Pedro Pimentel: hijo de Montecristi y tres veces prócer de la República Dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Pedro Antonio Pimentel,aunque injustamente relegado al olvido en la memoria histórica de muchos, fue, en rigor, tres veces prócer de la patria dominicana[1]. Fue un heroico combatiente de la Independencia, un valiente guerrero de la Restauración y un líder destacado en la Guerra de los Seis Años. Su vida estuvo marcada por una firme determinación y una inquebrantable lealtad a su nación, participando en momentos decisivos de nuestra historia. Este breve artículo busca rendir el homenaje que merece, recordando su relevante papel en la construcción de nuestra independencia, de su restauración y de la defensa de la soberanía nacional, resaltando su gran dimensión como figura clave en diversos episodios que definieron el rumbo de la República Dominicana.

Este líder de la restauración dominicana vio la luz en 1830 en la villa de Lozano, en el municipio de Castañuelas, en la región de Montecristi. Fue descendiente de Jacinto Pimentel y Juana Chamorro. Luperón, al referirse a él, lo describió como un individuo de carácter indómito, reacio a la disciplina y poco inclinado a los trabajos de gabinete, pero a su vez, un hombre de gran audacia y previsión en el contexto de la guerra restauradora.

Comenzó su carrera pública con una valiente intervención en la batalla de Capotillo, donde demostró su firmeza y determinación. De oficio ganadero, gozaba de una notable fortuna y ocupó una amplia gama de cargos en la administración pública, desde funciones militares hasta llegar a la presidencia de la República. En 1863, fue apresado, junto a Lucas Evangelista y otros, tras el fracaso del primer intento revolucionario contra la anexión a España.

Logró evadir la prisión y se refugió en Haití, donde, al estallar el Grito de Capotillo, se unió con decisión a la lucha restauradora, participando de manera sobresaliente en las principales confrontaciones bélicas.

Posteriormente, fue nombrado General en jefe de las denominadas “Fuerzas del Este” y más tarde, según cuentan nuestros historiadores, se trasladó a la línea noroeste, donde asumió el cargo de delegado jefe de operaciones en esa zona estratégica. El 10 de febrero de 1864, fue designado gobernador de Santiago y, de inmediato, se dirigió a Puerto Plata para brindar apoyo a Gaspar Polanco[2], quien perseguía a las tropas españolas en su retirada hacia el puerto. En enero de 1865, fue nombrado ministro de guerra y elegido diputado por Santiago, para integrar la Asamblea Nacional convocada en el territorio controlado por los restauradores.

Sobre la experiencia presidencial de este insigne militar, hijo de Montecristi, resulta de interés resaltar que, en el despertar de enero de 1865, la Junta Provisional Gubernativa restauradora, con el impulso de la justicia y la esperanza, restableció la Constitución de Moca de 1858 como faro hasta que, el 27 de febrero de ese mismo año, una Convención Nacional se reuniera para escribir un nuevo destino en las páginas de la República, y elegir a su presidente constitucional.

Con el acto solemne de constituirse, la Convención Nacional ratificó la Constitución liberal de Moca, proclamada con fuerza y decisión, y en ese marco, el 25 de marzo de 1865, el general Pimentel Chamorro fue elegido presidente de la República. Su primer paso fue designar un consejo de guerra que se encargaría de juzgar al expresidente Gaspar Polanco y a su gabinete.

Bajo su mandato, Pimentel ejerció la autoridad con la firmeza que dictaba su carácter, a veces cayendo en excesos de arbitrariedad y despotismo, sin intención maliciosa ni perversidad, sino más bien como una manifestación de su fervor y responsabilidad ante los deberes que había asumido, una respuesta a la confianza que el pueblo le había entregado en tiempos de agudas dificultades.

Sin embargo, el 13 de agosto de 1865, en la ciudad de Santiago, presentó su renuncia a la presidencia, al conocer que en Santo Domingo se gestaba una conspiración encabezada por los generales José María Cabral y Eusebio Manzueta. La noticia de que Cabral había sido proclamado “Protector” en la Capital y que se planeaba instaurar un nuevo gobierno, le llevó a abandonar el poder, concluyendo su mandato con el fin de la Guerra Restauradora.

Sobre el amor y el fallecimiento de Pedro Pimentel, interesa destacar que este valeroso luchador, cuya vida fue forjada en el fragor de las batallas, encontró en el amor un refugio en tiempos de paz. Unió su destino al de Ana Polanco, hija del General Juan Antonio Polanco, hermano mayor de Gaspar Polanco. Según las palabras del restaurador y escritor Manuel Rodríguez Objío, Juan Antonio no solo fue su suegro, sino también una figura paterna que, en algún momento, ocupó el lugar de padre en su vida, siendo, de algún modo, su padrastro.

Sin embargo, la suerte que había guiado su espada en la guerra fue esquiva al final de sus días. El audaz combatiente, agotado y afligido por la enfermedad, se apagó lentamente en un rincón olvidado de Quartier-Morin, Haití, en 1874. Su partida fue tan solitaria como su último suspiro, sin riquezas que lo acompañaran ni gloria que lo protegiera, dejando tras de sí solo la memoria de sus gestas, su espíritu indomable, y un legado que perduró más allá de su triste final.


[1] “(…) este héroe olvidado que había sido coronel de los ejércitos independentistas y, después de la Guerra Restauradora, uno de los líderes militares y políticos de la Guerra de los Seis Años. Guerra librada contra las pretensiones anexionistas a los Estados Unidos del gobierno de Buena Ventura Báez, conocido como el Gobierno de los Seis Años. Esa carrera heroica convirtió a Pedro Pimentel en tres veces prócer de la República” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. edición -revisada y actualizada-, p. 94).

[2] Para ampliar sobre Gaspar Polanco, como figura sobresaliente de nuestra historia, ver el ensayo que hicimos sobre él, colgado en este blog literario.

Rafael Fernández Domínguez: el soldado democrático. Verdadero artífice de la Revolución de Abril

Por: Yoaldo Hernández Perera

A menudo, la historia no es del todo justa al asignar a cada figura histórica el lugar que verdaderamente le corresponde. Los relatos del pasado, en su afán por condensar hechos complejos en narrativas simplificadas, tienden a destacar a ciertos personajes, otorgándoles el protagonismo que, aunque merecido, puede eclipsar la contribución fundamental de otros. No se trata de restar méritos a aquellos que han sido elevados al estatus de héroes, sino de reconocer que, en ocasiones, la memoria colectiva no refleja con total precisión la magnitud de ciertos roles. En el caso de la Revolución de Abril de 1965, el Coronel Rafael Fernández Domínguez, aunque reconocido, no ocupa en el imaginario popular el sitial que en rigor le corresponde. Su papel fue, en muchos sentidos, el cimiento sobre el que se construyó la gesta[1], pero su figura ha sido opacada por otros nombres, a pesar de que su contribución fue tan trascendental como la de cualquier otro líder de la Revolución.

Este breve ensayo no busca restar protagonismo a quienes también jugaron un papel decisivo, sino más bien iluminar el valor profundo de la acción de Fernández Domínguez, cuyo liderazgo y sacrificio fueron esenciales para la restauración democrática que definió ese crucial momento de la historia dominicana. En definitiva, honrar con justeza a cada figura histórica es reconocer el verdadero peso de su contribución, sin dejar que las narrativas simplificadas distorsionen el valor de su rol. Solo así podemos comprender cabalmente los procesos que han dado forma a nuestra historia, y otorgar a cada protagonista el lugar que realmente merece en el vasto mosaico del pasado.

Rafael Tomás Fernández Domínguez, héroe de la restauración democrática (nacido en Damajagua, Valverde, República Dominicana, el 18 de septiembre de 1934 y fallecido en Santo Domingo el 19 de mayo de 1965), en suma, tiene su nombre escrito en las páginas de la historia dominicana, porque, tras el derrocamiento del presidente Juan Bosch (en 1963), organizó y encabezó un movimiento militar constitucionalista, luchando por la restauración del gobierno democrático. Durante la Revolución de Abril[2], lideró las fuerzas constitucionalistas (que buscaban reponer a Bosch[3]) y jugó un papel decisivo en la defensa del orden constitucional. Su sacrificio fue definitivo cuando, siendo ministro de Interior y Policía, murió en combate al intentar tomar el Palacio Nacional, convirtiéndose en un mártir de la lucha por la democracia en la República Dominicana[4].

Este líder constitucionalista -caído en combate- encarna, en su vida y en su sacrificio, la esencia del compromiso con la patria y la justicia en tiempos de turbulencia. Es figura clave en el liderazgo de la nación, su destino se entrelazó con los momentos más álgidos de la historia dominicana, aquellos que definieron la Guerra Civil Dominicana[5] y la Revolución de Abril de 1965. A lo largo de su trayectoria, se erigió como un pilar de la fuerza militar y la voluntad política, ocupando puestos de relevancia, como director de la Academia Militar, subjefe de la Fuerza Aérea Dominicana, y ministro de Interior y Policía. En este último cargo, se vio investido de la dignidad de vicepresidente de la República, asumiendo con responsabilidad el rol de primer sustituto del presidente, según la Constitución de su tiempo.

La grandeza del legado de este artífice de la lucha por la democracia no radica solo en los altos puestos que ocupó, sino en la trascendencia de sus principios, en su fidelidad a los ideales de democracia y soberanía que guían a los pueblos. Por ello, el Congreso Nacional de la República Dominicana, reconociendo su heroísmo y sacrificio, lo declaró Héroe Nacional mediante la Ley núm. 58-99 de 1999 y sus restos hoy descansan en el Panteón de la Patria, como símbolo inmortal de su entrega.

Más allá de las fronteras de su tierra natal, su memoria fue también honrada por el Gobierno de El Salvador, que erigió en 2018 un monumento en su honor en la Plaza de la Revolución de la Universidad de El Salvador, un tributo a su valentía y a su lucha por los ideales de libertad y justicia.

El 19 de mayo, día en que falleció en combate, ha sido instituido como el “Día del Soldado Democrático” por la Ley núm. 154-08, un recordatorio anual del sacrificio de quienes, como él, dieron su vida por la democracia. Asimismo, su nombre quedó inmortalizado en la principal arteria vial de Santo Domingo Este, la Autopista de San Isidro, que hoy lleva su nombre, como testimonio perdurable de un hombre cuyo coraje y lealtad a su nación resuenan en la memoria colectiva de la República Dominicana.

Este mártir de la Revolución de Abril no fue solo un militar; fue un hombre de principios inquebrantables, cuya vida y muerte se erigen como un faro de rectitud y determinación. En él, la historia se hace presente, enseñándonos que la verdadera grandeza radica en la capacidad de sacrificar lo personal por el bien de un ideal superior.

Tras la caída de la dictadura de Trujillo, este valiente defensor del orden constitucional desempeñó un papel crucial en la transición del país hacia la democracia. El 20 de diciembre de 1962, en las primeras elecciones libres celebradas después de la dictadura, el presidente Juan Bosch fue elegido democráticamente. Bosch asumió la presidencia el 27 de febrero de 1963 para un mandato de cuatro años, pero su gobierno, como se ha visto, fue derrocado el 25 de septiembre de ese mismo año.

Durante la administración del presidente Bosch, el personaje bajo estudio (símbolo de la resistencia democrática) se distinguió por su lealtad al poder civil. El 15 de junio de 1963, fue nombrado director de la Academia Militar “Batalla de Las Carreras”, cargo que ocupó con dedicación y compromiso institucional.

Sin embargo, después del referido derrocamiento de Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963, Fernández Domínguez (arquitecto de la restauración constitucional), junto con otros militares comprometidos con la democracia, inició un plan para poner fin al Gobierno de facto del Triunvirato[6] y restaurar el orden constitucional que había sido interrumpido meses antes.

A este baluarte de la democracia dominicana le fue encomendado un destino singular, uno que lo llamó a ser artífice y líder de un movimiento que no solo desafiaría a los poderes establecidos, sino que abrazaría la causa más noble y trascendente: la restauración del orden constitucional, quebrantado por el mencionado golpe de Estado de 1963. Su tarea no fue simplemente organizar, sino gestar desde las entrañas de su ser una lucha que apelaba a la esencia misma de la justicia y la soberanía del pueblo, principios que todo ser humano siente en su interior como un llamado ineludible.

Así, al frente del movimiento militar constitucionalista, este coronel, defensor incansable de la libertad, no solo lideraba una acción armada; representaba la esperanza de un pueblo que ansiaba recuperar lo que le fue arrebatado: la libertad de elegir su destino a través de un gobierno legítimamente constituido. La Revolución de Abril de 1965 fue el escenario donde su alma se fundió con la de muchos otros, en una lucha por la restitución de la democracia, esa fragua inquebrantable en la que forjan su carácter los pueblos valientes.

En la guerra que marcó ese abril, Fernández Domínguez (faro de la lucha constitucionalista) se erigió como un héroe de primera línea, guiando a sus hombres con la convicción de quien sabe que el sacrificio es el precio de la justicia. Pero el destino, que a menudo es caprichoso y cruel, le reservaba un final trágico. El 19 de mayo de 1965, cuando, en su calidad de ministro de Interior y Policía, se dirigía al Palacio Nacional con la firme intención de tomarlo y consolidar la victoria, fue víctima de una emboscada urdida por las fuerzas militares estadounidenses, quienes, al intervenir en el conflicto, acabaron con su vida.

Su muerte no fue solo la caída de un hombre, sino el sacrificio de un ideal. En el momento en que su cuerpo fue abatido, la República Dominicana perdió un líder, pero su legado, hecho de ideales inquebrantables, se perpetuó más allá de su último aliento, marcando para siempre la memoria colectiva del pueblo dominicano. En su sacrificio, este comandante de la restauración democrática se convirtió, no solo en un mártir de la democracia, sino en un símbolo eterno de la lucha por la justicia y la autodeterminación de nuestro pueblo.

El 18 de septiembre de 2011, en un acto de profunda memoria y respeto, la Alcaldía de Santo Domingo Este otorgó un nombre eterno a una de sus arterias vitales, la Autopista de San Isidro. La vía que atraviesa el corazón de la ciudad, testigo silente de innumerables destinos, pasó a llevar, desde ese momento, el nombre del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez (emblema de la lucha por la libertad), el hombre cuya vida fue un faro de valentía, sacrificio y amor inquebrantable por la patria.

Así, la autopista no solo es un sendero de asfalto que une espacios físicos, sino también un puente simbólico que conecta a generaciones de dominicanos con el legado de un hombre que, con su sangre, dibujó los contornos de la libertad y la justicia. Cada kilómetro recorrido sobre esa vía se convierte en un acto de homenaje, un tributo a la memoria de quien luchó hasta el último suspiro por restaurar la democracia en su tierra.

El nombre del coronel Fernández Domínguez (líder indomable de la Revolución de Abril) no es solo una inscripción en una placa de bronce; es un susurro que se escucha en el viento que acaricia esa autopista, un eco que recorre las calles, recordándonos, con solemnidad, que su espíritu sigue presente en cada paso dado por aquellos que transitan hacia el futuro, siempre bajo la luz de sus principios.

Cuando, como hemos dicho antes, el 19 de mayo de 1965, estando el sol aún danzando con la brisa cálida de la mañana, la vida del Coronel Rafael Fernández Domínguez encontró su fin en una emboscada mortal, tejida con precisión por las tropas del gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Lyndon B. Johnson, en ese instante, Fernández Domínguez (defensor de la soberanía popular) no era solo un hombre, sino el alma de una causa justa, la encarnación de la resistencia y la esperanza de un pueblo que luchaba por restaurar lo que le había sido arrebatado: su derecho a la democracia.  

 En el mismo lugar donde el cuerpo de este líder irreductible de la causa constitucional yacía, su espíritu se alzó por encima del dolor, como un farol inquebrantable que iluminaba la lucha por la libertad. La tierra que acogió su sacrificio, ese rincón de la ciudad no solo guardó su cuerpo, sino también la memoria de su valentía, de su entrega total a la causa del pueblo dominicano.

El Coronel Fernández Domínguez (bastión de la justicia constitucional) no murió solo en la calle, sino que dejó su impronta en la historia, y cada 19 de mayo, al recordar su caída, se honra no solo su sacrificio, sino su legado eterno: el de un hombre que luchó hasta el último aliento por la justicia, por la dignidad, por un país libre.

Aunque el nombre de Francisco Caamaño (otro gran personaje de nuestra historia) se asocia de manera más inmediata a la Revolución de abril de 1965, la figura de Rafael Tomás Fernández Domínguez (brazo firme de la democracia) es igualmente fundamental para comprender la magnitud de esa lucha por la restauración democrática en la República Dominicana. Ambos compartieron un mismo ideal, pero fue Fernández Domínguez -paladín de la restauración constitucional- quien, desde el inicio, organizó, lideró y dio forma a la resistencia militar que permitió que la democracia renaciera. Su sacrificio, en la emboscada que le costó la vida, no fue el final de su lucha, sino el sello definitivo de un compromiso con la justicia y la libertad que, al igual que el de Caamaño, trascendió las fronteras del tiempo.

La verdadera grandeza no radica en la fama, sino en la entrega total a una causa que busca la libertad, la justicia y la dignidad. La memoria de su sacrificio sigue viva, como un eco que nunca se apaga, invitándonos a reconocer, sin distinción, el valor y la determinación de todos aquellos que, como él, lucharon hasta el final por un futuro mejor para su pueblo.

YHP

8-11-24

Principio del formulario

Final del formulario


[1] “Dentro de las Fuerzas Armadas se mantuvo un grupo que intentaba restablecer la constitucionalidad propugnando el retorno al poder del presidente Juan Bosch. La cabeza de este grupo era Rafael Tomás Fernández Domínguez (…)” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 285).

[2] La Revolución de Abril de 1965 fue, en síntesis, un levantamiento militar para restaurar el gobierno constitucional de Juan Bosch, derrocado en 1963. El 24 de abril, militares constitucionalistas, liderados por Rafael Fernández Domínguez y Francisco Caamaño, se alzaron en armas. La intervención de Estados Unidos en apoyo al gobierno de facto complicó el conflicto, pero la Revolución sentó las bases para la restauración democrática, que culminó con elecciones libres en 1966.

[3] Para ampliar sobre el golpe de Estado a Bosch, leer el ensayo colgado en nuestro blog: www.yoaldo.org sobre ese evento de nuestra historia.

[4] “El 19 de mayo cayó en combate como soldado de la patria, frente a las tropas interventoras. Su gloriosa y heroica muerte hicieron más grandez su figura que el pueblo recuerda con admiración y respeto” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 212).

[5] El término “guerra civil” en el contexto de la Revolución de Abril, de 1965, se refiere específicamente al conflicto armado que tuvo lugar durante ese mes, pero a veces se usa de manera más amplia para referirse a la lucha interna por el control político que incluyó no solo el levantamiento constitucionalista de abril, sino también las tensiones previas y posteriores en el país. Sin embargo, en su uso más específico, la Revolución de Abril es la expresión más precisa para referirse a este levantamiento en particular.

[6] “El régimen del triunvirato integró su gabinete con representantes de todos los partidos golpistas (…) Una vez que el Triunvirato hubo consolidado su poder y especialmente después que Reid Cabaral se integró a él, los EEUU, activa y abiertamente, sostuvieron el régimen dominicano” (PICHARDO, Franklin Franco. Historia del pueblo dominicano, 8va. Edición, p. 625 y 629).

La Constitución como pilar de la convivencia y la libertad: reflexión en el Día de la Constitución dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

La primera Constitución de la República Dominicana fue proclamada el 6 de noviembre de 1844, en la ciudad de San Cristóbal, poco después de la declaración de independencia del país, ocurrida el 27 de febrero de ese mismo año. Es por ello que cada 6 de noviembre los dominicanos conmemoramos el Día de la Constitución, celebrando este hito fundamental en la consolidación del Estado dominicano.

De la Constitución deriva la estructura fundamental del Estado, los principios esenciales que guían su funcionamiento y, sobre todo, los derechos fundamentales de las personas. Para comprender la relevancia de esta norma superior y, en general, del derecho constitucional que se centra en su estudio, podemos hacer una analogía con una casa familiar. Imaginemos que una familia vive en una casa. Dentro de la casa, todos deben seguir ciertas normas de convivencia para que no haya caos. Cada miembro tiene derechos y responsabilidades: unos deben respetar los espacios del otro, otros deben contribuir a la limpieza y el orden. Sin reglas claras, la convivencia sería imposible y, por ende, los problemas se multiplicarían.

De manera similar, una Constitución es un conjunto de reglas y principios fundamentales que organiza la convivencia de todos los ciudadanos dentro de un Estado, estableciendo no solo los derechos de las personas, sino también los límites y competencias del poder estatal. Así como en una familia, donde no basta con tener reglas sin aplicación, una Constitución necesita un sistema que garantice que esas normas sean cumplidas. Esto es precisamente lo que significa tener una norma superior: una Constitución no solo establece las reglas y los principios, sino que también debe prever mecanismos eficaces para que se respeten. Es un pacto social que, por encima de los intereses de los gobernantes de turno, garantiza los derechos fundamentales de las personas y asegura que el poder sea limitado y responsable ante la sociedad.

En el contexto dominicano, el derecho constitucional tiene una historia rica en luchas y transformaciones. La primera Constitución, la de 1844, marcó el inicio de un proyecto de nación basado en los principios liberales, como la soberanía popular y los derechos individuales. Sin embargo, esta Constitución fue rápidamente desvirtuada, en particular por el famoso artículo 210, que otorgaba al presidente Pedro Santana poderes excepcionales para disolver el Congreso y gobernar de manera autoritaria, minando así los principios liberales originales. Este artículo evidenció que, aunque la Constitución de 1844 fuera, en su origen, un documento liberal, las tensiones internas y las presiones sociales y políticas rápidamente llevaron a su manipulación para consolidar el poder presidencial.

Es importante, además, contextualizar el término “liberal” dentro del constitucionalismo dominicano. Para los dominicanos, ser liberal no siempre ha significado adherir a los valores clásicos del constitucionalismo liberal, como la limitación del poder, la separación de poderes o la protección de los derechos individuales. En el contexto de nuestra historia, ser liberal ha sido sinónimo de defender la soberanía nacional, independientemente de los matices ideológicos. Así, el liberalismo en la República Dominicana ha sido interpretado como una lucha por la independencia frente a potencias extranjeras y contra el autoritarismo interno, lo que ha llevado a una compleja relación entre liberales y conservadores a lo largo de la historia.

Pese a estos matices, lo cierto es que el constitucionalismo liberal ha prevalecido, y la lucha constante en la historia dominicana ha sido, en última instancia, por la limitación del poder del gobernante y la protección de los derechos de los ciudadanos. Esta lucha no ha sido fácil ni lineal. A lo largo de los años, la historia constitucional de la República Dominicana ha sido marcada por intentos de poner al gobernante dentro de un marco jurídico que lo responsabilice por sus actos y lo limite, tanto en el ejercicio de su poder como en su acceso a los recursos del Estado.

El constitucionalismo dominicano, como señala el académico Eduardo Jorge Prats, es el reflejo de una lucha constante por la independencia del Estado, la limitación del poder presidencial, la protección de los derechos fundamentales, la implementación del sufragio universal, la transparencia electoral, y el impulso de un sistema judicial independiente. Cada uno de estos aspectos refleja un esfuerzo por construir una democracia genuina y por hacer de la Constitución un instrumento vivo, capaz de adaptarse a los tiempos y a los desafíos de la sociedad.

Ningún constitucionalismo debe limitarse a redactar textos constitucionales, sino que debe pasar de la retórica a construir instituciones sólidas y fomentar una cultura de respeto por los derechos fundamentales. Esta construcción no se logra sin una lucha constante en la política, en los tribunales, en la prensa, en la academia y, en última instancia, en la sociedad misma. La lucha constitucional es, ante todo, una lucha contra la injusticia y el anti-garantismo. El derecho constitucional, como cualquier otra disciplina, debe entenderse desde su historicidad, pues solo conociendo el pasado es posible enfrentar los desafíos futuros con sabiduría.

Enfrentamos hoy, como sociedad, nuevos retos globales y locales, como la inteligencia artificial, los temas de bioética, el cambio climático, entre otros, que requieren una adaptación de las normas constitucionales para garantizar que los derechos fundamentales de todos sean respetados en un contexto que cambia rápidamente. Por eso, celebrar el Día de la Constitución hoy, día 6 de noviembre, no es solo una cuestión simbólica, sino una invitación a reflexionar sobre el trabajo aún pendiente para hacer de la Constitución un instrumento verdaderamente inclusivo, participativo y vivo. La historia de la República Dominicana nos enseña que la lucha por un mejor Estado y por una sociedad más justa nunca se detiene.

¡Feliz Día de la Constitución, dominicanos! Porque un día como hoy (6 de noviembre, pero de 1844) marca para nosotros el compromiso con la justicia, la libertad y la dignidad humana. Y hay que tener conciencia de ello, porque solo entendiendo nuestra historia podremos avanzar con inteligencia hacia un futuro donde las instituciones y los derechos fundamentales sean la base de nuestra convivencia.

YHP

6-11-2024