Por: Yoaldo Hernández Perera
A menudo, la historia no es del todo justa al asignar a cada figura histórica el lugar que verdaderamente le corresponde. Los relatos del pasado, en su afán por condensar hechos complejos en narrativas simplificadas, tienden a destacar a ciertos personajes, otorgándoles el protagonismo que, aunque merecido, puede eclipsar la contribución fundamental de otros. No se trata de restar méritos a aquellos que han sido elevados al estatus de héroes, sino de reconocer que, en ocasiones, la memoria colectiva no refleja con total precisión la magnitud de ciertos roles. En el caso de la Revolución de Abril de 1965, el Coronel Rafael Fernández Domínguez, aunque reconocido, no ocupa en el imaginario popular el sitial que en rigor le corresponde. Su papel fue, en muchos sentidos, el cimiento sobre el que se construyó la gesta[1], pero su figura ha sido opacada por otros nombres, a pesar de que su contribución fue tan trascendental como la de cualquier otro líder de la Revolución.
Este breve ensayo no busca restar protagonismo a quienes también jugaron un papel decisivo, sino más bien iluminar el valor profundo de la acción de Fernández Domínguez, cuyo liderazgo y sacrificio fueron esenciales para la restauración democrática que definió ese crucial momento de la historia dominicana. En definitiva, honrar con justeza a cada figura histórica es reconocer el verdadero peso de su contribución, sin dejar que las narrativas simplificadas distorsionen el valor de su rol. Solo así podemos comprender cabalmente los procesos que han dado forma a nuestra historia, y otorgar a cada protagonista el lugar que realmente merece en el vasto mosaico del pasado.
Rafael Tomás Fernández Domínguez, héroe de la restauración democrática (nacido en Damajagua, Valverde, República Dominicana, el 18 de septiembre de 1934 y fallecido en Santo Domingo el 19 de mayo de 1965), en suma, tiene su nombre escrito en las páginas de la historia dominicana, porque, tras el derrocamiento del presidente Juan Bosch (en 1963), organizó y encabezó un movimiento militar constitucionalista, luchando por la restauración del gobierno democrático. Durante la Revolución de Abril[2], lideró las fuerzas constitucionalistas (que buscaban reponer a Bosch[3]) y jugó un papel decisivo en la defensa del orden constitucional. Su sacrificio fue definitivo cuando, siendo ministro de Interior y Policía, murió en combate al intentar tomar el Palacio Nacional, convirtiéndose en un mártir de la lucha por la democracia en la República Dominicana[4].
Este líder constitucionalista -caído en combate- encarna, en su vida y en su sacrificio, la esencia del compromiso con la patria y la justicia en tiempos de turbulencia. Es figura clave en el liderazgo de la nación, su destino se entrelazó con los momentos más álgidos de la historia dominicana, aquellos que definieron la Guerra Civil Dominicana[5] y la Revolución de Abril de 1965. A lo largo de su trayectoria, se erigió como un pilar de la fuerza militar y la voluntad política, ocupando puestos de relevancia, como director de la Academia Militar, subjefe de la Fuerza Aérea Dominicana, y ministro de Interior y Policía. En este último cargo, se vio investido de la dignidad de vicepresidente de la República, asumiendo con responsabilidad el rol de primer sustituto del presidente, según la Constitución de su tiempo.
La grandeza del legado de este artífice de la lucha por la democracia no radica solo en los altos puestos que ocupó, sino en la trascendencia de sus principios, en su fidelidad a los ideales de democracia y soberanía que guían a los pueblos. Por ello, el Congreso Nacional de la República Dominicana, reconociendo su heroísmo y sacrificio, lo declaró Héroe Nacional mediante la Ley núm. 58-99 de 1999 y sus restos hoy descansan en el Panteón de la Patria, como símbolo inmortal de su entrega.
Más allá de las fronteras de su tierra natal, su memoria fue también honrada por el Gobierno de El Salvador, que erigió en 2018 un monumento en su honor en la Plaza de la Revolución de la Universidad de El Salvador, un tributo a su valentía y a su lucha por los ideales de libertad y justicia.
El 19 de mayo, día en que falleció en combate, ha sido instituido como el “Día del Soldado Democrático” por la Ley núm. 154-08, un recordatorio anual del sacrificio de quienes, como él, dieron su vida por la democracia. Asimismo, su nombre quedó inmortalizado en la principal arteria vial de Santo Domingo Este, la Autopista de San Isidro, que hoy lleva su nombre, como testimonio perdurable de un hombre cuyo coraje y lealtad a su nación resuenan en la memoria colectiva de la República Dominicana.
Este mártir de la Revolución de Abril no fue solo un militar; fue un hombre de principios inquebrantables, cuya vida y muerte se erigen como un faro de rectitud y determinación. En él, la historia se hace presente, enseñándonos que la verdadera grandeza radica en la capacidad de sacrificar lo personal por el bien de un ideal superior.
Tras la caída de la dictadura de Trujillo, este valiente defensor del orden constitucional desempeñó un papel crucial en la transición del país hacia la democracia. El 20 de diciembre de 1962, en las primeras elecciones libres celebradas después de la dictadura, el presidente Juan Bosch fue elegido democráticamente. Bosch asumió la presidencia el 27 de febrero de 1963 para un mandato de cuatro años, pero su gobierno, como se ha visto, fue derrocado el 25 de septiembre de ese mismo año.
Durante la administración del presidente Bosch, el personaje bajo estudio (símbolo de la resistencia democrática) se distinguió por su lealtad al poder civil. El 15 de junio de 1963, fue nombrado director de la Academia Militar “Batalla de Las Carreras”, cargo que ocupó con dedicación y compromiso institucional.
Sin embargo, después del referido derrocamiento de Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963, Fernández Domínguez (arquitecto de la restauración constitucional), junto con otros militares comprometidos con la democracia, inició un plan para poner fin al Gobierno de facto del Triunvirato[6] y restaurar el orden constitucional que había sido interrumpido meses antes.
A este baluarte de la democracia dominicana le fue encomendado un destino singular, uno que lo llamó a ser artífice y líder de un movimiento que no solo desafiaría a los poderes establecidos, sino que abrazaría la causa más noble y trascendente: la restauración del orden constitucional, quebrantado por el mencionado golpe de Estado de 1963. Su tarea no fue simplemente organizar, sino gestar desde las entrañas de su ser una lucha que apelaba a la esencia misma de la justicia y la soberanía del pueblo, principios que todo ser humano siente en su interior como un llamado ineludible.
Así, al frente del movimiento militar constitucionalista, este coronel, defensor incansable de la libertad, no solo lideraba una acción armada; representaba la esperanza de un pueblo que ansiaba recuperar lo que le fue arrebatado: la libertad de elegir su destino a través de un gobierno legítimamente constituido. La Revolución de Abril de 1965 fue el escenario donde su alma se fundió con la de muchos otros, en una lucha por la restitución de la democracia, esa fragua inquebrantable en la que forjan su carácter los pueblos valientes.
En la guerra que marcó ese abril, Fernández Domínguez (faro de la lucha constitucionalista) se erigió como un héroe de primera línea, guiando a sus hombres con la convicción de quien sabe que el sacrificio es el precio de la justicia. Pero el destino, que a menudo es caprichoso y cruel, le reservaba un final trágico. El 19 de mayo de 1965, cuando, en su calidad de ministro de Interior y Policía, se dirigía al Palacio Nacional con la firme intención de tomarlo y consolidar la victoria, fue víctima de una emboscada urdida por las fuerzas militares estadounidenses, quienes, al intervenir en el conflicto, acabaron con su vida.
Su muerte no fue solo la caída de un hombre, sino el sacrificio de un ideal. En el momento en que su cuerpo fue abatido, la República Dominicana perdió un líder, pero su legado, hecho de ideales inquebrantables, se perpetuó más allá de su último aliento, marcando para siempre la memoria colectiva del pueblo dominicano. En su sacrificio, este comandante de la restauración democrática se convirtió, no solo en un mártir de la democracia, sino en un símbolo eterno de la lucha por la justicia y la autodeterminación de nuestro pueblo.
El 18 de septiembre de 2011, en un acto de profunda memoria y respeto, la Alcaldía de Santo Domingo Este otorgó un nombre eterno a una de sus arterias vitales, la Autopista de San Isidro. La vía que atraviesa el corazón de la ciudad, testigo silente de innumerables destinos, pasó a llevar, desde ese momento, el nombre del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez (emblema de la lucha por la libertad), el hombre cuya vida fue un faro de valentía, sacrificio y amor inquebrantable por la patria.
Así, la autopista no solo es un sendero de asfalto que une espacios físicos, sino también un puente simbólico que conecta a generaciones de dominicanos con el legado de un hombre que, con su sangre, dibujó los contornos de la libertad y la justicia. Cada kilómetro recorrido sobre esa vía se convierte en un acto de homenaje, un tributo a la memoria de quien luchó hasta el último suspiro por restaurar la democracia en su tierra.
El nombre del coronel Fernández Domínguez (líder indomable de la Revolución de Abril) no es solo una inscripción en una placa de bronce; es un susurro que se escucha en el viento que acaricia esa autopista, un eco que recorre las calles, recordándonos, con solemnidad, que su espíritu sigue presente en cada paso dado por aquellos que transitan hacia el futuro, siempre bajo la luz de sus principios.
Cuando, como hemos dicho antes, el 19 de mayo de 1965, estando el sol aún danzando con la brisa cálida de la mañana, la vida del Coronel Rafael Fernández Domínguez encontró su fin en una emboscada mortal, tejida con precisión por las tropas del gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Lyndon B. Johnson, en ese instante, Fernández Domínguez (defensor de la soberanía popular) no era solo un hombre, sino el alma de una causa justa, la encarnación de la resistencia y la esperanza de un pueblo que luchaba por restaurar lo que le había sido arrebatado: su derecho a la democracia.
En el mismo lugar donde el cuerpo de este líder irreductible de la causa constitucional yacía, su espíritu se alzó por encima del dolor, como un farol inquebrantable que iluminaba la lucha por la libertad. La tierra que acogió su sacrificio, ese rincón de la ciudad no solo guardó su cuerpo, sino también la memoria de su valentía, de su entrega total a la causa del pueblo dominicano.
El Coronel Fernández Domínguez (bastión de la justicia constitucional) no murió solo en la calle, sino que dejó su impronta en la historia, y cada 19 de mayo, al recordar su caída, se honra no solo su sacrificio, sino su legado eterno: el de un hombre que luchó hasta el último aliento por la justicia, por la dignidad, por un país libre.
Aunque el nombre de Francisco Caamaño (otro gran personaje de nuestra historia) se asocia de manera más inmediata a la Revolución de abril de 1965, la figura de Rafael Tomás Fernández Domínguez (brazo firme de la democracia) es igualmente fundamental para comprender la magnitud de esa lucha por la restauración democrática en la República Dominicana. Ambos compartieron un mismo ideal, pero fue Fernández Domínguez -paladín de la restauración constitucional- quien, desde el inicio, organizó, lideró y dio forma a la resistencia militar que permitió que la democracia renaciera. Su sacrificio, en la emboscada que le costó la vida, no fue el final de su lucha, sino el sello definitivo de un compromiso con la justicia y la libertad que, al igual que el de Caamaño, trascendió las fronteras del tiempo.
La verdadera grandeza no radica en la fama, sino en la entrega total a una causa que busca la libertad, la justicia y la dignidad. La memoria de su sacrificio sigue viva, como un eco que nunca se apaga, invitándonos a reconocer, sin distinción, el valor y la determinación de todos aquellos que, como él, lucharon hasta el final por un futuro mejor para su pueblo.
YHP
8-11-24
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[1] “Dentro de las Fuerzas Armadas se mantuvo un grupo que intentaba restablecer la constitucionalidad propugnando el retorno al poder del presidente Juan Bosch. La cabeza de este grupo era Rafael Tomás Fernández Domínguez (…)” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 285).
[2] La Revolución de Abril de 1965 fue, en síntesis, un levantamiento militar para restaurar el gobierno constitucional de Juan Bosch, derrocado en 1963. El 24 de abril, militares constitucionalistas, liderados por Rafael Fernández Domínguez y Francisco Caamaño, se alzaron en armas. La intervención de Estados Unidos en apoyo al gobierno de facto complicó el conflicto, pero la Revolución sentó las bases para la restauración democrática, que culminó con elecciones libres en 1966.
[3] Para ampliar sobre el golpe de Estado a Bosch, leer el ensayo colgado en nuestro blog: www.yoaldo.org sobre ese evento de nuestra historia.
[4] “El 19 de mayo cayó en combate como soldado de la patria, frente a las tropas interventoras. Su gloriosa y heroica muerte hicieron más grandez su figura que el pueblo recuerda con admiración y respeto” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 212).
[5] El término “guerra civil” en el contexto de la Revolución de Abril, de 1965, se refiere específicamente al conflicto armado que tuvo lugar durante ese mes, pero a veces se usa de manera más amplia para referirse a la lucha interna por el control político que incluyó no solo el levantamiento constitucionalista de abril, sino también las tensiones previas y posteriores en el país. Sin embargo, en su uso más específico, la Revolución de Abril es la expresión más precisa para referirse a este levantamiento en particular.
[6] “El régimen del triunvirato integró su gabinete con representantes de todos los partidos golpistas (…) Una vez que el Triunvirato hubo consolidado su poder y especialmente después que Reid Cabaral se integró a él, los EEUU, activa y abiertamente, sostuvieron el régimen dominicano” (PICHARDO, Franklin Franco. Historia del pueblo dominicano, 8va. Edición, p. 625 y 629).