El juicio de Francisco del Rosario Sánchez: una ejecución sin debido proceso en el contexto del autoritarismo de Pedro Santana

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Se examina el juicio militar contra Francisco del Rosario Sánchez como un caso emblemático de cómo el poder político puede pervertir la justicia. A través de comparaciones históricas —desde el juicio de Jesucristo hasta procesos sumarios en contextos revolucionarios— se destaca cómo la negación del debido proceso no solo destruye vidas, sino también los cimientos del Estado de derecho.

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Palabras claves

Debido proceso, injusticia, Francisco del Rosario Sánchez, juicio militar, Pedro Santana, derechos humanos, poder político, ejecución, imparcialidad, Estado de derecho.

Contenido

I.- Aproximación a la temática de juicios violatorios al debido proceso y el caso concreto del injusto juicio militar de Sánchez, II.- El debido proceso: pilar de los derechos humanos, III. Los “juicios sumarios” en contextos revolucionarios y autoritarios, IV. Francisco del Rosario Sánchez: mártir del derecho, V.- Conclusión.

I.- Aproximación a la temática de juicios violatorios al debido proceso y el caso concreto del injusto juicio militar de Sánchez

La historia de la humanidad está plagada de episodios en los que la justicia ha sido prostituida por intereses políticos o personales, y en los que los tribunales han servido, no para impartir equidad, sino para validar decisiones previamente tomadas desde las sombras del poder. El caso de Francisco del Rosario Sánchez, uno de los Padres de la Patria dominicana, ejecutado tras un juicio militar sumario en 1861, es una muestra dolorosa de ello. Juzgado por un tribunal sin legitimidad, presidido por un adversario personal[1], y sin acceso a una verdadera defensa[2], Sánchez fue sentenciado a muerte en un proceso que violentó cada garantía mínima del debido proceso[3].

Este breve escrito contiene una reflexión sobre cómo los juicios violatorios del debido proceso no solo constituyen un retroceso en materia de derechos humanos, sino que, cuando las víctimas son personas de alta estatura moral e histórica, como el propio Sánchez o incluso Jesucristo en la tradición cristiana[4], su impacto se vuelve aún más trágico y simbólico. La Revolución Cubana, así como algunos procesos recientes en un país centroamericano, han presentado ejemplos de “juicios sumarios” contra personas cuya culpabilidad, de entrada, por su apariencia e historial, podría parecer razonable; sin embargo, ni siquiera esa presunción puede justificar la omisión de garantías legales fundamentales. Como recuerda el adagio judicial: más vale absolver a un culpable que condenar a un inocente.

Sánchez, quien apenas tuvo oportunidad de pronunciar unas palabras antes de ser ejecutado[5], representa a todas aquellas figuras cuya grandeza humana fue aplastada por juicios espurios. Su historia, como la de tantos otros, debe recordarnos que ningún proyecto político o ideológico puede situarse por encima del derecho; y que, sin garantías procesales, no hay justicia, solo venganza.

II.- El debido proceso: pilar de los derechos humanos

El debido proceso no es un lujo ni una formalidad vacía; es la garantía mínima de que toda persona será escuchada en condiciones de igualdad ante la ley, con la posibilidad real de defenderse, presentar pruebas, y ser juzgada por un tribunal imparcial[6]. Desde los albores del pensamiento jurídico moderno, esta noción ha sido considerada uno de los pilares fundamentales de cualquier sistema de justicia que aspire a ser legítimo. Su violación representa no solo una falla legal, sino una afrenta ética que socava la confianza pública en las instituciones.

La historia universal demuestra que cuando el poder desprecia el debido proceso, se abre la puerta a todo tipo de abusos. El caso paradigmático es el de Jesucristo, quien fue juzgado en una farsa judicial nocturna, sin garantías, por motivos religiosos y políticos. Su juicio no solo desembocó en una ejecución injusta, sino que dejó una lección indeleble sobre el peligro de someter la justicia a los caprichos del poder. Desde entonces, cada juicio injusto contra una figura de trascendencia humana retumba con ese eco trágico.

III. Los “juicios sumarios” en contextos revolucionarios y autoritarios

A lo largo del siglo XX, distintos regímenes han utilizado los llamados “juicios sumarios” como herramienta de control y eliminación de opositores. Durante la Revolución Cubana, por ejemplo, se llevaron a cabo procesos relámpago contra colaboradores del régimen de Batista, muchos de los cuales fueron ejecutados tras juicios cuya legalidad y neutralidad han sido ampliamente cuestionadas. Más recientemente, en un país centroamericano con tensiones institucionales, también se han denunciado procedimientos judiciales abreviados y manipulados políticamente.

En estos casos, incluso si la culpabilidad del imputado puede parecer razonable o probable, la falta de un proceso justo convierte la justicia en espectáculo y refuerza la lógica del enemigo: se trata de eliminar al opositor, no de hacer justicia. Y eso socava el principio básico del derecho penal moderno: la presunción de inocencia. El adagio mencionado más arriba, que reza: “más vale absolver a un culpable que condenar a un inocente”, no es una simple frase moralista, sino una afirmación profunda de civilización jurídica.

IV. Francisco del Rosario Sánchez: mártir del derecho

Francisco del Rosario Sánchez fue más que un político o un líder militar: fue un hombre que, junto a Juan Pablo Duarte y Ramón Matías Mella, sentó las bases de la independencia dominicana[7]. Su compromiso con la soberanía nacional lo llevó a enfrentar incluso a antiguos aliados, como Pedro Santana, cuando este último impulsó la anexión de la República Dominicana a España en 1861.

El historiador Frank Moya Pons, sobre la captura y fusilamiento de Sánchez, puntualmente, sostiene que, en junio de 1861, finalmente, Francisco del Rosario Sánchez invadió el país por el valle de San Juan, pero en un sitio cercano a El Cercado cayó en una emboscada puesta por fuerzas del gobierno y fue herido, siendo prisionero y luego fusilado junto con otros compañeros suyos[8].

De su lado, Euclides Gutiérrez Félix, estudioso de la historia dominicana, sostiene que el 1ro. de junio, en horas de la tarde, inicia Sánchez su invasión a territorio dominicano. Traicionado y emboscado, fue hecho prisionero y juzgado por órdenes de Santana. Un tribunal sin autoridad legal o militar, lo condenó a muerte junto a otros compañeros. En el juicio, asumió la responsabilidad de todos los hechos y pidió clemencia para sus subalternos. Hermoso ejemplo de valor, dignidad y sacrificio. Murió fusilado el 4 de julio de 1861 a las cuatro de la tarde, en el cementerio de San Juan de la Maguana. Fundador y prócer dos veces de la República, con la entrega de su vida en el martirologio de San Juan, entró en la inmortalidad como ejemplo inigualable de nuestra historia[9].

Efectivamente, capturado, tras intentar resistir las pretensiones anexionistas, Sánchez fue sometido a un juicio militar en condiciones escandalosamente irregulares. El tribunal que lo juzgó carecía de imparcialidad; el juzgador tenía diferencias personales con él; la defensa fue inexistente, y el veredicto ya estaba escrito antes de que se presentaran los cargos. En una enramada improvisada, sin garantías legales, Sánchez fue sentenciado a muerte.

Antes de ser fusilado, según cuentan nuestros historiadores, alcanzó a pronunciar unas últimas palabras que, aún hoy, estremecen por su dignidad y lucidez: “Para enarbolar el pabellón dominicano fue necesario derramar la sangre de los Sánchez; para arriarlo se necesita también la de los Sánchez”. Su muerte no fue solo una injusticia personal, sino una traición a los valores fundacionales de la nación dominicana.

V.- Conclusión

El juicio y ejecución de Francisco del Rosario Sánchez representan una de las páginas más trágicas y vergonzosas de la historia judicial y política de la República Dominicana. No solo fue un atentado contra su vida, sino contra los principios fundamentales del derecho, la dignidad humana y la soberanía popular que él mismo ayudó a construir. Como ocurre con cada proceso violatorio del debido proceso, el Estado no solo pierde autoridad moral, sino que se convierte en verdugo de su propia legitimidad.

La historia está repleta de ejemplos de juicios manipulados, sumarios, realizados a espaldas de toda legalidad, y casi siempre bajo la excusa de preservar el orden, el poder o la patria. Pero cuando las víctimas son figuras cuya vida representa un legado de lucha, libertad y justicia —como Jesucristo, como Sánchez—, la injusticia alcanza un nivel simbólico que trasciende el tiempo y clama desde la memoria colectiva. Recordarlos no es un acto de nostalgia, sino un compromiso con la vigencia del Estado de derecho y los derechos humanos[10].

A fin de cuentas, ningún orden social que pretenda ser justo puede sostenerse sobre la base de juicios sin garantías. Y ningún proyecto nacional merece sobrevivir si para sostenerse debe asesinar, en nombre de la ley, a sus mejores hijos.


[1] La imparcialidad constituye un pilar esencial de la justicia; sin ella, cualquier decisión judicial (o corte marcial) pierde legitimidad. Tal como lo establece el artículo 11 del Código Iberoamericano de Ética Judicial, todo juez (o juzgador de índole que sea) que perciba en sí mismo algún motivo que pueda comprometer su objetividad, tiene el deber ético y jurídico de abstenerse de intervenir en el caso. La inhibición, en estos casos, no es una opción, sino una exigencia del respeto al derecho de las partes y a la integridad del proceso. En efecto, el artículo 69.10 de nuestra Constitución vigente prevé que el debido proceso debe observarse en toda materia, sea militar, administrativa, la que sea.

[2] El derecho de defensa, para ser auténtico, exige mucho más que una mera formalidad: implica el acceso pleno y oportuno a la imputación, la posibilidad de examinar las pruebas en su contra, contar con un plazo razonable para estudiar el caso y ejercer una defensa efectiva. En el proceso seguido contra Francisco del Rosario Sánchez, ninguna de estas garantías fue respetada. Fue él mismo quien, en condiciones profundamente adversas, asumió su propia defensa, plenamente consciente de que quien lo juzgaba era también su verdugo —un enemigo personal, sin la más mínima imparcialidad-. No tuvo tiempo para revisar la acusación ni para preparar su defensa; y, peor aún, fue procesado por un tribunal militar ilegítimo, que aplicaba normas inexistentes para condenar un acto que no constituía delito: su lucha decidida por la independencia y soberanía de la República, frente al intento de anexión a España promovido por Pedro Santana.

[3] Sobre las garantías mínimas del debido proceso, el Tribunal Constitucional ha juzgado que el debido proceso, que se encuentra configurado en el ordenamiento constitucional dominicano, está contemplado en el artículo 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, prescribiendo que: “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter” (TC/0217/13). Nada de lo cual, evidentemente, fue observado en el injusto juicio a Sánchez.

[4] Ver en línea: El juicio de Jesús: un repaso al debido proceso: El juicio de Jesús: un repaso al debido proceso – IEXE Universidad

[5] El historiador Roberto Cassá, en su libro intitulado “Antes y después del 27 de febrero”, transcribe íntegramente la autodefensa de Sánchez, quien postuló consciente y resignado de ser juzgado por un juzgador parcial y sin legitimidad legal (ver en línea: «Antes Y Despues Del 27 Febrero Roberto Cassa»calameo.com. Consultado el 25 de abril de 2025):

Juez presidente: Sé que todo está escrito.

A partir de este momento seré el abogado de mi causa. Tú, Domingo Lázala, designado para juzgar mi causa, intentas en vano humillarme. Lamento tener que recordarle en público que fui su abogado defensor ante los tribunales de Santo Domingo y logré que lo absolvieran cuando fue acusado como presunto autor del asesinato de uno de sus familiares del Cibao.

Cuando una facción se levanta contra cualquier orden del gobierno establecido, es deber de ese gobierno acercarse a esa facción hasta que investigue la razón de su protesta. Si esto tiene una base legítima, se deben abordar sus razones y, cuando no, las facciones deben ser castigadas de acuerdo con la ley.

Vengo al país con el firme propósito de preguntar a quien quiera si ha consultado el deseo de los dominicanos de anexar la Patria a una nación extranjera. ¿Por qué leyes seré juzgado?

¿Con los españoles que no han empezado a gobernar, ya que el protocolo establece un interregno de meses para que comiencen a regir las leyes del Reino, o con los dominicanos, que me mandan a apoyar la independencia y soberanía de la Patria?

¿Bajo qué ley se nos acusa? ¿En virtud de qué ley se solicita la pena de muerte para nosotros? ¿Invocar la ley dominicana? Imposible. La ley dominicana no puede condenar a quienes no han cometido otro delito que no sea querer quedarse con la República Dominicana. ¿Invocar la ley española? No tienes derecho a ello. Ustedes son oficiales del ejército dominicano. ¿Dónde está el código español bajo el cual nos condenó?

¿Es posible admitir que en el Código Penal español exista un artículo por el cual los hombres que defiendan la independencia de su país deben ser condenados a muerte?

Pero veo que el fiscal está pidiendo lo mismo para estos hombres que para mí, la pena capital. Si hay un culpable, el único soy yo. Estos hombres vinieron porque yo los conquisté.

Si va a haber una víctima, que sea yo solo… Yo fui quien les dijo que tenían que cumplir con su deber de defender la independencia dominicana, para que no se la robaran. Así que, si hay una sentencia de muerte, que sea solo contra mí.

He echado por tierra su acusación, fiscal. Para enarbolar la bandera dominicana era necesario derramar la sangre de la familia Sánchez; para bajarlo, se necesita a la familia Sánchez.

Ya que mi destino está resuelto, que se cumpla. Imploro la clemencia del Cielo e imploro la clemencia de esa excelsa Primera Reina de España, Doña Isabel II, en favor de estos mártires de la Patria… para mí, nada; Muero con mi trabajo.

[6] El artículo 69 de la Constitución, al consagrar la tutela judicial efectiva y el debido proceso, impone un estándar normativo que trasciende la mera existencia formal de vías procesales. La efectividad de dicha tutela implica necesariamente el respeto a las garantías fundamentales del debido proceso, tales como el derecho de defensa, el plazo razonable, el principio de contradicción y el acceso imparcial al órgano jurisdiccional. Estas garantías constituyen elementos estructurales del proceso y su inobservancia compromete la validez y legitimidad misma de la función jurisdiccional. Pero, además, la función de juzgar en cualquier otro ámbito, aunque no sea judicial: administrativo, militar, etc.

[7] Conquista que no bastó materializarla, sino que hubo que defenderla, recién proclamada la independencia, el 19 de marzo, en Azua, y a poco tiempo después, en Santiago, el 30 del mismo mes de marzo. Ver en: www.yoaldo.org breves reflexiones del suscrito sobre estas emblemáticas batallas en nuestra historia.

[8] Cfr MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, p. 331.

[9] GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, edición 6, p. 59.

[10] El Estado de derecho y los derechos humanos, para toda sociedad, constituyen pilares normativos que delimitan los márgenes de actuación legítima del poder público. En este marco, el caso de Sánchez, sometido a un enjuiciamiento militar carente de las debidas garantías procesales, revela una vulneración grave a los principios que estructuran un orden jurídico democrático. La aplicación de jurisdicción militar en contextos que no justifican su excepcionalidad, y sin observar los estándares mínimos del debido proceso —como la independencia del tribunal, el derecho a una defensa técnica adecuada, el principio de juez natural y la publicidad del juicio—, contraviene no solo el contenido del artículo 69 constitucional, sino también las obligaciones internacionales asumidas por el Estado en materia de derechos humanos. Así, la inefectividad de la tutela judicial en este caso compromete la legitimidad del procedimiento y evidencia una regresión incompatible con los principios del Estado constitucional de derecho.

El primer presidente de la República Dominicana: ¿Pedro Santana o Francisco del Rosario Sánchez?

Por: Yoaldo Hernández Perera

En la historia de la República Dominicana, el debate sobre quién fue el primer presidente tiene sus matices debido a la confusión sobre los roles y la naturaleza de los cargos en los primeros momentos de la independencia del país.

Pedro Santana es generalmente considerado el primer presidente de la República Dominicana, ya que asumió formalmente la presidencia en 1844, tras la proclamación de la independencia en febrero de ese mismo año. Santana fue elegido presidente en una convención nacional que lo nombró para ese puesto, y es conocido por haber liderado el país en los primeros años de la República.

Por otro lado, Francisco del Rosario Sánchez fue uno de los líderes más importantes en la lucha por la independencia y, aunque presidió la Junta Gubernativa Provisional en 1844 antes de la elección formal de Santana, su rol fue más bien provisional y no el de un presidente electo de manera formal y establecida como Santana. Sánchez asumió la presidencia de la Junta Gubernamental cuando se proclamó la independencia el 27 de febrero de 1844, pero su mandato fue breve, ya que fue sucedido por Santana poco después.

En palabras del historiador Jaime de Jesús Domínguez, para gobernar la naciente República Dominicana, el día 28 se creó la Junta Gubernativa Provisional, con Sánchez presidiéndola, y el 1ro. De marzo fue sustituida por el organismo llamado Junta Central Gubernativa, integrado por diez miembros, con Tomás Bobadilla como presidente[1]. De su lado, otro estudioso de nuestra historia, Orlando Inoa, explica que luego del trabucazo de Mella los dominicanos que propugnaban la separación de Haití se trasladaron a la Puerta del Conde y allí proclamaron nuestra independencia; pero Francisco del Rosario Sánchez llegó al baluarte en la madrugada del 28 de febrero, precisando dicho historiador que Sánchez no había acudido a tiempo para la convocatoria porque algunos haitianos merodeaban alrededor de su escondite, pero que, una vez llegó, pasó de inmediato a presidir la Junta Gubernativa Provisional que se había formado horas después de la proclama, con la tarea de dirigir el levantamiento.

El mencionado historiador relata que, temerosos de una nueva invasión haitiana, los dominicanos, liderados por el sacerdote Tomás de Portes y Tomás Bobadilla (presidente de la Junta Central Gubernativa), intentaron gestionar protección de Francia. Sin embargo, los febreristas[2] se opusieron al protectorado, convencidos de que podían lograr la libertad sin ataduras extranjeras. Esto desencadenó el golpe de Estado del 9 de junio de 1844, con Francisco del Rosario Sánchez al frente. No obstante, su mandato fue breve, ya que el poder estaba dividido entre Santana, quien controlaba el sur, y Duarte, presidente del Cibao. Al enterarse del golpe, Santana marchó a la capital el 12 de julio y, sin resistencia, restableció la antigua junta, proclamándose presidente[3]. Durante su primer gobierno (1844-1848), Santana adoptó una postura dictatorial que mantuvo durante toda su carrera política[4].

En definitiva, Pedro Santana es reconocido como el primer presidente oficial de la República Dominicana. Aunque Francisco del Rosario Sánchez desempeñó la presidencia de la Junta Gubernamental Provisional, no fue un presidente formalmente electo en el mismo sentido que Santana. Así, la respuesta a la interrogante planteada en este escrito es clara: Pedro Santana fue el primer presidente constitucional de la República Dominicana.


[1] DE JESÚS DOMÍNGUEZ, Jaime. Historia dominicana, p. 103.

[2] Facción que aglutinaba a los que creían que era posible ser libres sin ataduras de ningún país. Era un grupo de líderes y patriotas dominicanos que, tras la proclamación de la independencia en 1844, se oponían a la idea de un protectorado francés y a las medidas que consideraban como una posible subordinación a un poder extranjero. Su nombre proviene de la Revolución de Febrero de 1844, en la cual buscaron un modelo republicano independiente y libre de influencias externas, especialmente tras los temores de una invasión haitiana. contaba con el liderazgo de figuras clave como Francisco del Rosario Sánchez, quien fue presidente de la Junta Central Gubernativa en 1844. Los febreristas eran, en su mayoría, patriotas que luchaban por mantener la independencia de la nueva República Dominicana sin caer bajo la tutela de naciones extranjeras como Francia. El conflicto entre los febreristas y otras facciones, como los santanistas (seguidores de Pedro Santana), se dio debido a las diferencias sobre cómo debía garantizarse la independencia del país, lo que llevó a varias tensiones políticas y enfrentamientos internos en los primeros años de la república.

[3] Cfr INOA. Orlando. Breve historia dominicana, pp. 106-110.

[4] La figura controvertida de Pedro Santana, marcada por luces y sombras, desempeñó un papel crucial en la defensa de nuestra independencia. Sin embargo, lamentablemente, sus acciones posteriores oscurecieron su legado y empañaron su lugar en la historia.

Azua 1844: la forja de la Independencia dominicana en la Batalla del 19 de Marzo

Por.: Yoaldo Hernández Perera

 La Batalla del 19 de Marzo representa para los dominicanos un hito fundamental en la defensa de la independencia nacional, porque marcó el primer gran triunfo contra el ejército haitiano, que había invadido el país tras la proclamación de la independencia. Esta victoria no solo demostró la valentía y el sacrificio del pueblo dominicano, sino que también consolidó el deseo de libertad y autonomía frente a los intentos de subyugación extranjera. Hay que recordar que este conflicto fue parte de un proceso más amplio de afirmación de nuestra independencia, que comenzó con el trabucazo del 27 de febrero de 1844, y que reflejaba el profundo sentimiento nacionalista de los dominicanos. Por tanto, esta batalla se erige como un símbolo de unidad, resistencia y determinación para mantener la soberanía del país, a pesar de las adversidades.

Es por eso que, como buenos dominicanos, debemos honrar a aquellos que dieron su vida en esta batalla, recordando su valentía y sacrificio. Debemos seguir fortaleciendo ese espíritu patriótico que nos une como nación, ya que, en definitiva, la Batalla del 19 de Marzo nos enseña que la libertad y la independencia no se logran sin esfuerzo, pero también que la unidad del pueblo dominicano es la clave para enfrentar cualquier desafío que se nos presente. Moya Pons narra que el día 18 de marzo apareció frente a la ciudad de Azua el ejército haitiano comandado personalmente por el presidente Hérard.

Allí tomó posiciones en las orillas del río Jura, donde estableció su campamento, y al otro día, el 19, lanzó sus tropas de vanguardia organizadas en plan de ataque, divididas en dos columnas de infantería acompañadas de caballería. Los dominicanos los recibieron a cañonazos mientras su infantería disparaba a fuego cerrado. Después de una refriega que duró un par de horas, los haitianos se replegaron a su campamento y recogieron sus heridos y muertos. No hubo, según externa el citado historiador, otro encuentro entre ambos grupos durante ese día[1].

Gutiérrez Félix, de su lado, sobre el comentado episodio bélico, ha expuesto que Charles Hérard, presidente de Haití, invadió con un gran ejército, dividido en dos cuerpos, la parte oriental para someter a los patriotas que habían proclamado la Independencia. Sostiene dicho autor que el 18 de marzo estaban en las afueras de Azua, donde encontraron la vanguardia del ejército que se había formado bajo la jefatura de Pedro Santana. Esa vanguardia estaba comandada por Antonio Duvergé, quien tenía como subalternos a Vicente Noble, Manuel Mora y Matías Vargas, quienes se habían enfrentado al ejército invasor.

Sigue sosteniendo Gutiérrez Félix que los combates comenzaron en las primeras horas de la mañana del 19. Los haitianos fueron sorprendidos por dos cañones instalados por Francisco Soñé en unos pequeños cerros a la entrada del sur. Sus disparos causaron severas bajas a los atacantes. Pero a la caída de la tarde la lucha era encarnizada debido a la superioridad del enemigo en hombres y armamentos. Entonces Duvergé, como jefe de vanguardia, ordenó un ataque en masa con el machete. Por segunda vez en la historia militar del pueblo dominicano, se utilizó ese instrumento de trabajo como arma de combate. Ya se había usado en la batalla de Palo Hincado, en 1808. En Azua, la decisión de los dominicanos y el valor y energía de sus jefes, en ese asalto inesperado, desconcertó a las tropas haitianas. Al filo del machete se retiraron en desorden del campo de batalla, dejando cientos de muertos y heridos[2].

Bajo la tinta de Orlando Inoa, se narra que el 18 de marzo Hérard, quien a su vez era el comandante de las tropas invasoras, estaba frente a Azua, donde instaló un campamento a orillas del río Jura. Había llegado sin gran dificultad, a pesar de los esfuerzos de detenerlo de Fuente del Rodeo (el verdadero bautismo de sangre de la república) y Cabezas de las Marías. Según este autor, en sintonía con los anteriores historiadores, la milicia dominicana que salió del encuentro de los haitianos estaba formada en su mayor parte por un contingente de campesinos del este del país sin entrenamiento militar que, siguiendo a Pedro Santana, llegó a Santo Domingo a principios de marzo, portando lanzas y machetes[3].

Sobre los episodios históricos narrados precedentemente, forjados a base de sangre y arrojo de grandes dominicanos, diría un poeta que la Batalla del 19 de Marzo no solo fue un enfrentamiento de armas, sino una victoria del alma dominicana, que se alzó en unidad y coraje frente a la adversidad.

En sus versos, evocaría el eco de los machetes que cortaron el miedo y la incertidumbre, y el rugir de los cañones que dejaron claro que la libertad no se regala, sino que se conquista con sangre y fuego. “El pueblo unido jamás será vencido”, cantarían las estrellas, como testigos de un amanecer de independencia que no fue solo el triunfo de un ejército, sino el triunfo del espíritu indomable de una nación que, a pesar de los desafíos, sigue firme en su propósito de ser libre.

Así, un poeta (o alguien con alma de tal) nos recordaría que la memoria de aquellos héroes no debe desvanecerse en el tiempo, sino que debe vivir en cada uno de nosotros, como un faro de esperanza y fortaleza. Porque, en lenguaje de elevación espiritual, “la libertad no se olvida, se defiende y se celebra, siempre en unidad”.

Venga, pues, un sentido canto de reconocimiento a los héroes del imborrable 19 de marzo de 1844, quienes, con su valentía y sacrificio, cimentaron el camino hacia la libertad de nuestra nación. Destacándose, aunque luego vinieran sombras que matizaran su nombre histórico, el General Pedro Santana: comandante de las tropas dominicanas, que con astucia y firmeza condujo en ese momento a nuestros hombres a la victoria; junto a Antonio Duvergé, Juan Esteban Ceara, Lucas Díaz, Luis Álvarez, Vicente Noble, Manuel Mora, Matías Vargas y otros valientes soldados.

Estos nombres están escritos en nuestra historia no solo con tinta, sino con la sangre y el esfuerzo de aquellos que dieron todo por la libertad. Son los que nos enseñaron que la independencia se defiende con coraje, unidad y amor a la patria. Su impronta resuena en cada rincón de la República Dominicana, recordándonos que la libertad que hoy gozamos fue ganada con sacrificio y dignidad, y que nunca debemos olvidar el legado de aquellos que lucharon por ella, tanto para proclamarla como para mantenerla viva.

Por eso hoy, al conmemorarse otro año más de aquella icónica batalla, la historia se erige ante nosotros como una brújula que guía y un sol que brilla sin quemar. Es un llamado a las nuevas generaciones a emular las buenas acciones de nuestros héroes, a tomar en sus manos el legado de valentía y sacrificio que nos dejaron. Recordar esta lucha no solo es honrar el pasado, sino también sembrar en el presente la conciencia de que la defensa de nuestra dominicanidad es un compromiso continuo, un deber que debe perdurar a través de los tiempos.


[1] Cfr MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, 16 edición, p. 276.

[2] Cfr GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. edición, pp. 73-76.

[3] Cfr INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 106.

El tesoro oculto de la Calle El Conde: la botijuela, las monedas perdidas y la mano del tirano

Por.: Yoaldo Hernández Perera

En el latir de antaño de la Calle El Conde, una de las arterias más emblemáticas del Distrito Nacional, yace una historia que ha trascendido el tiempo y que, a pesar de las sombras de la duda, ha perdurado en el imaginario popular. Se cuenta que, durante la construcción del imponente edificio Copello[1], un grupo de trabajadores tropezó con un hallazgo insólito: una botijuela[2] enterrada, rebosante de monedas de oro. El oro, que parecía un tesoro olvidado por la historia, despertó en los obreros la tentación de apropiarse de él. Sin embargo, cuando la codicia estaba a punto de tomar la delantera, intervino la mano dura del hermano del tirano, quien, con una simple declaración: “eso pertenece al Estado”, dispuso de la suerte del botín, sellando el destino (no del todo conocido) de aquellas monedas.

Como en tantas leyendas urbanas, la veracidad de este relato ha quedado envuelta en el misterio. Las historias como estas suelen escurrirse entre los pliegues del tiempo, desafiando la evidencia. Sin embargo, a veces el pasado tiene una forma peculiar de revelar sus secretos, y cuando el río suena, es porque agua trae, como dice el pueblo. Aunque no podamos afirmar con certeza que los eventos sucedieron exactamente como se cuentan, la memoria colectiva del pueblo sigue dando testimonio de lo ocurrido.

Este breve escrito se adentra en ese relato, explorando la historia de la botijuela y las monedas de oro, y lo que la leyenda nos dice sobre el poder, la avaricia y las sombras del pasado que, aún hoy, se ocultan en los rincones de la ciudad. Al respecto, salió publicado lo siguiente en la entrega de Diario Libre del 03 de diciembre del 2017[3]:

Se cuenta que durante la demolición de las casas coloniales que ocupaban el solar donde se construyó este edificio, apareció en una de las paredes una “botija” llena de morocotas[4] de oro provocando el consabido escándalo, los obreros rápidamente se apropiaron de las monedas que pudieron, hasta que apareció Petán Trujillo y puso el orden y recogió las monedas que pudo porque “eran del Estado”.

Como hemos señalado anteriormente, no existe una prueba concluyente que respalde la veracidad del hallazgo de este supuesto “tesoro oculto”. Sin embargo, a la luz de lo que revela la historia de la oscura etapa de nuestro país, comprendida entre 1930 y 1961, y en caso de que dicho hallazgo haya sido real, no cabe duda de que el régimen de entonces dispuso cuál sería el destino de dicho botín. Y si algo queda claro es que este tipo de descubrimientos plantea interrogantes sobre la gestión de bienes culturales y patrimoniales en el país, especialmente en lo que respecta a la protección y conservación de objetos de valor histórico.

Parece como si el mismo destino de ese pedazo de tierra, sobre el cual se erigió el emblemático Edificio Copello, estuviera “condenado” a resaltar en momentos cruciales de nuestra historia. Desde sus cimientos, la supuesta aparición de la botijuela parece presagiar el florecimiento de este lugar, que, con su imponente arquitectura, no solo se distinguió en su esplendor, sino que también se convirtió en escenario de trascendentales episodios de nuestra nación, con la figura de Caamaño Deñó a la cabeza. A medida que el tiempo pasó y el edificio envejeció, ese mismo espacio sigue siendo un testigo mudo de momentos históricos. Algo grande y significativo parece estar destinado a suceder siempre en ese rincón de la patria, como si la tierra misma guardara en su interior los ecos de los momentos más relevantes de nuestro pasado.


[1] El Edificio Copello, ubicado en la calle El Conde esquina Sánchez, fue diseñado por don Guillermo González Sánchez, considerado padre de la arquitectura moderna dominicana, y fue inaugurado el 16 de agosto en el año 1939. De interés histórico es recordar que, en 1965, el gobierno constitucionalista del Coronel de Abril, Francisco Alberto Caamaño Deñó, que enfrentara dignamente la segunda invasión norteamericana del siglo XX, tuvo su sede en este elegante edificio, que aún muestra los impactos de las balas en sus paredes.

[2] En el contexto histórico, “botijuela” hace referencia a un recipiente tradicional utilizado para almacenar agua u otros líquidos, especialmente en épocas pasadas. El término “botijuela” proviene de la palabra “botijo”, que se refiere a un tipo de jarra o recipiente de barro, comúnmente usado para el agua. Ese tipo de recipiente, durante tiempos de incertidumbre, como guerras, invasiones, o épocas de crisis, muchas personas lo usaban para esconder sus bienes más preciados, como monedas de oro, plata, joyas o documentos importantes, para evitar que fueran robados o confiscados. Las botijuelas, debido a su capacidad para sellarse y la durabilidad del material (barro o cerámica), eran ideales para este propósito.

[3] El edificio Copello, 1939 – Diario Libre

[4] La morocota es una moneda de oro histórica de Venezuela, pero su significado ha trascendido a la cultura popular como sinónimo de un objeto de gran valor o riqueza.

El interés casacional y la creación de doctrina jurisprudencial: tensiones entre rigidez y flexibilidad en la interpretación de esta causa de admisibilidad del recurso

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Sumario

I.- Aproximación a la cuestión, II.- Lectura restrictiva: el silencio absoluto de la Corte sobre una norma jurídica, III.- Lectura flexible: La necesidad de reforzar o rectificar los precedentes, IV.- Cultura exegética y el futuro de la interpretación de la “trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial”, como causa del interés casacional, V.- Conclusión.

I.- Aproximación a la cuestión

El artículo 10.3 de la Ley 2-23, que regula el recurso de casación, establece el concepto de “interés casacional”, y en la letra c) se prevé cómo la Corte de Casación debe actuar en situaciones donde no existe una doctrina jurisprudencial establecida sobre una norma jurídica. La interpretación de este artículo ha generado diversas opiniones, especialmente en cuanto a la posibilidad de que el interés casacional se limite solo al silencio absoluto de la Corte sobre una determinada norma jurídica o, por el contrario, que se amplíe para incluir la necesidad de rectificar o reforzar precedentes jurisprudenciales existentes.

Expresamente, el comentado artículo 10.3.c) de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, sobre la trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial como causa del interés casacional, establece lo siguiente: “Las sentencias que apliquen normas jurídicas sobre las cuales no exista doctrina jurisprudencial de la Corte de Casación, y esta última justifique la trascendencia de iniciar a crear tal doctrina”. En este breve escrito abordaremos ambas posturas sobre la interpretación de este texto (rígida y flexible), con el fin de reflexionar sobre cuál de ellas es más adecuada para el desarrollo del derecho y para la consolidación de un sistema judicial coherente con el Estado constitucional de derecho.

II. Lectura restrictiva: el silencio absoluto de la Suprema Corte de Justicia sobre una norma jurídica

Una interpretación restrictiva del artículo 10.3.c podría entender que el interés casacional solo se presenta cuando la Suprema Corte de Justicia no se ha pronunciado nunca sobre una norma jurídica en particular. Según esta visión, el interés casacional surgiría exclusivamente ante la ausencia total de pronunciamientos previos sobre una norma, sin considerar los matices que podrían derivarse de las interpretaciones de la doctrina y de los precedentes judiciales.

Sin embargo, este enfoque resulta reduccionista, pues limita la función de la Corte a la mera ausencia de pronunciamientos previos sobre una norma jurídica. Siendo oportuno señalar que la noción de “norma jurídica” no debe reducirse exclusivamente a la ley escrita, obviando otros elementos fundamentales en el sistema jurídico. El derecho no se conforma únicamente con la ley; existen otros tipos de normas, como los principios generales del derecho, los precedentes normativos y vinculantes del TC, etc. Una visión estrictamente literal del texto no debe restringir el concepto de norma jurídica solo a la ley, sino considerar todas las fuentes del derecho que influyen en la creación y aplicación del ordenamiento jurídico.

III. Lectura flexible: La necesidad de reforzar o rectificar los precedentes

Por otro lado, una interpretación más flexible del artículo 10.3.c sugiere que el interés casacional no debe limitarse al silencio total de la Corte sobre una norma, sino que también debe incluir situaciones en las que sea necesario rectificar o reforzar precedentes jurisprudenciales existentes. Este enfoque se basa en la premisa de que la jurisprudencia no es estática, sino que es un cuerpo normativo vivo que debe evolucionar con el tiempo para adaptarse a los cambios sociales, políticos y económicos.

En este sentido, la creación de doctrina jurisprudencial puede ser necesaria, no solo para abordar cuestiones inéditas, sino también para aclarar, corregir o reforzar interpretaciones previas. Esto se vuelve especialmente relevante cuando un precedente anterior del tribunal es contradictorio con un principio constitucional, una nueva ley, o incluso con la evolución del pensamiento jurídico. Así, la Corte de Casación podría ejercer su papel no solo al crear doctrina sobre normas no interpretadas antes, sino también al rectificar o fortalecer precedentes existentes que se vean desfasados o que hayan sido contradichos por nuevos desarrollos en el derecho.

Este enfoque refleja una visión más dinámica del derecho, acorde con el principio de que la justicia debe evolucionar y ajustarse a las nuevas realidades sociales y jurídicas. De este modo, se contribuiría a la consolidación de un “derecho jurisprudenciado”, en el que la jurisprudencia no sea un conjunto rígido de normas, sino una herramienta de interpretación y adaptación continua.

IV. Cultura exegética y el futuro de la interpretación de la “trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial”, como causa del interés casacional

La tradición exegética de nuestra comunidad jurídica ha favorecido históricamente la interpretación literal y restrictiva de las normas. Esto ha generado una cultura en la que se tiende a ver la jurisprudencia como algo fijo y definitivo. Como resultado, es probable que, con el tiempo, se consolide la interpretación más restrictiva del artículo 10.3.c, entendiendo que el interés casacional solo existe en caso de un silencio total de la Corte sobre una norma jurídica. No obstante, esta interpretación puede resultar incompatible con el dinamismo propio del Estado constitucional de derecho, que exige una jurisprudencia flexible y adaptativa.

Es preferible que prime la segunda postura, la que entiende la comentada causal del interés casacional de manera más amplia y flexible. Este enfoque es más coherente con el modelo constitucional actual, en el que la jurisprudencia desempeña un papel fundamental en la interpretación y aplicación del derecho. Un sistema judicial que promueva la creación continua de doctrina jurisprudencial y la rectificación de precedentes obsoletos fortalecerá el Estado de derecho, garantizando que la justicia se adapte a las necesidades de la sociedad.

V.- Conclusión

La interpretación del interés casacional y su relación con la creación de doctrina jurisprudencial es un tema que debe ser analizado con cuidado, dada su importancia para el desarrollo del derecho y la consolidación de un sistema judicial moderno y justo. Si bien es probable que, debido a nuestra cultura exegética, se consolide la interpretación restrictiva del artículo 10.3.c de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, lo deseable sería que se adoptara una postura más flexible. Esto permitiría que la Corte de Casación no solo cree doctrina sobre normas no previamente interpretadas, sino también que refuerce o rectifique precedentes existentes. Esta visión más dinámica y adaptable de la jurisprudencia está alineada con el Estado constitucional de derecho y contribuiría a consolidar un “derecho jurisprudenciado”, que es la tendencia, en el que la justicia evoluciona de manera coherente con los tiempos y las realidades sociales.

Del tecnofeudalismo: perspectiva jurídica y la necesidad de un reforzamiento jurídico doméstico e internacional

Por.: Yoaldo Hernández Perera

                    Sumario

I.- Aproximación a la cuestión, II.- Un panorama de dependencia y control, III.- La perspectiva jurídica del tecnofeudalismo, IV.- La necesidad de un marco legal internacional, V.- Conclusión.

  1. Aproximación a la cuestión

En concreto, el denominado tecnofeudalismo consiste en un sistema socioeconómico en el que las grandes corporaciones tecnológicas, como Google, Amazon, Facebook y Apple, han adquirido un control tan profundo sobre los datos, las infraestructuras digitales y las plataformas esenciales para la vida cotidiana que los usuarios se ven relegados a un rol similar al de los siervos en el feudalismo tradicional. En este nuevo paradigma, las corporaciones se convierten en los “señores” que gestionan el acceso a recursos fundamentales, como la información, los servicios y las redes sociales, mientras que los individuos, en lugar de ser libres propietarios de su autonomía digital, se ven atrapados dentro de un sistema de dependencia, en el que su acceso a bienes y servicios está condicionado por las reglas impuestas por estas empresas.

Varios autores se han referido a este concepto, destacando sus implicaciones tanto en el ámbito económico como en el social. Entre ellos, el sociólogo Shoshana Zuboff, en su obra The Age of Surveillance Capitalism[1], ha sido una de las voces más influyentes al señalar cómo las empresas tecnológicas han transformado los datos personales en un recurso valioso, sometiendo a los usuarios a una constante recolección y comercialización de su información. Otros estudiosos como Evgeny Morozov[2] también han explorado cómo las plataformas digitales han concentrado poder en manos de unos pocos actores, creando un escenario donde el control de la infraestructura tecnológica redefine las relaciones de poder globales.

Es una nueva realidad que, para explicarlo, se ha comparado con el feudalismo tradicional de la época medieval, consistente en una estructura social jerárquica en la que los señores feudales controlaban grandes extensiones de tierra y los siervos dependían de ellos para acceder a los recursos necesarios para vivir. De manera análoga, en el tecnofeudalismo, los “señores digitales” controlan vastos recursos de información y tecnología, mientras que los usuarios, aunque no poseen tierras, dependen de estas plataformas tecnológicas para llevar a cabo funciones esenciales de la vida cotidiana, como trabajar, comunicarse, comprar o incluso educarse. Este control de las plataformas y de los datos genera una nueva forma de subordinación, donde la autonomía del individuo queda limitada y los derechos fundamentales[3] de los usuarios se ven vulnerados por la falta de regulación y transparencia en las prácticas digitales de estas corporaciones.

En el contexto actual, dominado por la digitalización y las grandes corporaciones tecnológicas, el concepto de “tecnofeudalismo” ha emergido como una nueva forma de organización socioeconómica, que podría redefinir las relaciones de poder y propiedad en la sociedad globalizada. Este término, inicialmente acuñado en el ámbito de la economía, ha generado un amplio debate, no solo desde el punto de vista económico, sino también desde una óptica jurídica. Específicamente, surge la necesidad de reflexionar sobre cómo este nuevo orden impacta los derechos fundamentales de los individuos y cómo los marcos legales existentes pueden quedar obsoletos frente a los nuevos retos que plantea este fenómeno. Es fundamental, por tanto, que la cuestión del tecnofeudalismo también sea abordada desde una perspectiva jurídica, reforzando la necesidad de un marco legal robusto, tanto a nivel nacional como internacional, para garantizar la protección de los derechos fundamentales en este nuevo contexto digital.

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II.- Un panorama de dependencia y control

El tecnofeudalismo, como hemos adelantado, se refiere a una forma de organización social y económica en la que una élite de grandes corporaciones tecnológicas ejerce un poder de control absoluto sobre los recursos digitales y las infraestructuras tecnológicas, generando un panorama de dependencia en la que los individuos se ven relegados a un papel similar al de los siervos medievales. Esta nueva “feudalización” no se basa en la propiedad de tierras, como en el caso del feudalismo tradicional, sino en la posesión y el control de los datos y las plataformas digitales que estructuran la vida moderna.

En este sistema, las grandes empresas tecnológicas (como Google, Amazon, Facebook, Apple, entre otras) poseen y gestionan los datos personales, las infraestructuras de comunicación y las plataformas a través de las cuales los usuarios acceden a servicios esenciales como la información, el comercio, la educación y la comunicación. De esta manera, los usuarios dependen de estas empresas para acceder a bienes y servicios básicos, mientras que las corporaciones acumulan poder y riqueza de manera desmesurada.

III.- La perspectiva jurídica del tecnofeudalismo

Desde una perspectiva jurídica, el tecnofeudalismo implica la erosión de varios principios fundamentales que protegen los derechos de los individuos en una sociedad democrática. Uno de los aspectos más críticos es la vulneración de la autonomía y la libertad de los individuos. Al depender de gigantes tecnológicos para acceder a servicios esenciales, los ciudadanos se ven obligados a aceptar las condiciones impuestas por estas corporaciones, que a menudo no están sujetas a regulaciones adecuadas. La falta de competencia, la invasión de la privacidad y el control sobre la información personal son solo algunos de los problemas que surgen en este contexto.

Además, el tecnofeudalismo pone en cuestión el derecho a la igualdad. Al concentrarse el poder en unas pocas entidades, se profundiza la brecha entre aquellos que tienen acceso y control sobre las infraestructuras digitales y aquellos que quedan excluidos de ellas. En muchas ocasiones, los servicios ofrecidos por estas corporaciones no son accesibles para todos los individuos, especialmente en países con menor desarrollo económico, lo que genera una especie de “apartheid digital”, que es un término que describe la desigualdad en el acceso, uso y control de la tecnología y la información digital.

En el contexto de los derechos fundamentales, el tecnofeudalismo plantea serias preocupaciones sobre el derecho a la privacidad, el derecho a la información y el derecho a la participación. Estas prerrogativas se ven constantemente comprometidas por la falta de transparencia en el uso de los datos, la manipulación de la información y las prácticas de vigilancia masiva que las grandes empresas tecnológicas pueden llevar a cabo sin un control adecuado.

IV.- La necesidad de un marco legal internacional

Ante este panorama, la reflexión sobre el tecnofeudalismo debe trascender el análisis económico y sociológico, y profundizar en la necesidad de crear un marco legal global que regule las actividades de las corporaciones tecnológicas, proteja los derechos fundamentales de los usuarios y garantice la transparencia y la rendición de cuentas. Si bien muchos países han comenzado a implementar normativas nacionales sobre la privacidad de datos y la competencia digital, como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) de la Unión Europea, aún existe una gran fragmentación normativa a nivel global. En nuestro país, justamente, existen aprestos para replantear aspectos de libertad de expresión y, en general, asuntos ligados al auge tecnológico.

La creación de un marco legal internacional es esencial para homogenizar las reglas y garantizar la protección de los derechos de los usuarios en un mundo digital interconectado. Tal marco debe ser flexible y adaptarse a la rapidez de los cambios tecnológicos, pero a la vez debe ser lo suficientemente robusto para evitar la concentración excesiva de poder en manos de unos pocos actores. Este marco debe incluir regulaciones claras sobre la libertad de expresión en contextos digitales, porque -al menos, en nuestro país- se ha llegado a creer que lo que se ha regulado para los medios convencionales (televisión y radio) no aplica a las redes sociales; la protección de datos personales, la propiedad intelectual, el acceso a la información y los derechos de los trabajadores digitales, entre otros aspectos.

Además, un marco legal internacional permitiría a los países en desarrollo acceder a la infraestructura digital de manera más equitativa, reduciendo las desigualdades en el acceso y uso de las tecnologías. Esto podría lograrse a través de la implementación de políticas que promuevan la competencia y la cooperación internacional en el sector digital, en lugar de la dominación por parte de unas pocas empresas multinacionales.

V.- Conclusión

El tecnofeudalismo no es solo un fenómeno económico, sino también un reto jurídico que implica la necesidad urgente de reforzar las normas y regulaciones legales en el ámbito digital. La protección de los derechos fundamentales, como la privacidad, la igualdad y la participación, está en juego, y es necesario que los marcos legales nacionales e internacionales evolucionen para adaptarse a los nuevos desafíos que plantea la digitalización. La creación de un sistema normativo global para regular las grandes corporaciones tecnológicas y garantizar la justicia social en el entorno digital es esencial para evitar que se profundicen las desigualdades y para proteger los derechos de todos los individuos en un mundo cada vez más interconectado.

Solo a través de un enfoque jurídico coherente y coordinado podremos enfrentar de manera efectiva las amenazas del tecnofeudalismo y construir una sociedad digital más justa y equitativa. En definitiva, no debemos olvidar que el desafío del tecnofeudalismo no solo reside en las prácticas abusivas de las grandes corporaciones, sino también en la fragilidad de los marcos legales existentes para hacer frente a la velocidad y la complejidad de los avances tecnológicos. Mientras las empresas tecnológicas continúan expandiendo su influencia global, la legislación se ve rezagada, con normas muchas veces desactualizadas para abordar la magnitud de los problemas emergentes, como la privacidad de datos, la monopolización digital y la desigualdad en el acceso a las tecnologías.

Es crucial que, en el proceso de construcción de un entorno digital más justo, no solo se busque regular a las grandes empresas tecnológicas, sino también fomentar una cultura de responsabilidad social, ética digital y transparencia. Además, debemos garantizar que el acceso a la tecnología y la información sea equitativo, protegiendo a las poblaciones vulnerables y asegurando que los avances digitales no profundicen las brechas existentes, sino que contribuyan a una mayor inclusión y justicia social. Solo con un enfoque legal y social que ponga a las personas en el centro y promueva el respeto a los derechos fundamentales será posible forjar una sociedad digital que sea verdaderamente democrática, participativa y, sobre todo, respetuosa de la dignidad humana que, como sabemos, es el eje donde se sustentan todos los demás derechos fundamentales.

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[1] Esta connotada académica, escritora y profesora emérita de la Harvard Business School, conocida por sus estudios sobre la tecnología, el poder y la economía digital, analiza cómo las grandes corporaciones tecnológicas, como Google, Facebook, han desarrollado un nuevo modelo económico basado en la recopilación masiva de datos personales para predecir y manipular el comportamiento de los usuarios, lo que ella ha denominado “capitalismo de vigilancia”.

[2] Este escritor investigador y crítico del país de Europa llamado Bielorrusia, especializado en el impacto político, social y económico de la tecnología. Es conocido por su enfoque escéptico hacia el optimismo tecnológico y por sus críticas a la creencia de que internet y la digitalización conducirán automáticamente a sociedades más democráticas y justas. Es sus obras, tales como “The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom” (2011) y “To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism” (2013), lanza críticas al poder de las grandes corporaciones tecnológicas y del tecnofeudalismo, y ha sido una voz importante de los debates sobre privacidad, vigilancia y el papel de Silicon Valley en la economía global.

[3] En palabras llanas, los derechos fundamentales son aquellas prerrogativas inherentes a todas las personas por el simple hecho de ser seres humanos, que deben ser protegidos por el Estado y respetados en todos los ámbitos de la vida. Estos derechos están reconocidos tanto en las constituciones nacionales como en instrumentos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros tratados internacionales, y abarcan aspectos esenciales como la dignidad, la libertad, la igualdad, la privacidad, la libertad de expresión, el derecho al trabajo, el acceso a la educación, y la participación política, entre otros.

Precisiones jurídicas

Precisión jurídica. Deslindes basados en derechos en cuotas porcentuales. El deslinde de una porción de terreno en base a constancias anotadas con derechos porcentuales, y no a metros cuadrados, constituye un tema complejo que debe ser abordado con una perspectiva que contemple tanto las disposiciones reglamentarias como las realidades socioeconómicas subyacentes, en la matriz de la cuestión constitucional. En este sentido, el vigente Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde (Res. núm. 790-2022) establece, en su artículo 4, párrafo II, que cuando los derechos sobre un inmueble estén expresados en términos de porcentaje o de proporción, procede la partición total del mismo, no así el deslinde ni la regularización parcelaria[1].

Al respecto, la doctrina inmobiliarista vernácula ha sostenido lo siguiente: “los derechos que están expresados en cuota porcentual, aparados en extractos de certificado de título, no se pueden deslindar, porque primero hay que someterlo a una partición total; recuérdese que el que tiene un extracto de certificado de título, su derecho está en cuota porcentual; en consecuencia, no sabe qué superficie, qué área le corresponde. Por esta razón, porque no están expresados sus derechos en metros cuadrados, no procede el deslinde”[2].

No obstante, existen circunstancias excepcionales que, por su naturaleza, requieren que los tribunales ejerzan una tutela diferenciada, con la debida motivación, en casos específicos. Como ha sostenido la doctrina constitucionalista, la tutela diferenciada no está sujeta a que el legislador prevea todo. La imprevisión o ambigüedad en la norma, en este caso, del reglamento aplicable, no debe servir de excusa para no ejercer una tutela diferenciada. Lo propio es ver cada caso concreto y decidir atendiendo a la realidad socioeconómica y, en general, de los principios y valores envueltos, con la debida motivación, que es lo que legitima -por regla general- la decisión[3].

Tal enfoque es particularmente relevante cuando los derechos son numerosos, ya que una persona que ha adquirido una porción de tierra expresada en porcentaje y en un metraje considerable, enfrenta, en la mayoría de los casos, la imposibilidad de financiar la partición total de esos derechos. En tales situaciones, la imposibilidad de cumplir con la partición de la totalidad del metraje no debe interpretarse como un impedimento para la protección de los derechos de quien ha comprado en buena lid solo una parte de dicho terreno. En este sentido, los tribunales, a fin de tutelar eficazmente el derecho patrimonial fundamental de la propiedad, deben buscar una solución procesal adecuada que permita la individualización del derecho de propiedad sin que la persona que ha comprado esté obligada a permanecer en un estado de indivisión.

Hay que tener en cuenta que ejercer la tutela judicial diferenciada significa reconocer la necesidad de adaptarse a las particularidades de cada caso, en aras de hacer justicia de forma equitativa y adecuada a las circunstancias[4]. Justamente, en un caso como este, con una nota particular, en el que el metraje del inmueble es muy elevado, lo que hace prácticamente imposible para el comprador pagar la mensura de todo el terreno para la partición, la cual, como regla general, prevé el reglamento como requisito para el deslinde, se plantea la dificultad inherente a aplicar la norma de forma estricta. Ante este escenario, y dado que el reglamento prohíbe el deslinde por cuotas porcentuales, la justicia sugiere diferenciar este tipo de situaciones, no “retorciendo” la norma, sino interpretándola conforme a los principios de equidad, proporcionalidad y razonabilidad, buscando una solución que respete el fin último de la norma, que no es otro que propiciar el pleno disfrute del derecho de propiedad, sin aplicar una interpretación literal que conduzca a un resultado desproporcionado o injusto para las partes involucradas.

La jurisprudencia de los tribunales ha mostrado que, en ciertos casos, el deslinde puede ser acogido incluso cuando los derechos constan en un formato porcentual en un certificado de título, lo cual, en rigor, convertiría dicha papelería en una suerte de “constancia anotada”[5]. De hecho, la Dirección Regional de Mensuras Catastrales está aprobando deslindes basados en derechos porcentuales, a pesar de que, inicialmente, el reglamento técnico prohíbe tal práctica[6].

En definitiva, los tribunales, si no advierten vulneración de derechos de terceros, deben ejercer una tutela diferenciada en estos casos, reconociendo el derecho del comprador que ha adquirido una porción porcentual[7]. Esto se encuentra en línea con el principio de justicia, que exige otorgar a cada quien lo que legítimamente le corresponde. La efectividad de esta tutela judicial se basa en la capacidad de los jueces para adaptarse a las circunstancias concretas, garantizando la seguridad jurídica y protegiendo los derechos de los adquirentes de bienes en formato porcentual, cuando, por el elevado porcentaje, no resulte posible para el comprador pagar la partición por el todo, que es la regla general. La comentada sería la excepción, diferenciando, con la debida motivación.


[1] La regularización parcelaria, en su esencia, constituye una modalidad de deslinde administrativo. En aquellos casos en los que no existen contradicciones ni circunstancias que requieran un examen exhaustivo por parte de los tribunales de jurisdicción original, se establece este trámite administrativo directo, que permite una tramitación más ágil desde la Dirección Regional de Mensuras Catastrales hasta el Registro de Títulos. Este no es el primer intento del sistema por agilizar las solicitudes de individualización de derechos en situaciones donde no haya controversia entre las partes. Con la Resolución núm. 3642-2016, que instauraba el Reglamento de Desjudicialización de Deslinde y Procedimientos Diversos, el órgano del Pleno de la Suprema Corte de Justicia había concebido los deslindes administrativos; sin embargo, la denominación “deslinde” en aquella oportunidad generó una controversia considerable, lo que llevó a la anulación de esa parte por el Tribunal Superior Administrativo (TSA). Esto se debió a que el artículo 130, párrafo, de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, establece que el deslinde es un proceso contradictorio. En consecuencia, siendo la ley superior al reglamento en el sistema de fuentes, no era posible que un reglamento contraviniera el carácter contradictorio del deslinde. Esa decisión, buena o mala, fue acatada por el Poder Judicial: los deslindes administrativos fueron descontinuados, lo que provocó una nueva congestión de los tribunales inmobiliarios debido a la gran cantidad de solicitudes de deslinde que debían judicializarse. No obstante, por suerte, se retomó la fórmula administrativa con el nuevo Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde. No hay razón para temer a esta modalidad, que ha demostrado ser altamente eficiente, pues, ante cualquier situación que requiera un estudio más profundo, el asunto se judicializa de inmediato, conforme a lo previsto en la normativa.

[2] MONCIÓN, Segundo E. La litis, los incidentes y la demanda en referimiento en la jurisdicción inmobiliaria, 4ta. edición, pp. 521-522).

[3] Cfr JORGE PRATS, Eduardo. Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, pp. 36-37.

[4] Viene al caso aquello que Aristóteles denominó “justicia animada”. En efecto, la ley tiene reglas generales, corresponde a los tribunales aplicarlas con justeza a cada caso concreto, dándole una razonable concreción. Para ello, evidentemente, debe aplicarse una debida motivación que se baste en hecho y en derecho. A saber: “La esencia de la justicia estriba en la particularización de las normas (…) El legislador puede proveer justicia tan solo en un plano relativamente general y abstracto. La tarea de realizar lo que Aristóteles llamó “justicia animada”, la de impartir justicia en el caso concreto, le corresponde al juez” (TRÍAS MONGE, José. Teoría de adjudicación, p. 400).

[5] Se sostiene comúnmente que, aunque la documentación corresponda a un certificado de título (CT), en realidad debería considerarse como una suerte de constancia anotada (CA). Esto se debe a que el CT implica una mensura que abarca la totalidad de los derechos, debidamente delimitados. No obstante, al venderse una parte del inmueble, los derechos ya no se refieren a la totalidad, sino únicamente a la porción que continúa siendo propiedad del vendedor. En consecuencia, la propiedad se limitaría a una fracción de la superficie original, lo cual, en términos estrictos, correspondería a lo que define una CA, que tiene por objeto la validación de derechos sobre porciones específicas del inmueble.

[6] Cabe señalar, sin que resulte innecesario, que la aprobación técnica no obliga al tribunal de jurisdicción original. Aunque la Dirección Regional de Mensuras Catastrales correspondiente haya aprobado técnicamente el deslinde, el tribunal tiene la facultad, y la obligación, de rechazar dicho levantamiento parcelario si detecta algún aspecto jurídico, e incluso técnico, que considere irregular. Para ello, el tribunal puede recurrir a inspecciones u otros recursos técnicos a fin de evaluar con mayor profundidad el caso. De hecho, este tipo de rechazos se presenta con relativa frecuencia.

[7] El Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central, en sintonía con la cuestión constitucional, de cara al Estado constitucional de derecho, ha emitido una valiosa doctrina jurisprudencial sobre la tutela judicial diferenciada, a saber: “una garante administración de justicia sugiere ejercer una tutela diferenciada y, dadas las particularidades del caso concreto, dar como regular el procedimiento de que se trata, al margen de que expresamente el legislador no haya previsto la hipótesis de que el Abogado del Estado remita el asunto a los tribunales cuando estime que no existe un aspecto penal en el caso, tomando en consideración que, como se ha visto, las partes, en definitiva, han sometido sus pretensiones, marcando la extensión del proceso y el alcance de la sentencia a intervenir” (Sentencia núm.0031-TST-2024-S-00245 dictada, el 06 de mayo del 2024, por el Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central).

El refugio celestial: la Virgen de la Altagracia y su luz eterna

Por: Yoaldo Hernández Perera

Creer es un acto de valentía y pureza, un susurro del alma que, aunque no siempre se ve con los ojos, se percibe con el corazón. En un mundo donde la ciencia busca desentrañar todos los misterios del universo y la razón exige respuestas tangibles, la fe sigue siendo un refugio inquebrantable, un refugio que fortalece el alma de quien se atreve a creer. Porque creer no es negar la razón, sino elevarla, es comprender que, más allá de lo visible y lo medible, existe una realidad que trasciende lo físico, una realidad que se siente, que se vive, que se experimenta en lo más profundo del ser.

Aunque muchos, admirables en su conocimiento y dedicación a la ciencia, niegan la existencia de lo divino, hay en la vida momentos que no pueden explicarse, milagros que se muestran nítidamente frente a nuestros ojos, como destellos de una fuerza superior que nos sostiene. La ciencia puede analizar el cuerpo, puede desentrañar las leyes que rigen el cosmos, pero la esencia de lo que somos, el soplo de vida que nos anima escapa a cualquier fórmula matemática y, en general, científica. Esa esencia, esa chispa divina, nos conecta con lo infinito, con lo eterno.

Es en la fe donde hallamos la verdadera fuerza que nutre nuestro espíritu, esa energía positiva que nos impulsa a seguir, a creer en lo imposible, a transformar lo oscuro en luz. Y es en la Madre de todos, la Virgen, donde esa fe toma forma, donde el corazón se eleva. Por eso, las personas son todas hermanas, porque tienen una misma madre celestial. Ella, madre de todos los milagros, nos enseña que en la vulnerabilidad está la fuerza, que en el amor incondicional reside la más alta sabiduría. Creer en ella y en el fruto de su vientre, Dios, es permitir que nuestra alma se abalance hacia lo divino, hacia una energía de paz y esperanza que nunca nos abandona.

Es entonces, en esa fe, que el espíritu encuentra su mayor elevación, pues creer no solo fortalece el alma, sino que la conecta con lo eterno, con una luz que no se apaga, con un Dios que, en su misericordia infinita, nos envía a su madre para guiarnos y bendecirnos.

Creo en la Virgen de la Altagracia, madre de Dios, con una certeza que nace en lo más profundo de mi ser, en ese rincón donde la razón y la emoción se encuentran, donde la fe florece y se convierte en luz. Creo en ella con todas las fuerzas de mi corazón, porque en su manto encuentro consuelo, protección y una paz que trasciende cualquier palabra, cualquier explicación. Ella, la madre que acoge a todos con brazos abiertos, me ha mostrado el camino hacia una elevación espiritual que no puedo describir más que con el lenguaje del alma.

Hoy, alzando mi voz en silencio, doy testimonio de la transformación que esta fe ha obrado en mí. Su presencia, tan serena y tan poderosa, ha tocado mi espíritu, ha fortalecido mi voluntad y ha alimentado mi esperanza. En ella encuentro la fuerza para afrontar las tormentas de la vida y la ternura para sanar las heridas que a veces parecen insuperables. Su mirada, cargada de amor y compasión, me invita a caminar con confianza, a elevar mi alma más allá de las sombras, hacia la luz divina que solo ella sabe revelar.

Es un misterio sagrado, un milagro que ocurre en el silencio del corazón, en ese espacio íntimo donde la fe se convierte en un acto de amor profundo y transformador. Y así, con el corazón lleno de gratitud, reconozco hoy, con humildad, que creer en la Virgen de la Altagracia no solo me ha dado paz, sino que ha elevado mi ser hacia lo divino, hacia la belleza infinita del amor que nos conecta a todos.

La Virgen de la Altagracia, madre celestial y protector de nuestra nación, se erige como un faro de luz y esperanza que ha acompañado a la República Dominicana a lo largo de los siglos. Su imagen, venerada y reverenciada, no es solo la representación de una madre que abraza a su hijo, sino la encarnación de una gracia divina que se derrama sobre los pueblos, infundiéndoles consuelo y fortaleza.

Hace más de quinientos años, su presencia llegó a estas tierras cargada de una promesa de protección y amor. La Virgen de la Altagracia, cuyo nombre resuena como un canto de alabanza a la bondad infinita de Dios, fue traída desde las lejanas tierras de Baeza, en España, para ser la guardiana de un pueblo nuevo, un pueblo que nacía entre montañas y mares, entre luchas y esperanzas. En cada rincón de nuestra isla, desde los campos hasta las ciudades, su imagen ha sido un refugio en tiempos de dificultad y una fuente de alegría en los momentos de gracia.

Al contemplar su rostro sereno, uno no solo ve a una madre, sino a una intercesora silenciosa que, con su mirada amorosa, guía a cada hijo de esta tierra hacia la paz interior, hacia la reconciliación con uno mismo y con el prójimo. Su presencia nos invita a reflexionar sobre el amor incondicional, el mismo que nos une como pueblo, como familia, como seres humanos. Nos recuerda que no hay mayor fuerza que la que nace de la fe, de la esperanza puesta en el cielo, de la certeza de que, aunque el camino sea incierto, siempre habrá una mano materna tendida para levantarnos.

La festividad de la Virgen de la Altagracia, celebrada con fervor y devoción cada 21 de enero, no es solo un acto litúrgico, es un momento de encuentro espiritual, un retorno al corazón de lo divino. Es el eco de nuestras oraciones, la manifestación de nuestra gratitud, la reafirmación de que, aunque somos humanos, somos amados y acompañados por una presencia celestial. Su festividad es la reafirmación de la esperanza, de la fe que nos sostiene, y de la gracia que nos envuelve, haciéndonos sentir, en cada paso, que no estamos solos.

Así, la Virgen de la Altagracia no solo es la protectora de nuestra nación; es la madre espiritual que nos recuerda que, en los momentos más oscuros, siempre podemos encontrar luz. Nos invita a caminar con confianza, a amarnos los unos a los otros, y a abrazar la vida con la misma ternura y misericordia que ella, en su infinita bondad, nos ofrece.

Entre el avance y el retroceso: el impacto negativo de un precedente extralimitado en su abordaje

Una mirada crítica a la sentencia TC/0717/24 sobre las ternas fijas en el proceso inmobiliario y la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria

Por.: Yoaldo Hernández Perera

El Tribunal Constitucional, mediante la sentencia TC/0717/24, ha tomado una decisión acertada al subrayar la necesidad de respetar el espíritu de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, en lo que atañe a la designación de una terna fija encargada de instruir y decidir los procesos en esa jurisdicción. Esta resolución fue una clara y bienvenida corrección frente a la práctica perniciosa de modificar constantemente la integración de las ternas, lo cual impactaba negativamente el principio de inmediación y, con ello, el debido proceso y la tutela judicial efectiva. Hasta ese momento, el precedente era ejemplar, un paso adelante que merecía un sincero aplauso y, en consecuencia, no habría sido necesario este análisis.

Sin embargo, en un giro inesperado, la alta Corte ha modificado un criterio suyo que era práctico -sobre la facultad de designar jueces en esta materia- y ahora ha generado un obstáculo significativo que podría perjudicar la operatividad del sistema de justicia inmobiliaria. Este cambio, desafortunadamente, tendrá repercusiones en la celeridad con la que se conocen los casos en la Jurisdicción Inmobiliaria, afectando directamente a los usuarios del sistema. Ojalá que esta alteración en la facultad de designar jueces sea revertida a la mayor brevedad, para restablecer la eficiencia y efectividad de los procesos judiciales en el ámbito inmobiliario.

Las decisiones de los tribunales, y especialmente las del Tribunal Constitucional, deben ser fieles a su plano axiológico, es decir, a la consideración de las repercusiones que sus resoluciones tienen en los principios y valores fundamentales de la sociedad. Al observar de manera crítica la operatividad diaria en la Jurisdicción Inmobiliaria, se pone en evidencia que una interpretación estrictamente literal de que la Suprema Corte de Justicia es la competente para las sustituciones y suplencias de los jueces del Tribunal Superior de Tierras, y que el presidente de dicho tribunal de alzada debe designar a los jueces de jurisdicción original, resulta profundamente desacertada.

En lugar de esto, sería mucho más sensato que el juez coordinador de los tribunales de jurisdicción original asuma la responsabilidad de gestionar la operatividad de esa jurisdicción, dado su conocimiento directo y cercano de su funcionamiento. Por otro lado, el presidente del Tribunal Superior de Tierras debería ocuparse exclusivamente de la supervisión de las situaciones relacionadas con los jueces de su jurisdicción. Interpretar la norma de manera contraria genera un precedente nada práctico, que lejos de aportar al buen funcionamiento de la Jurisdicción Inmobiliaria, repercute negativamente en la eficiencia de la jurisdicción civil y de cualquier otra, si se mantiene tal interpretación.

En busca de un pragmatismo procesal que garantice la justicia y utilidad de la norma, conforme a lo establecido en el principio de razonabilidad del artículo 40.15 de la Constitución, el propio Tribunal Constitucional había interpretado, mediante la sentencia TC/0089/21, que el presidente del Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central debía tener la facultad para la sustitución de los jueces que integran una terna, al tratarse de una cuestión de operatividad interna de esa jurisdicción. En esta interpretación, se adoptaba un enfoque de pragmatismo y eficacia procesal, que se fundamentaba en dos vertientes del artículo 35 de la Ley núm. 108-05 de Registro Inmobiliario: 1) que la sustitución de jueces del Tribunal Superior de Tierras era competencia de la Suprema Corte de Justicia, y 2) que la sustitución de jueces que integran una terna era facultad del presidente del Tribunal Superior de Tierras, dado el carácter operativo y funcional de esta decisión.

No obstante, en la sentencia TC/0717/24, la indicada alta Corte ha dado un giro exegético de la norma, decidiendo que, en estricto apego a la literalidad del artículo 35, la interpretación correcta es que cuando se establece que el presidente del Tribunal Superior de Tierras procederá a la sustitución de cualquier juez de la jurisdicción inmobiliaria, ello hace referencia exclusivamente a los jueces de jurisdicción original, y no a los jueces del Tribunal Superior de Tierras. Esta interpretación literal se apoya en la mención que hace el artículo sobre la territorialidad de la competencia para designar a los sustitutos, así como en la disposición final que establece que, cuando el juez inhabilitado sea del Tribunal Superior de Tierras, la Suprema Corte de Justicia es la encargada de designar su sustituto provisional.

Esta interpretación, sin embargo, no toma en cuenta el pragmatismo necesario para la operatividad de un tribunal colegiado, contradiciendo la visión constructiva y práctica que la Suprema Corte de Justicia había venido consolidando mediante su jurisprudencia. Dicha jurisprudencia, en particular, favorecía que cada órgano resolviera sus asuntos internos, y que la Suprema Corte de Justicia interviniera solo en los casos en que no fuera posible que el órgano en cuestión lo hiciera. Un claro ejemplo de esta práctica pragmática es la gestión de las inhibiciones y recusaciones en el Tribunal Superior de Tierras. Según la jurisprudencia de la Suprema Corte, se ofrecieron dos fórmulas para resolver la recusación o inhibición del presidente del tribunal: que lo decidiera el pleno de dicho colegiado o un juez asignado como presidente, y solo cuando, además del presidente, se recusen otros jueces, dificultando el cuórum o la designación de otro presidente, debería el asunto ser resuelto por la Suprema Corte de Justicia.

Este giro jurisprudencial no solo complica innecesariamente la operatividad de la Jurisdicción Inmobiliaria, sino que también contraviene la dirección práctica que se había ido construyendo en favor de la eficiencia y autonomía de los tribunales.

El Tribunal Constitucional ha reconocido en diversas ocasiones que la interpretación de la norma es un ejercicio propio de los jueces, siempre que no se desborden los límites establecidos por la Constitución y la ley, tal como se señaló en la sentencia TC/0229/15. En este sentido, no parece que se esté violando ningún límite constitucional ni legal al interpretar la norma dentro de un contexto práctico, reconociendo que, en su fondo, el legislador persigue la mayor eficacia en los procesos de sustitución de jueces. En este marco, la interpretación realizada en la sentencia TC/0089/21 resultaba más eficaz y acorde con el interés de optimizar la operatividad del sistema judicial.

Por regla general, cuando el derecho ofrece diversas soluciones, debe optarse por aquella que más se acerque a la justicia y a los objetivos prácticos de un sistema judicial eficiente. Y sin lugar a dudas, lo que más contribuye a la justicia es una interpretación que favorezca el buen funcionamiento de los tribunales. El Tribunal Constitucional, como bien sabe, tiene, en el marco de las sentencias interpretativas, las herramientas necesarias para dar un sentido constitucional a la norma, tal como lo hizo en otras ocasiones. Un ejemplo claro de ello es la sentencia TC/0134/20, mediante la cual reformuló el régimen de los alguaciles en la jurisdicción inmobiliaria, declarando cuál es la interpretación constitucional del párrafo IV del artículo 5 de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, estableciendo que, distinto a la redacción original del legislador, solo podían ejercer su ministerio dentro de esa jurisdicción, resolviendo así un privilegio que favorecía a los alguaciles de esta materia sobre los de otras.

Debió seguirse también en el contexto analizado este enfoque pragmático y acorde con los principios de favorabilidad y oficiosidad consagrados en los numerales 5 Y 11, respectivamente, del artículo 7 de la Ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, a fin de no dejar ninguna brecha que pueda dar lugar a la vulneración de la Constitución, evitando dilaciones innecesarias de los procesos producto de una interpretación poco práctica de la norma respecto del sistema de asignación de suplencias en la Jurisdicción Inmobiliaria.

El pragmatismo, siempre que respete los derechos fundamentales, es inherente a un Estado de derecho. Un formalismo excesivo, basado en interpretaciones literales que descuidan la operatividad y eficacia del sistema judicial, acaba siendo más perjudicial que beneficioso. En este sentido, resulta necesario rectificar el criterio adoptado en la sentencia TC/0717/24, ya que no debió haberse modificado la interpretación que, con mayor sensatez y eficacia, había sido establecida previamente.

¿Qué tenemos ahora? A partir del precedente establecido por la sentencia TC/0717/24, en algunas jurisdicciones se ha planteado la posibilidad de aplazar, de oficio, los procesos que no puedan ser conocidos por la terna fija asignada, debido a la ausencia de algún juez por licencia o vacaciones. Lo que es aún más preocupante, se ha llegado a sugerir la suspensión del derecho fundamental de los jueces a tomar vacaciones, hasta que la Suprema Corte de Justicia nombre los suplentes para los casos. Para no extendernos demasiado y no abrumar al lector, preferimos no detallar otras opciones que se han propuesto, que rayan en lo absurdo.

Lo cierto es que, para bien o para mal, el precedente constitucional es vinculante por mandato expreso del artículo 184 de la Constitución. Y el tema de la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria no es, como podría haberse considerado menos perjudicialmente, una mera obiter dicta, sino que constituye ratio decidendi, modificando el criterio previo al desconocer las facultades de los coordinadores de los tribunales de jurisdicción original para designar suplentes en esa jurisdicción de primera instancia inmobiliaria. Además, el presidente del Tribunal Superior de Tierras se ve ahora prohibido de designar suplentes para los jueces de su tribunal.

Esto implica que cada vez que un juez de jurisdicción original se ausente por vacaciones, licencia o cualquier otra causa que le impida continuar conociendo un caso, el coordinador de la jurisdicción quedará inhabilitado para tomar decisiones, transformándose en una figura decorativa, mientras que el presidente del Tribunal Superior de Tierras, que en ocasiones se encuentra en otra localidad, será el responsable de designar al suplente. Lo mismo ocurre en la jurisdicción de alzada, donde la Suprema Corte de Justicia asumirá esta función. Este esquema resulta sumamente desalentador para la eficacia procesal. La mora, que es uno de los problemas más criticados y el objetivo primordial del Poder Judicial, seguirá ganando terreno bajo este formato.

Como dice el refrán popular, “en lo que el hacha va y viene, descansa el palo”, lo que nos invita a la paciencia mientras se rectifica el criterio poco práctico mencionado. En tanto se revisa dicho enfoque, creemos firmemente que los tribunales, con una buena gestión, deben evitar que los usuarios del sistema se vean perjudicados. Aplazar de oficio los procesos debido a la ausencia de algún juez de la terna fija por vacaciones, licencia o causas similares no debe ser una opción, salvo que alguna de las partes, invocando la sentencia TC/0717/24, se oponga a que su expediente sea instruido por una terna integrada con suplente.

La decisión, en virtud de la ley y de acuerdo con la sentencia vinculante citada, debe ser tomada y firmada por los jueces integrantes de la terna fija designada; esto no está en discusión. Lo que se sugiere es que, en determinadas audiencias puntuales, un juez suplente pueda intervenir en la instrucción de la causa, siempre y cuando no haya objeción de las partes involucradas, especialmente en procesos de litis sobre derechos registrados. Como sabemos, estos son más similares a demandas civiles de interés privado, y en muchos casos se basan en documentos. En este tipo de procesos, que difieren del proceso penal, en lo que tiene que ver con el conocimiento de situaciones de hecho que, sin dudas, precisan de una inmediación reforzada, no corresponde aplicar la misma rigidez de la inmediación[1].

Es importante recordar que los procesos de orden público en la jurisdicción inmobiliaria se centran principalmente en el saneamiento y la revisión por causa de fraude. No todo debe encuadrarse en el mismo esquema rígido. Por lo tanto, incluso con el precedente mencionado del Tribunal Constitucional, no parece justo ni útil asumir que no pueden existir razones legítimas para sustituir, durante la instrucción de un expediente, a un juez de la terna fija, siempre que no haya objeciones. Los jueces se enferman, toman vacaciones, etc., y reiniciar la instrucción de la causa debido a la ausencia temporal de un juez hace más daño que beneficio. Lo más favorable sería que un juez suplente se encargue de ciertas audiencias puntuales, y luego, cuando el juez original regrese, retome el caso y emita su decisión final.

Lo negativo es que, según el nuevo criterio, esa designación debe ser realizada por la Suprema Corte de Justicia en los casos de alzada, o por el presidente del Tribunal Superior de Tierras en los procesos de jurisdicción original, lo que no contribuye a la celeridad del proceso. Sin embargo, al ser vinculante, debe acatarse. Lo que debe quedar claro es que no se debe, si nadie se opone a que se conozca su caso, aplazar de oficio los procesos solo porque un juez esté de vacaciones o licencia, ni mucho menos negarles ese derecho a los magistrados de esa jurisdicción hasta que la Suprema Corte designe a los suplentes.

En conclusión, el precedente analizado resulta positivo en cuanto a la necesidad de que sea una terna fija la encargada de instruir y decidir un caso. Sin duda, esa debe ser la norma general. En el caso concreto, la situación fue tan variable que, prácticamente, había jueces diferentes en cada audiencia, lo que resulta inaceptable. El Poder Judicial, al acatar este precedente, debe tomar todas las medidas necesarias para evitar que se sigan produciendo cambios irracionales y recurrentes en la integración de las ternas encargadas de los casos a nivel de alzada.

Ahora bien, el tema relacionado con la facultad de designar suplentes en la Jurisdicción Inmobiliaria, que, como se ha señalado, empaña la sentencia, es un asunto que no debió haber sido abordado por la Corte, y esperamos que se rectifique pronto. Entretanto, los tribunales deben adoptar medidas para minimizar los efectos negativos del precedente, evitando dilaciones innecesarias en los procesos que perjudiquen a los usuarios del sistema judicial.

En todo caso, deberían ser los usuarios quienes soliciten los aplazamientos cuando un juez de la terna fija, por cualquier razón, no pueda estar presente. Sin embargo, si no existe objeción, debe primar el sentido práctico, permitiendo que el caso continúe siendo conocido, interviniendo un suplente, puntualmente, a reserva de que la terna fija decida finalmente el caso. Aunque, vale dejar claro, esa no debe ser la regla. Sería solo cuando exista una causa legítima de ausencia de un juez de la terna fija.

Las causas legítimas para la designación de suplentes no deben desaparecer con este precedente. Los jueces seguirán tomando licencias, vacaciones y, lamentablemente, algunos seguirán falleciendo, pues, al fin y al cabo, son seres humanos. El reto, entonces, es que cada jurisdicción sea lo suficientemente sensata como para implementar medidas que eviten retrasos y que no afecten el rendimiento del servicio judicial.

En última instancia, el sistema de justicia no debe tambalear ni caer ante un precedente que, en algún aspecto, resulte negativo. Como guardianes de la Constitución y del orden jurídico, los tribunales deben ser prácticos y juiciosos, buscando siempre soluciones eficaces que garanticen el buen funcionamiento del servicio judicial. Es imperativo recordar que la justicia no puede ser una jaula rígida que se ajusta exclusivamente a las interpretaciones literales, sino un ente vivo que se adapta a las necesidades sociales y jurídicas del momento. Como decía el filósofo Friedrich Hegel, “la ley no es una piedra muerta, sino una fuerza viviente, que no solo expresa lo que es, sino también lo que debe ser”. Así, la jurisprudencia, lejos de ser un obstáculo, debe ser un puente que permita el acceso a la justicia de manera eficiente y sin perjuicio de los derechos de los ciudadanos. Por tanto, es responsabilidad de los tribunales ser prudentes y sabios, adoptando medidas que, lejos de entorpecer el curso de la justicia, lo aceleren y lo enriquezcan.


[1] En el ámbito civil, por ejemplo, para combatir la mora judicial, en su momento se implementaron los denominados “jueces sin rostro”, quienes liquidaban expedientes sin haberlos instruido previamente, bajo la premisa de que la inmediación en esos procesos podía ser flexibilizada. En este contexto, poco importa, en efecto, si es el juez A o el juez B quien preside una audiencia, ya que la decisión final se basa en documentos. Estos documentos se estudian en el despacho, no en el fragor del juicio, lo cual marca una diferencia fundamental con los casos en los que la inmediación es esencial, como ocurre en los procesos penales. En estos últimos, la inmediación es crucial para que los jueces forjen su convicción a través de la observación directa de los testigos y el contacto durante el juicio, no solo con la prueba documental. Es una dinámica completamente distinta. Cabe destacar que las litis sobre derechos registrados son de interés privado, no de orden público, como sí lo son los procesos relacionados con el saneamiento o la revisión por causa de fraude. Por tanto, no procede equiparar la inmediación penal con la que se requiere en los procesos inmobiliarios, sin hacer una clara distinción entre los diferentes tipos de procedimientos.

Trámite del recurso de casación bajo la Ley núm. 2-23: ¿una ruta clara o un laberinto judicial?

Por: Yoaldo Hernández Perera

Sin casación, la justicia sería más vulnerable a errores y desigualdades, minando la confianza en la ley. La casación es esencial para la seguridad jurídica, porque asegura que las leyes se apliquen correctamente y de manera uniforme. De suerte que, al revisar la correcta aplicación del derecho y unificar los criterios judiciales, evita decisiones contradictorias y garantiza la previsibilidad de los fallos.

Al corregir posibles errores de interpretación, protege los derechos fundamentales y previene la arbitrariedad de los jueces. Además, refuerza la estabilidad del orden jurídico al asegurar que las decisiones judiciales se alineen con el marco legal establecido, fortaleciendo la confianza de los ciudadanos en el sistema judicial. Por ello, todo lo relacionado con la casación reviste una importancia capital para el mantenimiento y fortalecimiento del Estado de derecho.

En sintonía con lo anterior, resulta que la Ley núm. 2-23, aunque bien intencionada, ha sido criticada por su falta de consenso, su implementación apresurada y sus disposiciones ambiguas que abren la puerta a un uso excesivo del recurso de casación. En lugar de agilizar el proceso judicial, su aplicación podría generar un efecto contrario, sobrecargando aún más los tribunales y prolongando la mora judicial. A medida que la Suprema Corte de Justicia ha ido ajustando su interpretación de la ley para tratar de controlar este exceso, la necesidad de una revisión y ajustes adicionales se hace cada vez más evidente.

En efecto, la referida ley, que regula el recurso de casación en la República Dominicana, fue concebida con la pragmática intención de agilizar el procedimiento judicial, resolviendo los problemas de lentitud y sobrecarga procesal que caracterizaban a la abrogada Ley núm. 3726 de 1953, con sus modificaciones de 2008. Sin embargo, una importante parte de nuestra comunidad jurídica ha asegurado que la implementación de esta nueva normativa ha estado lejos de ser la solución definitiva que se esperaba, y en muchos aspectos ha generado más problemas que beneficios.

Una de las críticas más fuertes a la Ley núm. 2-23 es que, a pesar de sus intenciones reformistas, no se previeron diversas situaciones complejas que han surgido en su aplicación. Esto, según se ha afirmado, se debe en parte a la rapidez con la que se impulsó su implementación, sin un proceso de consulta y consenso adecuado entre los actores del sistema judicial, lo que ha dado lugar a una normativa que carece de la madurez necesaria para abordar todas las realidades procesales. Se ha insistido con que la implementación de esta ley fue apresurada, sin una vacación legal que permita su discusión exhaustiva y la corrección de posibles fallos.

Además, se ha resaltado que la Ley núm. 2-23 incorpora figuras que, si bien pueden ser útiles en ciertos contextos, no fueron adecuadamente adaptadas a la realidad dominicana. El concepto del “interés casacional”, por ejemplo, es una figura tomada de legislaciones extranjeras, particularmente de la ley española, que -según se ha criticado- se ha implantado sin un análisis profundo de su aplicación local. Esto ha generado confusión y ha abierto la puerta a interpretaciones diversas, que no siempre se alinean con la función primaria del recurso de casación, que debería ser garantizar la unidad de la jurisprudencia y no simplemente alentar la interposición de recursos sin un verdadero interés jurídico.

Un punto particularmente controvertido de la jurisprudencia sobre el recurso de casación es la inclusión de las “infracciones procesales” como base para admitir dicha acción recursiva. Esta construcción pretoriana, con base en el artículo 12 de la ley, ha sido ampliamente criticada, ya que diluye el enfoque extraordinario que históricamente ha caracterizado a la casación. El recurso de casación, que se pensaba debía ser una herramienta excepcional, se está convirtiendo en una vía adicional para que las partes recurran decisiones judiciales bajo pretextos que pueden no tener un fundamento sólido, lo cual contradice el objetivo inicial de agilizar los procesos. Permitir que el recurso se base en las denominadas “infracciones procesales” podría, según se ha denunciado, provocar una avalancha de recursos que congestione aún más los tribunales, especialmente la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia, que históricamente ha enfrentado la mayor carga de trabajo y mora judicial.

Se ha llegado al punto de sostener que lo más alarmante de esta apertura jurisprudencial al recurso de casación es que, en lugar de aliviar la sobrecarga judicial y la mora que afecta a la Suprema Corte de Justicia, podría tener el efecto contrario, desencadenando un número elevado de recursos que obstaculizarían el objetivo de reducir la mora judicial. Así, la ley corre el riesgo de convertirse en un freno en lugar de un motor de justicia más rápida y eficiente.

Lo cierto es que, en este momento, esa ley ya está en vigor. Es la que tenemos y, por tanto, debemos familiarizarnos con ella. En lo personal, considero que no es tan negativa como algunos han señalado. Si bien no es perfecta (como ninguna obra humana lo es), introduce un procedimiento más ágil que el que existía antes de la reforma, eliminando pasos innecesarios, como la autorización del presidente o el dictamen del Ministerio Público, así como otorgando un carácter facultativo a la audiencia, etc. Veamos, a continuación, cómo está estructurado el trámite del recurso de casación en su actual modalidad.

El legislador ha intentado estructurar la tramitación de este recurso de manera detallada para garantizar un proceso ordenado y eficaz, que respete los derechos de las partes involucradas y asegure una correcta administración de justicia. En resumen, comprende los siguientes pasos:

  1. Interposición del recurso: La parte interesada en recurrir presenta un memorial de casación debidamente motivado, en el cual debe indicar las normas jurídicas que considera infringidas o erróneamente aplicadas. Este memorial debe ser depositado dentro del plazo establecido, que es de 20 días hábiles a partir de la notificación de la sentencia impugnada (Artículos 14 y 16). Para ciertos casos específicos, como referimientos o embargos inmobiliarios, el plazo es de 10 días hábiles.
  2. Notificación y emplazamiento: Una vez depositado el recurso, la parte recurrente deberá notificar el emplazamiento a todas las partes que hayan intervenido en el proceso resuelto por la sentencia impugnada, en un plazo no mayor de 5 días hábiles. Este emplazamiento debe ser acompañado por una copia del memorial de casación y los documentos de apoyo correspondientes (Artículo 19).
  3. Defensa de la parte recurrida: La parte recurrida tiene un plazo de 10 días hábiles para presentar su memorial de defensa con constitución de abogado, en el que podrá plantear excepciones, medios de defensa y recursos incidentales o alternativos. Si no se presenta en tiempo y forma, se considerará a la parte en defecto (Artículos 21 y 23).
  4. Escritos justificativos: Posteriormente, las partes pueden ampliar los fundamentos de sus respectivos memoriales en un plazo común de 5 días hábiles. Este plazo se utiliza para aclarar o reforzar los medios de casación o defensa planteados anteriormente, pero sin agregar nuevos argumentos que no hayan sido previamente mencionados (Artículo 22).
  5. Remisión del expediente: Una vez cumplidos los plazos para la presentación de los memoriales y la defensa, el expediente es remitido a la sala correspondiente de la Suprema Corte de Justicia. El secretario general tiene un plazo de 3 días hábiles para hacer esta remisión (Artículo 28).
  6. Audiencia pública (si se considera necesario): En principio, el recurso de casación se conoce y se juzga en cámara de consejo, sin necesidad de una audiencia pública. Sin embargo, si la Corte lo considera necesario, puede convocar una audiencia pública para una mejor sustanciación del caso (Artículo 29).
  7. Fallo: Una vez completados los trámites procesales, la Suprema Corte de Justicia emite el fallo correspondiente. El recurso de casación no suspende la ejecución de la sentencia impugnada, salvo en ciertos casos establecidos por ley o cuando se solicite la suspensión de ejecución, la cual podrá ser ordenada por el presidente de la sala si se acreditan graves perjuicios (Artículos 27 y 29).

Como puede verse, el proceso de casación ha previsto una serie de etapas claras y bien definidas, con plazos establecidos para la interposición del recurso, la defensa de la parte recurrida, la remisión del expediente y, en su caso, la convocatoria de una audiencia pública. Este diseño busca garantizar que el procedimiento sea eficiente y permita una revisión exhaustiva de la sentencia impugnada. El hecho de que se haya dado carácter facultativo a la audiencia pública y se hayan suprimido pasos superfluos, como la autorización del presidente o el dictamen del Ministerio Público, hace que el proceso sea más ágil y directo.

En definitiva, nunca es prudente permanecer inmóvil cuando se constata que lo existente no está cumpliendo su propósito. Ante la obsolescencia de la antigua ley de casación, fue una decisión acertada promover su reforma. Si bien es cierto que, tal vez, esta se impulsó sin el consenso adecuado y sin la debida vacación legal que permitiera establecer las condiciones necesarias para una implementación efectiva, la promulgación de una nueva ley -en sí misma- constituye un paso positivo. Ahora, el desafío es identificar sus posibles escollos, sean muchos o pocos, y abordarlos de manera progresiva, comenzando con la jurisprudencia (nutrida de las teorías sometidas por los litigantes) y, finalmente, con las reformas que resulten necesarias a la Ley núm. 2-23.