(Precisiones jurídicas)

Sobre la reposición de plazos ante la Jurisdicción Inmobiliaria. La reposición de plazos, como figura procesal, no está taxativamente reglada en el marco normativo aplicable en materia inmobiliaria. Sin embargo, la regla general prescribe que lo que la ley no prohíbe está permitido, siempre que no se conculquen con ello derechos de las partes. Todo dependerá, pues, de las particularidades de cada casuística y, de igual modo, de la argumentación vertida a tales efectos por la parte interesada.

En efecto, sobre la cuestión abordada ha sido decidido que aunque la figura de la reposición de plazos no está expresamente consagrada en el marco normativo inmobiliario, por principio constitucional general, al tenor del artículo 40.15 de la Constitución, todo lo que no está prohibido legalmente es permitido. Aclarándose que la aplicabilidad de esta figura será siempre facultativa de los tribunales del orden inmobiliario[1].

Así, en caso de que –por ejemplo- una parte no haya podido notificar a tiempo la lista de testigos que pretenda hacer valer, si justifica dicha dilación mediante una eficaz argumentación, perfectamente pudiera ser repuesto el plazo para tales efectos. Y lo propio si se ha solicitado un plazo de 15 días para depositar conjuntamente con el escrito justificativo de conclusiones –imaginemos- una certificación de estado jurídico de inmueble, pero por dilaciones del órgano llamado a expedir dicho documento, al margen de la diligencia de la parte interesada, no fue posible obtener tal pieza oportunamente; o ante cualquier otra circunstancia análoga será procedente la consabida figura procesal

Los tribunales serán, tal como se ha indicado precedentemente, soberanos en todo caso para determinar si ha lugar o no a la comentada reposición. Por eso, la motivación esgrimida con ese propósito debe bastarse a sí misma. Se trata, por norma general, de situaciones de hecho y, como tales, pudieran acreditarse por cualquier medio.

Evidentemente, por un tema de debido proceso, si existe una contra parte, debe la petición de reposición de plazos ser notificada para que sean externados los pareceres de lugar. De hecho, aunque no suela nominarse como “reposición de plazos”, en sí, en la cotidianidad judicial se ha venido haciendo acopio de esta institución, tal como se ha aclarado ante los tribunales del orden inmobiliario, a saber: “cuando los tribunales del orden inmobiliario aplazan las audiencias para dar oportunidad a las partes de que tomen conocimiento de la glosa procesal, tácitamente están aplicando la figura de la reposición de plazos”[2].

Lo mismo sucede ante los tribunales de derecho común. Allí tampoco se ha reglado taxativamente la reposición de plazos como figura procesal; pero tampoco la solicitud de –por ejemplo- la “reconsideración”, que sí está prevista por la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, y el reglamento de los tribunales como un recurso administrativo; ni el desglose, ni la fusión, ni la reapertura de los debates, ni el archivo, en fin… Tantas figuras de origen pretoriano que son aplicadas comúnmente con bastante eficacia y sin que nadie discuta su viabilidad ¿Por qué la “reposición de plazos”  tendría que ser la excepción?

 

 

 

 

 



[1] Sentencia dictada en febrero del 2017 por la Segunda Sala del Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central.

[2] Sentencia dictada en junio del 2015 por el Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central.

(Precisiones jurídicas)

La “sobre garantía”, el referimiento y las vías de ejecución. De entrada, tenemos clarísimo que las reglas de las vías de ejecución son de orden público y, por ende, no son susceptibles de derogación mediante convenciones particulares. De ahí que no existan en nuestro Derecho de ejecución forzada “pactos comisorios”: el deudor no puede autorizar a su acreedor a que se quede con la prenda ni con el inmueble, sin previamente agotar la vía de ejecución correspondiente. Cada modalidad ejecutiva tiene sus reglas, no pudiera libremente el acreedor elegir un procedimiento –por ejemplo- de embargo mobiliario para expropiar un inmueble; es la naturaleza del bien, del título, etc., lo que determina la modalidad de ejecución aplicable y, en fin…

Pero de todo lo anterior, a llegar a afirmar (y aquí tal vez estemos haciendo las veces de abogado del diablo) que un acreedor, por intermedio de su abogado, en su irrefutable condición de estratega, no pueda elegir –respetando las reglas de cada ejecución- entre una vía u otra, como que hay mucho trecho.

Quién ha dicho (y seguimos jugando nuestro rol de abogado del diablo)  que por el mero hecho de existir una hipoteca suscrita no puede el acreedor, si entiende que conviene a sus intereses, en vez de valerse de dicha garantía hipotecaria, optar por embargar mobiliariamente un vehículo o cualquier otro efecto mobiliario de su deudor? Es –acaso- la existencia de una hipoteca sinónimo de “ejecución”? Parecería, de entrada, que entretanto no se principia cada trámite ejecutivo el embargo jurídicamente no existe. Y si no existe un embargo inmobiliario en curso, cómo justificar la aplicación del artículo 2209 del Código Civil, que se refiere es a que el acreedor, si ha iniciado la ejecución del inmueble constituido en garantía, no pudiera ejecutar otros inmuebles, sin antes terminar con aquella ejecución. Y, dicho sea de paso, el referido texto alude inmuebles (inmueble-inmueble), no encuadra muebles: como se dijo al inicio, los muebles tienen sus reglas de ejecución y los inmuebles, de su lado, cuentan con las suyas.

Pero en contraposición a lo esbozado ut supra, ha venido constituyendo una práctica recurrente, el levantar, en materia de referimientos, toda ejecución mobiliaria que se haya trabajo, si se determina que existía un contrato de préstamo con garantía hipotecaria entre las partes. Se le ha  venido diciendo al acreedor: “Acreedor, usted optó por suscribir, para asegurar la cobranza de su acreencia, una garantía hipotecaria. Ejecute su garantía y, si y solo si, queda algún monto insoluto, entonces acuda a otra alternativa ejecutiva. Entretanto, le levanto su embargo conservatorio, retentivo, o lo que sea que haya trabado”. Y el fundamento de este remedio jurídico, comúnmente se ha denominado “sobre garantía”.

No quisiera meterme demasiado en mi rol de abogado del diablo, para no desenfocar, pero –vale insistir- ¿y ese típico “paquete” que se da en la práctica: mediante un mismo auto los tribunales autorizan un embargo conservatorio general, una hipoteca judicial provisional y un embargo retentivo: to´ junto. Oh, y si ese acreedor a favor de quien se ha dictado un auto como el mencionado, como buen estratega, decide trabar todas las ejecuciones, de un fuetazo: embarga conservatoriamente un vehículo en poder del deudor, una cuenta bancaria en manos de un tercero (Banco) y una hipoteca judicial provisional respecto de un inmueble de su deudor ¿Habría en el descrito escenario –ipso facto– una “sobre-garantía”? ¿Debería el juez de los referimientos, tan pronto como advierta que existen varias vías de ejecución en curso, levantar las más recientes para que permanezca solamente la primera? ¿Y si todos los bienes ejecutados conservatoriamente, retentivamente y objeto de hipoteca judicial provisional, no alcanzan –juntos- el importe de la acreencia? ¿Resultaría sostenible hablar de “sobre-garantía”? No lo vemos tan claro.

Voy un poquito, solamente un poquito, más lejos. Tradicionalmente, hemos escuchado que si se ha iniciado una ejecución inmobiliaria (superando, en esta parte, la situación descrita más arriba, en el sentido de que la sola inscripción de una hipoteca no debe tenerse como un embargo, per se) no es viable activar –concomitantemente- una ejecución mobiliaria.  Pero –vale insistir- lo que prohíbe el consabido artículo 2209 es ejecutar otros inmuebles, sin antes ejecutar el dado en garantía. Nada consta taxativamente respecto de ejecuciones contra muebles, que son de otra naturaleza.

El principio constitucional, al abrigo del artículo 40.15 de la Constitución, es que todo lo que no es prohibido, se puede. Ya correspondería al deudor, si es que el acreedor le sobre ejecutare por más de lo que debe, demandarle en responsabilidad civil por el uso abusivo de las vías de ejecución, lo cual sería relativamente fácil de probar: bastaría con aportar el documento contentivo de la deuda (que da cuenta de su importe) y la constancia de las ejecuciones (que, igual, ponen de relieve el monto). De suerte y manera, que una simple operación aritmética sería suficiente para saber si, ciertamente, se está sobre ejecutando o no en cada caso en concreto; esto así, en función de lo que se debe y lo que se está pretendiendo ejecutar.

En sintonía con lo precedentemente expuesto, en el curso de una demanda lanzada en materia de referimiento, en suspensión de mandamiento de pago, en levantamiento de oposición, etc., si el argumento es una supuesta “sobre garantía”, el demandado debería emplearse para persuadir al tribunal en el orden de que, independientemente de que existan varias ejecuciones al mismo tiempo, todas juntas o no llegan o, en su caso, no superan la deuda; con lo cual, atendiendo a la razonabilidad jurídica, insistiendo con el precitado artículo 40.15, basado en el carácter justo y útil de la norma, no sería sostenible retener una “sobre garantía”. Todo lo contrario, el acreedor estaría siendo estratega, valiéndose de las herramientas dadas por el legislador para cobrar eficaz y legítimamente el crédito debido.

Justamente, el TC, cuando dimensionó los efectos a futuro de aquella decisión que todos recordaremos, sobre la fuerza pública, se detuvo a aclarar que el debido proceso y la tutela judicial efectiva comprenden también la posibilidad de ejecutar en tiempo razonable un título obtenido en buena lid.

En conclusión, y ya casi nos salimos de nuestro papel, cada abogado que represente a su cliente es un verdadero estratega. Debe dicho letrado optar por la herramienta legal más factible, atendiendo a las particularidades de cada casuística. Tener conciencia, como dijo VIGO, de que en el Estado Constitucional de Derecho en que nos encontramos, la argumentación es preponderante. Y para argumentar debemos trascender –si fuere menester- la ley. Ha de “echarse mano” a los valores y principios jurídicos, muchos de ellos –por cierto- debidamente positivizados en nuestra Constitución. Es un “ir y venir” constante entre los hechos y el derecho; correlacionando todo; aterrizándolo a cada especie.

Parecería, pues, que no es tan absoluto aquello que ha venido haciendo algo de ruido últimamente, de que la sola existencia de una hipoteca equivale a un embargo en curso; que por existir una hipoteca debe entenderse –siempre- que hay “sobre garantía” y, por ende, debe levantarse toda ejecución que no sea la correspondiente a dicha hipoteca; que el acreedor no es estratega para optar por la vía de ejecución que le resulte más factible, respetando las reglas de cada modalidad; que lo inmobiliario siempre debe ejecutarse antes que lo mobiliario (fuera del caso de la excusión de bienes de menores de edad), etc.

Hilando fino, pues –como se ha dicho- las reglas de las ejecuciones son de orden público y, por tanto, no pudiera su sustancia derogarse mediante convenciones particulares, la Suprema Corte de Justicia ha dado señales a favor de la aludida condición de “estratega” del acreedor, al tiempo de reconocer validez a la “cláusula de opción”, en el marco de las ejecuciones mobiliarias. En efecto, ha reconocido la citada alta Corte que perfectamente las partes pudieran acordar la facultad del acreedor de elegir entre ejecutar una prenda sin desapoderamiento, ante el juzgado de paz, o ejecutar –basado en la misma causa (crédito)- valiéndose de un pagaré notarial, siendo competente en este último supuesto, para cualquier incidencia, el tribunal de derecho común: una cosa es respetar las reglas consustanciales de cada ejecución y otra -muy distinta- es la facultad de planificarse y arremeter a favor de los intereses representados.

En definitiva, como dice la canción: “Nada es verdad, ni es mentira. Todo depende del color del cristal con que se mira”. Y aquí sí, formalmente, nos quitamos el ropaje de abogado del diablo. Pasamos a decir entonces que el cristal de la justicia ha de estar siempre nítido, transparente, pulcro. Ha de ver dicho cristal lo que permita visualizar el ordenamiento jurídico, de forma objetiva; incluyendo en cada análisis –además de la ley adjetiva- los principios y los valores sustantivos.

Todo por la seguridad jurídica de la nación; seguridad que ha de verificarse desde todas las perspectivas: acreedores, deudores, demandantes, demandados, intervinientes, etc.

 

 

 

(Precisiones jurídicas)

Sobre la tutela judicial efectiva y el “paternalismo judicial”. No es lo mismo, en el curso de una contestación de interés privado, salvaguardar los derechos de las partes de manera eficaz, que hacerle el trabajo a una de las partes en litigio. Lo primero es tutela judicial efectiva, al tenor del artículo 69 de la Constitución, en tanto que lo segundo es “paternalismo judicial”, basado en una mala práctica de algunos tribunales.

En efecto, cuando un tribunal advierte que por una inobservancia suya pudiera violarse el derecho de defensa de una parte (o la prerrogativa que fuere) aun de oficio, está llamado a adoptar todas las providencias que estime, a fines de evitar que se vean conculcados tales derechos. Por ejemplo, que al momento de estudiar el expediente, luego de estar éste en estado de recibir fallo, constate que el acto de citación a una parte tiene alguna irregularidad que no detectó en su momento; o la situación en que sean reaperturados, de oficio, los debates y que vuelva a quedar en estado el proceso, sin que el tribunal advierta que para esa última audiencia no se citó, o se notificó irregularmente a una de las partes, o bien cualquier otro caso en análogo contexto. En supuestos como estos, se justifica que el tribunal adopte un papel (si se quiere) activo y adopte los correctivos de lugar de manera oficiosa. En definitiva, todo cuanto verse sobre el debido proceso es de orden público y, por ende, ha de ser suplido de oficio.

Sin embargo, cuando la violación de derechos deriva directamente de una pretensión o actuación de una de las partes, la respuesta judicial debe ser el rechazo o la nulidad de lo peticionado o instrumentado, según el contexto de que se trate; pero en modo alguno deberían los tribunales del orden judicial, pretextando la tutela judicial efectiva, salirse de su rol imparcial y “hacerle el trabajo a una de las partes”. Particularmente, entendemos que ese proceder, por violar el principio de imparcialidad, debe suponer la revocación o la casación -según el caso- de la decisión en ese escenario dictada.

En algunas jurisdicciones suele ordenarse, de oficio, que sea depositada –por ejemplo- la matrícula que pruebe la propiedad de un vehículo, en el entendido de que si ya fue judicializada esa pieza en primer grado, ha de ser conocida por las partes; obviando con ello que el efecto devolutivo supone que la sustanciación de la causa se retrotrae a su fase inicial y, por tanto, cada parte ha de ser activa en su rol probatorio. También se registran casos en que, incluso, el tribunal inquiere (en estrados) a la parte sobre el depósito de algunas piezas, indicándole muchas veces qué tiene que depositar. Y peor aun, situaciones en que el tribunal ordena que la parte instancie a personas, físicas o morales, cuando entiende que lo solicitado puede afectarles, desconociendo con ello el principio dispositivo, conforme al cual, concretamente, son las partes las que espontáneamente ligan a la instancia a quienes estimen: desde ninguna perspectiva se justifica, en un proceso de interés privado, que se obligue al demandante/recurrente a citar un tercero.

En fin, se han visto una serie de medidas oficiosas que, volvemos a recalcar, desbordan la imparcialidad de los tribunales y les pudiera –incluso- hacer lucir parcializados a favor de una de las tribunas. No olvidemos aquel dicho atribuido a la mujer del César: “No basta ser, hay que aparentar ser”. Así, mutatis mutandis, en el ámbito judicial, no basta ser imparcial, hay que lucir serlo. Eso, sin dudas, legitima el órgano.

A partir de lo esbozado ut supra, lo propio ha de ser que cuando una parte esté solicitando algo que afecte derechos de una persona que no ha sido puesta en causa, la respuesta judicial sea el rechazo, pura y simplemente, de las pretensiones. Igual, si un acto está mal instrumentado y no se ha subsanado la irregularidad, anular el mismo y derivar las consecuencias procesales de lugar, no mandar –de oficio- a rehacer una actuación determinada, atrasando el proceso y –volvemos a lo mismo- haciendo el tribunal el trabajo que debió hacer una parte en particular. La oficiosidad, en el marco de la tutela judicial efectiva, debe ser correctamente direccionada. Debe evitarse que se erija en un pernicioso “paternalismo judicial”.

Evidentemente, no de manera ociosa al inicio de este breve escrito precisamos que nos referíamos al ámbito de procesos de interés privado. En aquellas materias de orden público (saneamiento, revisión por causa de fraude, etc.), o de carácter constitucional (amparo, etc.), obvio que el juez debe adoptar un papel activísimo, y mandar a citar a quien entienda, u ordenar que se rehagan los actos que a su juicio deban hacerse otra vez. El punto crítico de la cuestión se verifica en esos procesos, como las demandas civiles, ante los tribunales de derecho común, y las litis de derechos registrados, ante los tribunales de tierras, que son de puro interés privado y, por consiguiente, el consabido principio dispositivo tiene preponderancia.

 

 

 

 

 

(Precisiones jurídicas)

 Sobre las pretensiones redundantes e ineficaces. Es sabido que en procesos de interés privado, en los cuales el principio dispositivo tiene un papel preponderante, el poder dirimente de los jueces está delimitado por las pretensiones de las partes. Son éstas (pretensiones) las que marcan la extensión del litigio; y en virtud del principio de congruencia procesal, los tribunales deben responder cada conclusión formulada, la acojan o no. Independientemente de su suerte, tienen que contestar cada petitorio, a pena de incurrir en los vicios por estatuir infra, ultra o extra petita; esto así, sin que sea menester  –obviamente- responder cada argumentación vertida: lo que deben decidirse son los petitorios formalizados.

Dada la trascendencia procesal de las pretensiones de las partes, es de gran valía que lo que se vaya a peticionar en sede judicial sea realmente útil. No hay un elenco predeterminado de posibles tipos de demandas, ni de pedimentos: habrán tantos como permita el ingenio de las personas.

En efecto, el artículo 45 de la Ley núm. 821, de Organización Judicial, instituye la universalidad competencial del tribunal del derecho común para conocer sobre absolutamente todo lo que alguna normativa no establezca que deba ventilarse ante una jurisdicción en concreto (tierras, administrativo, laboral, etc.). Sin embargo, insistimos, lo que sea que vaya a judicializarse ha de contar con utilidad. Los letrados han de traducir a sus clientes, en términos jurídicos, las pretensiones que desean someter al escrutinio de los jurisdicentes.

En la (s) entrevista (s) sostenida (s) entre el profesional del derecho y el cliente, el primero ha de enterarse de lo que desea obtener el segundo (patrocinado) del proceso, y a partir de ello estructurar técnicamente las conclusiones correspondientes. Recordemos que los clientes saben lo que desean, pero son los abogados los que conocen cómo conseguir tal propósito legalmente o, al menos, acercarse a él, siempre que sea viable jurídicamente.

A partir de todo lo anterior, nos preguntamos: para qué pedir que se declare acreedor a una persona que tiene un título frente a otra, cuando en definitiva lo que debe perseguirse es el cobro? Se reconoce la acreencia, se ordena su pago, y punto. Esa “declaratoria de acreedor”, de entrada, resulta superflua. Igual, para qué invertir tiempo y dinero (pagando abogados, diligencias procesales, esperando fechas de audiencias, etc.) para peticionar  que se “deje sin efecto una astreinte”, basado en que ya se ha cumplido con la obligación constituida a tal medio de coacción, si lo propio ha de ser documentar dicho cumplimiento y, si y solo si, se lanzare una demanda en liquidación de astreinte, sería factible mostrar la prueba de cumplimiento previamente agenciada: no abrir motu proprio una instancia; esperar que el otro la abra y defenderse en ella. O no?

 Asimismo, para qué pedir que se declare ejecutorio un Certificado de Título, ante la Jurisdicción Inmobiliaria, cuando dicho documento –por ley y reglamento- es ejecutorio de por sí. Y lo propio con la solicitud de ejecución provisional de una ordenanza de referimiento, cuando la propia Ley núm. 834, del 15 de julio del 1978, concede dicha ejecutoriedad a estas ordenanzas de pleno derecho?

Será que el criterio de que “lo que abunda no daña” está de moda? Los anteriores son –apenas- unos poquitos de los tantísimos pedimentos redundantes e ineficaces que se registran ordinariamente ante los tribunales del orden judicial.

En nuestro concepto, tales redundancias, lejos de “amarrar más” lo perseguido, pudiera generar –en el mejor de los casos- un rechazo judicial y, en otro contexto no tan viable, fallos confusos e inejecutables. Recordemos aquel sabio pensamiento aristotélico: “la virtud está en el punto medio”. Ni muy allá, ni muy acá. Es válido, como abogado litigante, ser ingenioso. Pero no perdamos de vista que un exceso de “previsiones” muchas veces turbia las cosas y, consecuencialmente, la consecución del propósito final, lejos de acercarse, se aleja.

En definitiva, demasiadas simulaciones (que si préstamo, que si venta, que si alquiler), o pedimentos demasiados redundantes (que si la ejecutoriedad de lo que ya es ejecutable, que si esto, que si aquello), reiteramos, más que bien hace mal.