Por.: Yoaldo Hernández Perera
“La justicia proviene del pueblo”, se ha previsto desde la Constitución de Cádiz que, a su vez, recogió Duarte en su proyecto de Ley Fundamental y que ha fraguado en nuestra vigente Carta Fundamental. De ahí la legitimación democrática del Poder Judicial: la sumisión a la ley. Los jueces, al administrar justicia, no imponen su criterio personal, sino que reflejan una voluntad ajena, que es la del pueblo objetivada en la norma mediante sus legisladores representantes. Y, para que sea visible su legitimación democrática, deben desarrollar en sus decisiones una debida motivación que, tal como ha decidido el Tribunal Constitucional dominicano, es una de las garantías del derecho fundamental a un debido proceso y de la tutela judicial efectiva consagrados en las disposiciones de los artículos 68 y 69 de la Constitución[1].
La independencia del juez se basa en la voluntad del pueblo plasmada en sus leyes. Si no fuera así, dicha independencia pudiera erigirse en arbitrariedad, que es la antítesis de la seguridad jurídica. Vale repetir, los jueces del orden judicial no deciden caprichosamente en función de lo que les parezca a ellos subjetivamente, conforme a sus personalísimos principios y valores, no. Sus fallos deben reflejar la voluntad del pueblo que, en el sistema democrático[2] que nos rige, es de donde proviene la justicia.
Mucho se ha tratado sobre la legitimación democrática del Poder Judicial, pero debe abordarse también la temática democrática del Tribunal Constitucional, que no es parte del Poder Judicial, pero es el máximo intérprete de la Carta Sustantiva de la nación. En efecto, las interpretaciones que de la Constitución hagan los jueces del Tribunal Constitucional deben responder a la voluntad que el pueblo plasmó en su pacto de nación, que es su Carta Magna. Igual que los jueces del Poder Judicial, que deben plasmar en las motivaciones de sus decisiones su legitimación democrática, exponiendo –razonadamente- la voluntad del pueblo plasmada en la ley, los magistrados constitucionales deben hacer acopio de la voluntad del Constituyente que, en definitiva, es la voluntad del pueblo.
No es ocioso, brevemente, retomar el tema de la legitimación democrática de los jueces del Poder Judicial, a fines de, muy puntualmente, hacer algunas matizaciones. Y es que en Europa (de donde proviene mucha doctrina autorizada y sentencias de jurisdicciones constitucionales de gran impacto en el constitucionalismo dominicano) solamente rige el sistema concentrado de control de constitucionalidad. En cambio, en la República Dominicana existe, como es sabido, una dualidad de sistemas de control de constitucionalidad: el control difuso, originario del common law, a cargo de los tribunales del Poder Judicial, y –por otro lado- el control concentrado, derivado del modelo europeo, de la exclusiva competencia del Tribunal Constitucional.
Producto de la coexistencia de los referidos sistemas de control de constitucionalidad en el ordenamiento jurídico dominicano, el principio de “sumisión a la ley” no es tan marcado como en países que únicamente tienen el control concentrado de constitucionalidad. Mientras en España, por ejemplo, los jueces del Poder Judicial no están autorizados a interpretar directamente la Constitución, sino que deben hacer aplicación de las interpretaciones que los órganos autorizados hagan de ella: TC y Cortes Generales, en nuestro país los jueces ordinarios, como garantes de la Carta Fundamental, pueden (y deben) desaplicar al caso concreto una norma adjetiva que colida con la Ley Sustantiva, que es la Constitución. Esto así, a través del control difuso. De suerte y manera que, al revisar doctrina comparada, debe matizarse la cuestión a la realidad dominicana para que el derecho comparado sea eficazmente aprovechado como herramienta jurídica para llegar a buenas soluciones para casos nacionales.
Al respecto, a la luz de la realidad española, PÉREZ ROYO y CARRASCO DURÁN, en su Curso de derecho constitucional, han afirmado: “El Poder Judicial únicamente se legitima democráticamente a partir de la ley. No puede legitimarse democráticamente a partir de la Constitución de manera directa. Está sometido a la Constitución, pero tal como es interpretada por las Cortes Generales al dictar la ley. Legitimación directamente a partir de la Constitución sólo la tienen las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional, que no es Poder Judicial”[3].
Las reflexiones esbozadas ut supra, hay que insistir, deben verse bajo el prisma del ordenamiento dominicano. Aquí (y con eso cerramos el tema de la legitimación democrática del Poder Judicial) los jueces ordinarios son también guardianes de la Constitución y, como tales, deben legitimarse democráticamente, reflejando la voluntad del Constituyente, que es la del pueblo, en sus decisiones; igual que la voluntad del pueblo que se recoge en la ley ordinaria a través de los legisladores[4]. Nunca –en el deber ser– la voluntad particular del juez es la que contiene sus decisiones, sino la del pueblo, a través de sus leyes y de su Constitución.
Retomando la atención a la legitimación democrática del Tribunal Constitucional, decíamos que este órgano extra poder debe reflejar en sus decisiones la voluntad del pueblo, no la propia, contenida en la Constitución. Eso es importantísimo resaltarlo, porque la debida motivación también es una obligación de los magistrados de esta alta Corte: deben exponer –razonadamente- por qué en sus sentencias gravita la voluntad del Constituyente que, reiteramos, es la del pueblo. Y tienen que, en aplicación del principio de corrección funcional[5] (propio de la interpretación constitucional), evitar injerir en las atribuciones del Congreso, el cual, como portavoz del pueblo, debe poder libremente buscar las soluciones a las problemáticas presentadas a la sociedad, mediante sus leyes. Es el Congreso el que crea derecho. El Tribunal Constitucional no está llamado a crear derecho, sino a evitar que se cree derecho anticonstitucional y, hay que agregar, también está llamado a corregir el derecho creado por el legislador, mediante sus sentencias interpretativas.
Debe haber sinergia institucional, no solo entre el Tribunal Constitucional y la Suprema Corte de Justicia, sino también entre el Tribunal Constitucional y el Congreso, que es lo que predica el principio previamente mencionado sobre corrección funcional. En efecto, al interpretar la Constitución, su máximo intérprete debe auto limitarse. Solamente tiene que ver si el legislador entendió bien los límites que le impone la Constitución[6]. Cuando el orden constitucional no se ha quebrantado, no debe el Tribunal Constitucional injerir en ningún ámbito competencial de ningún órgano o poder del Estado. Debe, en definitiva, tenerse claro el papel de un Tribunal Constitucional en el Estado de derecho: velar por la supremacía de la Constitución, el orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales (art. 184, CRD). La Constitución es la brújula del accionar de esta alta Corte.
Sobre la necesidad de que el Tribunal Constitucional se auto limite al interpretar la Constitución (en el marco de la revisión de la constitucionalidad de las leyes), el genio doctrinal ha razonado en el siguiente sentido: “(…) el Tribunal Constitucional debe auto limitarse en su revisión de la interpretación del legislador, ya que su interpretación jurídica no debe reducir indebidamente el margen de la interpretación política de aquel. Si el Tribunal Constitucional no se auto limitara en su interpretación de la Constitución, su actuación conduciría inevitablemente al bloqueo del sistema político, dejando sin respuesta a los problemas de la sociedad”[7].
La interpretación política, no está de más recordar, es –en suma- la que realiza el legislador, en el contexto de la organización de la sociedad[8], para buscar, a través de la ley adjetiva, soluciones a los problemas que enfrenta la sociedad. Por otro lado, la interpelación jurídica es la que lleva a cabo el Tribunal Constitución para, en el ámbito jurídico, revisar si el legislador ha respetado los límites que le impone la Constitución al momento de producir la ley analizada.
Dicho todo lo anterior, a modo de conclusión, ha de establecerse que, por un lado, la legitimación democrática de los jueces del Poder Judicial, distinto al modelo europeo, no es exclusivamente respecto de la ley. La sumisión a la ley en el ordenamiento dominicano tiene el matiz de que todos los jueces tienen facultad para controlar, por la vía difusa, la constitucionalidad. La ley se reputa constitucional, esa es la regla general, ciertamente; pero, tan pronto el juez ordinario entienda que la norma adjetiva ha quebrantado el orden constitucional, debe desaplicarla, por mandato expreso de la Constitución. Y su legitimación democrática deberá hacerla visible a través de una debida motivación, exponiendo, razonadamente, por qué es la voluntad del pueblo la que ha aplicado; sea la voluntad popular del legislador ordinario en la ley, o bien la voluntad popular mediante el Constituyente, en virtud de la Constitución.
Por otro lado, la legitimación democrática también debe ser cuidada por los jueces constitucionales, los cuales tienen que evidenciar en sus decisiones, a través de una debida motivación, que están decidiendo en sintonía con la voluntad del pueblo plasmada en la Constitución[9], interpretando dicho instrumento con una auto limitación, a fines de no injerir en los ámbitos competenciales del Congreso ni de ningún otro órgano o poder del Estado.
[1] “Este Tribunal Constitucional reconoce que la debida motivación de las decisiones es una de las garantías del derecho fundamental a un debido proceso y de la tutela judicial efectiva, consagrados en las disposiciones de los artículos 68 y 69 de la Constitución e implica la existencia de una correlación entre el motivo invocado, la fundamentación y la propuesta de solución (…)” (TC/0017/13, del 20 de febrero de 2013).
[2] Recordemos que, en el sistema democrático, por definición, el soberano es el pueblo.
[3] PÉREZ ROYO, Javier y CARRASCO DURÁN, Manuel. Curso de derecho constitucional (decimoséptima edición), p. 692.
[4] La ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, sostiene que la justicia constitucional está a cargo del Tribunal Constitucional, pero también de los tribunales del Poder Judicial, mediante el control difuso de constitucionalidad.
[5] En concreto, con este principio se trata de no desvirtuar la distribución de funciones y el equilibrio entre los poderes del Estado diseñado por la Constitución, teniendo especial importancia en las relaciones entre el propio Tribunal Constitucional y el legislador.
[6] La interpretación constitucional, tal como ha asegurado la doctrina constitucionalista autorizada, es una interpretación de límites. Por un lado, el legislador debe legislar limitado a la Constitución y, por otro lado, el TC debe controlar al legislador, en el ámbito jurídico, sin extralimitarse. Cuando se dice que el legislador debe respetar los límites de la Constitución se habla, concretamente, de no legislar violando derechos fundamentales, el debido proceso ni, en general, conculcando el orden constitucional. De suerte que nada que esté en la Constitución pude ser contradicho por una ley adjetiva.
[7] Op. Cit. PÉREZ ROYO, Javier y CARRASCO DURÁN, Manuel, p. 106.
[8] No está de más refrescar, conceptualmente, que lo “político” alude a la organización de la sociedad a través de un órgano que se llama “gobierno”. Tiende a equipararse a lo “partidista”, pero no es lo mismo. Los partidos políticos son esenciales para el juego de la democracia, pero lo político va más allá: como se ha dicho, versa sobre la organización de la sociedad. El gobierno, en el contexto político, a veces lo dirige un partido, a veces otro, según la intención del voto, en el marco del sistema democrático, en el cual el pueblo es el soberano. El Tribunal Constitucional es, pues, un órgano esencialmente político, porque sus decisiones impactan la organización de la sociedad, pero no debe ser partidista, porque, si responde exclusivamente a intereses de una parcela política determinada, desvirtuaría sus atribuciones. El perfil del juez constitucional, más allá de lo moral, lo jurídico y la clara visión del papel del Tribunal Constitucional, debe ser apartidista. La experiencia comparada (y la nacional) ha aleccionado en el sentido de que cuando llegan políticos-partidistas al Tribunal Constitucional, hacen más mal que bien. Aunque, hay que decir, se han visto casos de políticos ex partidistas que, luego de juramentarse como jueces constitucionales, abandonan su ropaje y se centran en lo político (de organización del Estado). Pero esa es, vale decir, la excepción. Lo recomendable es que el CNM elija jueces de esta alta Corte que no militen ni tengan vinculación muy cercana con los partidos políticos.
[9] Propicio es recordar, al hablar de la Constitución, el principio de interdependencia que rige en la justicia constitucional, previsto en el artículo 7.10 de la Ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, conforme al cual los valores, principios y reglas contenidos en la Constitución y en los tratados internacionales sobre derechos humanos adoptados por los poderes públicos de la República Dominicana, conjuntamente con los derechos y garantías fundamentales de igual naturaleza a los expresamente contenidos en aquellos, integran el bloque de constitucionales que sirve de parámetro al control de constitucionalidad y al cual está sujeto la validez formal y material de las normas infraconstitucinales.