Entre batallas y sueños: la huella de José María Cabral en la historia dominicana

Por: Yoaldo Hernández Perera

Recordar a los grandes de nuestra historia es un acto de verdadera grandeza, un homenaje que se eleva en el viento como un susurro de reverencia, una llama que arde con el fulgor de sus legados. Sus ecos resuenan en nuestras vidas, guiándonos con la sabiduría de sus experiencias, mientras su fuerza nos envuelve y nos abraza, nutriendo nuestra identidad colectiva. Quien se detiene a honrar su historia, se eleva en el alma, conectando con la esencia de aquellos que forjaron el camino, convirtiéndose en faro de esperanza y en testigo del tiempo.

A pesar de la controversia generada por su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos, que culminó en su derrocamiento a manos de una rebelión, el legado de José María Cabral y Luna se enriquece con la luz que representa su papel como precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo. Este hito, un significativo avance hacia la educación superior y el desarrollo social, se suma a su historia como héroe de grandes batallas a favor de la dominicanidad. Así, este audaz forjador de nuestra soberanía merece ser recordado, no solo por sus desafíos, sino por su valiosa contribución al futuro y a la identidad de nuestra nación.

La documentación histórica que registra las incidencias de nuestro país revela que este líder militar y político, figura emblemática del siglo XIX, encarna la complejidad del liderazgo en la búsqueda de identidad y soberanía. Nacido el 12 de diciembre de 1816 en Ingenio Nuevo, su existencia se entrelaza con los dilemas de la independencia y la autodeterminación.

Su papel como presidente de facto en 1865 y luego como presidente constitucional entre 1866 y 1868, lo posiciona como el primer líder dominicano elegido por sufragio universal, un hito que refleja la evolución del concepto de ciudadanía en su tiempo.

Cabral fue un actor crucial en la lucha por la independencia de Haití, desafiando la opresión y defendiendo la autodeterminación. Acompañó a Francisco del Rosario Sánchez en la expedición que, cruzando El Cercado, simboliza la resistencia ante la anexión a España.

Así, su vida se convierte en un testimonio del espíritu de un pueblo que, en su búsqueda de libertad, se enfrenta a las contradicciones de la historia, recordándonos que la política y la ética son inseparables en la construcción de la nación.

Hijo de María Ramona de Luna y Andújar y Juan Marcos Cabral y Aybar, su linaje está tejido por raíces profundas en la región de Hincha, donde convergen sus abuelos y su vasta familia, compuesta por nueve hermanos.

El destino lo llevó a unirse en matrimonio el 7 de enero de 1845 con su prima, quien compartía la herencia de su linaje. Juntos trajeron al mundo a Alejandro, quien también continuaría el legado familiar. Sin embargo, la vida de este hombre no estuvo exenta de complejidades; sus relaciones incluyeron descendencias ilegítimas, reflejo de la naturaleza multifacética de la existencia humana.

 El 15 de mayo de 1865, este personaje llegó la Congreso, llenando una curul como diputado por San Miguel de la Atalaya, marcando su entrada en el escenario político. Sin embargo, el 4 de agosto, respaldado por su consuegro Buenaventura Báez, llevó a cabo un golpe de Estado que derrocó al general Pedro Pimentel. Este acto se produjo en un momento crítico, justo después de la evacuación de las fuerzas españolas, tras el reconocimiento de la independencia de la República Dominicana por la reina Isabel II.

Una vez consumado el golpe, fue proclamado “Protector de la República”, asumiendo el poder hasta la instauración de un nuevo gobierno. Este sería elegido el 14 de noviembre de 1865 por la Convención Nacional, designando a Buenaventura Báez como presidente constitucional, quien se encontraba en el exilio. En su interinidad, el general Pedro Guillermo asumió el cargo de Encargado del Poder Ejecutivo. Cuenta la historia que, al día siguiente, este líder viajó a Curazao en busca de Báez, regresando el 8 de diciembre para encontrarlo en el poder, quien lo nombró ministro de guerra.

Durante su primer mandato, se destacaron avances significativos, incluyendo la redacción de una nueva Constitución que instauró el sufragio universal para hombres dominicanos mayores de 18 años. Además, el 17 de agosto de 1865, abolió la pena de muerte y la expulsión de dominicanos, reflejando un compromiso con la justicia y los derechos humanos en un contexto de transformación nacional.

Otro evento relevante relacionado a este líder visionario es que el 28 de mayo de 1866 el general Báez se vio forzado a dimitir tras una revolución liderada por Gregorio Luperón, un referente de la lucha por la independencia. En este contexto, se convocaron elecciones en septiembre y José María Cabral fue elegido, marcando un hito al convertirse en el primer presidente elegido sin el sufragio censitario que limitaba el derecho a votar a los privilegiados.

Fue el 22 de agosto de 1866 cuando asumió el poder como encargado del Poder Ejecutivo y el 29 de septiembre tomó oficialmente la presidencia constitucional de la República. Su gabinete reflejó un compromiso con el progreso. Según documentos históricos, estaba Manuel María Castillo en Interior y Policía, José Gabriel García en Justicia y Relaciones Exteriores, Juan Ramón Fiallo en Hacienda y Pedro Valverde en Guerra y Marina.

Bajo su liderazgo, el 31 de diciembre de 1866, se fundó el Instituto Profesional, precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo, un paso hacia la educación superior y el desarrollo social.

Sin embargo, su gobierno no estuvo exento de desafíos. En 1867, el general Gaspar Polanco, defensor de su administración, murió a causa de una herida en enfrentamientos con los seguidores de Báez. Además, su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos generó controversia y culminó en su derrocamiento por una rebelión. Así, su trayectoria se convierte en una reflexión sobre la fragilidad del poder y la complejidad de la política en la búsqueda de una identidad nacional.

Sobre su muerte, Emilio Rodríguez Demorizi emite un justo y hermoso panegírico: Modesto y abnegado como pocos, sin ambiciones de gloria ni de poder y riquezas, murió rodeado del amor de los suyos y de la admiración de sus conciudadanos, en la mañana del 28 de febrero de 1899[1]. Y, en esa línea, GUTIÉRREZ FÉLIX: No hay, después de entonces, muchos ejemplos en la vida pública o militar de la República que puedan compararse a la conducta del héroe de Santomé[2].  


[1] RODRÍGUEZ DEMORIZI, Emilio. Próceres de la Restauración, p. 52.

[2] GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 89.

Gaspar Polanco, “la primera espada de la Guerra de la Restauración”: héroe nacional en un camino de luces y sombras

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Gaspar Polanco Borbón surge como una figura central en la historia dominicana, simbolizando tanto la lucha por la soberanía como las complejidades del liderazgo en tiempos de conflicto. Su gloria se forja, esencialmente, en el contexto de la Guerra de la Restauración, donde se destacó como un estratega audaz y un defensor valiente de la restauración de nuestra independencia. Sin embargo, su legado también está marcado por la sombra de decisiones controvertidas, como la orden de eliminar a Pepillo Salcedo, una acción que, aunque contó con el respaldo de muchos restauradores (porque Pepillo mostraba simpatía por Báez[1]), ha suscitado debates sobre la ética en la guerra y el costo de la libertad. Así, Polanco se presenta como un héroe nacional cuya vida y acciones invitan a una reflexión profunda sobre la dualidad del ser humano en la búsqueda de un ideal.

Este valiente defensor de la soberanía nacional nació en Monte Cristi en 1816 y falleció en La Vega en 1867. Con el rango de general, en agosto de 1863, se convirtió en comandante y jefe de la Guerra Restauradora, un período en el que su excepcional ingenio y capacidad estratégica brillaron con luz propia. “La primera espada”, así se le ha llamado a este héroe nacional, subrayando su singularidad como el único general de la antigua República. Su vida y obra son testimonio de la lucha por la libertad y la soberanía, un eco de la voluntad colectiva de un pueblo que anhelaba la restauración de su identidad.

El consabido notable general de la Guerra de la Restauración es originario del seno de una familia acomodada; su padre, Valentín Polanco, era un próspero ganadero de Santiago de los Caballeros, propietario de extensos hatos de ganado y plantaciones de tabaco, establecido en Monte Cristi. Su madre, Martina de Borbón, también provenía de un linaje notable. A pesar de su origen burgués, Polanco Borbón no recibió educación formal en su infancia y no sabía leer ni escribir, aunque era capaz de firmar su nombre.

Su hermano mayor, Juan Antonio Polanco, también desempeñó un papel destacado como general de brigada en la Guerra de la Restauración y fue uno de sus principales organizadores. Rita Polanco Borbón, su hermana, se casó con Federico de Jesús García, otro notable restaurador. Además, su sobrina Ana, hija de Juan Antonio, contrajo matrimonio con Pedro Antonio Pimentel, quien se convirtió en el noveno presidente de la República Dominicana.

Según las investigaciones de los historiadores, a partir de los registros civiles, este destacado líder militar y político dominicano se unió en nupcias con María Ortega, en Santiago de los Caballeros, y posteriormente se establecieron en Cañeo, Esperanza, en la provincia de Valverde, donde criaron a sus cuatro hijos: Tomás, Francisco, Manuel y José Mauricio. Los hijos se dedicaron a las labores agropecuarias en las tierras familiares en Valverde y Navarrete.

Gaspar Polanco desempeñó un papel significativo en diversos episodios de nuestra historia, incluyendo la Guerra de la Independencia, la Revolución de 1857, el período de anexión a España, la Guerra de la Restauración y el denominado asedio de Santiago. Se le considera, por tanto, una espada que ha cortado las cadenas que aprisionaban el espíritu libre de nuestro pueblo en distintas etapas. El reconocimiento de este guerrero de nuestra soberanía debe perdurar en el tiempo, transmitiéndose de generación en generación como un testimonio de su valía y legado.

En cuanto a la Guerra de la Independencia, resulta importante destacar que, en resumen, el año 1844, fue cuando se unió a dicho evento bélico, como coronel. Cuenta la historia que allí descolló en la Batalla de Talanquera y en la Batalla del 30 de Marzo. Su habilidad en las campañas militares de la Línea Noroeste, donde -según se ha documentado- comandó tropas de áreas rurales, le valió reconocimiento. Ya para el año 1848, ascendió a capitán y fue asignado a las unidades de Caballería de la misma región, participando en acciones de asedio, hostigamiento y ataques contra las fuerzas haitianas apostadas a lo largo del río Maguaca durante ese año y el siguiente.

Para Gaspar Polanco y sus hombres, Buenaventura Báez representaba una amenaza a los intereses del Cibao, dado que su gestión había llevado a la ruina a los tabaqueros y desencadenado una profunda crisis económica. En julio de 1857, el general Polanco lideró una revolución junto a los generales Domingo Mallol y Juan Luis Franco Bidó, estableciendo un gobierno paralelo en Santiago con José Desiderio Valverde como presidente. Cuenta la historia que la capital, Santo Domingo, fue asediada desde el 31 de julio de 1857 hasta el 13 de junio de 1858.

En su papel como General de Brigada, al frente de la caballería y las reservas militares en la línea noroeste, Gaspar Polanco se encontró en un dilema que reflejaba las complejidades de su tiempo. Al aceptar servir a la Corona española tras la Anexión, una decisión motivada por la influencia de Pedro Santana, se convirtió en un instrumento de un poder que, aunque le ofrecía estabilidad, también desdibujaba los ideales de libertad que su corazón anhelaba.

Bajo el mando del General José Antonio Hungría, teniente gobernador de la región norte, Polanco lideró a las fuerzas españolas en la caza de los patriotas restauradores. Este acto, cargado de contradicciones, lo enfrentaba a su propio hermano mayor, Juan Antonio Polanco, quien, en un ferviente deseo de emancipación, buscaba reavivar la llama de la resistencia en febrero de 1863. Así, en el cruce de caminos entre lealtad y libertad, se revelaba la tragedia de un hombre atrapado en los vaivenes de la historia, donde la lucha por la identidad nacional se entrelazaba con los lazos familiares y las decisiones del destino.

Según los libros y manuales de historia dominicana, desde el 16 de agosto, un nuevo capítulo de resistencia comenzó a escribirse, donde el brigadier español Manuel Buceta y sus tropas se hallaron en la mira de Pedro Pimentel, Juan Antonio Polanco y Benito Monción, quienes avanzaban desde Capotillo a través de la Línea Noroeste. En este torrente de valentía y desafío, un guerrero experimentado se unió a ellos, guiándolos hasta las puertas de Santiago, donde miles de hombres comenzaban a cercar la ciudad, marcando el inicio de una contienda por la libertad.

En este contexto, se proclamó a este líder como comandante en Jefe de las fuerzas restauradoras, una decisión que no surgió al azar. Su elección fue el resultado de su audacia y destreza en el campo de batalla, así como de su singularidad como el último general de las campañas de la Independencia que aún mantenía su compromiso con la causa. Su peso social, su prestigio y su autoridad no solo le conferían un estatus, sino que lo situaban como un símbolo de la lucha colectiva, encarnando la lucha de un pueblo que anhelaba liberarse de las cadenas del opresor. Así, en la intersección de la historia personal y el destino nacional, se forjaba una figura destinada a liderar en la búsqueda de un futuro autónomo y esperanzador.

Registra nuestra historia que el 31 de agosto de 1863, el general Gaspar Polanco se levantó desde Quinigüa, impulsado por la determinación de tomar Santiago. En efecto, el 6 de septiembre, al liderar el asalto a la ciudad, se propuso capturarla a través del fuego y la sangre, tomando la drástica decisión de incendiar parte del pueblo, sumergiendo la Fortaleza de San Luis en un torbellino de llamas y humo.

Esta audaz estrategia dio los resultados esperados, pues al convertir la ciudad en cenizas, se despojó a los españoles de su valor estratégico, privándolos de recursos y refugio. Cuando los sitiados, en un intento desesperado, decidieron abandonar la Fortaleza en dirección a Puerto Plata, Polanco los persiguió con tenacidad, emboscándolos en El Carril y El Limón, infligiendo graves pérdidas a sus fuerzas. En Gurabito, logró derrotar a los generales Hungría, Alfau y Buceta, y en Puerto Plata, también obtuvo victorias significativas.

Por su destacada eficacia y valor durante el asedio de Santiago, Polanco fue elevado al rango de “generalísimo” que, posteriormente, sin legitimidad alguno, se autoasignó el dictador Trujillo. A este último la historia lo condenó. Nada que ver con lo que ahora estamos contando. Lo cierto es que, en el caso de Gaspar Polanco, se trató de un título (“generalísimo”) que reflejaba no solo su destreza militar, sino también su inquebrantable espíritu en la búsqueda de la libertad y la restauración del país. Entrelazándose en su camino las luchas de un hombre con las esperanzas de un pueblo que anhelaba su emancipación.

Queda en nuestra memoria histórica cómo la devoción de Gaspar Polanco a la causa restauradora resonaba con la fuerza de su convicción. Sin embargo, su desacuerdo con la vacilante postura del gobierno de José Antonio Salcedo (Pepillo Salcedo[2]), quien, según una recurrente versión difundida, se había autoproclamado presidente sin el respaldo de la mayoría de los restauradores, lo llevó a cuestionar la dirección de la revolución. La vitalidad del movimiento se había visto mermada por la negligencia y las maniobras intrigantes de Pepillo Salcedo. Inspirado por su hermano Juan Antonio, un hombre de luces, Gaspar Polanco se erigió como líder en la insurrección que resultó en el derrocamiento de Salcedo el 10 de octubre de 1864.

Al tomar las riendas del poder, asumió el cargo de presidente de la República en armas, desde esa fecha hasta el 24 de enero de 1865[3]. Durante su breve, pero significativo gobierno, implementó políticas que favorecieron tanto el desarrollo económico como la educación, marcando un avance hacia un futuro prometedor. Ulises Espaillat se convirtió en su vicepresidente, y su gabinete integraba a destacados restauradores como Máximo Grullón Salcedo y Silverio Delmonte en la Comisión de Interior y Policía, así como al poeta Manuel Rodríguez Objío en la Comisión de Relaciones Exteriores.

Sin embargo, en un giro drástico de los acontecimientos, Polanco ordenó el exilio del expresidente Pepillo Salcedo hacia Haití, aunque las autoridades haitianas no lo aceptaron. Ante la amenaza que representaba Salcedo, quien intentaba facilitar el retorno del caudillo anexionista Buenaventura Báez, Polanco, con el consentimiento de sus compañeros restauradores, tomó la sombría decisión de ejecutarlo. Así, a pesar del éxito resonante de la gesta restauradora, esta acción manchó su legado en ciertos círculos del liderazgo, planteando la complejidad moral que a menudo acompaña a las decisiones en tiempos de crisis. En la intersección de la gloria y la sombra, la figura de Polanco se convierte en un espejo de las tensiones inherentes a la lucha por la libertad y la identidad nacional.

En el tramo final de la historia de este personaje, “primera espada de la Guerra de la Restauración”, con luces y sombras, importa destacar que, sobre su presidencia, MOYA PONS sostiene: Polanco solo en el poder menos de tres meses pues, siendo analfabeto e ignorante, su gobierno se convirtió en una tiranía desde el principio, haciendo asesinar al expresidente Salcedo y persiguiendo encarnizadamente a todos aquellos que él creía que no eran amigos suyos[4].  

Su presidencia fue despojada por un movimiento liderado por Pedro Pimentel, Benito Monción y García, en el que, curiosamente, su propio hermano Juan Antonio brindó apoyo. Estos hombres vieron en el intento de monopolizar el comercio del tabaco por parte de Pepillo Salcedo, respaldado por sus allegados, una acción arbitraria y autoritaria. Así, Salcedo se retiró a sus hatos y a las labores agropecuarias en Esperanza, Valverde, abandonando el escenario político.

Una vez restaurada la República, Gaspar Polanco se unió a la serie de movimientos revolucionarios que caracterizaban su época, cada uno buscando simplemente un cambio de gobierno. En 1867, en una acción armada en defensa del General José María Cabral, el primer presidente elegido por sufragio universal, sufrió una herida en un pie. A pesar de ser llevado a Santiago para recibir atención médica, su situación se agravó, y fue trasladado a La Vega, donde finalmente falleció a causa de tétanos, consecuencia de la herida sufrida.

Mientras tanto, su hermano mayor, Juan Antonio, continuó la lucha contra la anexión liderada por Buenaventura Báez. A finales de 1873, encabezó una rebelión militar en Monte Cristi junto a Ulises Heureaux. Aunque esta insurrección fue sofocada, marcó el inicio del ocaso del gobierno de seis años de Báez.

Los restos de Polanco, quien vivió y murió en el fervor de la lucha por la soberanía, descansan en el Panteón Nacional, donde su legado se entrelaza con la memoria de una nación en constante búsqueda de su identidad. En la complejidad de sus decisiones y acciones, se revela el dilema humano de aquellos que luchan por la libertad, navegando entre la esperanza y el sacrificio.

De la vida heroica de esta “primera espada de la Guerra de la Restauración”, debemos quedarnos con la enseñanza de que la verdadera grandeza no reside únicamente en las victorias militares, sino en la capacidad de sacrificar intereses personales por el bien de la patria. Polanco encarna la dualidad del héroe y del hombre, un ser atrapado entre el deber y la moral, que nos recuerda que en el camino hacia la libertad, las decisiones no siempre son claras ni exentas de dilemas éticos.

Su trayectoria nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del liderazgo en tiempos de crisis. Un líder no solo debe ser valiente en el campo de batalla, sino también tener la sabiduría de discernir cuándo la lucha se convierte en un acto de opresión. La historia de Polanco es un eco de las luchas contemporáneas, donde el ideal de justicia puede verse empañado por decisiones difíciles y sus consecuencias.

Así, su legado no solo perdura en la memoria colectiva como un guerrero, sino como un símbolo de la complejidad humana en la búsqueda de la libertad. Nos enseña que cada acción tiene un peso moral, que la lucha por la soberanía es también una lucha por la dignidad humana, y que, al final, la grandeza se mide por la capacidad de amar y servir a la patria, incluso en los momentos más oscuros. En este sentido, la vida de Gaspar Polanco trasciende su tiempo, invitándonos a considerar cómo cada uno de nosotros puede contribuir, a través de nuestras propias decisiones y acciones, a la construcción de un futuro más justo y libre.


[1] “Mencionar el nombre de Buenaventura Báez entre los mismos hombres que habían dirigido la revolución de julio de 1857 era poco menos que una mala palabra y Salcedo no previó las consecuencias de sus declaraciones cuya gravedad era mayor si se tiene en cuenta que Báez había apoyado la anexión desde el exilio y había obtenido el nombramiento de Mariscal de Campo del Ejército Español. El odio que a Báez le tenía la élite cibaeña era solo comparable con el odio que Santana despertó entre los restauradores a medida que la guerra fue cobrando intensidad” (MOYA PONS, Frank. Manuela de historia dominicana, edición 16, p. 342-343).

[2] Para ampliar sobre Pepillo Salcedo, ver el escrito sobre este personaje de nuestra historia colgado en: www.yoaldo.org

[3] “Cuando Salcedo se disponía a mandar una nueva comisión para reanudar las conversaciones con De la Gándara, Gaspar Polanco, un militar analfabeto, lo derrocó con el pretexto de que conducía la guerra a la derrota con esas entrevistas. Además, le hizo dos graves acusaciones: por un lado, la de quererse asociar con Buenaventura Báez, entonces mariscal de campo del ejército español, y, por el otro, la de desobedecer la orden de fusilamiento que pesaba sobre Antonio de Jesús García. El presidente Salcedo fue destituido del cargo el 10 de octubre de 1864 y Gaspar Polanco ocupó su lugar. El intento de expatriación de Salcedo hacia Haití no tuvo éxito y, por orden de Gaspar Polanco, fue fusilado el 5 de noviembre” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 139).

[4] Op. cit. MOYA PONS, Frank, pp. 343-344

La ética judicial como ética técnica: un equilibrio necesario

Por.: Yoaldo Hernández Perera

La ética judicial se presenta como un ámbito donde la técnica[1] y la moral[2] se entrelazan de manera intrínseca. Esta interrelación es fundamental, ya que el ejercicio de la justicia[3] no solo implica la aplicación del derecho[4], sino también una consideración profunda de los valores[5] que lo sustentan. El Código Iberoamericano de Ética Judicial, en su artículo 71, destaca la responsabilidad del juez de analizar las diversas alternativas que el ordenamiento jurídico le ofrece, ponderando sus consecuencias y eligiendo aquella que se alinee más estrechamente con el bien común[6]. Esta labor exige, por ende, un dominio no solo de la técnica jurídica, sino también de una sólida formación ética[7].

El juicio judicial no es simplemente un acto mecánico de aplicación de normas[8]; es un proceso reflexivo y crítico que requiere del juez un conocimiento profundo de los principios y reglas[9] que conforman el sistema jurídico. La capacidad de ponderar jurídicamente[10] implica una habilidad técnica que permite al magistrado sopesar diferentes principios y prioridades de acuerdo con el contexto específico de cada caso, siempre valiéndose de una debida motivación para legitimar su decisión. Sin esta destreza, el riesgo es que la decisión se convierta en una mera formalidad, desprovista de la sustancia que la justicia demanda.

Sin embargo, no se puede ignorar que el ejercicio de la función judicial debe estar fundamentado en valores humanos esenciales, como la dignidad[11] y la honestidad[12]. La ética judicial exige que el juez actúe con integridad[13], y esto no es un aspecto opcional, sino una condición sine qua non para el ejercicio de su función. Así, el “buen mejor juez”[14] no solo es aquel que domina la técnica, sino que también está imbuido de una fuerte carga moral que guía sus decisiones hacia el bienestar social.

El entrelazamiento de la ética y la técnica se refleja en cualidades como la prudencia[15], que exige un equilibrio entre el conocimiento jurídico y la sensibilidad ética. Esta prudencia permite al juez actuar con discernimiento, evitando decisiones que, aunque técnicamente “correctas”, puedan resultar injustas o perjudiciales para el colectivo. De este modo, se establece un perfil de “buen mejor juez” que no es solo un experto en derecho, sino también un ser humano comprometido con la justicia social.

En conclusión, la verdadera justicia se origina en la integridad moral del funcionario judicial, quien, al fin y al cabo, es el guardián de los derechos y garantías de la ciudadanía. Como bien lo señala Eduardo J. Couture, el juez de los jueces es el pueblo[16], que es el soberano en nuestro sistema democrático[17]. Esta idea enfatiza la importancia de un equilibrio entre la ética técnica y los valores humanos, elementos que deben coexistir para asegurar un sistema judicial justo y efectivo. La ética judicial, por tanto, se erige como un campo donde la técnica y la moral no solo coexisten, sino que se complementan, formando la base de un verdadero Estado de derecho[18].


[1] En el contexto de la ética judicial, por “técnica” se debe entender el conjunto de procedimientos, habilidades y conocimientos específicos que un juez utiliza para interpretar y aplicar el derecho de manera adecuada, asegurando que las decisiones judiciales sean fundamentadas, justas y coherentes con el ordenamiento jurídico. Esto incluye el manejo de normas, métodos de interpretación, y la capacidad para resolver conflictos legales de forma efectiva.

[2] En resumen, la moral en la ética judicial se entiende como un conjunto de principios que guían a los jueces no solo en la aplicación de la ley, sino también en la forma en que deben relacionarse con la sociedad, asegurando que su ejercicio de la justicia sea justo, equitativo y alineado con el bienestar general.

[3] No está de más recordar que justicia es, en concreto, la búsqueda del equilibrio entre derechos y deberes, garantizando el respeto y la equidad para todos. Es el principio que orienta las decisiones hacia el bien común, promoviendo la dignidad humana y asegurando que cada individuo reciba lo que le corresponde, ya sea en el ámbito legal, social o moral. La justicia es, en esencia, un pilar fundamental para la convivencia armónica en cualquier sociedad.

[4] Derecho, en este contexto, es el conjunto de normas (Código Civil, Ley núm.108-05, etc.) y principios (razonabilidad, igualdad de armas, acceso a la justicia, etc.) que regulan la conducta de los individuos y las instituciones en una sociedad, estableciendo derechos y obligaciones. Es un sistema que busca garantizar la justicia, la paz y el orden social, proporcionando un marco legal dentro del cual se resuelven conflictos y se protegen los derechos humanos. En este breve escrito defendemos la idea de que, en la ética judicial, el derecho no solo se aplica de manera técnica, sino que también se interpreta a la luz de principios morales que promueven el bien común.

[5] Valores, en este contexto, alude a los preceptos éticos y morales que guían el comportamiento y la toma de decisiones de los jueces. Estos valores incluyen la justicia, la equidad, la honestidad, la integridad y el respeto por la dignidad humana. Son fundamentales para el ejercicio de la función judicial, ya que proporcionan el marco necesario para evaluar las acciones y decisiones en el ámbito del derecho, asegurando que se actúe en beneficio del bien común y se protejan los derechos de todas las personas. Y se diferencian de los principios en que los valores son creencias fundamentales que orientan el comportamiento y las decisiones de las personas, mientras que los principios son normas más concretas que derivan de esos valores y guían la acción en situaciones específicas. En otras palabras, los valores representan el “por qué” detrás de nuestras elecciones, mientras que los principios son el “cómo” se aplican esos valores en la práctica. Por ejemplo, el valor de la justicia puede manifestarse a través de principios como la imparcialidad y la igualdad ante la ley. Así, los principios operan como pautas específicas que permiten llevar a la acción los valores que se consideran importantes.

[6] Bien común es el conjunto de condiciones y recursos que permiten a todos los miembros de una sociedad vivir de manera digna y satisfactoria. Se refiere a los intereses y necesidades compartidas que benefician a la comunidad en su conjunto, promoviendo la justicia, la equidad y el bienestar general. En el contexto de la ética judicial, el bien común actúa como un criterio fundamental que guía las decisiones de los jueces, asegurando que sus resoluciones no solo se ajusten al ordenamiento jurídico, sino que también contribuyan al desarrollo y la cohesión social.

[7] Cuando hablamos de sólida formación ética nos referimos a un proceso integral de desarrollo personal y profesional que capacita a los individuos, especialmente a los jueces, para comprender y aplicar principios morales en su ejercicio. Esto incluye la internalización de valores como la justicia, la honestidad y la integridad, así como la capacidad de reflexionar sobre las implicaciones éticas de sus decisiones. Una sólida formación ética también implica el conocimiento de la normativa vigente y la habilidad para ponderar situaciones complejas, asegurando que las decisiones se alineen con el bien común y se respeten los derechos de todas las personas.

[8] En el ámbito jurídico, las normas son disposiciones vinculantes que regulan la conducta y establecen consecuencias para su incumplimiento; mientras que, en el ámbito ético, las normas guían la conducta moral y las decisiones de las personas, promoviendo el bienestar y la justicia en la sociedad.

[9] Mientras que las reglas (el que causa un daño debe repáralo, el que debe tiene que pagar, incluyendo al inquilino que es desalojado por falta de pago, etc.), proporcionan certezas y claridad, su rigidez puede resultar insuficiente en contextos complejos. Los principios (razonabilidad, favorabilidad, igualdad, acceso a la justicia, etc.), al ser mandatos de maximización, ofrecen un marco más flexible y adaptable, permitiendo que se considere la diversidad de situaciones y la pluralidad de valores en juego. Esta diferencia fundamental resalta la importancia de una formación ética sólida que capacite a los jueces y a otros actores del sistema judicial para manejar tanto reglas como principios en la búsqueda de una justicia más completa y humanizada.

[10] Parafraseando a Robert Alexy, la ponderación es el proceso mediante el cual se evalúan y equilibran distintos principios y derechos en situaciones en las que entran en conflicto. Este método busca encontrar una solución justa que maximice los valores en juego, reconociendo que no todos los principios pueden ser aplicados de manera simultánea y que a veces es necesario sacrificar uno en favor de otro. La ponderación, por tanto, permite una interpretación flexible y contextualizada del derecho, facilitando decisiones que sean más equitativas y alineadas con el bien común.

[11] La dignidad humana es un concepto abstracto que necesita ser matizado en cada caso concreto. Por ejemplo, en una situación puede manifestarse como el acceso al agua, en otra como la garantía de salud, o en otra como el derecho a la alimentación. Esta adaptabilidad muestra que la dignidad no es estática, sino que se ajusta a las necesidades específicas de las personas en diferentes contextos. Además, la dignidad humana es la base de todos los derechos fundamentales, funcionando simultáneamente como principio, valor y derecho. Como principio, orienta la interpretación de normas; como valor, refleja las creencias sociales; y como derecho, se exige legalmente. Esta multifacética naturaleza de la dignidad es esencial para asegurar que se respete y promueva el bienestar humano en cada situación.

[12] La honestidad es un valor que fundamenta el comportamiento ético y moral, y también puede actuar como un principio normativo que guía la acción en contextos específicos. Su importancia radica en su capacidad para fomentar relaciones justas y responsables en la sociedad.

[13] La integridad es la cualidad de actuar de acuerdo con principios éticos y morales consistentes, manteniendo coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Implica honestidad, rectitud y la capacidad de mantenerse fiel a los propios valores, incluso en situaciones desafiantes. En el contexto profesional, la integridad es fundamental para generar confianza y credibilidad, ya que los individuos que actúan con integridad son percibidos como responsables y dignos de confianza. La integridad también se manifiesta en la transparencia y la disposición a rendir cuentas por las propias acciones, contribuyendo así a un entorno de justicia y respeto en las relaciones interpersonales y en la sociedad en general.

[14] Para profundizar sobre el concepto del “buen mejor juez”, a la luz del Código de Comportamiento Ético del Poder Judicial, ver en: www.yoaldo.org el artículo de la autoría del suscrito sobre los problemas y dilemas éticos, en el marco del citado código.  

[15] Por prudencia, en el contexto de la ética judicial, debemos entender la capacidad de un juez para tomar decisiones cuidadosas y reflexivas, considerando las implicaciones éticas, sociales y legales de sus acciones. La prudencia implica un análisis exhaustivo de los hechos y las normas aplicables, así como una evaluación de las consecuencias que sus decisiones pueden tener para las partes involucradas y para la sociedad en general. Además, la prudencia requiere un equilibrio entre la aplicación estricta del derecho y la consideración de los valores humanos y el bien común. Un juez prudente no solo aplica la ley de manera técnica, sino que también actúa con sensibilidad, buscando soluciones que sean justas y equitativas. En este sentido, la prudencia se convierte en un componente esencial de la integridad y la responsabilidad en el ejercicio de la función judicial.

[16] “La publicidad, con su consecuencia natural de la presencia del público en las audiencias judiciales, constituye el más precioso instrumento de fiscalización popular sobre la obra de magistrados y defensores. En último término, el pueblo es el juez de los jueces. La responsabilidad de las decisiones judiciales se acrecienta en términos amplísimos si tales decisiones han de ser proferidas luego de una audiencia pública de las partes y en la propia audiencia, en presencia del pueblo” (resaltado nuestro) (COUTURE, Eduardo. Fundamentos del derecho procesal civil, 4ta. Edición, p. 158).

[17] Artículo 2, Constitución dominicana: “Soberanía popular. La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes”. Artículo 4 de la propia CRD: “Gobierno de la Nación y separación de poderes. El gobierno de la Nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo…” (resaltado nuestro).

[18] Por Estado de derecho, en la realidad dominicana, debemos entender un sistema en el que tanto los jueces ordinarios, del Poder Judicial, como los jueces constitucionales, del Tribunal Constitucional, están comprometidos a aplicar la norma (Constitución, leyes, reglamentos, resoluciones, etc.) de manera justa y equitativa. En este contexto, ambos tipos de jueces tienen la responsabilidad compartida de proteger los derechos fundamentales y garantizar que las decisiones se tomen en el marco de la ética y, evidentemente, de la justicia, cuya materialización, hay que decir, no sería posible sin ética. Los jueces ordinarios se encargan de resolver conflictos y aplicar la ley en casos específicos, mientras que los jueces constitucionales salvaguardan la supremacía de la Constitución y aseguran que se respeten los principios democráticos. La ética en sus decisiones es esencial para mantener la confianza del público en el sistema judicial y para asegurar que el Estado de derecho funcione de manera efectiva, protegiendo así la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos.

Valentía y principios: el legado indomable de Pepillo Salcedo

Por.: Yoaldo Hernández Perera

José Antonio “Pepillo” Salcedo Ramírez. Demos una mirada a este personaje que, en el contexto del siglo XIX, se erigió en la historia dominicana como un ferviente defensor de la restauración de nuestra independencia. Conocido por su valentía y carisma, Pepillo Salcedo desempeñó un papel crucial en la Guerra de Restauración, simbolizando la lucha por la soberanía nacional. Sin embargo, su actitud impulsiva, decisiones controversiales y, sobre todo, su simpatía por Buenaventura Báez (odiado por los restauradores) lo llevaron a perder el liderazgo que una vez había consolidado, resultando su derrocamiento y fusilamiento. Pero, a pesar de su trágico final, su legado perdura como un símbolo de resistencia y sacrificio en la búsqueda de la libertad.

Trátese de una figura emblemática de nuestra historia. A partir de los datos publicados por nuestros historiadores, pudiera decirse que encarnó el conflicto entre la aspiración a la libertad y las realidades del poder. Nacido en Madrid en 1816 y fallecido en Maimón en 1864, su vida transcurrió entre la política y la milicia, momentos decisivos que definieron el destino de nuestra nación. Como líder de la Guerra de Restauración, Pepillo asumió la presidencia del gobierno en armas del país desde septiembre de 1863, un período que simboliza la lucha por la soberanía y la identidad nacional.

Su derrocamiento y ejecución a manos de su adversario Gaspar Polanco Borbón, en 1864, nos enrostran la fragilidad del poder y la constante tensión entre ideales y traiciones. La historia de Pepillo, por tanto, se convierte en una reflexión sobre la lucha por la justicia y la inevitable confrontación entre distintas visiones de la patria, dejando un legado que invita a cuestionar los caminos de la libertad y el costo de la ambición en el teatro de la política.

Era hijo de don José Antonio Salcedo y doña Luisa Ramírez y Marichal, quienes -a su vez- eran originarios de Baracoa, Cuba, pero criados en Montecristi: descendientes de dominicanos que emigraron tras la cesión de Santo Domingo a Francia. En 1815, la familia se trasladó a Madrid, donde Pepillo vería la luz por primera vez. El historiador Orlando Inoa, sobre la ascendencia de este héroe restaurador, sostiene que era hijo de padres criollos que en ese momento se encontraban de paso en esa nación. Vivió sus años mozos en Montecristi[1].

Este valiente líder, símbolo de la Guerra de la Restauración, era considerado por quienes le conocieron como un hombre culto de rasgos caucásicos y de sólida musculatura, aunque de baja estatura. Su personalidad abierta y amistosa le valía el cariño de quienes lo rodeaban. Sin embargo, también poseía un temperamento ardiente y, según se recoge de testimonios de la época, su habilidad como jinete contribuía a su indiscutible carisma como líder.

En el año 1861, específicamente en el mes de febrero, en un momento crucial en la historia dominicana, el general José Antonio Hungría, antiguo superior de Pepillo en la batalla de Sabana Larga, lo convocó en Guayubín para discutir la anexión a España. Ante la presión de firmar un documento que comprometía su ideal de independencia, Pepillo, en un acto de firmeza y convicción, rechazó la propuesta con la declaración de que su lealtad pertenecía a la causa de la libertad. Este rechazo no solo reflejó su identidad como soldado de la restauración de nuestra independencia, sino que también simbolizó la resistencia ante el poder extranjero. Su decisión de abandonar el encuentro, aun después de un enfrentamiento con un coronel español, se erige como un testimonio de su audacia y determinación, características que lo definieron en su lucha por la soberanía. En su postura, se vislumbra la eterna tensión entre el deber y la lealtad a principios superiores, un dilema que repica a lo largo de la historia de la humanidad.

La instauración de la anexión conllevó una persecución sistemática por parte de las autoridades españolas contra Pepillo, un reflejo del poder opresor que se cierne sobre aquellos que defienden la soberanía. En un episodio de legítima defensa en uno de sus talleres, Pepillo se vio obligado a recurrir a la violencia, apuñalando a un agresor, acto que lo condujo a la prisión bajo acusaciones infundadas, una manifestación de la injusticia que acecha a los que se atreven a desafiar el orden establecido.

No obstante, su espíritu indomable lo llevó a escapar de la Fortaleza de Santiago en medio del levantamiento del 16 de agosto de 1863. Este acto de evasión no solo simboliza la lucha por la libertad, sino que también encarna el anhelo de restaurar la independencia, una causa que lo unió a los patriotas en su búsqueda de una identidad y un futuro libres. En este contexto, Pepillo Salcedo se convierte en un emblema de resistencia ante la adversidad, enseñándonos que la búsqueda de la justicia y la autonomía a menudo exige sacrificios y valentía.

La destreza de Pepillo como guerrero, junto a su carisma y valentía en el campo de batalla, lo condujo a ocupar la presidencia del Gobierno Restaurador, una posición que representaba no solo poder, sino también la esperanza de una nación en busca de su identidad. Sin embargo, su carácter impulsivo y sus decisiones caprichosas comenzaron a erosionar la confianza que había cultivado, generando descontento entre sus oficiales. Este descontento, fruto de la desilusión, llevó a una desobediencia que desdibujó la figura del líder que una vez había inspirado a sus hombres.

Acusado de ser un fiel seguidor de Buenaventura Báez[2] y de adoptar una actitud complaciente ante el dominio español, Pepillo se convirtió en un blanco fácil para la crítica. El 10 de octubre de 1864, la conjura encabezada por Gaspar Polanco culminó en su derrocamiento y encarcelamiento, un desenlace que ilustra la fragilidad del poder y la complejidad de la lealtad en el ámbito político. Su historia se erige como un memorándum de que incluso los líderes más valientes pueden sucumbir a las corrientes del descontento y las divisiones internas, poniendo de relieve la ineludible relación entre el liderazgo y la responsabilidad.

Trasladado a la costa de Maimón, Pepillo se encontró ante la dura realidad de su inminente fusilamiento, un momento que desnudó la fragilidad de la existencia y la inevitable confrontación con el destino. Pero, en lugar de sucumbir al miedo o la desesperación, mantuvo una dignidad y valentía que reflejaban su profundo compromiso con los principios que había defendido toda su vida.

Cuentan que, en un acto conmovedor, confió a un soldado del pelotón que estaba a cargo de su fusilamiento (nada más y nada menos a quien luego fuera un dictador en nuestro país, Ulises Heureaux -Lilís-), un mensaje para su esposa en Guayubín, un último testimonio de su amor y una muestra harto elocuente de que, incluso en los momentos más oscuros, los lazos familiares permanecen intactos.

Pepillo Salcedo, con la edad de 48 años, fue ejecutado en la playa de Maimón, convirtiéndose en un símbolo del sacrificio que a menudo acompaña a la lucha por la libertad. Su historia, recordada con reverencia al renombrarse en 1949 la ciudad de Manzanillo como Pepillo Salcedo, invita a la reflexión sobre el precio de la independencia y el valor de aquellos que se levantan contra la opresión. En este tributo, su memoria trasciende el tiempo, recordándonos que las batallas por la justicia y la soberanía son, en última instancia, una lucha por el reconocimiento de la dignidad humana, un legado que perdura más allá de la vida misma.


[1] INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 133.

[2] Sobre esa simpatía de Pepillo Salcedo por Báez, Orlando Inoa establece: “A pesar de su hoja de vida intachable, Salcedo tenía un problema que pronto saldría a relucir: era un fiel seguidor de Buenaventura Báez, lo cual no era bien visto por los restauradores más radicales, que consideraban a Báez ladrón, corrupto y anti dominicano. Ese problema sería la desgracia de Salcedo” (Op. Cit. INOA, Orlando, p. 133). De su lado, Frank Moya Pons, sobre el tema de la simpatía de Pepillo Salcedo por Buenaventura Báez, sostiene: “Mencionar el nombre de Buenaventura Báez entre los mismos hombres que habían dirigido la revolución de julio de 1857 era poco menos que una mala palabra y Salcedo no previó las consecuencias de sus declaraciones cuya gravedad era mayor si se tiene en cuenta que Báez había apoyado la anexión desde el exilio y había obtenido el nombramiento de Mariscal de Campo del Ejército Español. El odio que a Báez le tenía la élite cibaeña era solo comparable al odio que Santana despertó entre los restauradores a medida que la guerra fue cobrando intensidad” (MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, pp. 342-343).