal): “en el eco del pasado resuena la verdad; recordar es tejer con hilos de resistencia el tapiz de nuestra libertad.


[1] La Guerra Fría fue un conflicto por la supremacía del mundo y la imposición del modelo político, económico,ideológico y cultural que cada país defendía: el comunismo (URSS) y el capitalismo (EE. UU.). Comenzó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y culminó en diciembre de 1991 con la disolución política de la Unión Soviética. Tuvo etapas de hostilidad y etapas de distensión y fue la época en la que surgió por primera vez el miedo a una guerra nuclear, que en caso de haber ocurrido habría tenido efectos devastadores. Se caracterizó por las disputas diplomáticas, la carrera armamentística y espacial, la constante amenaza mutua y el intento por influir sobre otros países. Esto incluyó la intervención en guerras subsidiarias, es decir, conflictos bélicos en terceros países en los que cada potencia apoyaba a una de las facciones enfrentadas. Fuente: https://concepto.de/guerra-fria/#ixzz8mrM08NMK

[2] MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, pp. 509-511.

[3] “Entre mayo y septiembre de 1965 hubo dos gobiernos militares en la República Dominicana: uno, llamado “gobierno constitucionalista”, presidido por el líder militar de la revuelta, el coronel Francisco Alberto Caamaño; y el otro, llamado “gobierno de reconstrucción nacional”, presidido por uno de los matadores de Trujillo, el general Antonio Imbert Barrera, un enemigo declarado de Bosch y de los comunistas, a quien los Estados Unidos escogieron e instalaron como presidente para manipular la política local” (Op. Cit. MOYA PONS, Frank, pp. 514-515).

Santiago Rodríguez: el eco vivo del Grito de Capotillo

Por.: Yoaldo Hernández Perera

En un amanecer de fervor y coraje, el eco del Grito de Capotillo[1] retumbó, como un trueno en el pecho de los valientes, llamando a las armas, despertando al pueblo. Era agosto de mil ochocientos sesenta y tres (1863), un canto de libertad surgía entre sombras, tras la penumbra de la anexión, nacía la esperanza, como el sol en el horizonte.

Además de Gregorio Luperón, con su mirada de fuego, y Benito Monción, forjando el destino, Santiago Rodríguez, firme y decidido, fue protagonista de aquella gesta restauradora, bajo la bandera de un sueño compartido. Hombres de acero, de corazón indómito, dispuestos a luchar, a darlo todo por la tierra, su sangre, su honor, en cada paso, en cada grito de libertad, en cada batalla.

Así comenzó la saga de la Restauración, un pueblo levantándose, unida su voz, bajo el manto de la patria, un nuevo amanecer, donde el sacrificio y el amor florecen eternos. Y, hay que decirlo, con el apoyo -contra el gobierno español- de Haití[2]. Es un deber de honor y reverencia, evocar ahora, igual que hemos hecho en otros escritos sobre los demás héroes restauradores, la estela de Santiago Rodríguez, héroe de bravas gestas y nobleza, cuyo nombre repica en el viento del tiempo.

Digno es recordar su ardiente entrega, su pasión por la patria, su inquebrantable fe, pues en cada latido de su valentía, se forjó un legado que nunca se olvida. Valorar su mérito, cual joya brillante, es rendir homenaje a su espíritu indomable, que con cada paso dejó huellas de gloria, en la senda del pueblo que anhelaba libertad. Así, en la memoria colectiva, brillará siempre su luz, su ejemplo, pues Santiago Rodríguez, en su grandeza, es un faro eterno en la historia de nuestro pueblo.

Santiago Rodríguez Masagó, fue un militar y caudillo dominicano cuyo nombre está grabado con tinta indeleble en la historia de la República Dominicana. Nacido alrededor de 1809 en la región de Fort Liberté, en el área que más tarde se conocería como Dajabón, su vida se vio marcada por un ferviente deseo de libertad y justicia. Su oposición a la anexión de la República Dominicana a España lo llevó a convertirse en una figura central en la lucha por la independencia, destacándose como el principal organizador del icónico Grito de Capotillo, evento que, vale repetir, encendió la llama de la Guerra de la Restauración en 1863.

Durante la época de la anexión, Rodríguez se desempeñó como alcalde constitucional de Sabaneta, un rol que le permitió conectar con su comunidad y comprender las aspiraciones de su pueblo. Sin embargo, en febrero de 1862, se alzó como uno de los próceres que iniciaron las rebeliones antiaxionistas en su tierra natal, dedicándose con determinación a organizar un movimiento insurreccional que abarcaría el norte del país. A pesar de sus esfuerzos heroicos, su revolución fue reprimida el 21 de febrero de 1863 por las tropas españolas bajo el mando del general José Hungría, un revés que no apagó su espíritu indomable.

Aunque se conocen pocos detalles sobre su origen, varios historiadores coinciden en que Santiago fue hijo de Vicente Rodríguez y Josefina Masagó, ambos prósperos comerciantes de Santiago, con ascendencia haitiana. Esta herencia multicultural influyó en su visión del país y en su compromiso con la justicia social.

Después de la restauración de la independencia en 1865, Rodríguez ocupó diversos cargos militares, aunque también desestimó algunos. Como muchos de sus contemporáneos, se alineó con los ideales de Buenaventura Báez. En octubre de 1867, se unió a la rebelión liderada por el general Manuel Altagracia Cáceres (Memé) en los campos de la Línea Noroeste, enfrentándose al gobierno del general José María Cabral, quien buscaba reinstalar a Báez en el poder por cuarta vez. Este conflicto lo llevó a luchar contra antiguos compañeros de la causa restauradora, una realidad que reflejaba las complejidades políticas de la época.

Santiago Rodríguez falleció el 24 de mayo de 1879 en Agua Clara, Sabaneta, dejando un legado imborrable en la historia dominicana. Su vida, marcada por la lucha y el sacrificio, sigue siendo un símbolo de la búsqueda inquebrantable de la libertad y la justicia para su patria.

En honor a este valiente héroe nacional, la provincia Santiago Rodríguez lleva su nombre, un susurro en el noroeste, en la mágica subregión del Cibao, la cuna de la Restauración. San Ignacio de Sabaneta, su corazón palpitante, es su ciudad cabecera. Constituida en mil novecientos cuarenta y ocho (1948), antes, en Monte Cristi se hallaba, pero su esencia clamaba por ser provincia, hasta que finalmente fue elevada a tal categoría.

Una localidad que cuenta con gran riqueza de cuencas, la más abundante de las noroestanas, donde fluyen los ríos Mao, Artibonito y Guayubín, hilos de vida que serpentean el suelo, nutriendo la tierra y el alma. En sus ejes montañosos se despliega la flora, bajo la mirada protectora de la Cordillera Central y la Sierra de Zamba al norte, un abrazo de verdes que danzan al viento, celebrando la historia que en sus aguas se funde.

Santiago Rodríguez, héroe de nuestra historia, representa la esencia del patriotismo, un vínculo profundo con la identidad colectiva. Su vida y legado no solo han forjado una ciudad que lleva su nombre, sino que también han sembrado en nosotros un sentido de pertenencia y responsabilidad hacia nuestra patria. En esta entrega, rendimos homenaje a su memoria y a la de otros ilustres personajes que han contribuido a la construcción de una República Dominicana libre, soberana e independiente, recordándonos que la historia se teje con los hilos de valentía y dedicación, invitándonos a reflexionar sobre el valor del sacrificio en la búsqueda del bien común. ¡Loor a quienes lo merecen!


[1] “(…) el 16 de agosto de 1863 un grupo de catorce dominicanos, encabezados por Santiago Rodríguez, cruzó la frontera y en el cerro de Capotillo enarboló la bandera dominicana en señal de que la guerra por la independencia y la restauración de la República Dominicana comenzaba (…) El empuje de la revolución obligó a los españoles a batirse en retirada, mientras, uno tras otro, los pueblos del Cibao proclamaban su adhesión al movimiento restaurador. La Vega, Moca, Puerto Plata, San Francisco de Macorís y Cotuí se pronunciaron por la Restauración a finales de agosto y prepararon sus hombres para el combate y para ayudar a las tropas de la Línea Noroeste en el ataque de Santiago que se hacía inminente a partir del día 1 de septiembre cuando los revolucionarios ocuparon parte de esta ciudad” (MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, p. 338).

[2] “El presidente Geffrard se vio obligado a retirar el apoyo a los dominicanos, pero esto solo fue hasta los inicios del año 1863, cuando respaldó al grupo de rebeldes que, al mando de Santiago Rodríguez (José Cabrera, Benito Monción y otros treces combatientes estaban entre ellos), operó desde Haití, en la zona fronteriza cercana a Cabo Haitiano; estos insurrectos cruzaron la frontera y en el poblado de Capotillo izaron la bandera dominicana (confeccionada previamente en Haití), iniciándose con este gesto incruento lo que al paso de los días devino en llamarse la guerra de Restauración. Desde ese momento, Haití fue un aliado incondicional en la lucha de los dominicanos contra el Gobierno español” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 131).