(Precisiones jurídicas)

Sobre las consecuencias del carácter extenso, complicado y oneroso del proceso de inscripción en falsedad. La inscripción en falsedad[1], como incidente de la prueba literal, se tramita con arreglo a un proceso que, en palabras de la Suprema Corte de Justicia, es extenso, complicado y oneroso[2]. Eso ha traído como secuela que, para evitar dicho trámite tortuoso (en términos procesales), la jurisprudencia, gradualmente, reste aplicabilidad a este incidente, reconociendo una discrecionalidad a los tribunales del orden judicial, en ocasiones excesivas, para “saltarse” las etapas que apareja la inscripción en falsedad y decidir la controversia con los elementos que formen el expediente, obviando la pieza argüida de falsedad. O, en casos más severos, anular un documento auténtico que, por regla general, hace fe hasta inscripción en falsedad, sin agotar el consabido proceso incidental de rigor.

En efecto, sobre la discrecionalidad de los jueces en materia de inscripción en falsedad, ha sido juzgado lo siguiente: “Los jueces que conocen de un incidente de inscripción en falsedad gozan de un poder discrecional para admitirlo o rechazarlo, según las circunstancias, las cuales apreciarán soberanamente. De poder determinarse de los documentos producidos y de los hechos de la causa elementos suficientes para formar su convicción, los jueces no están obligados a agotar todos los medios de instrucción previstos por la ley, puesto que se impone evitar el prolongamiento del proceso”[3].

Como puede advertirse, subyace en el precedente esbozado ut supra la aprehensión de la Suprema Corte de Justicia, en el sentido de que, producto del carácter flemático del proceso de la inscripción en falsedad, al abocarse a esta tramitación el proceso se prolongue más de lo razonable, afectando con ello el principio de justicia oportuna, lo que produciría, prácticamente, una denegación de justicia. Pero el asunto ha llegado a extremos más gravosos, y es que la jurisprudencia –incluso- ha sostenido que, al margen de que los jueces puedan edificarse en base a otros elementos de convicción que reposen en la glosa procesal, éstos tienen la atribución de“anular” un acto auténtico, sin agotar el trámite reglado en el artículo 214 y siguientes del Código de Procedimiento Civil, sobre inscripción en falsedad: una evidente contradicción con las reglas jurídicas vigentes, conforme a las cuales, como se ha dicho, los actos auténticos hacen fe hasta inscripción en falsedad[4].

Sobre la facultad de los tribunales para“anular” todo tipo de acto, incluyendo los auténticos, sin necesidad de agotar las fases que apareja la inscripción en falsedad, la Suprema Corte de Justicia ha decidido lo siguiente: “Los jueces gozan de amplia libertad para examinar la regularidad o no de un documento y pueden, entre otras cosas, remitir u ordenar la celebración de una experticia caligráfica, sin necesidad de que se agote el procedimiento de inscripción en falsedad”[5].

Cuando en la sentencia reseñada anteriormente se externa: “(…) sin necesidad de que se agote el procedimiento de inscripción en falsedad”, es obvio que se está encuadrando dentro de las facultades reconocidas a los jueces, los “actos auténticos” para, soberanamente, determinar si son válidos o no o, incluso, para ordenar una experticia caligráfica, como si se tratase de un acto bajo firma privada, que lo normal es que se impugnen mediante laverificación de escrituras[6].

Todos estos giros jurisprudenciales, con“bajaderos jurídicos” incursos, a fines de evitar que los procesos se eternicen a causa de la inscripción en falsedad, que es un trámite que –desafortunadamente- se ha venido empleado como mera “chicana dilatoria” para evitar el desenlace de los procesos, tanto civiles como inmobiliarios[7], tienen como factor común el carácter excesivamente formal y prolongado de la tramitación de lainscripción en falsedad. Huelga, pues, una reforma que tienda a simplificar el conocimiento de este incidente de tanta importancia para la eficacia procesal.

Recordemos que “la fiebre no está en la sábana, es en el cuerpo que está”. No es correcto “desvestir un santo para vestir otro”. En vez de seguir dando saltos jurisprudenciales para paliar la situación provocada por el proceso tortuoso de lainscripción en falsedad, lo propio es ir a la génesis del impasse: el proceso inviable vigente. Por consiguiente, lo propio es modificar el código en ese aspecto.

Saludamos que, entretanto se produzca una reforma, la jurisprudencia, como fuente viva del derecho, se enfoque en hacer lo más viable posible el derecho positivo, con una visión justa y útil de la norma procesal, al tenor del artículo 40.15 de la Constitución, que establece que la ley solamente ha de reglar lo que sea justo y útil. Lo que estamos exponiendo es que eso debe ser un “entretanto”, no una “situación definitiva”.

Aprovechando las actuales brisas de reformas que, en diversos ámbitos, están soplando en la actualidad, el tema de la simplificación del proceso de la inscripción en falsedad no debe faltar en la agenta legislativa.

 

 

 

 



[1] La “falsedad” en el proceso civil y, por extensión, en el proceso inmobiliario es tramita incidentalmente, bajo la fórmula de un incidente de la prueba literal, conforme al artículo 214 y sgts. del CPC. La “falsedad principal” es un tipo penal que se conoce ante la jurisdicción represiva, al tenor del artículo 147 y siguientes del Código Penal.

[2] “(…) evitar que el asunto se prolongue por tiempo indefinido, dado lo extenso, complicado y oneroso del proceso de inscripción en falsedad”.(Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm. 26, del 22 de enero del 2014, B.J. núm. 1238)

[3] Sentencia SCJ, 1ra. Sala, núm. 42, del 3 de mayo del 2013, B.J. núm. 1230.

[4] También la soberanía judicial reconocida por la jurisprudencia ha legado hasta la “legalización de firmas”. En efecto, dicha “legalización” a cargo de un notario confiere autenticidad a tales rúbricas, debiendo la parte que deniegue su firma, por regla general, inscribirse en falsedad. No obstante, la SCJ ha juzgado que no es necesaria la inscripción en falsedad en esos casos tampoco; que puede anularse un acto bajo firma privada, con las firmas legalizadas, sin necesidad de agotar el trámite del art. 214 y sgts. del CPC. (Sentencia SCJ, 3ra. Cám. –hoy Sala-, núm. 12, del 2 de febrero del 2005, B.J. núm. 1131). No debería sorprender este criterio, pues si se reconoce la facultad judicial para“anular” actos auténticos, propiamente, con mayor razón reconocería tal atribución para anular un acto, cuyo cuerpo es bajo firma privada, siendo auténticas solamente las firmas. Esto así, partiendo del criterio de que “quien puede lo más, puede lo menos”. 

[5] Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm. 56, del 23 de mayo del 2012, B.J. núm. 1218.

[6] Tradicionalmente se ha pensado que la inscripción en falsedad solamente procede contra actos auténticos. Lo cierto es que el artículo 214 del CPC, ni ningún otro texto, prohíbe expresamente que los actos bajo firma privada sean objeto de este incidente. La doctrina ha admitido que, aunque no sea lo usual, los actos bajo firma privada también pueden ser objeto de inscripción en falsedad, aclarando que, en todo caso, estos actos (bajo firma privada) solamente pudieran impugnarse por falsedad material, no intelectual, pues esta última –según se ha interpretado- sería, más bien, una simulación.

[7] En virtud del principio VIII y del párrafo II del artículo 3 de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, el derecho común es supletorio del proceso inmobiliario. Dicho carácter supletorio justifica que ante la Jurisdicción Inmobiliaria aplique extensivamente el artículo 214 y sgts. del CPC, sobre la inscripción en falsedad.

(Precisiones jurídicas)

Sobre la “cosa juzgada virtual”. Al hilo del Código Civil[1] y de la Ley núm. 834[2], para la inadmisibilidad por cosa juzgada debe verificarse la triple identidad de objeto, partes y causa. Sin embargo, la jurisprudencia ha flexibilizado, en el sentido de reconocer la aplicabilidad del indicado presupuesto procesal de la acción cuando, virtual e irremediablemente, el tribunal ya ha externado su criterio sobre un aspecto concreto. Verbigracia: la nulidad de un contrato y la posterior demanda en ejecución del contrato que ha sido previamente anulado. “Nulidad” y “ejecución” no es lo mismo, por lo que la referida triple identidad, en rigor, no se caracteriza; no obstante, ha de convenirse en que, al anular el contrato, virtual e irremediablemente, ya se ha decidido que no ha lugar a la ejecución de dicho acto jurídico. Aplicaría, pues, en casos como el descrito la “cosa juzgada virtual”.

Las máximas de experiencia aleccionan en el sentido de que ha venido constituyendo una práctica perniciosa, en términos procesales, el someter la misma cuestión, maquillada o encubierta, una y otra vez, no obstante los tribunales haber previamente emitido su fallo sobre el particular. Eso ha explicado que la jurisprudencia haya concebido la noción de “cosa juzgada virtual”. En efecto, las cosas que -concreta o virtualmente- sean decididas, han de tenerse como “cosa juzgada virtual” y, consecuencialmente, han de declararse inadmisibles, sin necesidad de acometer al estudio del fondo de la cuestión.

Según criterio dominante, por tratarse de un asunto de debido proceso y, por ende, ser de orden público, el incidente comentado pudiera ser suplido de oficio por los tribunales[3].

En efecto, ha sido juzgado lo siguiente: “(…) para que la excepción de cosa juzga pueda ser válidamente opuesta, no es necesario que la nueva acción contenga los términos y motivos precisos e idénticos a los incursos en la acción ya juzgada irrevocablemente, basta que lo haya sido virtual y necesariamente, resultando dicho principio aplicable a todo lo que los jueces hayan decidido implícita, pero básicamente, al emitir su sentencia”[4].

Como es natural, tratándose de una situación que no es la regla general, la “cosa juzgada virtual” requiere de una motivación eficaz, tanto desde el punto de vista forense, por parte del litigante, a fines de persuadir al tribunal de que procede esa inadmisibilidad, como desde la perspectiva judicial, a fines de justiciar su decisión de acoger tal incidente o, más aun, de motivar circunstanciadamente cuando ha aplicado este medio de inadmisión (por cosa juzgada virtual) oficiosamente.

No debe olvidarse que, en definitiva, a pesar de no estar expresamente consagrado en la Constitución como un derecho fundamental, ya el Tribunal Constitucional ha calificado como tal la “motivación”[5]. De suerte y manera, que siempre debe motivarse lo que se vaya a decidir judicialmente, pero –insistimos- cuando estemos frente a una situación excepcional, admitida pretorianamente, por la vía jurisprudencial, el esfuerzo motivacional debe reforzarse todavía más. Ha de eclipsarse por qué, a pesar de no haber en la especie una triple identidad de objeto, partes y causa, ha de tenerse como “cosa juzgada” la situación somet

[1] Art. 1351: “La autoridad de la cosa juzgada no tiene lugar, sino respecto de lo que ha sido objeto de fallo. Es preciso que la cosa demandada sea la misma; que la demanda se funde sobre la misma causa; que sea entre las mismas partes y formulada por ellas y contra ellas, con la misma cualidad”.
[2] Art. 44: “Constituye una inadmisibilidad todo medio que tienda a hacer declarar al adversario inadmisible en su demanda, sin examen al fondo, por falta de derecho para actuar, tal como (…) la cosa juzgada”.
[3] El origen de esta postura recae en la sentencia de la 1ra. Sala de la SCJ, del 4 de junio del 2014, B.J. 1243, que reconoció que el principio “Non Bis In Idem”, que tradicionalmente se había interpretado que aplicaba solamente a lo penal, respecto de la libertad de las personas, no en lo civil, puesto que en materia privada lo que existía era el medio de inadmisión por “cosa juzgada”, que no se suplía de oficio, a partir de la vigente Constitución hay que interpretar que ese principio de que “nadie puede ser juzgado dos veces por lo mismo” aplica a toda materia, según deriva de los artículos 69.10 y 69.5, visto: “Conforme al artículo 69.10 del texto constitucional vigente y aplicable en la especie, el principio non bis in ídem consagrado en el artículo 69.5 de la Constitución, según el cual (…) se aplica en toda clase de actuaciones judiciales y administrativas, lo que obviamente implica que dicho principio también tiene aplicación en materia civil”.
[4] Sentencia SCJ, 1ra. Cám. (hoy Sala), núm. 4, del 5 de abril del 2006, B.J. núm. 1145.
[5] “Este tribunal reconoce que la debida motivación de las decisiones es una de las garantías del derecho fundamental a un debido proceso y de la tutela judicial efectiva, consagrados en las disposiciones de los artículos 68 y 69 de la Constitución, e implica la existencia de una correlación entre el motivo invocado, la fundamentación y la propuesta de solución (…)”. (TC/0017/13, del 20 de febrero del 2013)

(Precisiones jurídicas)

Sobre la “violación de linderos” y las “mediciones propias del deslinde”, en el marco de la competencia de los tribunales de tierras y de los juzgados de paz para asuntos municipales. Los tribunales del orden inmobiliario no son competentes para conocer asuntos sobre violación de linderos, destrucción y retiro de hitos o bornes (pared medianera), y demás asuntos municipales. Tales acciones deben dirigirse ante el Juzgado de Paz Especial para Asuntos Municipales. No obstante, en la práctica muchas veces se confunden los mencionados asuntos de naturaleza municipal con aspectos que conciernen al trabajo técnico del deslinde, para individualizar derechos, generándose con tal confusión apoderamientos incorrectos, así como decisiones de declinatorias insostenibles.

La Sala de Tierras de la Suprema Corte de Justicia ha tenido ocasión de aclarar que no es función de los actos de levantamiento parcelario investigar ni determinar la propiedad de los elementos que materializan los límites, solamente se determina su posición geográfica respecto del límite[1]. En efecto, en el estado actual de nuestro ordenamiento jurídico, el carácter de medianero o no del elemento material que cerque el inmueble, se rige por las disposiciones del Código Civil, de conformidad con el párrafo III del artículo 104 del Reglamento General de Mensuras Catastrales. Por vía de consecuencia, carecería de procedencia la oposición a un deslinde, basado en que, por ejemplo, la parte promotora de dicho levantamiento parcelario ha destruido y reformado la “pared medianera”, afectando sus derechos, puesto que tal alegato versaría sobre “irregularidades de construcción “, lo cual es ajeno a los límites derivados del deslinde, propiamente[2].

En pocas palabras, el deslinde, que es lo que compete a la JI, tiene que ver con la mensura (medida técnica) de la porción de terreno en cuestión; cualquier objeción sobre los resultados de tal medición (solapamiento, superposición, falta de citación a colindantes, etc.) sí es competencia de los tribunales de tierras. Por otro lado, aspectos municipales, relativos a una construcción, sea por transformar una pared medianera, sea por el irrespeto del espacio aéreo, como secuela de una construcción, etc., es competencia de los juzgados de paz especializados para asuntos municipales.

En armonía con lo anterior, si al efecto se cuestiona una “posesión”, calificándola de “ocupación ilegal”, por alegadamente verificarse sobre la propiedad del reclamante, sin adentrarse en asuntos de municipalidad (violación de linderos, etc.), la competencia recae sobre los tribunales del orden inmobiliario, no sobre el juzgado de paz especializado en materia municipal. Por eso es que resulta de cardinal importancia que los juzgadores comprendan claramente las conclusiones sometidas a su escrutinio, a fines de evitar desconocer las reglas competenciales de lugar; las que en este caso serían de orden público, por ser de atribución.

No obstante lo anterior, si se diere el caso en que un tribunal de la jurisdicción inmobiliaria, impropiamente, declinare para ante el juzgado de paz municipal un asunto que, en rigor, no constituye violación de linderos, ni ningún otro aspecto propio de la materia municipal, sino que trate de temas de posesión, de cara al derecho de propiedad y de trabajos técnicos; aspectos últimos que –como se lleva dicho- sí es atribución de la JI, hace más daño, en términos de tutela judicial efectiva, el juzgado de paz municipal que, desconociendo el artículo de la Ley núm. 834, devuelve (en desacato de la declinatoria) el asunto que, a su entender (aun sea lo correcto), nunca debió ser declinado, que si, aun entendiendo que no debió declinarse el asunto, se avocare a conocer del mismo.

Lo propio respecto de la declinatoria que, aun incorrectamente, pudiera realizar un juzgado de paz hacia la jurisdicción inmobiliaria, de un asunto que sí sea propio de lo municipal: no obstante el error judicial, es menos el trauma procesal si el tribunal de envío cumple con el mandato de la parte final del artículo 24 y conoce el asunto.

Si causa malestar (humano al fin) en el juez de envío, el proceder a conocer algo que sabe que, en puridad legal, no le correspondía instruir y decidir, pudiera emplear la fórmula de “desahogo motivacional”, en el sentido de indicar su criterio sobre el aspecto competencial, independientemente de que proceda luego a ventilar el caso. Algo como: “Si bien la cuestión, por sus particularidades debió, a criterio de este tribunal, ventilarse ante el tribunal “X”, por esto y aquello, lo cierto es que, por seguridad jurídica, y en irrestricto apego a la parte final del art. 25 de la L. 834, procederemos a conocer la cuestión…”.

Incluso, más que un “acto de rebeldía” o de “recelo profesional”, en el sentido de “no dar su brazo a torcer”, en nuestro juicio, tal fórmula del “desahogo motivacional”, además de “desahogar” al juez, pudiera aportar para evitar futuras declinatorias en el mismo contexto, contribuyendo con ello a la ilustración del tribunal que, por error, declinó un proceso del que no debió desapoderarse.

Cuando, de manera expresa, la parte final del artículo 24 de la citada Ley núm. 834 sostiene que la designación de competencia que haga el tribual que se declare, de entrada, incompetente se impondrá a las partes y al juez de envío, justamente persigue evitar un “pin pon” del expediente (de un tribunal hacia otro, una y otra vez), dando con ello al traste con la celeridad que requiere el debido proceso, provocando –si ese trámite se extiende descomedidamente- una denegación de justicia.

[1] Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm. 107, del 24 de febrero de 2016
[2] “La objeción al deslinde, según se ve, versa sobre la situación de que la Constructora—, en el proceso de construcción de la Torre—, destruyó la pared medianera que colinda con la propiedad de la señora—, edificando en lugar de ella, y sin el consentimiento de los reclamantes, parte de la estructura de base que aguanta la pared que, a la vez, soporta parte importante de la Torre, convirtiéndose la misma en un muro de contención, pared del parqueo soterrado y base de dicha Torre (…) los recurrentes no probaron que la realización del deslinde le afectara parte del área de su propiedad, determinando así los jueces del fondo que no se trataba de la legitimidad de la individualización objeto del deslinde, sino a las “irregularidades de construcción”, específicamente de la pared medianera que colinda con los inmuebles de las partes en Litis (…) las causas alegadas no proceden en el proceso de la aprobación de un deslinde (…) la autoridad municipal tiene el control del uso del suelo, regulando las condiciones a la que deben someterse los ciudadanos en sus construcciones, incluyendo las características de los muros entre colindantes, todo dentro del marco de las disposiciones de la Ley núm. 675, sobre Urbanización O.P. y Construcciones, y sus modificaciones, incluyendo los conflictos donde se invoquen los artículos, del 653 al 680, del Código Civil, las cuales constituyen un apéndice del artículo 13 de la indicada ley; que, además, el artículo 5 de la Ley núm., 58-88, que crea el Juzgado de Paz para Asuntos Municipales, agregó un párrafo V al artículo 111 de la Ley núm. 675, para dar competencia al Juzgado de Paz Municipal para conocer de las violaciones de la citada Ley núm. 675 sobre Urbanización, O.P. y Construcciones (…)” (Ídem)

(Precisiones jurídicas)

Sobre la recurrente (y desacertada) frase: “Las partes no hacen prueba”.  Las partes son las que confiesan y la confesión[1] es una prueba perfecta[2], según las reglas vigentes en el proceso común. Si bien no es usanza que el deudor de alguna obligación, contractual o extracontractual, confiese su falta, dicha confesión, como bien ha apuntado la doctrina, pudiera producirse como consecuencia de un interrogatorio bien estructurado, con ocasión de una comparecencia personal de las partes. Por vía de consecuencia, es incorrectísimo afirmar que, en el proceso civil, “las partes no hacen prueba”.

Sobre la confesión, en el marco de lacomparecencia personal de las partes, se ha razonado en el siguiente sentido: “La confesión es el medio de prueba más completo y seguro; pero casi nunca es el hecho espontáneo de la parte. Es preciso provocarla por medio de un procedimiento que permita conducir a la parte ante el tribunal, a fin de que sea interpelada acerca de los hechos de la causa (…) La L. 834, en sus arts. 60 a 72, adoptó la legislación francesa respecto de la comparecencia personal (…) De acuerdo con el art. 60 de la L. 834, la comparecencia personal puede ser ordenada en toda materia (…) No obstante la generalidad del texto, esta medida de instrucción no puede ser empleada en los casos en que la ley prohíbe la prueba de ciertos hechos. Tampoco puede ser ordenada en los casos en que la ley exige que la prueba de ciertos hechos sea suministrada de cierta manera, y no precisamente por medio de la confesión (…)”[3].

Ciertamente, tal como sugiere la doctrina, hay materias, como la relativa al estado de las personas, por ejemplo, en que la“confesión” no basta. Así, para acreditar el fallecimiento de alguien debe necesariamente aportarse un acto del estado civil dando cuenta de ello, igual que para probar un matrimonio, un divorcio, o cualquier situación del estado de las personas. En ese sentido, interesa precisar que, salvas situaciones expresamente previstas por la ley, o identificadas pretorianamente (mediante la jurisprudencia y la doctrina más depurada), el quid para determinar si resulta factible promover la comparecencia personal de las partes, con el propósito esencial de obtener una “confesión”, o bien cualquier otra medida de instrucción (informativo testimonial, descenso, etc.), es establecer si la cuestión a acreditar con tales providencias constituyen una “situación de puro hecho” o si es “un acto jurídico”.

No ociosamente hemos empleado las palabras “situaciones de puro hecho”. En la práctica, suele hablarse de “hechos jurídicos”, en contraposición a los “actos jurídicos”, que es como se expresa la doctrina más moderna. No obstante, algunos autores hablan (además de “actos jurídicos”) de “hechos materiales” y de “hechos jurídicos”, entendiendo que los primeros (hechos materiales) no generan consecuencias jurídicas, en tanto que los segundos (hechos jurídicos) sí aparejan consecuencias jurídicas, aunque no haya mediado voluntad[4]. Otros emplean, genéricamente, la noción de “hechos materiales” para oponerla a los “actos jurídicos”: los primeros sin voluntad y los segundos con ella.   

Para “saltarnos” las distinciones anteriores (puramente doctrinales), preferimos hablar de “situaciones de puro hecho”, en oposición a los “actos jurídicos”.

Sobre los “actos jurídicos” y los “hechos materiales” (situaciones de puro hecho), en el marco de la prueba, los franceses PLANIOL y RIPERT han establecido lo siguiente: “Por regla general, los hechos materiales pueden probarse por cualquier medio, ya que no se puede obligar a los interesados a disponer de una prueba regular; generalmente la demostración documental de un simple hecho sería imposible y por ello se permite probar esos hechos, inclusive, mediante testigos o presunciones. Sólo en muy raros casos la ley, debido a su inseguridad natural y temerosa del soborno de los testigos, elimina ciertos procedimientos de prueba respecto de los hechos puros y simples (…) Por el contrario, los actos jurídicos están sujetos, en general, al régimen de las pruebas preparadas por adelantado, conocidas como pruebas preconstituidas. Sus autores deben procurarse de ellos la prueba establecida por adelantado y que generalmente consistirá en un documento. Por consiguiente, los testigos y las presunciones quedan, en principio, descartados en los litigios que versen sobre contratos u otros actos jurídicos”[5].

De su lado, LARROUMET no emplea la noción de “hechos materiales”, sino que contrapone a los “actos jurídicos” los“hechos jurídicos”, a saber: “Sabemos que el acto jurídico es un acto de la voluntad que tiene por objeto crear una situación jurídica. En efecto, a diferencia del hecho jurídico que crea una situación jurídica sin la intervención de la voluntad, al menos sin que la intervención de la voluntad tenga por objeto crear una situación jurídica, no hay en el acto jurídico situación jurídica sin acto de voluntad”[6].

En definitiva, las medidas de instrucción van a contar con preponderancia, concretamente, en situaciones de puro hecho. Cuando se trate de un asunto propio de los “actos jurídicos” (un contrato, etc.) las comparecencias, los informativos, etc., de entrada, no tendrían pertinencia. Incumbe, pues, al buen litigante alertar al tribunal cuando una situación que, a simple vista, pudiera lucir que es materia de “actos jurídicos”, realmente tiene subyacente un aspecto de puro hecho que amerite su prueba por todos los medios. Por ejemplo, una simulación, una lesión, una violencia, etc.

Si en casos de “actos jurídicos”, con situaciones de hecho incursas, debe la parte interesada ejercer una actividad probatoria eficaz, con mayor razón ha de hacerlo cuando se trata de un caso que sea esencialmente fáctico, de puto hecho. Por consiguiente, los procesos sobre accidentes de tránsito, caídas en supermercados (por estar el piso mojado, etc.), o cualquier otra situación que sea de puro hecho, además de las ordinarias medidas de instrucción, como el informativo, descenso, etc., la comparecencia personal de las partes es una providencia útil, puesto que, en el mejor de los casos, se consigue obtener una “confesión” a través de ella o, sencillamente, pudieran plasmarse las declaraciones en acta, a fines de ser corroboradas con otros medios para ser valoradas de forma conjunta y armónica.

La parte interesada en acreditar la situación de puro hecho es la llamada a crear conciencia al tribunal, en el sentido de que debe flexibilizarse la prueba. Que por no tratarse de un asunto estrictamente de “acto jurídico” (que emana directamente de la voluntad de las partes), huelga la adopción de sendas medidas de instrucción tendentes a forjar la convicción de los juzgadores sobre la religión del caso, y dentro de esta medida, vale insistir, debe estar la comparecencia personal de las partes. Nadie contrata, por ejemplo, para accidentarse en la vía pública o para caerse por una escalera. Es obvio que, como aclaran PLANIOL y RIPERT, las partes no están en igualdad de condiciones, en el ámbito de las“situaciones de puro hecho”, que se presentan súbitamente, sin “papelito alguno” que dé cuenta de ello, que en el campo de los “actos jurídicos”, que se supone que, si las partes han convenido en ello, tienen éstas la prueba documental a su disposición. La flexibilización probatoria en el contexto expuesto es un corolario de la razonabilidad jurídica, al tenor del artículo 40.15 de la Constitución:la ley dispone para lo que se justo y útil. 

Por todo lo anterior, tal como se ha indicado al inicio de este breve escrito, es incorrectísimo afirmar que, en el proceso común, “las partes no hacen prueba”. Son las partes las que confiesan, y la“confesión” es una prueba contundente, de gran utilidad, sobre todo en materia de“hechos jurídicos”[7].

 

 

 



[1] Distinto a la materia penal, en la que rige el principio de “no autoincriminación”, en materia civil la “confesión” es una prueba poderosísima. En esta materia: “A confesión de parte, relevo de prueba”. Si, por ejemplo, el deudor confiesa que debe, no habría más nada que discutir: se libra acta y se acabó el pleito, que pague. No habría más nada que probar. La sentencia condenatoria se dictaría ipso facto.

[2] “Son medios de prueba perfectos aquellos que, establecidos por la ley, ésta le confiere su valor probatorio y jerarquía, aplicables en toda materia, de modo que el juez está obligado por las reglas legales (…) es una manifestación práctica del axiologismo legal (…) son medios perfectos de prueba: los documentos, la confesión y el juramento decisorio. Son, por el contrario, medios de prueba imperfectos aquellos en los cuales el juez, obrando conforme a su convicción y a la razón, le otorga el valor probatorio al medio aportado; de tal suerte, que tiene entera libertad de apreciación y valoración de la prueba (…) los medios imperfectos están ligados al sistema moral o de libertad de prueba y, por ende, al axiologismo racional, aplicable a los hechos jurídicos (…)”. (ESCUELA NACIONAL DE LA JUDICATURA. Seminario “Valoración de la Prueba” (Jurisdicción civil). Material de apoyo, p. 8.)

[3] TAVARES, Froilán (Hijo). “Elementos de derecho procesal civil dominicano”, Vol. II, 8va. Edición, p.p. 281-282.

[4] CAPITANT, Henri. “Vocabulario Jurídico”, p. 303: Hecho jurídico. El que produce un efecto de derecho, sin que tal efecto haya sido querido. Ej. El accidente causado por un tercero por torpeza. Se opone al hecho material, desprovisto de consecuencias jurídicas. Ej. Herida involuntaria que se hace a sí misma una persona. Se opone también al acto jurídico, manifestación de una o más voluntades, que tiene por finalidad producir un efecto jurídico”. De su lado, COUTURE encuadra los “actos jurídicos”dentro de la noción de “hechos jurídicos”, pero aclarando que se categoriza como “acto jurídico”por mediar voluntad: según este autor, es un acto jurídico con voluntad. Visto: Hecho jurídico.Evento constituido por una acción u omisión humana, involuntaria o voluntaria (en cuyo caso se le denomina acto jurídico), o por una circunstancia de la naturaleza, que crea, modifica o extingue derechos”. (COUTURE, Eduardo J. “Vocabulario Jurídica”, 4ta. Edición, p. 377.)

[5] PLANIOL. Marcelo y RIPERT, Jorge. “Tratado Práctico de Derecho Civil Francés”, Tomo 7mo., 2da. Parte, p.p. 767-768.

[6] LARROUMET, Christian. “Teoría General del Contrato”, Vol. I, p.59.

[7] Es más común en el ámbito de los hechos jurídicos obtener una “confesión”, a través de un interrogatorio en una comparecencia personal de las partes, pero nada quita que en materia deactos jurídicos se produzca dicha “confesión”, en cuyo caso –igual- se trataría de una prueba perfecta, equiparable a la prueba escrita misma. Por ejemplo, un contrato que no tenga expresamente incluida una comisión determinada y las partes confiesan que, ciertamente, tal comisión fue acordada verbalmente: “A confesión de parte, relevo de prueba”.

(Precisiones jurídicas)

Apostillas a nuestro escrito sobre la competencia de los tribunales de derecho común para conocer de las demandas en responsabilidad civil basadas en accidentes de tránsito, a partir de la Ley núm. 63-17En una entrega anterior comentábamos que, decididamente, por la vía pretoriana (a través de interpretaciones judiciales) no es viable endilgar una competencia exclusiva a un tribunal de excepción, como lo es el juzgado de paz. En esta ocasión, en vista de que nos encontramos en el fragor de una interesante discusión sobre esta temática, nos aproximaremos a ciertos argumentos, en el ámbito de la teoría del derecho, que se han esgrimido para tributar a favor de la incompetencia de los tribunales de derecho común en el descrito contexto.   

De entrada, ha de aclararse que “infracción”, contrario a lo que se ha llegado a mal interpretar, no necesariamente alude a lo penal. Infraccionar, en rigor, es violar una norma, en general. Y lo propio con la noción de“delito”: hay delito civil y delito penal. Por tanto, limitarse a descartar el argumento que promueve la incompetencia de los tribunales de derecho común por esa sola causa, pretextando que se trata de previsiones netamente penales, por el solo hecho de emplear el legislador el vocablo “infracción”, carece de sostenibilidad. Otras razones justifican la inviabilidad de dicha incompetencia.

En otro sentido, el juzgado de paz tampoco es que constituya un tribunal esencialmente penal, como se ha pretendido sostener, a fines de descalificar la incompetencia en el ámbito estudiado. Se trata de un tribunal de excepción que va a conocer de todo lo que consigne la ley. De hecho, perfectamente pudiera, mediante una actoría civil, al hilo del CPP, conocerse ante el juzgado de paz el aspecto civil de una colisión vehicular, de forma accesoria a lo represivo. La cuestión de interés estriba en la circunstancia de que la parte afectada no tenga interés en lo penal y accione por la vía civil, invocando preceptos de responsabilidad civil, en el entendido de que el tribunal de derecho común es el llamado a dilucidar esos asuntos[1]. Eso, pues, de la supuesta naturaleza estrictamente penal del juzgado de paz, tampoco es un argumento para descartar esta incompetencia. Otros fundamentos jurídicos justifican su inviabilidad.

Quienes se han decantado hacia la ingeniosa incompetencia de los tribunales de derecho común en el contexto analizado (porque hay que reconocer que es ingenioso el criterio), se han aferrado a la teoría general del derecho: más allá de la letra –pura y dura- de la norma, es ver la cuestión en la matriz de los principios y fundamentos del derecho, como ciencia.

En sintonía no lo anterior, se ha entendido que el factor “especialidad” no debe faltar en el análisis. Que se trata de una ley especial que instituye un tribunal especial (Juzgado de Paz Especial de Tránsito) que está llamado, por ley, a conocer sobre toda consecuencia de la “infracción” a la norma en cuestión (L. núm. 63-17). Que, incluso, al momento de reclamarse reparaciones, esta misma ley especial sostiene la manera de hacerse y, más todavía, designa para ello al Juzgado de Paz Especial de Tránsito. Que, justamente, la tendencia es que un mismo tribunal especializado conozca todo aspecto derivado de los accidentes de tráfico:penal, civil, administrativo.  Que el artículo 302 de la comentada L. 63-17, expresamente, sostiene que toda infracción “que ocasione daño” debe conocerlo el juzgado de paz especial de tránsito. Que el contenido de esta ley especial debe revisarse de manera integral, bajo un método de interpretación sistemático, no fraccionado: artículo por artículo, sin interrelación alguna. Que no consta en la redacción actual de esta norma un interés del legislador en segregar lo penal de lo civil. Que, en suma, es una ley que ha previsto infracciones especiales para que un tribunal especial conozca de todas las consecuencias de tales infracciones. Y que, como corolario jurídico obligado de todo ello, ha de derivarse que el referido tribunal de excepción, y no el tribunal de derecho común, es el que debe conocer, tanto lo civil como lo penal, de estos asuntos.

Si bien todos los anteriores constituyen argumentos de derecho (no estamos hablando de una tesis “halada de las greñas”), y no quisimos –por eso- dejar de prestarle atención, lo cierto es que tales ejercicios argumentativos, en nuestro concepto, no derrotan el axioma jurídico de que, sencillamente, la vía pretoriana no es la idónea para definir una competencia de excepción de un tribunal. Y no puede negarse (por más pasión que medie en el debate) que la incompetencia de los tribunales de derecho común, en las circunstancias vistas, es producto de interpretaciones judiciales; no es algo que conste expresamente en la ley. Todo lo contrario, lo que sí consagra expresamente esa ley, en su artículo 305, es que el tema de la responsabilidad civil (en general, esto es, el tipo y el tribunal llamado a conocerla) está relegado al Código Civil, las leyes especiales y la jurisprudencia dominante. Y, tal como dijéramos en la primera entrega, la actual jurisprudencia de la SCJ reconoce la competencia de los tribunales de derecho común para, como su jurisdicción natural, ventilar todo lo atinente a la responsabilidad civil derivada de los asuntos de tráfico.

El artículo 302 debe ser visto en contexto. Más que el mero vocablo “infracción” (que ya al inicio aclaramos que puede versar sobre cualquier materia); los términos “pena”, “multa” y las reglas mismas competenciales definidas en este texto (por el lugar de la ocurrencia de los hechos) conducen a que, en efecto, se trata de un precepto propio de lo penal: delito penal y delito civil, vale recordar, no equipara. No consta de la lectura de ese artículo que se esté dando una competencia integral y exclusiva (de lo penal y de lo civil) al juzgado de paz de tránsito. Tal competencia “exclusiva” es producto de interpretaciones judiciales.

Insistimos, si el interés es, en aras de una eficaz administración de justicia, en el marco del principio de justicia oportuna, descongestionar los tribunales de derecho común (que bastante carga tiene), irremediablemente habría que consignarlo en la ley. Un “entrecomas” sería suficiente. Algo como: “Conocerá de las infracciones de tránsito, tanto en lo penal como en lo civil, los juzgados de paz especiales de tránsito”. Entretanto ello ocurra, el remedio jurídico será el sobreseimiento, no la incompetencia, basado en la máxima que reza: “Lo penal mantiene lo civil en estado”, si en el caso concreto no constare que lo penal ha cesado su curso.

En todo caso, en el marco del descongestionamiento de la jurisdicción, no debería perderse de vista que si el criterio (o el fin que se persigue con una reforma legal) es descargar los tribunales de derecho común, las apelaciones de los asuntos meramente civiles nacidas de accidentes de tránsito seguirían el esquela civil, no penal; esto es, ante el tribunal de derecho común. Y si bien no todo se apela, la verdad es que muchos casos son objeto de apelación. Habría que ver qué tanto realmente se descongestionaría ante una eventual reforma, confiriendo competencia exclusiva a los juzgados de paz de tránsito para todo lo surgido en esta materia: tanto lo penal como lo civil.

 

 

 

 

 

 



[1] No debe perderse de vista que la violación de las infracciones de tránsito, constituyen delitos de acción penal pública, no de acción penal privada, ni de acción penal a instancia privada. Ello supone que el MP debe promoverla de oficio. Es incorrecto, por tanto, pretender que la víctima puede acudir a lo civil ignorando la suerte de lo penal, pretextando que no “apoderó lo penal, porque no tiene interés, más que en lo civil”.Como se ha dicho, el MP tiene que activar la acción penal de oficio, dada la naturaleza esencialmente penal de estas infracciones. Debería el demandante civil, por consiguiente, probar que lo penal ha cesado, sea mediante la aplicación de un criterio de oportunidad, de un acuerdo debidamente cumplido, etc. El fardo de la prueba recae sobre el demandante en lo civil para que no ver sobreseída su demanda, en aplicación de la máxima que reza: “Lo penal mantiene lo civil en estado”. 

(Precisiones jurídicas)

Sobre la competencia de los tribunales de derecho común para conocer de las demandas en daños y perjuicios por accidentes de tránsito, a partir de la Ley núm. 63-17.  La competencia de los tribunales de derecho común, luego de la promulgación de la Ley núm. 63-17, sigue intacta para conocer el aspecto civil de los accidentes de tránsito. Estos tribunales, y no los juzgados de paz, constituyen la jurisdicción natural de los asuntos propios de la responsabilidad civil.

En efecto, los maestros franceses RIPERT y BOULANGER ya han tenido ocasión de aclarar que, si bien el delito civil históricamente ha procedido del delito penal, lo cierto es que el progreso del derecho ha consistido en generalizar las reglas de la responsabilidad civil. Categóricamente, ha afirmado esta doctrina (igual que otras tantas clásicas y vanguardistas) que, hoy día, debe establecerse una distinción muy neta entre las dos nociones (delito penal y delito civil). Prefiriéndose, incluso, en la actualidad la noción de “falta”, antes que la de “delito civil”[1].

La ley núm. 63-17 instituye infracciones penales, porque prevén penas (prisión, multa, etc.); y como secuela de tales tipos penales, pudiera derivarse responsabilidad civil. Pero, a pesar de que el artículo 302 de la Ley núm. 63-17, impropiamente, refiere “infracciones de tránsito que produzcan daño” (Subrayado nuestro), la verdad es que –en rigor jurídico- el delito penal existe, aun si no se ha causado daño. La ley se fija en la acción culpable, sin que haya que buscar las consecuencias del acto. En cambio, el delito civil solamente es tomado en consideración si lleva aparejado un perjuicio a otra persona: la víctima tiene una acción de reparación para hacerse adjudicar daños y perjuicios.

En ejercicio de un método de interpretación sistemático, visto todo en contexto, salta a la vista que el citado artículo 302, que es el que se ha invocado como eje nuclear de la alegada incompetencia de los tribunales de derecho común para conocer demandas en daños y perjuicios, basadas en accidentes de tránsito, versa sobre el aspecto penal, no sobre lo civil, a saber:Artículo 302.- Comisión de accidentes.Las infracciones de tránsito que produzcan daños, conllevarán las penas privativas de libertad que en este capítulo se establecen. Su conocimiento es competencia, en primer grado, por los juzgados especiales de tránsito del lugar donde haya ocurrido el hecho, conforme al procedimiento de derecho común”.

Tan penal es el elemento competencial incurso en el artículo transcrito precedentemente, que la competencia se define por “el lugar de la ocurrencia del hecho”, con arreglo a la materia penal, no conforme al esquema civil que, como es sabido, dependiendo de si se trata de una acción personal o real, la competencia será la del domicilio del demandado o de la ubicación del inmueble, respectivamente.

Se ha pretendido sacar de contexto la parte final del consabido artículo 302, que establece “conforme al procedimiento del derecho común”, para forzar la incompetencia comentada. Las dospalabras: “derecho común” constituyen el salvavidas para tal infundado criterio. Es evidente, vale insistir, que, al margen de cualquier vocablo ambiguo empleado por el legislador ordinario, el contexto de este artículo (notoriamente penal) debe conducir a la respuesta correcta: el juzgado de paz especial de tránsito conoce el aspecto penal y pudiera conocer lo civil, conforme a las reglas del CPP, a través de una actoría civil. Pero si la demanda es esencialmente civil, basada en la responsabilidad civil, el tribunal de derecho común, a lo sumo, pudiera sobreseer el conocimiento de la demanda sometida a su jurisdicción, en una aplicación a ultranza de la máxima que reza: “lo penal mantiene lo civil en estado”, pero JAMÁS decantarse por una “incompetencia” para conocer una demanda en responsabilidad civil, independientemente de que la causa sea un accidente de tránsito.

Recordemos el ilustre pensamiento del connotado Hegel, con aquello de que “todo texto sin contexto es un pretexto”. En efecto, “texto”, “contexto”, “pretexto”, son tres vocablos esenciales en este análisis. Lo que sí debe orientar, a pesar de ser bastante genérico, es el artículo 305 de la misma Ley núm. 63-17, que sostiene lo siguiente: “(…) A los fines de la presente ley, los aspectos relativos a la responsabilidad civil derivados de los accidentes de vehículos de motor serán regidos por las disposiciones del Código Civil, leyes especiales vigentes y criterios jurisprudenciales dominantes”. Y como es sabido, la jurisprudencia más reciente sostiene que, cuando se trata de un accidente de un peatón, la responsabilidad civil es objetiva (por la cosa inanimada), lo cual nada tiene que ver con lo penal; y por otro lado, si ha mediado la manipulación del hombre (mediante su conducción), la responsabilidad sería cuasi delictual, al tenor del art. 1383 del Código Civil[2].

Tan desafortunado es el criterio reciente (minoritario todavía, por suerte), en el sentido de declarar la incompetencia del tribunal de derecho común para conocer demandas en daños y perjuicios basados en accidentes de tránsito, pretextando el artículo 302 estudiado más arriba, que dicha postura subvierte –irremediablemente- la tendencia, a nivel comparado, de la responsabilidad civil que, como es bien sabido, apunta a “objetivizar”la responsabilidad civil producto de accidentes de tránsito, por considerar que el “tráfico” es una “actividad peligrosa” que genera una responsabilidad “objetiva”, que presupone la falta.

La tendencia es hacia la protección de la víctima. En Francia, y en otras naciones avanzadas, el vehículo es considerado, en el ámbito de los accidentes de tránsito, como una “cosa inanimada”, al margen de que medie una manipulación del hombre o no, de cara a nuestro vigente artículo 1384, párrafo I, el cual ha sido objetivizadopor la jurisprudencia, en la parte de la responsabilidad por las cosas inanimadas. Este tipo de responsabilidad no pudiera, por su naturaleza esencialmente civil, llevarse de forma accesoria a la acción penal. Entonces, cómo justificar que el tribunal de derecho común no tenga competencia para conocer pretensiones netamente de responsabilidad civil?

Si el interés (legítimo, vale decir) es descongestionar los tribunales de derecho común que, por sí, tienen una carga muy elevada de procesos, debe tenerse claro que para que la responsabilidad civil, como consecuencia de un accidente de tránsito, sea competencia exclusiva de los tribunales especializados de tránsito, debe establecerlo expresamente la ley. Un“entrecomas” resolvería la cuestión. Algo como: “Los tribunales especiales de tránsito conocerán, tanto el aspecto civil como el penal, respecto de los accidentes de vehículos de motor”. Entretanto ello sucede, la vía pretoriana (mediante la interpretación de los tribunales inferiores) no es la idónea para endilgar esta competencia atributiva, de orden público, a un tribunal de excepción (Juzgado de Paz), sin que la ley expresamente lo consagre.

 

 



[1] Cfr GEORGES, Ripert y BOULANGER, Jean. “Tratado de Derecho Civil”, Tomo V, Obligaciones (2da. Parte), p.p.19-22.

[2] Sentencia SCJ, 1ra. Sala, núm. 1512, dictada el 30 de agosto del 2017, analizada en nuestro blog ( www.yoaldo.org), bajo el epígrafe: “Responsabilidad civil a causa de un atropello”.

(Precisiones jurídicas)

Apostillas a nuestro escrito sobre el decreto núm. 268-16, que prohíbe toda operación inmobiliaria de asignación, cesión en usufructo, permuta, donación, venta o cualquier otra operación inmobiliaria a favor de personas físicas o jurídicas de terrenos propiedad del CEA, salvo que la misma cuente con una autorización expresa del Poder EjecutivoEn un escrito anterior (precisión jurídica) abordamos la temática atinente a las dos vertientes que deben ser consideradas por los tribunales del orden inmobiliario, en la fase judicial del deslinde, a fines de dar cumplimiento de forma eficaz al aludido decreto, esto es, la fecha de la venta (art. 6) y el momento del trabajo técnico de lugar (art. 10). En aquella oportunidad explicábamos que si la venta de una porción de terreno, o el trabajo técnico para individualizar los derechos, se instrumentó estando vigente tal decreto, el deslinde no debe ser aprobado judicialmente, salvo que la comisión correspondiente dé su “visto bueno” o, en su defecto, que conste que ha mediado una autorización expresa del Poder Ejecutivo.

Como apostilla a lo anterior, resulta de interés resaltar que el Director Ejecutivo de la Comisión Permanente de Titulación de Terrenos del Estado, a partir de las sentencias que requerían el trámite ante esa comisión para la fase judicial del deslinde, dirigió dos oficios a la Dirección General Administrativa y de Carrera Judicial (uno el 17-7-18 y otro el 18-10-18), refrendado tal criterio: en efecto, sin la condigna autorización, es inviable toda operación inmobiliaria respecto de terrenos del CEA.

En el primero de los indicados oficios, el Director de la comisión de referencia reiteró los términos del oficio remitido inicialmente el 28 de septiembre del 2016, dirigido a la misma Dirección General Administrativa y de Carrera Judicial, al momento de dictarse el decreto núm. 268-16, poniendo de conocimiento al Poder Judicial las disposiciones del artículo 10 del mencionado decreto núm. 268-16, de fecha 27 de septiembre del 2016, que establece –tal como habíamos explicado en el primer escrito- que a partir de su entrada en vigencia todo expediente relativo a actuaciones técnicas, judiciales o registrales de terrenos del Consejo Estatal del Azúcar (CEA) solo podrá ser tramitado ante los órganos de la Jurisdicción Inmobiliaria por esa Dirección Ejecutiva (de titulación de terrenos del Estado).

De manera expresa (y categórica) el Director Ejecutivo de la Comisión Permanente de Titulación de Terrenos del Estado, en el comentado oficio del 17 de julio del 2018, establece que, sin la autorización de la Comisión en cuestión, carece de validez legal toda tramitación técnica, judicial o registral de expedientes sobre ventas de terrenos del CEA a particulares.

Por otro lado, en el oficio del 18 de octubre del 2018, dirigido por el mismo Director Ejecutivo a la Dirección General Administrativa y de Carrera Judicial, se reitera (una vez más) la prohibición de todo tipo de operación inmobiliaria sobre terrenos propiedad del CEA.

Expresamente, se expone lo siguiente en este último oficio: “(…) con el objeto de aclarar cualquier duda que al respecto pudiera subsistir sobre el proceso que deben agotar los expedientes relativos a terrenos del CEA, me permito informarle que los particulares que acudan a los órganos de la Jurisdicción Inmobiliaria (JI) para tales fines, deberán cumplir previamente los trámites correspondientes ante el CEA, quien posteriormente remite a esta Dirección Ejecutiva las solicitudes de no objeción de los expedientes de venta de terrenos que cumplen con lo ordenado por el marco legal correspondiente y que ameritan ser tramitados a la Jurisdicción Inmobiliaria. Una vez agotado lo anterior, y analizado el expediente por parte de esta Dirección Ejecutiva, procedemos a informar, tanto a la JI como al CEA, la no objeción a la tramitación del expediente ante esa Jurisdicción Inmobiliaria”. 

De los oficios anteriores es importante retener como notas salientes que, primero, tal como habían estado ordenando algunos tribunales de la JI, toda venta de terrenos del CEA (o todo trabajo técnico que se realice sobre un terreno adquirido al CEA) hecha durante la vigencia del decreto núm. 268-16 debe contar con la autorización expresa del Comité Ejecutivo instituido a tales efectos; segundo, que se trata de una disposición que, por la no irretroactividad de la norma, solamente surte efectos para las operaciones hechas estando vigente el decreto; y tercero, que se trata de una medida que solamente aplica a los terrenos del CEA, no a terrenos de otras institucionales públicas.