El interés casacional y la creación de doctrina jurisprudencial: tensiones entre rigidez y flexibilidad en la interpretación de esta causa de admisibilidad del recurso

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Sumario

I.- Aproximación a la cuestión, II.- Lectura restrictiva: el silencio absoluto de la Corte sobre una norma jurídica, III.- Lectura flexible: La necesidad de reforzar o rectificar los precedentes, IV.- Cultura exegética y el futuro de la interpretación de la “trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial”, como causa del interés casacional, V.- Conclusión.

I.- Aproximación a la cuestión

El artículo 10.3 de la Ley 2-23, que regula el recurso de casación, establece el concepto de “interés casacional”, y en la letra c) se prevé cómo la Corte de Casación debe actuar en situaciones donde no existe una doctrina jurisprudencial establecida sobre una norma jurídica. La interpretación de este artículo ha generado diversas opiniones, especialmente en cuanto a la posibilidad de que el interés casacional se limite solo al silencio absoluto de la Corte sobre una determinada norma jurídica o, por el contrario, que se amplíe para incluir la necesidad de rectificar o reforzar precedentes jurisprudenciales existentes.

Expresamente, el comentado artículo 10.3.c) de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, sobre la trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial como causa del interés casacional, establece lo siguiente: “Las sentencias que apliquen normas jurídicas sobre las cuales no exista doctrina jurisprudencial de la Corte de Casación, y esta última justifique la trascendencia de iniciar a crear tal doctrina”. En este breve escrito abordaremos ambas posturas sobre la interpretación de este texto (rígida y flexible), con el fin de reflexionar sobre cuál de ellas es más adecuada para el desarrollo del derecho y para la consolidación de un sistema judicial coherente con el Estado constitucional de derecho.

II. Lectura restrictiva: el silencio absoluto de la Suprema Corte de Justicia sobre una norma jurídica

Una interpretación restrictiva del artículo 10.3.c podría entender que el interés casacional solo se presenta cuando la Suprema Corte de Justicia no se ha pronunciado nunca sobre una norma jurídica en particular. Según esta visión, el interés casacional surgiría exclusivamente ante la ausencia total de pronunciamientos previos sobre una norma, sin considerar los matices que podrían derivarse de las interpretaciones de la doctrina y de los precedentes judiciales.

Sin embargo, este enfoque resulta reduccionista, pues limita la función de la Corte a la mera ausencia de pronunciamientos previos sobre una norma jurídica. Siendo oportuno señalar que la noción de “norma jurídica” no debe reducirse exclusivamente a la ley escrita, obviando otros elementos fundamentales en el sistema jurídico. El derecho no se conforma únicamente con la ley; existen otros tipos de normas, como los principios generales del derecho, los precedentes normativos y vinculantes del TC, etc. Una visión estrictamente literal del texto no debe restringir el concepto de norma jurídica solo a la ley, sino considerar todas las fuentes del derecho que influyen en la creación y aplicación del ordenamiento jurídico.

III. Lectura flexible: La necesidad de reforzar o rectificar los precedentes

Por otro lado, una interpretación más flexible del artículo 10.3.c sugiere que el interés casacional no debe limitarse al silencio total de la Corte sobre una norma, sino que también debe incluir situaciones en las que sea necesario rectificar o reforzar precedentes jurisprudenciales existentes. Este enfoque se basa en la premisa de que la jurisprudencia no es estática, sino que es un cuerpo normativo vivo que debe evolucionar con el tiempo para adaptarse a los cambios sociales, políticos y económicos.

En este sentido, la creación de doctrina jurisprudencial puede ser necesaria, no solo para abordar cuestiones inéditas, sino también para aclarar, corregir o reforzar interpretaciones previas. Esto se vuelve especialmente relevante cuando un precedente anterior del tribunal es contradictorio con un principio constitucional, una nueva ley, o incluso con la evolución del pensamiento jurídico. Así, la Corte de Casación podría ejercer su papel no solo al crear doctrina sobre normas no interpretadas antes, sino también al rectificar o fortalecer precedentes existentes que se vean desfasados o que hayan sido contradichos por nuevos desarrollos en el derecho.

Este enfoque refleja una visión más dinámica del derecho, acorde con el principio de que la justicia debe evolucionar y ajustarse a las nuevas realidades sociales y jurídicas. De este modo, se contribuiría a la consolidación de un “derecho jurisprudenciado”, en el que la jurisprudencia no sea un conjunto rígido de normas, sino una herramienta de interpretación y adaptación continua.

IV. Cultura exegética y el futuro de la interpretación de la “trascendencia de iniciar a crear doctrina jurisprudencial”, como causa del interés casacional

La tradición exegética de nuestra comunidad jurídica ha favorecido históricamente la interpretación literal y restrictiva de las normas. Esto ha generado una cultura en la que se tiende a ver la jurisprudencia como algo fijo y definitivo. Como resultado, es probable que, con el tiempo, se consolide la interpretación más restrictiva del artículo 10.3.c, entendiendo que el interés casacional solo existe en caso de un silencio total de la Corte sobre una norma jurídica. No obstante, esta interpretación puede resultar incompatible con el dinamismo propio del Estado constitucional de derecho, que exige una jurisprudencia flexible y adaptativa.

Es preferible que prime la segunda postura, la que entiende la comentada causal del interés casacional de manera más amplia y flexible. Este enfoque es más coherente con el modelo constitucional actual, en el que la jurisprudencia desempeña un papel fundamental en la interpretación y aplicación del derecho. Un sistema judicial que promueva la creación continua de doctrina jurisprudencial y la rectificación de precedentes obsoletos fortalecerá el Estado de derecho, garantizando que la justicia se adapte a las necesidades de la sociedad.

V.- Conclusión

La interpretación del interés casacional y su relación con la creación de doctrina jurisprudencial es un tema que debe ser analizado con cuidado, dada su importancia para el desarrollo del derecho y la consolidación de un sistema judicial moderno y justo. Si bien es probable que, debido a nuestra cultura exegética, se consolide la interpretación restrictiva del artículo 10.3.c de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, lo deseable sería que se adoptara una postura más flexible. Esto permitiría que la Corte de Casación no solo cree doctrina sobre normas no previamente interpretadas, sino también que refuerce o rectifique precedentes existentes. Esta visión más dinámica y adaptable de la jurisprudencia está alineada con el Estado constitucional de derecho y contribuiría a consolidar un “derecho jurisprudenciado”, que es la tendencia, en el que la justicia evoluciona de manera coherente con los tiempos y las realidades sociales.

Del tecnofeudalismo: perspectiva jurídica y la necesidad de un reforzamiento jurídico doméstico e internacional

Por.: Yoaldo Hernández Perera

                    Sumario

I.- Aproximación a la cuestión, II.- Un panorama de dependencia y control, III.- La perspectiva jurídica del tecnofeudalismo, IV.- La necesidad de un marco legal internacional, V.- Conclusión.

  1. Aproximación a la cuestión

En concreto, el denominado tecnofeudalismo consiste en un sistema socioeconómico en el que las grandes corporaciones tecnológicas, como Google, Amazon, Facebook y Apple, han adquirido un control tan profundo sobre los datos, las infraestructuras digitales y las plataformas esenciales para la vida cotidiana que los usuarios se ven relegados a un rol similar al de los siervos en el feudalismo tradicional. En este nuevo paradigma, las corporaciones se convierten en los “señores” que gestionan el acceso a recursos fundamentales, como la información, los servicios y las redes sociales, mientras que los individuos, en lugar de ser libres propietarios de su autonomía digital, se ven atrapados dentro de un sistema de dependencia, en el que su acceso a bienes y servicios está condicionado por las reglas impuestas por estas empresas.

Varios autores se han referido a este concepto, destacando sus implicaciones tanto en el ámbito económico como en el social. Entre ellos, el sociólogo Shoshana Zuboff, en su obra The Age of Surveillance Capitalism[1], ha sido una de las voces más influyentes al señalar cómo las empresas tecnológicas han transformado los datos personales en un recurso valioso, sometiendo a los usuarios a una constante recolección y comercialización de su información. Otros estudiosos como Evgeny Morozov[2] también han explorado cómo las plataformas digitales han concentrado poder en manos de unos pocos actores, creando un escenario donde el control de la infraestructura tecnológica redefine las relaciones de poder globales.

Es una nueva realidad que, para explicarlo, se ha comparado con el feudalismo tradicional de la época medieval, consistente en una estructura social jerárquica en la que los señores feudales controlaban grandes extensiones de tierra y los siervos dependían de ellos para acceder a los recursos necesarios para vivir. De manera análoga, en el tecnofeudalismo, los “señores digitales” controlan vastos recursos de información y tecnología, mientras que los usuarios, aunque no poseen tierras, dependen de estas plataformas tecnológicas para llevar a cabo funciones esenciales de la vida cotidiana, como trabajar, comunicarse, comprar o incluso educarse. Este control de las plataformas y de los datos genera una nueva forma de subordinación, donde la autonomía del individuo queda limitada y los derechos fundamentales[3] de los usuarios se ven vulnerados por la falta de regulación y transparencia en las prácticas digitales de estas corporaciones.

En el contexto actual, dominado por la digitalización y las grandes corporaciones tecnológicas, el concepto de “tecnofeudalismo” ha emergido como una nueva forma de organización socioeconómica, que podría redefinir las relaciones de poder y propiedad en la sociedad globalizada. Este término, inicialmente acuñado en el ámbito de la economía, ha generado un amplio debate, no solo desde el punto de vista económico, sino también desde una óptica jurídica. Específicamente, surge la necesidad de reflexionar sobre cómo este nuevo orden impacta los derechos fundamentales de los individuos y cómo los marcos legales existentes pueden quedar obsoletos frente a los nuevos retos que plantea este fenómeno. Es fundamental, por tanto, que la cuestión del tecnofeudalismo también sea abordada desde una perspectiva jurídica, reforzando la necesidad de un marco legal robusto, tanto a nivel nacional como internacional, para garantizar la protección de los derechos fundamentales en este nuevo contexto digital.

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II.- Un panorama de dependencia y control

El tecnofeudalismo, como hemos adelantado, se refiere a una forma de organización social y económica en la que una élite de grandes corporaciones tecnológicas ejerce un poder de control absoluto sobre los recursos digitales y las infraestructuras tecnológicas, generando un panorama de dependencia en la que los individuos se ven relegados a un papel similar al de los siervos medievales. Esta nueva “feudalización” no se basa en la propiedad de tierras, como en el caso del feudalismo tradicional, sino en la posesión y el control de los datos y las plataformas digitales que estructuran la vida moderna.

En este sistema, las grandes empresas tecnológicas (como Google, Amazon, Facebook, Apple, entre otras) poseen y gestionan los datos personales, las infraestructuras de comunicación y las plataformas a través de las cuales los usuarios acceden a servicios esenciales como la información, el comercio, la educación y la comunicación. De esta manera, los usuarios dependen de estas empresas para acceder a bienes y servicios básicos, mientras que las corporaciones acumulan poder y riqueza de manera desmesurada.

III.- La perspectiva jurídica del tecnofeudalismo

Desde una perspectiva jurídica, el tecnofeudalismo implica la erosión de varios principios fundamentales que protegen los derechos de los individuos en una sociedad democrática. Uno de los aspectos más críticos es la vulneración de la autonomía y la libertad de los individuos. Al depender de gigantes tecnológicos para acceder a servicios esenciales, los ciudadanos se ven obligados a aceptar las condiciones impuestas por estas corporaciones, que a menudo no están sujetas a regulaciones adecuadas. La falta de competencia, la invasión de la privacidad y el control sobre la información personal son solo algunos de los problemas que surgen en este contexto.

Además, el tecnofeudalismo pone en cuestión el derecho a la igualdad. Al concentrarse el poder en unas pocas entidades, se profundiza la brecha entre aquellos que tienen acceso y control sobre las infraestructuras digitales y aquellos que quedan excluidos de ellas. En muchas ocasiones, los servicios ofrecidos por estas corporaciones no son accesibles para todos los individuos, especialmente en países con menor desarrollo económico, lo que genera una especie de “apartheid digital”, que es un término que describe la desigualdad en el acceso, uso y control de la tecnología y la información digital.

En el contexto de los derechos fundamentales, el tecnofeudalismo plantea serias preocupaciones sobre el derecho a la privacidad, el derecho a la información y el derecho a la participación. Estas prerrogativas se ven constantemente comprometidas por la falta de transparencia en el uso de los datos, la manipulación de la información y las prácticas de vigilancia masiva que las grandes empresas tecnológicas pueden llevar a cabo sin un control adecuado.

IV.- La necesidad de un marco legal internacional

Ante este panorama, la reflexión sobre el tecnofeudalismo debe trascender el análisis económico y sociológico, y profundizar en la necesidad de crear un marco legal global que regule las actividades de las corporaciones tecnológicas, proteja los derechos fundamentales de los usuarios y garantice la transparencia y la rendición de cuentas. Si bien muchos países han comenzado a implementar normativas nacionales sobre la privacidad de datos y la competencia digital, como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) de la Unión Europea, aún existe una gran fragmentación normativa a nivel global. En nuestro país, justamente, existen aprestos para replantear aspectos de libertad de expresión y, en general, asuntos ligados al auge tecnológico.

La creación de un marco legal internacional es esencial para homogenizar las reglas y garantizar la protección de los derechos de los usuarios en un mundo digital interconectado. Tal marco debe ser flexible y adaptarse a la rapidez de los cambios tecnológicos, pero a la vez debe ser lo suficientemente robusto para evitar la concentración excesiva de poder en manos de unos pocos actores. Este marco debe incluir regulaciones claras sobre la libertad de expresión en contextos digitales, porque -al menos, en nuestro país- se ha llegado a creer que lo que se ha regulado para los medios convencionales (televisión y radio) no aplica a las redes sociales; la protección de datos personales, la propiedad intelectual, el acceso a la información y los derechos de los trabajadores digitales, entre otros aspectos.

Además, un marco legal internacional permitiría a los países en desarrollo acceder a la infraestructura digital de manera más equitativa, reduciendo las desigualdades en el acceso y uso de las tecnologías. Esto podría lograrse a través de la implementación de políticas que promuevan la competencia y la cooperación internacional en el sector digital, en lugar de la dominación por parte de unas pocas empresas multinacionales.

V.- Conclusión

El tecnofeudalismo no es solo un fenómeno económico, sino también un reto jurídico que implica la necesidad urgente de reforzar las normas y regulaciones legales en el ámbito digital. La protección de los derechos fundamentales, como la privacidad, la igualdad y la participación, está en juego, y es necesario que los marcos legales nacionales e internacionales evolucionen para adaptarse a los nuevos desafíos que plantea la digitalización. La creación de un sistema normativo global para regular las grandes corporaciones tecnológicas y garantizar la justicia social en el entorno digital es esencial para evitar que se profundicen las desigualdades y para proteger los derechos de todos los individuos en un mundo cada vez más interconectado.

Solo a través de un enfoque jurídico coherente y coordinado podremos enfrentar de manera efectiva las amenazas del tecnofeudalismo y construir una sociedad digital más justa y equitativa. En definitiva, no debemos olvidar que el desafío del tecnofeudalismo no solo reside en las prácticas abusivas de las grandes corporaciones, sino también en la fragilidad de los marcos legales existentes para hacer frente a la velocidad y la complejidad de los avances tecnológicos. Mientras las empresas tecnológicas continúan expandiendo su influencia global, la legislación se ve rezagada, con normas muchas veces desactualizadas para abordar la magnitud de los problemas emergentes, como la privacidad de datos, la monopolización digital y la desigualdad en el acceso a las tecnologías.

Es crucial que, en el proceso de construcción de un entorno digital más justo, no solo se busque regular a las grandes empresas tecnológicas, sino también fomentar una cultura de responsabilidad social, ética digital y transparencia. Además, debemos garantizar que el acceso a la tecnología y la información sea equitativo, protegiendo a las poblaciones vulnerables y asegurando que los avances digitales no profundicen las brechas existentes, sino que contribuyan a una mayor inclusión y justicia social. Solo con un enfoque legal y social que ponga a las personas en el centro y promueva el respeto a los derechos fundamentales será posible forjar una sociedad digital que sea verdaderamente democrática, participativa y, sobre todo, respetuosa de la dignidad humana que, como sabemos, es el eje donde se sustentan todos los demás derechos fundamentales.

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[1] Esta connotada académica, escritora y profesora emérita de la Harvard Business School, conocida por sus estudios sobre la tecnología, el poder y la economía digital, analiza cómo las grandes corporaciones tecnológicas, como Google, Facebook, han desarrollado un nuevo modelo económico basado en la recopilación masiva de datos personales para predecir y manipular el comportamiento de los usuarios, lo que ella ha denominado “capitalismo de vigilancia”.

[2] Este escritor investigador y crítico del país de Europa llamado Bielorrusia, especializado en el impacto político, social y económico de la tecnología. Es conocido por su enfoque escéptico hacia el optimismo tecnológico y por sus críticas a la creencia de que internet y la digitalización conducirán automáticamente a sociedades más democráticas y justas. Es sus obras, tales como “The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom” (2011) y “To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism” (2013), lanza críticas al poder de las grandes corporaciones tecnológicas y del tecnofeudalismo, y ha sido una voz importante de los debates sobre privacidad, vigilancia y el papel de Silicon Valley en la economía global.

[3] En palabras llanas, los derechos fundamentales son aquellas prerrogativas inherentes a todas las personas por el simple hecho de ser seres humanos, que deben ser protegidos por el Estado y respetados en todos los ámbitos de la vida. Estos derechos están reconocidos tanto en las constituciones nacionales como en instrumentos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros tratados internacionales, y abarcan aspectos esenciales como la dignidad, la libertad, la igualdad, la privacidad, la libertad de expresión, el derecho al trabajo, el acceso a la educación, y la participación política, entre otros.

Precisiones jurídicas

Precisión jurídica. Deslindes basados en derechos en cuotas porcentuales. El deslinde de una porción de terreno en base a constancias anotadas con derechos porcentuales, y no a metros cuadrados, constituye un tema complejo que debe ser abordado con una perspectiva que contemple tanto las disposiciones reglamentarias como las realidades socioeconómicas subyacentes, en la matriz de la cuestión constitucional. En este sentido, el vigente Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde (Res. núm. 790-2022) establece, en su artículo 4, párrafo II, que cuando los derechos sobre un inmueble estén expresados en términos de porcentaje o de proporción, procede la partición total del mismo, no así el deslinde ni la regularización parcelaria[1].

Al respecto, la doctrina inmobiliarista vernácula ha sostenido lo siguiente: “los derechos que están expresados en cuota porcentual, aparados en extractos de certificado de título, no se pueden deslindar, porque primero hay que someterlo a una partición total; recuérdese que el que tiene un extracto de certificado de título, su derecho está en cuota porcentual; en consecuencia, no sabe qué superficie, qué área le corresponde. Por esta razón, porque no están expresados sus derechos en metros cuadrados, no procede el deslinde”[2].

No obstante, existen circunstancias excepcionales que, por su naturaleza, requieren que los tribunales ejerzan una tutela diferenciada, con la debida motivación, en casos específicos. Como ha sostenido la doctrina constitucionalista, la tutela diferenciada no está sujeta a que el legislador prevea todo. La imprevisión o ambigüedad en la norma, en este caso, del reglamento aplicable, no debe servir de excusa para no ejercer una tutela diferenciada. Lo propio es ver cada caso concreto y decidir atendiendo a la realidad socioeconómica y, en general, de los principios y valores envueltos, con la debida motivación, que es lo que legitima -por regla general- la decisión[3].

Tal enfoque es particularmente relevante cuando los derechos son numerosos, ya que una persona que ha adquirido una porción de tierra expresada en porcentaje y en un metraje considerable, enfrenta, en la mayoría de los casos, la imposibilidad de financiar la partición total de esos derechos. En tales situaciones, la imposibilidad de cumplir con la partición de la totalidad del metraje no debe interpretarse como un impedimento para la protección de los derechos de quien ha comprado en buena lid solo una parte de dicho terreno. En este sentido, los tribunales, a fin de tutelar eficazmente el derecho patrimonial fundamental de la propiedad, deben buscar una solución procesal adecuada que permita la individualización del derecho de propiedad sin que la persona que ha comprado esté obligada a permanecer en un estado de indivisión.

Hay que tener en cuenta que ejercer la tutela judicial diferenciada significa reconocer la necesidad de adaptarse a las particularidades de cada caso, en aras de hacer justicia de forma equitativa y adecuada a las circunstancias[4]. Justamente, en un caso como este, con una nota particular, en el que el metraje del inmueble es muy elevado, lo que hace prácticamente imposible para el comprador pagar la mensura de todo el terreno para la partición, la cual, como regla general, prevé el reglamento como requisito para el deslinde, se plantea la dificultad inherente a aplicar la norma de forma estricta. Ante este escenario, y dado que el reglamento prohíbe el deslinde por cuotas porcentuales, la justicia sugiere diferenciar este tipo de situaciones, no “retorciendo” la norma, sino interpretándola conforme a los principios de equidad, proporcionalidad y razonabilidad, buscando una solución que respete el fin último de la norma, que no es otro que propiciar el pleno disfrute del derecho de propiedad, sin aplicar una interpretación literal que conduzca a un resultado desproporcionado o injusto para las partes involucradas.

La jurisprudencia de los tribunales ha mostrado que, en ciertos casos, el deslinde puede ser acogido incluso cuando los derechos constan en un formato porcentual en un certificado de título, lo cual, en rigor, convertiría dicha papelería en una suerte de “constancia anotada”[5]. De hecho, la Dirección Regional de Mensuras Catastrales está aprobando deslindes basados en derechos porcentuales, a pesar de que, inicialmente, el reglamento técnico prohíbe tal práctica[6].

En definitiva, los tribunales, si no advierten vulneración de derechos de terceros, deben ejercer una tutela diferenciada en estos casos, reconociendo el derecho del comprador que ha adquirido una porción porcentual[7]. Esto se encuentra en línea con el principio de justicia, que exige otorgar a cada quien lo que legítimamente le corresponde. La efectividad de esta tutela judicial se basa en la capacidad de los jueces para adaptarse a las circunstancias concretas, garantizando la seguridad jurídica y protegiendo los derechos de los adquirentes de bienes en formato porcentual, cuando, por el elevado porcentaje, no resulte posible para el comprador pagar la partición por el todo, que es la regla general. La comentada sería la excepción, diferenciando, con la debida motivación.


[1] La regularización parcelaria, en su esencia, constituye una modalidad de deslinde administrativo. En aquellos casos en los que no existen contradicciones ni circunstancias que requieran un examen exhaustivo por parte de los tribunales de jurisdicción original, se establece este trámite administrativo directo, que permite una tramitación más ágil desde la Dirección Regional de Mensuras Catastrales hasta el Registro de Títulos. Este no es el primer intento del sistema por agilizar las solicitudes de individualización de derechos en situaciones donde no haya controversia entre las partes. Con la Resolución núm. 3642-2016, que instauraba el Reglamento de Desjudicialización de Deslinde y Procedimientos Diversos, el órgano del Pleno de la Suprema Corte de Justicia había concebido los deslindes administrativos; sin embargo, la denominación “deslinde” en aquella oportunidad generó una controversia considerable, lo que llevó a la anulación de esa parte por el Tribunal Superior Administrativo (TSA). Esto se debió a que el artículo 130, párrafo, de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, establece que el deslinde es un proceso contradictorio. En consecuencia, siendo la ley superior al reglamento en el sistema de fuentes, no era posible que un reglamento contraviniera el carácter contradictorio del deslinde. Esa decisión, buena o mala, fue acatada por el Poder Judicial: los deslindes administrativos fueron descontinuados, lo que provocó una nueva congestión de los tribunales inmobiliarios debido a la gran cantidad de solicitudes de deslinde que debían judicializarse. No obstante, por suerte, se retomó la fórmula administrativa con el nuevo Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde. No hay razón para temer a esta modalidad, que ha demostrado ser altamente eficiente, pues, ante cualquier situación que requiera un estudio más profundo, el asunto se judicializa de inmediato, conforme a lo previsto en la normativa.

[2] MONCIÓN, Segundo E. La litis, los incidentes y la demanda en referimiento en la jurisdicción inmobiliaria, 4ta. edición, pp. 521-522).

[3] Cfr JORGE PRATS, Eduardo. Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, pp. 36-37.

[4] Viene al caso aquello que Aristóteles denominó “justicia animada”. En efecto, la ley tiene reglas generales, corresponde a los tribunales aplicarlas con justeza a cada caso concreto, dándole una razonable concreción. Para ello, evidentemente, debe aplicarse una debida motivación que se baste en hecho y en derecho. A saber: “La esencia de la justicia estriba en la particularización de las normas (…) El legislador puede proveer justicia tan solo en un plano relativamente general y abstracto. La tarea de realizar lo que Aristóteles llamó “justicia animada”, la de impartir justicia en el caso concreto, le corresponde al juez” (TRÍAS MONGE, José. Teoría de adjudicación, p. 400).

[5] Se sostiene comúnmente que, aunque la documentación corresponda a un certificado de título (CT), en realidad debería considerarse como una suerte de constancia anotada (CA). Esto se debe a que el CT implica una mensura que abarca la totalidad de los derechos, debidamente delimitados. No obstante, al venderse una parte del inmueble, los derechos ya no se refieren a la totalidad, sino únicamente a la porción que continúa siendo propiedad del vendedor. En consecuencia, la propiedad se limitaría a una fracción de la superficie original, lo cual, en términos estrictos, correspondería a lo que define una CA, que tiene por objeto la validación de derechos sobre porciones específicas del inmueble.

[6] Cabe señalar, sin que resulte innecesario, que la aprobación técnica no obliga al tribunal de jurisdicción original. Aunque la Dirección Regional de Mensuras Catastrales correspondiente haya aprobado técnicamente el deslinde, el tribunal tiene la facultad, y la obligación, de rechazar dicho levantamiento parcelario si detecta algún aspecto jurídico, e incluso técnico, que considere irregular. Para ello, el tribunal puede recurrir a inspecciones u otros recursos técnicos a fin de evaluar con mayor profundidad el caso. De hecho, este tipo de rechazos se presenta con relativa frecuencia.

[7] El Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central, en sintonía con la cuestión constitucional, de cara al Estado constitucional de derecho, ha emitido una valiosa doctrina jurisprudencial sobre la tutela judicial diferenciada, a saber: “una garante administración de justicia sugiere ejercer una tutela diferenciada y, dadas las particularidades del caso concreto, dar como regular el procedimiento de que se trata, al margen de que expresamente el legislador no haya previsto la hipótesis de que el Abogado del Estado remita el asunto a los tribunales cuando estime que no existe un aspecto penal en el caso, tomando en consideración que, como se ha visto, las partes, en definitiva, han sometido sus pretensiones, marcando la extensión del proceso y el alcance de la sentencia a intervenir” (Sentencia núm.0031-TST-2024-S-00245 dictada, el 06 de mayo del 2024, por el Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central).

El refugio celestial: la Virgen de la Altagracia y su luz eterna

Por: Yoaldo Hernández Perera

Creer es un acto de valentía y pureza, un susurro del alma que, aunque no siempre se ve con los ojos, se percibe con el corazón. En un mundo donde la ciencia busca desentrañar todos los misterios del universo y la razón exige respuestas tangibles, la fe sigue siendo un refugio inquebrantable, un refugio que fortalece el alma de quien se atreve a creer. Porque creer no es negar la razón, sino elevarla, es comprender que, más allá de lo visible y lo medible, existe una realidad que trasciende lo físico, una realidad que se siente, que se vive, que se experimenta en lo más profundo del ser.

Aunque muchos, admirables en su conocimiento y dedicación a la ciencia, niegan la existencia de lo divino, hay en la vida momentos que no pueden explicarse, milagros que se muestran nítidamente frente a nuestros ojos, como destellos de una fuerza superior que nos sostiene. La ciencia puede analizar el cuerpo, puede desentrañar las leyes que rigen el cosmos, pero la esencia de lo que somos, el soplo de vida que nos anima escapa a cualquier fórmula matemática y, en general, científica. Esa esencia, esa chispa divina, nos conecta con lo infinito, con lo eterno.

Es en la fe donde hallamos la verdadera fuerza que nutre nuestro espíritu, esa energía positiva que nos impulsa a seguir, a creer en lo imposible, a transformar lo oscuro en luz. Y es en la Madre de todos, la Virgen, donde esa fe toma forma, donde el corazón se eleva. Por eso, las personas son todas hermanas, porque tienen una misma madre celestial. Ella, madre de todos los milagros, nos enseña que en la vulnerabilidad está la fuerza, que en el amor incondicional reside la más alta sabiduría. Creer en ella y en el fruto de su vientre, Dios, es permitir que nuestra alma se abalance hacia lo divino, hacia una energía de paz y esperanza que nunca nos abandona.

Es entonces, en esa fe, que el espíritu encuentra su mayor elevación, pues creer no solo fortalece el alma, sino que la conecta con lo eterno, con una luz que no se apaga, con un Dios que, en su misericordia infinita, nos envía a su madre para guiarnos y bendecirnos.

Creo en la Virgen de la Altagracia, madre de Dios, con una certeza que nace en lo más profundo de mi ser, en ese rincón donde la razón y la emoción se encuentran, donde la fe florece y se convierte en luz. Creo en ella con todas las fuerzas de mi corazón, porque en su manto encuentro consuelo, protección y una paz que trasciende cualquier palabra, cualquier explicación. Ella, la madre que acoge a todos con brazos abiertos, me ha mostrado el camino hacia una elevación espiritual que no puedo describir más que con el lenguaje del alma.

Hoy, alzando mi voz en silencio, doy testimonio de la transformación que esta fe ha obrado en mí. Su presencia, tan serena y tan poderosa, ha tocado mi espíritu, ha fortalecido mi voluntad y ha alimentado mi esperanza. En ella encuentro la fuerza para afrontar las tormentas de la vida y la ternura para sanar las heridas que a veces parecen insuperables. Su mirada, cargada de amor y compasión, me invita a caminar con confianza, a elevar mi alma más allá de las sombras, hacia la luz divina que solo ella sabe revelar.

Es un misterio sagrado, un milagro que ocurre en el silencio del corazón, en ese espacio íntimo donde la fe se convierte en un acto de amor profundo y transformador. Y así, con el corazón lleno de gratitud, reconozco hoy, con humildad, que creer en la Virgen de la Altagracia no solo me ha dado paz, sino que ha elevado mi ser hacia lo divino, hacia la belleza infinita del amor que nos conecta a todos.

La Virgen de la Altagracia, madre celestial y protector de nuestra nación, se erige como un faro de luz y esperanza que ha acompañado a la República Dominicana a lo largo de los siglos. Su imagen, venerada y reverenciada, no es solo la representación de una madre que abraza a su hijo, sino la encarnación de una gracia divina que se derrama sobre los pueblos, infundiéndoles consuelo y fortaleza.

Hace más de quinientos años, su presencia llegó a estas tierras cargada de una promesa de protección y amor. La Virgen de la Altagracia, cuyo nombre resuena como un canto de alabanza a la bondad infinita de Dios, fue traída desde las lejanas tierras de Baeza, en España, para ser la guardiana de un pueblo nuevo, un pueblo que nacía entre montañas y mares, entre luchas y esperanzas. En cada rincón de nuestra isla, desde los campos hasta las ciudades, su imagen ha sido un refugio en tiempos de dificultad y una fuente de alegría en los momentos de gracia.

Al contemplar su rostro sereno, uno no solo ve a una madre, sino a una intercesora silenciosa que, con su mirada amorosa, guía a cada hijo de esta tierra hacia la paz interior, hacia la reconciliación con uno mismo y con el prójimo. Su presencia nos invita a reflexionar sobre el amor incondicional, el mismo que nos une como pueblo, como familia, como seres humanos. Nos recuerda que no hay mayor fuerza que la que nace de la fe, de la esperanza puesta en el cielo, de la certeza de que, aunque el camino sea incierto, siempre habrá una mano materna tendida para levantarnos.

La festividad de la Virgen de la Altagracia, celebrada con fervor y devoción cada 21 de enero, no es solo un acto litúrgico, es un momento de encuentro espiritual, un retorno al corazón de lo divino. Es el eco de nuestras oraciones, la manifestación de nuestra gratitud, la reafirmación de que, aunque somos humanos, somos amados y acompañados por una presencia celestial. Su festividad es la reafirmación de la esperanza, de la fe que nos sostiene, y de la gracia que nos envuelve, haciéndonos sentir, en cada paso, que no estamos solos.

Así, la Virgen de la Altagracia no solo es la protectora de nuestra nación; es la madre espiritual que nos recuerda que, en los momentos más oscuros, siempre podemos encontrar luz. Nos invita a caminar con confianza, a amarnos los unos a los otros, y a abrazar la vida con la misma ternura y misericordia que ella, en su infinita bondad, nos ofrece.

Entre el avance y el retroceso: el impacto negativo de un precedente extralimitado en su abordaje

Una mirada crítica a la sentencia TC/0717/24 sobre las ternas fijas en el proceso inmobiliario y la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria

Por.: Yoaldo Hernández Perera

El Tribunal Constitucional, mediante la sentencia TC/0717/24, ha tomado una decisión acertada al subrayar la necesidad de respetar el espíritu de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, en lo que atañe a la designación de una terna fija encargada de instruir y decidir los procesos en esa jurisdicción. Esta resolución fue una clara y bienvenida corrección frente a la práctica perniciosa de modificar constantemente la integración de las ternas, lo cual impactaba negativamente el principio de inmediación y, con ello, el debido proceso y la tutela judicial efectiva. Hasta ese momento, el precedente era ejemplar, un paso adelante que merecía un sincero aplauso y, en consecuencia, no habría sido necesario este análisis.

Sin embargo, en un giro inesperado, la alta Corte ha modificado un criterio suyo que era práctico -sobre la facultad de designar jueces en esta materia- y ahora ha generado un obstáculo significativo que podría perjudicar la operatividad del sistema de justicia inmobiliaria. Este cambio, desafortunadamente, tendrá repercusiones en la celeridad con la que se conocen los casos en la Jurisdicción Inmobiliaria, afectando directamente a los usuarios del sistema. Ojalá que esta alteración en la facultad de designar jueces sea revertida a la mayor brevedad, para restablecer la eficiencia y efectividad de los procesos judiciales en el ámbito inmobiliario.

Las decisiones de los tribunales, y especialmente las del Tribunal Constitucional, deben ser fieles a su plano axiológico, es decir, a la consideración de las repercusiones que sus resoluciones tienen en los principios y valores fundamentales de la sociedad. Al observar de manera crítica la operatividad diaria en la Jurisdicción Inmobiliaria, se pone en evidencia que una interpretación estrictamente literal de que la Suprema Corte de Justicia es la competente para las sustituciones y suplencias de los jueces del Tribunal Superior de Tierras, y que el presidente de dicho tribunal de alzada debe designar a los jueces de jurisdicción original, resulta profundamente desacertada.

En lugar de esto, sería mucho más sensato que el juez coordinador de los tribunales de jurisdicción original asuma la responsabilidad de gestionar la operatividad de esa jurisdicción, dado su conocimiento directo y cercano de su funcionamiento. Por otro lado, el presidente del Tribunal Superior de Tierras debería ocuparse exclusivamente de la supervisión de las situaciones relacionadas con los jueces de su jurisdicción. Interpretar la norma de manera contraria genera un precedente nada práctico, que lejos de aportar al buen funcionamiento de la Jurisdicción Inmobiliaria, repercute negativamente en la eficiencia de la jurisdicción civil y de cualquier otra, si se mantiene tal interpretación.

En busca de un pragmatismo procesal que garantice la justicia y utilidad de la norma, conforme a lo establecido en el principio de razonabilidad del artículo 40.15 de la Constitución, el propio Tribunal Constitucional había interpretado, mediante la sentencia TC/0089/21, que el presidente del Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central debía tener la facultad para la sustitución de los jueces que integran una terna, al tratarse de una cuestión de operatividad interna de esa jurisdicción. En esta interpretación, se adoptaba un enfoque de pragmatismo y eficacia procesal, que se fundamentaba en dos vertientes del artículo 35 de la Ley núm. 108-05 de Registro Inmobiliario: 1) que la sustitución de jueces del Tribunal Superior de Tierras era competencia de la Suprema Corte de Justicia, y 2) que la sustitución de jueces que integran una terna era facultad del presidente del Tribunal Superior de Tierras, dado el carácter operativo y funcional de esta decisión.

No obstante, en la sentencia TC/0717/24, la indicada alta Corte ha dado un giro exegético de la norma, decidiendo que, en estricto apego a la literalidad del artículo 35, la interpretación correcta es que cuando se establece que el presidente del Tribunal Superior de Tierras procederá a la sustitución de cualquier juez de la jurisdicción inmobiliaria, ello hace referencia exclusivamente a los jueces de jurisdicción original, y no a los jueces del Tribunal Superior de Tierras. Esta interpretación literal se apoya en la mención que hace el artículo sobre la territorialidad de la competencia para designar a los sustitutos, así como en la disposición final que establece que, cuando el juez inhabilitado sea del Tribunal Superior de Tierras, la Suprema Corte de Justicia es la encargada de designar su sustituto provisional.

Esta interpretación, sin embargo, no toma en cuenta el pragmatismo necesario para la operatividad de un tribunal colegiado, contradiciendo la visión constructiva y práctica que la Suprema Corte de Justicia había venido consolidando mediante su jurisprudencia. Dicha jurisprudencia, en particular, favorecía que cada órgano resolviera sus asuntos internos, y que la Suprema Corte de Justicia interviniera solo en los casos en que no fuera posible que el órgano en cuestión lo hiciera. Un claro ejemplo de esta práctica pragmática es la gestión de las inhibiciones y recusaciones en el Tribunal Superior de Tierras. Según la jurisprudencia de la Suprema Corte, se ofrecieron dos fórmulas para resolver la recusación o inhibición del presidente del tribunal: que lo decidiera el pleno de dicho colegiado o un juez asignado como presidente, y solo cuando, además del presidente, se recusen otros jueces, dificultando el cuórum o la designación de otro presidente, debería el asunto ser resuelto por la Suprema Corte de Justicia.

Este giro jurisprudencial no solo complica innecesariamente la operatividad de la Jurisdicción Inmobiliaria, sino que también contraviene la dirección práctica que se había ido construyendo en favor de la eficiencia y autonomía de los tribunales.

El Tribunal Constitucional ha reconocido en diversas ocasiones que la interpretación de la norma es un ejercicio propio de los jueces, siempre que no se desborden los límites establecidos por la Constitución y la ley, tal como se señaló en la sentencia TC/0229/15. En este sentido, no parece que se esté violando ningún límite constitucional ni legal al interpretar la norma dentro de un contexto práctico, reconociendo que, en su fondo, el legislador persigue la mayor eficacia en los procesos de sustitución de jueces. En este marco, la interpretación realizada en la sentencia TC/0089/21 resultaba más eficaz y acorde con el interés de optimizar la operatividad del sistema judicial.

Por regla general, cuando el derecho ofrece diversas soluciones, debe optarse por aquella que más se acerque a la justicia y a los objetivos prácticos de un sistema judicial eficiente. Y sin lugar a dudas, lo que más contribuye a la justicia es una interpretación que favorezca el buen funcionamiento de los tribunales. El Tribunal Constitucional, como bien sabe, tiene, en el marco de las sentencias interpretativas, las herramientas necesarias para dar un sentido constitucional a la norma, tal como lo hizo en otras ocasiones. Un ejemplo claro de ello es la sentencia TC/0134/20, mediante la cual reformuló el régimen de los alguaciles en la jurisdicción inmobiliaria, declarando cuál es la interpretación constitucional del párrafo IV del artículo 5 de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, estableciendo que, distinto a la redacción original del legislador, solo podían ejercer su ministerio dentro de esa jurisdicción, resolviendo así un privilegio que favorecía a los alguaciles de esta materia sobre los de otras.

Debió seguirse también en el contexto analizado este enfoque pragmático y acorde con los principios de favorabilidad y oficiosidad consagrados en los numerales 5 Y 11, respectivamente, del artículo 7 de la Ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, a fin de no dejar ninguna brecha que pueda dar lugar a la vulneración de la Constitución, evitando dilaciones innecesarias de los procesos producto de una interpretación poco práctica de la norma respecto del sistema de asignación de suplencias en la Jurisdicción Inmobiliaria.

El pragmatismo, siempre que respete los derechos fundamentales, es inherente a un Estado de derecho. Un formalismo excesivo, basado en interpretaciones literales que descuidan la operatividad y eficacia del sistema judicial, acaba siendo más perjudicial que beneficioso. En este sentido, resulta necesario rectificar el criterio adoptado en la sentencia TC/0717/24, ya que no debió haberse modificado la interpretación que, con mayor sensatez y eficacia, había sido establecida previamente.

¿Qué tenemos ahora? A partir del precedente establecido por la sentencia TC/0717/24, en algunas jurisdicciones se ha planteado la posibilidad de aplazar, de oficio, los procesos que no puedan ser conocidos por la terna fija asignada, debido a la ausencia de algún juez por licencia o vacaciones. Lo que es aún más preocupante, se ha llegado a sugerir la suspensión del derecho fundamental de los jueces a tomar vacaciones, hasta que la Suprema Corte de Justicia nombre los suplentes para los casos. Para no extendernos demasiado y no abrumar al lector, preferimos no detallar otras opciones que se han propuesto, que rayan en lo absurdo.

Lo cierto es que, para bien o para mal, el precedente constitucional es vinculante por mandato expreso del artículo 184 de la Constitución. Y el tema de la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria no es, como podría haberse considerado menos perjudicialmente, una mera obiter dicta, sino que constituye ratio decidendi, modificando el criterio previo al desconocer las facultades de los coordinadores de los tribunales de jurisdicción original para designar suplentes en esa jurisdicción de primera instancia inmobiliaria. Además, el presidente del Tribunal Superior de Tierras se ve ahora prohibido de designar suplentes para los jueces de su tribunal.

Esto implica que cada vez que un juez de jurisdicción original se ausente por vacaciones, licencia o cualquier otra causa que le impida continuar conociendo un caso, el coordinador de la jurisdicción quedará inhabilitado para tomar decisiones, transformándose en una figura decorativa, mientras que el presidente del Tribunal Superior de Tierras, que en ocasiones se encuentra en otra localidad, será el responsable de designar al suplente. Lo mismo ocurre en la jurisdicción de alzada, donde la Suprema Corte de Justicia asumirá esta función. Este esquema resulta sumamente desalentador para la eficacia procesal. La mora, que es uno de los problemas más criticados y el objetivo primordial del Poder Judicial, seguirá ganando terreno bajo este formato.

Como dice el refrán popular, “en lo que el hacha va y viene, descansa el palo”, lo que nos invita a la paciencia mientras se rectifica el criterio poco práctico mencionado. En tanto se revisa dicho enfoque, creemos firmemente que los tribunales, con una buena gestión, deben evitar que los usuarios del sistema se vean perjudicados. Aplazar de oficio los procesos debido a la ausencia de algún juez de la terna fija por vacaciones, licencia o causas similares no debe ser una opción, salvo que alguna de las partes, invocando la sentencia TC/0717/24, se oponga a que su expediente sea instruido por una terna integrada con suplente.

La decisión, en virtud de la ley y de acuerdo con la sentencia vinculante citada, debe ser tomada y firmada por los jueces integrantes de la terna fija designada; esto no está en discusión. Lo que se sugiere es que, en determinadas audiencias puntuales, un juez suplente pueda intervenir en la instrucción de la causa, siempre y cuando no haya objeción de las partes involucradas, especialmente en procesos de litis sobre derechos registrados. Como sabemos, estos son más similares a demandas civiles de interés privado, y en muchos casos se basan en documentos. En este tipo de procesos, que difieren del proceso penal, en lo que tiene que ver con el conocimiento de situaciones de hecho que, sin dudas, precisan de una inmediación reforzada, no corresponde aplicar la misma rigidez de la inmediación[1].

Es importante recordar que los procesos de orden público en la jurisdicción inmobiliaria se centran principalmente en el saneamiento y la revisión por causa de fraude. No todo debe encuadrarse en el mismo esquema rígido. Por lo tanto, incluso con el precedente mencionado del Tribunal Constitucional, no parece justo ni útil asumir que no pueden existir razones legítimas para sustituir, durante la instrucción de un expediente, a un juez de la terna fija, siempre que no haya objeciones. Los jueces se enferman, toman vacaciones, etc., y reiniciar la instrucción de la causa debido a la ausencia temporal de un juez hace más daño que beneficio. Lo más favorable sería que un juez suplente se encargue de ciertas audiencias puntuales, y luego, cuando el juez original regrese, retome el caso y emita su decisión final.

Lo negativo es que, según el nuevo criterio, esa designación debe ser realizada por la Suprema Corte de Justicia en los casos de alzada, o por el presidente del Tribunal Superior de Tierras en los procesos de jurisdicción original, lo que no contribuye a la celeridad del proceso. Sin embargo, al ser vinculante, debe acatarse. Lo que debe quedar claro es que no se debe, si nadie se opone a que se conozca su caso, aplazar de oficio los procesos solo porque un juez esté de vacaciones o licencia, ni mucho menos negarles ese derecho a los magistrados de esa jurisdicción hasta que la Suprema Corte designe a los suplentes.

En conclusión, el precedente analizado resulta positivo en cuanto a la necesidad de que sea una terna fija la encargada de instruir y decidir un caso. Sin duda, esa debe ser la norma general. En el caso concreto, la situación fue tan variable que, prácticamente, había jueces diferentes en cada audiencia, lo que resulta inaceptable. El Poder Judicial, al acatar este precedente, debe tomar todas las medidas necesarias para evitar que se sigan produciendo cambios irracionales y recurrentes en la integración de las ternas encargadas de los casos a nivel de alzada.

Ahora bien, el tema relacionado con la facultad de designar suplentes en la Jurisdicción Inmobiliaria, que, como se ha señalado, empaña la sentencia, es un asunto que no debió haber sido abordado por la Corte, y esperamos que se rectifique pronto. Entretanto, los tribunales deben adoptar medidas para minimizar los efectos negativos del precedente, evitando dilaciones innecesarias en los procesos que perjudiquen a los usuarios del sistema judicial.

En todo caso, deberían ser los usuarios quienes soliciten los aplazamientos cuando un juez de la terna fija, por cualquier razón, no pueda estar presente. Sin embargo, si no existe objeción, debe primar el sentido práctico, permitiendo que el caso continúe siendo conocido, interviniendo un suplente, puntualmente, a reserva de que la terna fija decida finalmente el caso. Aunque, vale dejar claro, esa no debe ser la regla. Sería solo cuando exista una causa legítima de ausencia de un juez de la terna fija.

Las causas legítimas para la designación de suplentes no deben desaparecer con este precedente. Los jueces seguirán tomando licencias, vacaciones y, lamentablemente, algunos seguirán falleciendo, pues, al fin y al cabo, son seres humanos. El reto, entonces, es que cada jurisdicción sea lo suficientemente sensata como para implementar medidas que eviten retrasos y que no afecten el rendimiento del servicio judicial.

En última instancia, el sistema de justicia no debe tambalear ni caer ante un precedente que, en algún aspecto, resulte negativo. Como guardianes de la Constitución y del orden jurídico, los tribunales deben ser prácticos y juiciosos, buscando siempre soluciones eficaces que garanticen el buen funcionamiento del servicio judicial. Es imperativo recordar que la justicia no puede ser una jaula rígida que se ajusta exclusivamente a las interpretaciones literales, sino un ente vivo que se adapta a las necesidades sociales y jurídicas del momento. Como decía el filósofo Friedrich Hegel, “la ley no es una piedra muerta, sino una fuerza viviente, que no solo expresa lo que es, sino también lo que debe ser”. Así, la jurisprudencia, lejos de ser un obstáculo, debe ser un puente que permita el acceso a la justicia de manera eficiente y sin perjuicio de los derechos de los ciudadanos. Por tanto, es responsabilidad de los tribunales ser prudentes y sabios, adoptando medidas que, lejos de entorpecer el curso de la justicia, lo aceleren y lo enriquezcan.


[1] En el ámbito civil, por ejemplo, para combatir la mora judicial, en su momento se implementaron los denominados “jueces sin rostro”, quienes liquidaban expedientes sin haberlos instruido previamente, bajo la premisa de que la inmediación en esos procesos podía ser flexibilizada. En este contexto, poco importa, en efecto, si es el juez A o el juez B quien preside una audiencia, ya que la decisión final se basa en documentos. Estos documentos se estudian en el despacho, no en el fragor del juicio, lo cual marca una diferencia fundamental con los casos en los que la inmediación es esencial, como ocurre en los procesos penales. En estos últimos, la inmediación es crucial para que los jueces forjen su convicción a través de la observación directa de los testigos y el contacto durante el juicio, no solo con la prueba documental. Es una dinámica completamente distinta. Cabe destacar que las litis sobre derechos registrados son de interés privado, no de orden público, como sí lo son los procesos relacionados con el saneamiento o la revisión por causa de fraude. Por tanto, no procede equiparar la inmediación penal con la que se requiere en los procesos inmobiliarios, sin hacer una clara distinción entre los diferentes tipos de procedimientos.

Trámite del recurso de casación bajo la Ley núm. 2-23: ¿una ruta clara o un laberinto judicial?

Por: Yoaldo Hernández Perera

Sin casación, la justicia sería más vulnerable a errores y desigualdades, minando la confianza en la ley. La casación es esencial para la seguridad jurídica, porque asegura que las leyes se apliquen correctamente y de manera uniforme. De suerte que, al revisar la correcta aplicación del derecho y unificar los criterios judiciales, evita decisiones contradictorias y garantiza la previsibilidad de los fallos.

Al corregir posibles errores de interpretación, protege los derechos fundamentales y previene la arbitrariedad de los jueces. Además, refuerza la estabilidad del orden jurídico al asegurar que las decisiones judiciales se alineen con el marco legal establecido, fortaleciendo la confianza de los ciudadanos en el sistema judicial. Por ello, todo lo relacionado con la casación reviste una importancia capital para el mantenimiento y fortalecimiento del Estado de derecho.

En sintonía con lo anterior, resulta que la Ley núm. 2-23, aunque bien intencionada, ha sido criticada por su falta de consenso, su implementación apresurada y sus disposiciones ambiguas que abren la puerta a un uso excesivo del recurso de casación. En lugar de agilizar el proceso judicial, su aplicación podría generar un efecto contrario, sobrecargando aún más los tribunales y prolongando la mora judicial. A medida que la Suprema Corte de Justicia ha ido ajustando su interpretación de la ley para tratar de controlar este exceso, la necesidad de una revisión y ajustes adicionales se hace cada vez más evidente.

En efecto, la referida ley, que regula el recurso de casación en la República Dominicana, fue concebida con la pragmática intención de agilizar el procedimiento judicial, resolviendo los problemas de lentitud y sobrecarga procesal que caracterizaban a la abrogada Ley núm. 3726 de 1953, con sus modificaciones de 2008. Sin embargo, una importante parte de nuestra comunidad jurídica ha asegurado que la implementación de esta nueva normativa ha estado lejos de ser la solución definitiva que se esperaba, y en muchos aspectos ha generado más problemas que beneficios.

Una de las críticas más fuertes a la Ley núm. 2-23 es que, a pesar de sus intenciones reformistas, no se previeron diversas situaciones complejas que han surgido en su aplicación. Esto, según se ha afirmado, se debe en parte a la rapidez con la que se impulsó su implementación, sin un proceso de consulta y consenso adecuado entre los actores del sistema judicial, lo que ha dado lugar a una normativa que carece de la madurez necesaria para abordar todas las realidades procesales. Se ha insistido con que la implementación de esta ley fue apresurada, sin una vacación legal que permita su discusión exhaustiva y la corrección de posibles fallos.

Además, se ha resaltado que la Ley núm. 2-23 incorpora figuras que, si bien pueden ser útiles en ciertos contextos, no fueron adecuadamente adaptadas a la realidad dominicana. El concepto del “interés casacional”, por ejemplo, es una figura tomada de legislaciones extranjeras, particularmente de la ley española, que -según se ha criticado- se ha implantado sin un análisis profundo de su aplicación local. Esto ha generado confusión y ha abierto la puerta a interpretaciones diversas, que no siempre se alinean con la función primaria del recurso de casación, que debería ser garantizar la unidad de la jurisprudencia y no simplemente alentar la interposición de recursos sin un verdadero interés jurídico.

Un punto particularmente controvertido de la jurisprudencia sobre el recurso de casación es la inclusión de las “infracciones procesales” como base para admitir dicha acción recursiva. Esta construcción pretoriana, con base en el artículo 12 de la ley, ha sido ampliamente criticada, ya que diluye el enfoque extraordinario que históricamente ha caracterizado a la casación. El recurso de casación, que se pensaba debía ser una herramienta excepcional, se está convirtiendo en una vía adicional para que las partes recurran decisiones judiciales bajo pretextos que pueden no tener un fundamento sólido, lo cual contradice el objetivo inicial de agilizar los procesos. Permitir que el recurso se base en las denominadas “infracciones procesales” podría, según se ha denunciado, provocar una avalancha de recursos que congestione aún más los tribunales, especialmente la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia, que históricamente ha enfrentado la mayor carga de trabajo y mora judicial.

Se ha llegado al punto de sostener que lo más alarmante de esta apertura jurisprudencial al recurso de casación es que, en lugar de aliviar la sobrecarga judicial y la mora que afecta a la Suprema Corte de Justicia, podría tener el efecto contrario, desencadenando un número elevado de recursos que obstaculizarían el objetivo de reducir la mora judicial. Así, la ley corre el riesgo de convertirse en un freno en lugar de un motor de justicia más rápida y eficiente.

Lo cierto es que, en este momento, esa ley ya está en vigor. Es la que tenemos y, por tanto, debemos familiarizarnos con ella. En lo personal, considero que no es tan negativa como algunos han señalado. Si bien no es perfecta (como ninguna obra humana lo es), introduce un procedimiento más ágil que el que existía antes de la reforma, eliminando pasos innecesarios, como la autorización del presidente o el dictamen del Ministerio Público, así como otorgando un carácter facultativo a la audiencia, etc. Veamos, a continuación, cómo está estructurado el trámite del recurso de casación en su actual modalidad.

El legislador ha intentado estructurar la tramitación de este recurso de manera detallada para garantizar un proceso ordenado y eficaz, que respete los derechos de las partes involucradas y asegure una correcta administración de justicia. En resumen, comprende los siguientes pasos:

  1. Interposición del recurso: La parte interesada en recurrir presenta un memorial de casación debidamente motivado, en el cual debe indicar las normas jurídicas que considera infringidas o erróneamente aplicadas. Este memorial debe ser depositado dentro del plazo establecido, que es de 20 días hábiles a partir de la notificación de la sentencia impugnada (Artículos 14 y 16). Para ciertos casos específicos, como referimientos o embargos inmobiliarios, el plazo es de 10 días hábiles.
  2. Notificación y emplazamiento: Una vez depositado el recurso, la parte recurrente deberá notificar el emplazamiento a todas las partes que hayan intervenido en el proceso resuelto por la sentencia impugnada, en un plazo no mayor de 5 días hábiles. Este emplazamiento debe ser acompañado por una copia del memorial de casación y los documentos de apoyo correspondientes (Artículo 19).
  3. Defensa de la parte recurrida: La parte recurrida tiene un plazo de 10 días hábiles para presentar su memorial de defensa con constitución de abogado, en el que podrá plantear excepciones, medios de defensa y recursos incidentales o alternativos. Si no se presenta en tiempo y forma, se considerará a la parte en defecto (Artículos 21 y 23).
  4. Escritos justificativos: Posteriormente, las partes pueden ampliar los fundamentos de sus respectivos memoriales en un plazo común de 5 días hábiles. Este plazo se utiliza para aclarar o reforzar los medios de casación o defensa planteados anteriormente, pero sin agregar nuevos argumentos que no hayan sido previamente mencionados (Artículo 22).
  5. Remisión del expediente: Una vez cumplidos los plazos para la presentación de los memoriales y la defensa, el expediente es remitido a la sala correspondiente de la Suprema Corte de Justicia. El secretario general tiene un plazo de 3 días hábiles para hacer esta remisión (Artículo 28).
  6. Audiencia pública (si se considera necesario): En principio, el recurso de casación se conoce y se juzga en cámara de consejo, sin necesidad de una audiencia pública. Sin embargo, si la Corte lo considera necesario, puede convocar una audiencia pública para una mejor sustanciación del caso (Artículo 29).
  7. Fallo: Una vez completados los trámites procesales, la Suprema Corte de Justicia emite el fallo correspondiente. El recurso de casación no suspende la ejecución de la sentencia impugnada, salvo en ciertos casos establecidos por ley o cuando se solicite la suspensión de ejecución, la cual podrá ser ordenada por el presidente de la sala si se acreditan graves perjuicios (Artículos 27 y 29).

Como puede verse, el proceso de casación ha previsto una serie de etapas claras y bien definidas, con plazos establecidos para la interposición del recurso, la defensa de la parte recurrida, la remisión del expediente y, en su caso, la convocatoria de una audiencia pública. Este diseño busca garantizar que el procedimiento sea eficiente y permita una revisión exhaustiva de la sentencia impugnada. El hecho de que se haya dado carácter facultativo a la audiencia pública y se hayan suprimido pasos superfluos, como la autorización del presidente o el dictamen del Ministerio Público, hace que el proceso sea más ágil y directo.

En definitiva, nunca es prudente permanecer inmóvil cuando se constata que lo existente no está cumpliendo su propósito. Ante la obsolescencia de la antigua ley de casación, fue una decisión acertada promover su reforma. Si bien es cierto que, tal vez, esta se impulsó sin el consenso adecuado y sin la debida vacación legal que permitiera establecer las condiciones necesarias para una implementación efectiva, la promulgación de una nueva ley -en sí misma- constituye un paso positivo. Ahora, el desafío es identificar sus posibles escollos, sean muchos o pocos, y abordarlos de manera progresiva, comenzando con la jurisprudencia (nutrida de las teorías sometidas por los litigantes) y, finalmente, con las reformas que resulten necesarias a la Ley núm. 2-23.

Pedro Pimentel: hijo de Montecristi y tres veces prócer de la República Dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Pedro Antonio Pimentel,aunque injustamente relegado al olvido en la memoria histórica de muchos, fue, en rigor, tres veces prócer de la patria dominicana[1]. Fue un heroico combatiente de la Independencia, un valiente guerrero de la Restauración y un líder destacado en la Guerra de los Seis Años. Su vida estuvo marcada por una firme determinación y una inquebrantable lealtad a su nación, participando en momentos decisivos de nuestra historia. Este breve artículo busca rendir el homenaje que merece, recordando su relevante papel en la construcción de nuestra independencia, de su restauración y de la defensa de la soberanía nacional, resaltando su gran dimensión como figura clave en diversos episodios que definieron el rumbo de la República Dominicana.

Este líder de la restauración dominicana vio la luz en 1830 en la villa de Lozano, en el municipio de Castañuelas, en la región de Montecristi. Fue descendiente de Jacinto Pimentel y Juana Chamorro. Luperón, al referirse a él, lo describió como un individuo de carácter indómito, reacio a la disciplina y poco inclinado a los trabajos de gabinete, pero a su vez, un hombre de gran audacia y previsión en el contexto de la guerra restauradora.

Comenzó su carrera pública con una valiente intervención en la batalla de Capotillo, donde demostró su firmeza y determinación. De oficio ganadero, gozaba de una notable fortuna y ocupó una amplia gama de cargos en la administración pública, desde funciones militares hasta llegar a la presidencia de la República. En 1863, fue apresado, junto a Lucas Evangelista y otros, tras el fracaso del primer intento revolucionario contra la anexión a España.

Logró evadir la prisión y se refugió en Haití, donde, al estallar el Grito de Capotillo, se unió con decisión a la lucha restauradora, participando de manera sobresaliente en las principales confrontaciones bélicas.

Posteriormente, fue nombrado General en jefe de las denominadas “Fuerzas del Este” y más tarde, según cuentan nuestros historiadores, se trasladó a la línea noroeste, donde asumió el cargo de delegado jefe de operaciones en esa zona estratégica. El 10 de febrero de 1864, fue designado gobernador de Santiago y, de inmediato, se dirigió a Puerto Plata para brindar apoyo a Gaspar Polanco[2], quien perseguía a las tropas españolas en su retirada hacia el puerto. En enero de 1865, fue nombrado ministro de guerra y elegido diputado por Santiago, para integrar la Asamblea Nacional convocada en el territorio controlado por los restauradores.

Sobre la experiencia presidencial de este insigne militar, hijo de Montecristi, resulta de interés resaltar que, en el despertar de enero de 1865, la Junta Provisional Gubernativa restauradora, con el impulso de la justicia y la esperanza, restableció la Constitución de Moca de 1858 como faro hasta que, el 27 de febrero de ese mismo año, una Convención Nacional se reuniera para escribir un nuevo destino en las páginas de la República, y elegir a su presidente constitucional.

Con el acto solemne de constituirse, la Convención Nacional ratificó la Constitución liberal de Moca, proclamada con fuerza y decisión, y en ese marco, el 25 de marzo de 1865, el general Pimentel Chamorro fue elegido presidente de la República. Su primer paso fue designar un consejo de guerra que se encargaría de juzgar al expresidente Gaspar Polanco y a su gabinete.

Bajo su mandato, Pimentel ejerció la autoridad con la firmeza que dictaba su carácter, a veces cayendo en excesos de arbitrariedad y despotismo, sin intención maliciosa ni perversidad, sino más bien como una manifestación de su fervor y responsabilidad ante los deberes que había asumido, una respuesta a la confianza que el pueblo le había entregado en tiempos de agudas dificultades.

Sin embargo, el 13 de agosto de 1865, en la ciudad de Santiago, presentó su renuncia a la presidencia, al conocer que en Santo Domingo se gestaba una conspiración encabezada por los generales José María Cabral y Eusebio Manzueta. La noticia de que Cabral había sido proclamado “Protector” en la Capital y que se planeaba instaurar un nuevo gobierno, le llevó a abandonar el poder, concluyendo su mandato con el fin de la Guerra Restauradora.

Sobre el amor y el fallecimiento de Pedro Pimentel, interesa destacar que este valeroso luchador, cuya vida fue forjada en el fragor de las batallas, encontró en el amor un refugio en tiempos de paz. Unió su destino al de Ana Polanco, hija del General Juan Antonio Polanco, hermano mayor de Gaspar Polanco. Según las palabras del restaurador y escritor Manuel Rodríguez Objío, Juan Antonio no solo fue su suegro, sino también una figura paterna que, en algún momento, ocupó el lugar de padre en su vida, siendo, de algún modo, su padrastro.

Sin embargo, la suerte que había guiado su espada en la guerra fue esquiva al final de sus días. El audaz combatiente, agotado y afligido por la enfermedad, se apagó lentamente en un rincón olvidado de Quartier-Morin, Haití, en 1874. Su partida fue tan solitaria como su último suspiro, sin riquezas que lo acompañaran ni gloria que lo protegiera, dejando tras de sí solo la memoria de sus gestas, su espíritu indomable, y un legado que perduró más allá de su triste final.


[1] “(…) este héroe olvidado que había sido coronel de los ejércitos independentistas y, después de la Guerra Restauradora, uno de los líderes militares y políticos de la Guerra de los Seis Años. Guerra librada contra las pretensiones anexionistas a los Estados Unidos del gobierno de Buena Ventura Báez, conocido como el Gobierno de los Seis Años. Esa carrera heroica convirtió a Pedro Pimentel en tres veces prócer de la República” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. edición -revisada y actualizada-, p. 94).

[2] Para ampliar sobre Gaspar Polanco, como figura sobresaliente de nuestra historia, ver el ensayo que hicimos sobre él, colgado en este blog literario.

Rafael Fernández Domínguez: el soldado democrático. Verdadero artífice de la Revolución de Abril

Por: Yoaldo Hernández Perera

A menudo, la historia no es del todo justa al asignar a cada figura histórica el lugar que verdaderamente le corresponde. Los relatos del pasado, en su afán por condensar hechos complejos en narrativas simplificadas, tienden a destacar a ciertos personajes, otorgándoles el protagonismo que, aunque merecido, puede eclipsar la contribución fundamental de otros. No se trata de restar méritos a aquellos que han sido elevados al estatus de héroes, sino de reconocer que, en ocasiones, la memoria colectiva no refleja con total precisión la magnitud de ciertos roles. En el caso de la Revolución de Abril de 1965, el Coronel Rafael Fernández Domínguez, aunque reconocido, no ocupa en el imaginario popular el sitial que en rigor le corresponde. Su papel fue, en muchos sentidos, el cimiento sobre el que se construyó la gesta[1], pero su figura ha sido opacada por otros nombres, a pesar de que su contribución fue tan trascendental como la de cualquier otro líder de la Revolución.

Este breve ensayo no busca restar protagonismo a quienes también jugaron un papel decisivo, sino más bien iluminar el valor profundo de la acción de Fernández Domínguez, cuyo liderazgo y sacrificio fueron esenciales para la restauración democrática que definió ese crucial momento de la historia dominicana. En definitiva, honrar con justeza a cada figura histórica es reconocer el verdadero peso de su contribución, sin dejar que las narrativas simplificadas distorsionen el valor de su rol. Solo así podemos comprender cabalmente los procesos que han dado forma a nuestra historia, y otorgar a cada protagonista el lugar que realmente merece en el vasto mosaico del pasado.

Rafael Tomás Fernández Domínguez, héroe de la restauración democrática (nacido en Damajagua, Valverde, República Dominicana, el 18 de septiembre de 1934 y fallecido en Santo Domingo el 19 de mayo de 1965), en suma, tiene su nombre escrito en las páginas de la historia dominicana, porque, tras el derrocamiento del presidente Juan Bosch (en 1963), organizó y encabezó un movimiento militar constitucionalista, luchando por la restauración del gobierno democrático. Durante la Revolución de Abril[2], lideró las fuerzas constitucionalistas (que buscaban reponer a Bosch[3]) y jugó un papel decisivo en la defensa del orden constitucional. Su sacrificio fue definitivo cuando, siendo ministro de Interior y Policía, murió en combate al intentar tomar el Palacio Nacional, convirtiéndose en un mártir de la lucha por la democracia en la República Dominicana[4].

Este líder constitucionalista -caído en combate- encarna, en su vida y en su sacrificio, la esencia del compromiso con la patria y la justicia en tiempos de turbulencia. Es figura clave en el liderazgo de la nación, su destino se entrelazó con los momentos más álgidos de la historia dominicana, aquellos que definieron la Guerra Civil Dominicana[5] y la Revolución de Abril de 1965. A lo largo de su trayectoria, se erigió como un pilar de la fuerza militar y la voluntad política, ocupando puestos de relevancia, como director de la Academia Militar, subjefe de la Fuerza Aérea Dominicana, y ministro de Interior y Policía. En este último cargo, se vio investido de la dignidad de vicepresidente de la República, asumiendo con responsabilidad el rol de primer sustituto del presidente, según la Constitución de su tiempo.

La grandeza del legado de este artífice de la lucha por la democracia no radica solo en los altos puestos que ocupó, sino en la trascendencia de sus principios, en su fidelidad a los ideales de democracia y soberanía que guían a los pueblos. Por ello, el Congreso Nacional de la República Dominicana, reconociendo su heroísmo y sacrificio, lo declaró Héroe Nacional mediante la Ley núm. 58-99 de 1999 y sus restos hoy descansan en el Panteón de la Patria, como símbolo inmortal de su entrega.

Más allá de las fronteras de su tierra natal, su memoria fue también honrada por el Gobierno de El Salvador, que erigió en 2018 un monumento en su honor en la Plaza de la Revolución de la Universidad de El Salvador, un tributo a su valentía y a su lucha por los ideales de libertad y justicia.

El 19 de mayo, día en que falleció en combate, ha sido instituido como el “Día del Soldado Democrático” por la Ley núm. 154-08, un recordatorio anual del sacrificio de quienes, como él, dieron su vida por la democracia. Asimismo, su nombre quedó inmortalizado en la principal arteria vial de Santo Domingo Este, la Autopista de San Isidro, que hoy lleva su nombre, como testimonio perdurable de un hombre cuyo coraje y lealtad a su nación resuenan en la memoria colectiva de la República Dominicana.

Este mártir de la Revolución de Abril no fue solo un militar; fue un hombre de principios inquebrantables, cuya vida y muerte se erigen como un faro de rectitud y determinación. En él, la historia se hace presente, enseñándonos que la verdadera grandeza radica en la capacidad de sacrificar lo personal por el bien de un ideal superior.

Tras la caída de la dictadura de Trujillo, este valiente defensor del orden constitucional desempeñó un papel crucial en la transición del país hacia la democracia. El 20 de diciembre de 1962, en las primeras elecciones libres celebradas después de la dictadura, el presidente Juan Bosch fue elegido democráticamente. Bosch asumió la presidencia el 27 de febrero de 1963 para un mandato de cuatro años, pero su gobierno, como se ha visto, fue derrocado el 25 de septiembre de ese mismo año.

Durante la administración del presidente Bosch, el personaje bajo estudio (símbolo de la resistencia democrática) se distinguió por su lealtad al poder civil. El 15 de junio de 1963, fue nombrado director de la Academia Militar “Batalla de Las Carreras”, cargo que ocupó con dedicación y compromiso institucional.

Sin embargo, después del referido derrocamiento de Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963, Fernández Domínguez (arquitecto de la restauración constitucional), junto con otros militares comprometidos con la democracia, inició un plan para poner fin al Gobierno de facto del Triunvirato[6] y restaurar el orden constitucional que había sido interrumpido meses antes.

A este baluarte de la democracia dominicana le fue encomendado un destino singular, uno que lo llamó a ser artífice y líder de un movimiento que no solo desafiaría a los poderes establecidos, sino que abrazaría la causa más noble y trascendente: la restauración del orden constitucional, quebrantado por el mencionado golpe de Estado de 1963. Su tarea no fue simplemente organizar, sino gestar desde las entrañas de su ser una lucha que apelaba a la esencia misma de la justicia y la soberanía del pueblo, principios que todo ser humano siente en su interior como un llamado ineludible.

Así, al frente del movimiento militar constitucionalista, este coronel, defensor incansable de la libertad, no solo lideraba una acción armada; representaba la esperanza de un pueblo que ansiaba recuperar lo que le fue arrebatado: la libertad de elegir su destino a través de un gobierno legítimamente constituido. La Revolución de Abril de 1965 fue el escenario donde su alma se fundió con la de muchos otros, en una lucha por la restitución de la democracia, esa fragua inquebrantable en la que forjan su carácter los pueblos valientes.

En la guerra que marcó ese abril, Fernández Domínguez (faro de la lucha constitucionalista) se erigió como un héroe de primera línea, guiando a sus hombres con la convicción de quien sabe que el sacrificio es el precio de la justicia. Pero el destino, que a menudo es caprichoso y cruel, le reservaba un final trágico. El 19 de mayo de 1965, cuando, en su calidad de ministro de Interior y Policía, se dirigía al Palacio Nacional con la firme intención de tomarlo y consolidar la victoria, fue víctima de una emboscada urdida por las fuerzas militares estadounidenses, quienes, al intervenir en el conflicto, acabaron con su vida.

Su muerte no fue solo la caída de un hombre, sino el sacrificio de un ideal. En el momento en que su cuerpo fue abatido, la República Dominicana perdió un líder, pero su legado, hecho de ideales inquebrantables, se perpetuó más allá de su último aliento, marcando para siempre la memoria colectiva del pueblo dominicano. En su sacrificio, este comandante de la restauración democrática se convirtió, no solo en un mártir de la democracia, sino en un símbolo eterno de la lucha por la justicia y la autodeterminación de nuestro pueblo.

El 18 de septiembre de 2011, en un acto de profunda memoria y respeto, la Alcaldía de Santo Domingo Este otorgó un nombre eterno a una de sus arterias vitales, la Autopista de San Isidro. La vía que atraviesa el corazón de la ciudad, testigo silente de innumerables destinos, pasó a llevar, desde ese momento, el nombre del coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez (emblema de la lucha por la libertad), el hombre cuya vida fue un faro de valentía, sacrificio y amor inquebrantable por la patria.

Así, la autopista no solo es un sendero de asfalto que une espacios físicos, sino también un puente simbólico que conecta a generaciones de dominicanos con el legado de un hombre que, con su sangre, dibujó los contornos de la libertad y la justicia. Cada kilómetro recorrido sobre esa vía se convierte en un acto de homenaje, un tributo a la memoria de quien luchó hasta el último suspiro por restaurar la democracia en su tierra.

El nombre del coronel Fernández Domínguez (líder indomable de la Revolución de Abril) no es solo una inscripción en una placa de bronce; es un susurro que se escucha en el viento que acaricia esa autopista, un eco que recorre las calles, recordándonos, con solemnidad, que su espíritu sigue presente en cada paso dado por aquellos que transitan hacia el futuro, siempre bajo la luz de sus principios.

Cuando, como hemos dicho antes, el 19 de mayo de 1965, estando el sol aún danzando con la brisa cálida de la mañana, la vida del Coronel Rafael Fernández Domínguez encontró su fin en una emboscada mortal, tejida con precisión por las tropas del gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Lyndon B. Johnson, en ese instante, Fernández Domínguez (defensor de la soberanía popular) no era solo un hombre, sino el alma de una causa justa, la encarnación de la resistencia y la esperanza de un pueblo que luchaba por restaurar lo que le había sido arrebatado: su derecho a la democracia.  

 En el mismo lugar donde el cuerpo de este líder irreductible de la causa constitucional yacía, su espíritu se alzó por encima del dolor, como un farol inquebrantable que iluminaba la lucha por la libertad. La tierra que acogió su sacrificio, ese rincón de la ciudad no solo guardó su cuerpo, sino también la memoria de su valentía, de su entrega total a la causa del pueblo dominicano.

El Coronel Fernández Domínguez (bastión de la justicia constitucional) no murió solo en la calle, sino que dejó su impronta en la historia, y cada 19 de mayo, al recordar su caída, se honra no solo su sacrificio, sino su legado eterno: el de un hombre que luchó hasta el último aliento por la justicia, por la dignidad, por un país libre.

Aunque el nombre de Francisco Caamaño (otro gran personaje de nuestra historia) se asocia de manera más inmediata a la Revolución de abril de 1965, la figura de Rafael Tomás Fernández Domínguez (brazo firme de la democracia) es igualmente fundamental para comprender la magnitud de esa lucha por la restauración democrática en la República Dominicana. Ambos compartieron un mismo ideal, pero fue Fernández Domínguez -paladín de la restauración constitucional- quien, desde el inicio, organizó, lideró y dio forma a la resistencia militar que permitió que la democracia renaciera. Su sacrificio, en la emboscada que le costó la vida, no fue el final de su lucha, sino el sello definitivo de un compromiso con la justicia y la libertad que, al igual que el de Caamaño, trascendió las fronteras del tiempo.

La verdadera grandeza no radica en la fama, sino en la entrega total a una causa que busca la libertad, la justicia y la dignidad. La memoria de su sacrificio sigue viva, como un eco que nunca se apaga, invitándonos a reconocer, sin distinción, el valor y la determinación de todos aquellos que, como él, lucharon hasta el final por un futuro mejor para su pueblo.

YHP

8-11-24

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[1] “Dentro de las Fuerzas Armadas se mantuvo un grupo que intentaba restablecer la constitucionalidad propugnando el retorno al poder del presidente Juan Bosch. La cabeza de este grupo era Rafael Tomás Fernández Domínguez (…)” (INOA, Orlando. Breve historia dominicana, p. 285).

[2] La Revolución de Abril de 1965 fue, en síntesis, un levantamiento militar para restaurar el gobierno constitucional de Juan Bosch, derrocado en 1963. El 24 de abril, militares constitucionalistas, liderados por Rafael Fernández Domínguez y Francisco Caamaño, se alzaron en armas. La intervención de Estados Unidos en apoyo al gobierno de facto complicó el conflicto, pero la Revolución sentó las bases para la restauración democrática, que culminó con elecciones libres en 1966.

[3] Para ampliar sobre el golpe de Estado a Bosch, leer el ensayo colgado en nuestro blog: www.yoaldo.org sobre ese evento de nuestra historia.

[4] “El 19 de mayo cayó en combate como soldado de la patria, frente a las tropas interventoras. Su gloriosa y heroica muerte hicieron más grandez su figura que el pueblo recuerda con admiración y respeto” (GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 212).

[5] El término “guerra civil” en el contexto de la Revolución de Abril, de 1965, se refiere específicamente al conflicto armado que tuvo lugar durante ese mes, pero a veces se usa de manera más amplia para referirse a la lucha interna por el control político que incluyó no solo el levantamiento constitucionalista de abril, sino también las tensiones previas y posteriores en el país. Sin embargo, en su uso más específico, la Revolución de Abril es la expresión más precisa para referirse a este levantamiento en particular.

[6] “El régimen del triunvirato integró su gabinete con representantes de todos los partidos golpistas (…) Una vez que el Triunvirato hubo consolidado su poder y especialmente después que Reid Cabaral se integró a él, los EEUU, activa y abiertamente, sostuvieron el régimen dominicano” (PICHARDO, Franklin Franco. Historia del pueblo dominicano, 8va. Edición, p. 625 y 629).

La Constitución como pilar de la convivencia y la libertad: reflexión en el Día de la Constitución dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

La primera Constitución de la República Dominicana fue proclamada el 6 de noviembre de 1844, en la ciudad de San Cristóbal, poco después de la declaración de independencia del país, ocurrida el 27 de febrero de ese mismo año. Es por ello que cada 6 de noviembre los dominicanos conmemoramos el Día de la Constitución, celebrando este hito fundamental en la consolidación del Estado dominicano.

De la Constitución deriva la estructura fundamental del Estado, los principios esenciales que guían su funcionamiento y, sobre todo, los derechos fundamentales de las personas. Para comprender la relevancia de esta norma superior y, en general, del derecho constitucional que se centra en su estudio, podemos hacer una analogía con una casa familiar. Imaginemos que una familia vive en una casa. Dentro de la casa, todos deben seguir ciertas normas de convivencia para que no haya caos. Cada miembro tiene derechos y responsabilidades: unos deben respetar los espacios del otro, otros deben contribuir a la limpieza y el orden. Sin reglas claras, la convivencia sería imposible y, por ende, los problemas se multiplicarían.

De manera similar, una Constitución es un conjunto de reglas y principios fundamentales que organiza la convivencia de todos los ciudadanos dentro de un Estado, estableciendo no solo los derechos de las personas, sino también los límites y competencias del poder estatal. Así como en una familia, donde no basta con tener reglas sin aplicación, una Constitución necesita un sistema que garantice que esas normas sean cumplidas. Esto es precisamente lo que significa tener una norma superior: una Constitución no solo establece las reglas y los principios, sino que también debe prever mecanismos eficaces para que se respeten. Es un pacto social que, por encima de los intereses de los gobernantes de turno, garantiza los derechos fundamentales de las personas y asegura que el poder sea limitado y responsable ante la sociedad.

En el contexto dominicano, el derecho constitucional tiene una historia rica en luchas y transformaciones. La primera Constitución, la de 1844, marcó el inicio de un proyecto de nación basado en los principios liberales, como la soberanía popular y los derechos individuales. Sin embargo, esta Constitución fue rápidamente desvirtuada, en particular por el famoso artículo 210, que otorgaba al presidente Pedro Santana poderes excepcionales para disolver el Congreso y gobernar de manera autoritaria, minando así los principios liberales originales. Este artículo evidenció que, aunque la Constitución de 1844 fuera, en su origen, un documento liberal, las tensiones internas y las presiones sociales y políticas rápidamente llevaron a su manipulación para consolidar el poder presidencial.

Es importante, además, contextualizar el término “liberal” dentro del constitucionalismo dominicano. Para los dominicanos, ser liberal no siempre ha significado adherir a los valores clásicos del constitucionalismo liberal, como la limitación del poder, la separación de poderes o la protección de los derechos individuales. En el contexto de nuestra historia, ser liberal ha sido sinónimo de defender la soberanía nacional, independientemente de los matices ideológicos. Así, el liberalismo en la República Dominicana ha sido interpretado como una lucha por la independencia frente a potencias extranjeras y contra el autoritarismo interno, lo que ha llevado a una compleja relación entre liberales y conservadores a lo largo de la historia.

Pese a estos matices, lo cierto es que el constitucionalismo liberal ha prevalecido, y la lucha constante en la historia dominicana ha sido, en última instancia, por la limitación del poder del gobernante y la protección de los derechos de los ciudadanos. Esta lucha no ha sido fácil ni lineal. A lo largo de los años, la historia constitucional de la República Dominicana ha sido marcada por intentos de poner al gobernante dentro de un marco jurídico que lo responsabilice por sus actos y lo limite, tanto en el ejercicio de su poder como en su acceso a los recursos del Estado.

El constitucionalismo dominicano, como señala el académico Eduardo Jorge Prats, es el reflejo de una lucha constante por la independencia del Estado, la limitación del poder presidencial, la protección de los derechos fundamentales, la implementación del sufragio universal, la transparencia electoral, y el impulso de un sistema judicial independiente. Cada uno de estos aspectos refleja un esfuerzo por construir una democracia genuina y por hacer de la Constitución un instrumento vivo, capaz de adaptarse a los tiempos y a los desafíos de la sociedad.

Ningún constitucionalismo debe limitarse a redactar textos constitucionales, sino que debe pasar de la retórica a construir instituciones sólidas y fomentar una cultura de respeto por los derechos fundamentales. Esta construcción no se logra sin una lucha constante en la política, en los tribunales, en la prensa, en la academia y, en última instancia, en la sociedad misma. La lucha constitucional es, ante todo, una lucha contra la injusticia y el anti-garantismo. El derecho constitucional, como cualquier otra disciplina, debe entenderse desde su historicidad, pues solo conociendo el pasado es posible enfrentar los desafíos futuros con sabiduría.

Enfrentamos hoy, como sociedad, nuevos retos globales y locales, como la inteligencia artificial, los temas de bioética, el cambio climático, entre otros, que requieren una adaptación de las normas constitucionales para garantizar que los derechos fundamentales de todos sean respetados en un contexto que cambia rápidamente. Por eso, celebrar el Día de la Constitución hoy, día 6 de noviembre, no es solo una cuestión simbólica, sino una invitación a reflexionar sobre el trabajo aún pendiente para hacer de la Constitución un instrumento verdaderamente inclusivo, participativo y vivo. La historia de la República Dominicana nos enseña que la lucha por un mejor Estado y por una sociedad más justa nunca se detiene.

¡Feliz Día de la Constitución, dominicanos! Porque un día como hoy (6 de noviembre, pero de 1844) marca para nosotros el compromiso con la justicia, la libertad y la dignidad humana. Y hay que tener conciencia de ello, porque solo entendiendo nuestra historia podremos avanzar con inteligencia hacia un futuro donde las instituciones y los derechos fundamentales sean la base de nuestra convivencia.

YHP

6-11-2024

Entre batallas y sueños: la huella de José María Cabral en la historia dominicana

Por: Yoaldo Hernández Perera

Recordar a los grandes de nuestra historia es un acto de verdadera grandeza, un homenaje que se eleva en el viento como un susurro de reverencia, una llama que arde con el fulgor de sus legados. Sus ecos resuenan en nuestras vidas, guiándonos con la sabiduría de sus experiencias, mientras su fuerza nos envuelve y nos abraza, nutriendo nuestra identidad colectiva. Quien se detiene a honrar su historia, se eleva en el alma, conectando con la esencia de aquellos que forjaron el camino, convirtiéndose en faro de esperanza y en testigo del tiempo.

A pesar de la controversia generada por su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos, que culminó en su derrocamiento a manos de una rebelión, el legado de José María Cabral y Luna se enriquece con la luz que representa su papel como precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo. Este hito, un significativo avance hacia la educación superior y el desarrollo social, se suma a su historia como héroe de grandes batallas a favor de la dominicanidad. Así, este audaz forjador de nuestra soberanía merece ser recordado, no solo por sus desafíos, sino por su valiosa contribución al futuro y a la identidad de nuestra nación.

La documentación histórica que registra las incidencias de nuestro país revela que este líder militar y político, figura emblemática del siglo XIX, encarna la complejidad del liderazgo en la búsqueda de identidad y soberanía. Nacido el 12 de diciembre de 1816 en Ingenio Nuevo, su existencia se entrelaza con los dilemas de la independencia y la autodeterminación.

Su papel como presidente de facto en 1865 y luego como presidente constitucional entre 1866 y 1868, lo posiciona como el primer líder dominicano elegido por sufragio universal, un hito que refleja la evolución del concepto de ciudadanía en su tiempo.

Cabral fue un actor crucial en la lucha por la independencia de Haití, desafiando la opresión y defendiendo la autodeterminación. Acompañó a Francisco del Rosario Sánchez en la expedición que, cruzando El Cercado, simboliza la resistencia ante la anexión a España.

Así, su vida se convierte en un testimonio del espíritu de un pueblo que, en su búsqueda de libertad, se enfrenta a las contradicciones de la historia, recordándonos que la política y la ética son inseparables en la construcción de la nación.

Hijo de María Ramona de Luna y Andújar y Juan Marcos Cabral y Aybar, su linaje está tejido por raíces profundas en la región de Hincha, donde convergen sus abuelos y su vasta familia, compuesta por nueve hermanos.

El destino lo llevó a unirse en matrimonio el 7 de enero de 1845 con su prima, quien compartía la herencia de su linaje. Juntos trajeron al mundo a Alejandro, quien también continuaría el legado familiar. Sin embargo, la vida de este hombre no estuvo exenta de complejidades; sus relaciones incluyeron descendencias ilegítimas, reflejo de la naturaleza multifacética de la existencia humana.

 El 15 de mayo de 1865, este personaje llegó la Congreso, llenando una curul como diputado por San Miguel de la Atalaya, marcando su entrada en el escenario político. Sin embargo, el 4 de agosto, respaldado por su consuegro Buenaventura Báez, llevó a cabo un golpe de Estado que derrocó al general Pedro Pimentel. Este acto se produjo en un momento crítico, justo después de la evacuación de las fuerzas españolas, tras el reconocimiento de la independencia de la República Dominicana por la reina Isabel II.

Una vez consumado el golpe, fue proclamado “Protector de la República”, asumiendo el poder hasta la instauración de un nuevo gobierno. Este sería elegido el 14 de noviembre de 1865 por la Convención Nacional, designando a Buenaventura Báez como presidente constitucional, quien se encontraba en el exilio. En su interinidad, el general Pedro Guillermo asumió el cargo de Encargado del Poder Ejecutivo. Cuenta la historia que, al día siguiente, este líder viajó a Curazao en busca de Báez, regresando el 8 de diciembre para encontrarlo en el poder, quien lo nombró ministro de guerra.

Durante su primer mandato, se destacaron avances significativos, incluyendo la redacción de una nueva Constitución que instauró el sufragio universal para hombres dominicanos mayores de 18 años. Además, el 17 de agosto de 1865, abolió la pena de muerte y la expulsión de dominicanos, reflejando un compromiso con la justicia y los derechos humanos en un contexto de transformación nacional.

Otro evento relevante relacionado a este líder visionario es que el 28 de mayo de 1866 el general Báez se vio forzado a dimitir tras una revolución liderada por Gregorio Luperón, un referente de la lucha por la independencia. En este contexto, se convocaron elecciones en septiembre y José María Cabral fue elegido, marcando un hito al convertirse en el primer presidente elegido sin el sufragio censitario que limitaba el derecho a votar a los privilegiados.

Fue el 22 de agosto de 1866 cuando asumió el poder como encargado del Poder Ejecutivo y el 29 de septiembre tomó oficialmente la presidencia constitucional de la República. Su gabinete reflejó un compromiso con el progreso. Según documentos históricos, estaba Manuel María Castillo en Interior y Policía, José Gabriel García en Justicia y Relaciones Exteriores, Juan Ramón Fiallo en Hacienda y Pedro Valverde en Guerra y Marina.

Bajo su liderazgo, el 31 de diciembre de 1866, se fundó el Instituto Profesional, precursor de la actual Universidad Autónoma de Santo Domingo, un paso hacia la educación superior y el desarrollo social.

Sin embargo, su gobierno no estuvo exento de desafíos. En 1867, el general Gaspar Polanco, defensor de su administración, murió a causa de una herida en enfrentamientos con los seguidores de Báez. Además, su intento de arrendar la Bahía de Samaná a Estados Unidos generó controversia y culminó en su derrocamiento por una rebelión. Así, su trayectoria se convierte en una reflexión sobre la fragilidad del poder y la complejidad de la política en la búsqueda de una identidad nacional.

Sobre su muerte, Emilio Rodríguez Demorizi emite un justo y hermoso panegírico: Modesto y abnegado como pocos, sin ambiciones de gloria ni de poder y riquezas, murió rodeado del amor de los suyos y de la admiración de sus conciudadanos, en la mañana del 28 de febrero de 1899[1]. Y, en esa línea, GUTIÉRREZ FÉLIX: No hay, después de entonces, muchos ejemplos en la vida pública o militar de la República que puedan compararse a la conducta del héroe de Santomé[2].  


[1] RODRÍGUEZ DEMORIZI, Emilio. Próceres de la Restauración, p. 52.

[2] GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta. Edición, p. 89.