Sobre la denominada “legalización de firma de Notario”. De entrada, chirría la circunstancia de que la firma de un notario, cuyas actuaciones cuentan con fe pública, deba ser objeto de “legalización” para tenerse como válida. La usanza ha sido, a la luz de nuestro ordenamiento, que sea el notario quien legalice la firma de particulares para dotarlas de autenticidad.
Como todo tiene una “razón suficiente”, un “porqué”, sabemos (bien que sabemos) que la causa de esta medida han sido las recurrentes actuaciones fraudulentas que –desafortunadamente- se han venido registrando en nuestro medio, sobre todo en el ámbito inmobiliario. Es como el caso –mutatis mutandis– del “caos” jurisprudencial y reglamentario en torno al tema de la “fuerza pública”, en el marco de las vías de ejecuciones: “desvestir un santo para vestir otro”. En vez de sancionar a quien incurra en falta, y punto, se ha optado por buscar “bajaderos” alternativos que, a la larga, las máximas de experiencia aleccionan que más que bien hacen mal.
Lo que se ha pretendido –para bien o para mal- con este tema de la “legalización de la firma del notario” (perdonen la perorata, pero es que “chirría” eso de legalizar la firma de quien legaliza), es evitar que notarios que no tengan su matrícula vigente o que estén sujetos a algún proceso disciplinario o, peor todavía, que personas que se “hagan pasar” por notarios, sin serlo, no puedan realizar actos válidos en detrimento de la seguridad jurídica. La idea es que desde la Procuraduría General de la República se emita una certificación, dando constancia de que el funcionario que figure notarizando un documento en particular, realmente está habilitado a tales efectos al momento de instrumentar cada documento.
La tramitación de legalización referida precedentemente, parecería que contrasta con los principios de la notaría, instituidos en el artículo 2 de la Ley núm. 140-15, que rige la notaría en la República Dominicana, específicamente el relativo a la “actuación notarial”, como tal, en el sentido de que los notarios están comprometidos con el fortalecimiento de la seguridad jurídica y sus actuaciones se caracterizan por la imparcialidad, confiabilidad, eficiencia, eficacia y apego irrestricto a las normas que integran el ordenamiento jurídico nacional.
Pero además, el trámite de “legalizar la firma del notario”, luce incongruente con el artículo 16 de la citada Ley núm. 16, que trata sobre el notario como oficial público. En efecto, en virtud de este artículo los notarios son oficiales públicos instituidos por el Estado para recibir, interpretar y redactar los actos, contratos, declaraciones y hacer comprobaciones de hechos que personalmente ellos ejecuten, a los cuales les otorga la autenticidad inherentes a los actos de la autoridad pública y los dota de fecha cierta. Es decir, que con la nueva ley de notariado las comprobaciones que haga el Notario, distinto a la realidad con la hoy abrogada Ley núm. 301, y a la interpretación de la jurisprudencia de la época, hacen fe hasta inscripción en falsedad (si ve que hay filtraciones, etc.). Lo cual es refrendado por el artículo 20 de la misma ley, sobre la “fe pública”. Pero, sin embargo, se le resta credibilidad a su investidura, sometiendo su firma a una “legalización”.
No obstante lo anterior, ha de reconocerse que el artículo 52 de la misma Ley núm. 140-15, que es la que regla actualmente la Notaría en el país, concede a la Suprema Corte de Justicia (auxiliada del Consejo del Poder Judicial) para supervisar el diáfano ejercicio notarial. Este texto sostiene que la referida alta Corte vigilará y supervisará el correcto ejercicio de la función notarial, mediante mecanismos por ella establecidos. Y el párrafo II del citado artículo 52, taxativamente consagra que –como se ha dicho- la Suprema Corte de Justicia podrá auxiliarse del Consejo del Poder Judicial para cumplir eficientemente con la responsabilidad de vigilar y supervisar el ejercicio de la función notarial.
A partir de lo anterior, ha de reconocerse que en la actualidad hay una enorme cantidad de notarios públicos sometidos a procesos disciplinarios y con su matrícula de colegiatura suspendida (por razones diversas) que están “haciendo líos”, instrumentando actos sin estar habilitados para ello. Por esa razón, haciendo acopio del pensamiento de Cicerón: “Sumo bien, sumo mal”. Resulta justo y útil, bajo el abrigo de la razonabilidad instituida en el artículo 40.15 de la Constitución, tomar medidas, en ejercicio de la facultad de supervisión que la propia ley confiere a la Suprema Corte de Justicia, evitando que sigan comiéndose actuaciones fraudulentas en diversas instancias. Es más el bien que el mal que se hace, al tomar este tipo de medidas, a pesar de que –de entrada- contrasten con una investidura determinada (Notaría).
Los Registradores de Títulos proceden correctamente cuando, en ejercicio de su función calificadora, revisan la legalidad de determinadas actuaciones notariales, en el marco de la comentada “legalización de firma notarial”. También los poderes y testamentos, debe revisarse que estén debidamente registrados, conforme la Resolución dictada al efecto por el Consejo del Poder Judicial.
El “deber ser”, a lo que debemos aspirar, es que se adecente la profesión notarial y la misma recobre su credibilidad. Que deje de ser necesario llamar a un notario para que comparezca ante un tribunal o ante un Registrador de Títulos, a fines de reconfirmar que lo que consta que ha notariado, realmente fue él que lo notarizó. La fe pública del notario debe recobrarse. La comentada, insisto, debe ser una medida temporal, hasta tanto se implemente rigurosamente el régimen de consecuencias y, consecuencialmente, sancionar (como eficiente disuasivo) a todo aquel que incurra en falta.
Más que seguir tomando medidas que afecten también a los notarios serios (que los hay, y muchos), es sancionar a quienes manchen la honorabilidad que asiste a tal ministerio.