Existir filosóficamente: la búsqueda de la felicidad y la fortaleza espiritual en tiempos modernos

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Este ensayo propone una reflexión profunda sobre cómo enfrentar el sufrimiento, encontrar sentido y alcanzar la felicidad a través de una filosofía de vida consciente. A partir del estoicismo y el existencialismo, y ante los desafíos de la era digital, se plantea la necesidad de una nueva corriente: el humanismo lúcido, una guía ética y espiritual para vivir con serenidad, libertad y responsabilidad en tiempos de ruido, incertidumbre y sobreexposición.

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Palabras clave

Filosofía, existencialismo, estoicismo, sentido, libertad, responsabilidad, serenidad, autenticidad, sufrimiento, humanismo, tecnología, conciencia, virtud, adaptación, felicidad.

Contenido

I.- Aproximación introductoria, II.- El estoicismo: fortaleza y virtud ante el dolor, III.- El existencialismo: libertad, responsabilidad y el sentido en un mundo absurdo,IV.- Coincidencias y diferencias: estoicismo y existencialismo,V.- La filosofía en la era digital: urgencia de una nueva adaptación,VI.- Conclusión: elegir conscientemente una filosofía para ser feliz.

I.- Aproximación introductoria

La vida, en su vastedad impredecible, nos obliga a enfrentarnos a momentos de intenso dolor: la muerte de un ser querido, el derrumbe de sueños largamente acariciados, la traición, la soledad, el fracaso. En tales circunstancias, surge una pregunta que no puede ser desoída: ¿cómo vivir sin sucumbir al absurdo, sin ceder a la desesperanza?

En este contexto, se hace urgente una afirmación: para existir plenamente y alcanzar una felicidad auténtica, es necesario acogerse a una filosofía de vida. No se trata de una verdad dogmática, sino de una necesidad existencial. La filosofía no es un lujo académico, sino una herramienta de supervivencia, una brújula interna frente al caos inevitable del mundo.

Tal como lo plantea con agudeza Fernando Savater, la filosofía es, ante todo, una herramienta que nos permite interrogarnos sobre el sentido de nuestra existencia. Pero —advierte— para que no se convierta en un mero ejercicio de pedantería o un adorno intelectual propio del esnobismo, debe brotar de experiencias reales, muchas veces dolorosas. Según su visión, todos nos volvemos filósofos en algún momento, generalmente a raíz de un acontecimiento que sacude nuestros cimientos: la pérdida de un ser querido, el colapso de un proyecto vital, la traición de una causa en la que creíamos.

Parece, sugiere Savater, que quien transita por la vida sin tropiezos carece aún de motivos profundos para pensar, pues mientras todo marcha bien, la reflexión puede parecer innecesaria. Es el golpe, la grieta o el fracaso lo que nos obliga a detenernos, a mirar más allá de lo inmediato y a comenzar, por fin, a filosofar[1].

De las reflexiones anteriores, en sintonía con el presente ensayo, pudiéramos retener como idea relevante que el pensamiento filosófico no es un lujo para tiempos de ocio, sino una necesidad vital cuando la existencia nos sacude. Y, en efecto, filosóficamente, luce que el sufrimiento —lejos de ser un obstáculo— puede ser el punto de partida para una vida más lúcida, más consciente y, en última instancia, más plena. No se trata de buscar el dolor, sino de reconocer que, cuando llega, puede abrir puertas hacia una comprensión más honda de quiénes somos y cómo queremos vivir.

Justamente, Marco Aurelio, al enfrentarse a la pérdida de hijos, a la traición política y a la enfermedad, tal como veremos más adelante a mayor detenimiento en estas breves líneas, no pidió al universo que las cosas fueran distintas, sino que elevó su espíritu aceptando la realidad con dignidad. Tal como predica el estoicismo: no podemos controlar lo que nos sucede, pero sí cómo reaccionamos ante ello.

Así entendida, la filosofía no se reduce a teorías abstractas, sino que se encarna en decisiones cotidianas, en la manera en que enfrentamos la pérdida, la incertidumbre o la frustración. Es, por tanto, un instrumento para vivir mejor, no en términos materiales necesariamente, sino en términos espirituales: con más sentido, con más dignidad, y con mayor capacidad para hacer el bien a los demás mientras cultivamos nuestra propia elevación interior.

II.- El estoicismo: fortaleza y virtud ante el dolor

Los estoicos, especialmente en la voz serena de Marco Aurelio en sus Meditaciones[2], comprendieron que no podemos controlar lo que nos sucede, pero sí cómo reaccionamos ante ello. “La felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos”, escribió el emperador-filósofo, resumiendo una visión del mundo en la que lo interno tiene primacía sobre lo externo. Para los estoicos, las pasiones desordenadas (miedo, ira, envidia) nos esclavizan, y solo la virtud —la sabiduría, la templanza, la justicia y el coraje— nos libera.

Marco Aurelio, al enfrentarse a la pérdida de hijos, a la traición política y a la enfermedad, no pidió al universo que las cosas fueran distintas, sino que, tal como adelantamos más arriba, elevó su espíritu aceptando la realidad con dignidad. “No desprecies la muerte, sino acéptala de buen grado, como una de las cosas que la naturaleza quiere”, escribió. Esa actitud estoica no es resignación, sino afirmación del dominio interior, el único lugar donde el ser humano puede ejercer verdadera libertad.

Y esas lecciones estoicas de Marco Aurelio fueron complementadas por ideas de otros importantes expositores de esa línea filosófica, tales como Séneca[3]y Epicteto[4], que coincidían en plantear que la verdadera libertad no depende de las circunstancias externas, sino del dominio interior sobre nuestras emociones, deseos y juicios. Para ellos, la virtud era el único bien verdadero, y vivir conforme a la razón y la naturaleza era la clave para alcanzar una vida plena, serena y moralmente íntegra, incluso en medio de la adversidad.

III.- El existencialismo: libertad, responsabilidad y el sentido en un mundo absurdo

El existencialismo, especialmente en pensadores como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, toma otro camino, aunque se encuentra con el estoicismo en un punto esencial: la necesidad de afirmarse a sí mismo ante el sinsentido. Para Sartre, “el hombre está condenado a ser libre”[5]; no hay esencia que nos preceda, somos lo que elegimos ser. Esta libertad radical implica responsabilidad: cada elección moldea nuestra existencia y define el mundo que habitamos.

Camus, por su parte, en El mito de Sísifo[6], no niega el absurdo —el divorcio entre el anhelo humano de sentido y el silencio del universo—, pero propone una rebelión vital: seguir viviendo, creando sentido sin que exista uno dado por los dioses o la naturaleza. Sísifo, que eternamente empuja su piedra montaña arriba, es feliz porque acepta su destino y se convierte en dueño de su vida a través de la consciencia.

Resalta, pues, del existencialismo, especialmente en su vertiente francesa representada por Sartre y Camus, que, en concreto, subraya la radical libertad del ser humano y su ineludible responsabilidad de construirse a sí mismo, trazando sentido en un mundo carente de verdades preestablecidas, y asumiendo con dignidad el desafío de vivir con autenticidad.

En este contexto, “asumir con dignidad” significa aceptar la realidad de la existencia humana —con sus incertidumbres, sufrimientos y falta de sentido predeterminado— sin caer en la desesperación, el cinismo o la evasión, sino enfrentándola con entereza, lucidez y responsabilidad personal.

Desde la perspectiva del existencialismo (particularmente en Sartre y Camus), vivir con dignidad implica:

  • Reconocer que no hay un sentido dado por la naturaleza, la religión o la sociedad, pero aun así elegir vivir con coherencia y compromiso.
  • Actuar con autenticidad, es decir, siendo fiel a uno mismo, a pesar del absurdo o del sinsentido que pueda rodearnos.
  • No rehuir la libertad, aunque esta sea una carga, sino más bien ejercerla plenamente, sabiendo que cada elección construye nuestra identidad.

En suma, “asumir con dignidad” en el sentido analizado es una forma de resistencia ética y consciente ante la condición humana, donde el sujeto no se rinde ante la falta de certezas, sino que crea valor y sentido desde sí mismo.

IV.- Coincidencias y diferencias: estoicismo y existencialismo

Ambas escuelas filosóficas coinciden en puntos cruciales: la necesidad de cultivar una vida interior sólida, la aceptación del dolor como parte ineludible de la vida y la idea de que el individuo puede elevarsesobre las circunstancias. Sin embargo, difieren en el fundamento de esa elevación. Para el estoicismo, existe un logos universal, una razón divina que ordena el cosmos; la virtud consiste en vivir conforme a esa razón. Para el existencialismo, en cambio, no hay orden preexistente: el ser humano se lanza al mundo y debe inventarse a sí mismo, sin manual de instrucciones.

Mientras el estoico busca serenidad en la aceptación, el existencialista se aferra a la acción como forma de autenticidad. Ambos, sin embargo, ofrecen caminos para enfrentar el dolor, para no naufragar cuando la vida golpea sin piedad.

V.- La filosofía en la era digital: urgencia de una nueva adaptación

Hoy, en el tiempo de la interconexión mundial, las pantallas y de la inteligencia artificial, las condiciones del existir han mutado radicalmente. Vivimos interconectados, pero muchas veces más solos que nunca; informados, pero saturados de ruido; con acceso a todo, pero incapaces de discernir lo esencial. El mundo digital ha traído consigo nuevas fuentes de sufrimiento: la sobreexposición, el linchamiento virtual, la cultura del rendimiento, la adicción al consumo y a la validación externa.

Ante esto, urge una adaptación filosófica. No basta con citar a Marco Aurelio o Sartre: debemos repensar sus ideas a la luz de nuevos desafíos. ¿Qué significa “autenticidad” cuando nuestras vidas se miden en clics? ¿Cómo cultivar virtud en una sociedad que glorifica el espectáculo? ¿Cómo sostener el silencio interior si vivimos en un zumbido constante de notificaciones?

Necesitamos una filosofía del presente, que combine la serenidad del estoicismo, la libertad del existencialismo y una consciencia crítica frente a la tecnología. Una filosofía que no rechace el mundo digital, pero que tampoco se someta a él sin cuestionamiento. Como decía Camus: “Ser libre es, ante todo, ser capaz de decir no.”

Lo inteligente, en este contexto, es tomar las bondades de cada escuela y avanzar hacia una síntesis crítica y contemporánea. Por ejemplo, del estoicismo y el existencialismo pudiéramos pasar a una suerte de escuela filosófica moderna, que podríamos llamar, tentativamente, humanismo lúcido”, una corriente que promueva las buenas coincidencias filosóficas entre serenidad interior y compromiso existencial, en el sentido de cultivar la fortaleza espiritual estoica junto con la libertad responsable del sujeto existencialista.

Pero al mismo tiempo, esta nueva filosofía debería enseñar a habitar el mundo digital sin ser devorados por él: a construir una identidad auténtica más allá del algoritmo, a resistir la tiranía de la inmediatez, a discernir entre lo esencial y lo accesorio en medio del ruido, y a ejercer una ética del uso tecnológico que ponga al ser humano —no a la máquina, ni al mercado— en el centro de las decisiones.

Para ello, evidentemente, sería importante fomentar una educación filosófica desde edades tempranas, no como acumulación de teorías abstractas, sino como formación del juicio, del carácter y de la conciencia crítica. Solo así podremos atravesar este siglo —con sus promesas y amenazas— sin perder de vista lo que nos hace verdaderamente humanos.

Inspirado en el Manual de Epicteto, que —puntualmente— listó postulados generales que distinguían entre lo que está en nuestro poder y lo que escapa a nuestro control, la nueva filosofía que hemos denominado, tentativamente, “humanismo lúcido”, pudiera tener como piedra angular los siguientes postulados, formulados como principios orientadores para habitar con sabiduría la era digital y aspirar a una vida verdaderamente feliz:

1.- Cultiva el dominio de lo interior. Nada puede ser más urgente que volver la mirada hacia adentro. La serenidad no se halla en controlar el mundo, sino en gobernarse a uno mismo: pensamientos, deseos, emociones. Lo que depende de nosotros es nuestro juicio; lo demás, es contingencia.

2.- Ejercita tu libertad con responsabilidad. Ser libre no es hacer cualquier cosa, sino asumir la carga de elegir con conciencia. En un mundo sin sentido preestablecido, cada decisión es un acto fundador de sentido. Vive como si cada gesto tuyo revelara lo que crees valioso.

3.-Resiste a la tiranía de lo superficial. En medio del ruido digital, lo esencial queda sepultado. No confundas visibilidad con valor, ni estímulo con significado. Aprender a discernir es un acto filosófico y moral.

4.-Habita la tecnología, no te sometas a ella. La herramienta no debe convertirse en amo. Usa la tecnología con criterio: que expanda tu mente, no que absorba tu atención. La inteligencia artificial puede asistir tu pensar, pero no reemplazar tu conciencia.

5.-Practica la autenticidad en lo visible y en lo oculto. Que tu imagen pública no contradiga tu verdad interior. En un mundo de máscaras, ser fiel a uno mismo es una forma radical de libertad. No te pierdas en la mirada de los otros.

6.-Acepta el dolor como parte del trayecto, no como derrota. La pérdida, el fracaso, la incertidumbre: todo ello son partes ineludibles del vivir. No rehuyas la herida; transforma el dolor en profundidad. Cada golpe puede ser una invitación a crecer en espíritu.

7.-Conecta con los otros desde la compasión, no desde la competencia. El humanismo lúcido no es solipsista[7]. El bienestar propio está entrelazado con el ajeno. En tiempos de individualismo feroz, ayudar, escuchar, compartir es ya un acto filosófico de resistencia.

8.-Busca el silencio y la contemplación como ejercicio de lucidez. Desconectarse del ruido no es evasión, sino forma de reencontrar lo esencial. La filosofía comienza en el asombro, y el asombro requiere espacio interior.

Estos postulados no pretenden ofrecer una fórmula mágica para la felicidad, pero sí una brújula ética y espiritual para no naufragar en la confusión de los tiempos modernos. El humanismo lúcido que proponemos no niega el presente, lo abraza críticamente. Y en esa actitud —serena, libre y consciente— quizá se halle la mayor sabiduría posible para vivir en plenitud.

VI.- Conclusión: elegir conscientemente una filosofía para ser feliz

La felicidad, entendida, no como placer superficial, sino como realización profunda, no es un accidente: es una construcción. Y como toda construcción, necesita cimientos. La filosofía —sea religiosa, secular, racional o espiritual— ofrece esos cimientos. No hay una receta única: algunos encontrarán sentido en la fe, otros en la razón, otros en el arte o en el compromiso social. Lo importante no es el camino, sino la conciencia del camino.

En un mundo tan cambiante, tan vulnerable a la superficialidad, la clave sigue siendo la misma: vivir con lucidez. Aceptar que el sufrimiento forma parte de la vida, pero que no tiene la última palabra. Cultivar una ética personal, una visión del mundo, una filosofía que nos sostenga cuando todo tambalea. Porque, como bien lo entendieron los antiguos y los modernos, solo quien ha pensado profundamente en cómo quiere vivir, puede verdaderamente vivir feliz.


[1] Cfr SAVATER, Fernando. La aventura de pensar, p. 12.

[2] Leer Meditaciones, de la pluma de Marco Aurelio, es asomarse al alma de un emperador que, en medio del poder y la adversidad, buscó serenidad y virtud; es un manual atemporal de sabiduría para enfrentar con dignidad los vaivenes de la vida. Léelo en línea: MarcoAurelio_Meditaciones.pdf – Google Drive

[3] El pensamiento de Séneca, afortunadamente, está en línea a disposición gratuita de todos: 13 Libros de Seneca ¡Gratis! [PDF]

[4] Consulta en línea el Manual de Epicteto, escrito por dicho pensador (traducido por Margarita Mosquera): El Manual de Epicteto.pdf – Google Drive

[5] Ver en línea, en formato PDF, Una filosofía de la libertad, de la tinta de Sartre: (PDF) Jean-Paul Sartre Una filosofía de la libertad.

[6] Disponible en línea: El mito de sisifo, Albert Camus.pdf

[7] En un sentido general y no estrictamente filosófico, cuando se dice que alguien o algo es solipsista, se está señalando que es excesivamente centrado en sí mismo, encerrado en su mundo interior, ajeno o indiferente a los demás. En el contexto de este ensayo, al decir que el humanismo lúcido no es solipsista, se quiere enfatizar que esta nueva filosofía no se encierra en la subjetividad individual, sino que reconoce la importancia de los otros, de la comunidad, de la empatía y la responsabilidad compartida.

(Ensayo)

Trabajo en equipo

La tendencia, quiérase o no, es hacia el trabajo en equipo. Muchas decisiones trascendentales en diversos órdenes (empresarial, político, judicial, etc.) se adoptan por órganos colegiados; con lo cual, el profesional del siglo XXI debe incluir en su acervo técnicas de deliberación, a fines de ser capaz de discutir eficazmente, preparado para exponer sus ideas y, a su vez, para recibir críticas en el ámbito meramente deliberativo: quien tiene el “complejo” de contar siempre con la verdad absoluta e irrefragable de las cosas, no está en condiciones de formar parte de la matrícula de un organismo colegiado. 

Las máximas de experiencia aleccionan en el sentido de que lograr consensos es una tarea dificilísima. Definitivamente, no es fácil ponerse de acuerdo sobre un punto en concreto, máxime cuando se trata de cuestiones que entrañan ciertos niveles de complejidad; y más todavía, cuando la deliberación se desarrolla en una entidad integrada por muchos miembros. La paciencia es clave para salir exitosos de una jornada de discusión. La usanza es que unos vean lo que otros no han advertido: cuatro ojos ven más que dos; seis más que cuatro, etc.

En el ámbito del trabajo en equipo, la Madre Teresa de Calcuta dijo lo siguiente: “Yo hago lo que tú no puedes, y tú haces lo que yo no puedo. Juntos podemos hacer grandes cosas”. En efecto, la sabiduría popular ha tenido el tino de sostener que la unión hace la fuerza. No cabe dudas de que trabajar en equipo divide el trabajo y multiplica los resultados.

La frase “divide and conquer”, esto es, “divide y vencerás”, cuenta con mayor aplicabilidad en el ámbito del trabajo en equipo. Se trata de -en suma- resolver un problema difícil dividiéndolo en partes más simples, tantas veces como sea necesario, hasta que la resolución de cada parte se torne obvia. Si cada parte se asigna a diferentes miembros de la entidad, se agiliza más y la fatiga será menor: cuestión de buena gerencia. 

La pluralidad de criterios sobre una misma cuestión no debe asustarnos. Las fortalezas están en nuestras diferencias, no en nuestras similitudes. Si todos pensáramos igual sobre una misma cosa, además de ser muy aburrida la dinámica de discusión, seguramente las conclusiones serían menos completas, con menor profundidad: cada cabeza es un mundo -dice el pueblo- por qué no aprovechar lo mejor de cada una de ellas?

El quid para el éxito de las personas que trabajen en un órgano colegiado es entender que ninguna de ellas es tan buena como todas juntas. Henry Ford, fundador de la compañía Ford Motor Company y padre de las cadenas de producción modernas, utilizadas para la producción en masa, sostuvo que llegar juntos es el principio. Mantenerse juntos, es el progreso. Trabajar juntos es el éxito. Ciertamente, son más los problemas que pueden resolverse en equipo que aquellos que podamos corregir por nosotros mismos.

El empresario estadounidense, fundador de las tiendas J.C. Penney, en el año 1902, externó en su momento una frase que, desde nuestro punto de vista, retrata fielmente la bondad del trabajo en equipo. Dijo: “los cinco dedos separados son cinco unidades independientes. Ciérralos y el puño multiplica la fuerza. Esta es la organización”.

Por todo lo anterior, dado que trabajar en equipo es fundamental en estos tiempos, es forzoso convenir en que las diversas disciplinas profesionales deberían incluir en sus respectivos catálogos de asignaturas en las universidades, una materia sobre técnicas de discusión, en el marco de la deliberación de órganos colegiados. Insistimos, discutir no es fácil. Las personas no suelen asumir en buenos términos críticas frontales, las cuales -ha de reconocerse- son consustanciales a todo proceso de discusión. Pero si existe un entrenamiento previo, desde las aulas, acerca de cómo discutir en un tono respetuoso, probablemente las cosas fluyan de manera más factible.

(Ensayo)

Sobre el arte de conversar

Alguien afirmó alguna vez que la conversación es una ilusión. Solo hay monólogos que se entrecruzan. Sin embargo, particularmente me resisto a generalizar: todo dependerá de los interlocutores.

Como casi todo en la vida, conversar supone ciertas condiciones humanas. Hay quienes -incluso- han desarrollado la idea del “arte de conversar”. Lo cierto es que el buen conversador encanta, en tanto que el mal (o pésimo) conversador espanta. Hasta en el terreno del cortejo es así: “lo que más aprecian las mujeres es un hombre que sepa escuchar y, por ende, sea buen conversador”. Se ha dicho.

No ociosamente la sabiduría popular ha sugerido que los seres humanos tienen dos oídos y una sola boca, justamente para escuchar dos veces más de lo que se habla. En efecto, para que la conversación sea tal, debe producirse un intercambio de pareceres (más o menos equilibrado) sobre cada cuestión abordada. Y si uno de los interlocutores domina más un tema en particular, debe exponer -en esenia- su criterio, sin tornar monótono el diálogo hablando solo él, en una especie de monólogo, generalmente lesivo al carácter ameno de la dinámica conversacional.

El buen sentido del interlocutor ha de indicarle cuándo debe hablar y cuándo ha de permitir al otro hacer uso de la palabra. No es necesario aguardar hasta el extremo de ser interrumpido, sutil o abruptamente. Si durante ninguna de las inevitables pausas que se hacen al hablar se formulan preguntas que denoten interés en seguir escuchando más detalles sobre el tópico desarrollado; si la expresión facial de la persona con quien se conversa denota cierta fatiga, o ante cualquier otra señal que persuada sobre un eventual desinterés por lo que se dice, es momento de “pasar la antorcha”: que otro prosiga, sea cambiando el tema de conversación (que es lo que usualmente ocurre), sea externado su propio criterio sobre el mismo asunto o, sencillamente, poniendo punto final al diálogo.

Existen técnicas para sostener una buena conversación: identificar temas polémicos que, de entrada, deben evitarse para iniciar un diálogo con una persona con quien no se tenga confianza, tales como la religión, la política, etc. Sin embargo, más que a conversaciones diplomáticas, laborales, o cualquier otra que requiera el empleo de rigorosas estrategias, quisiera centrarme en la elemental conversación social; aquella que se lleva a cabo en la cotidianidad para, simplemente, socializar con otras personas en peñas literarias (o de cualquier otra índole), en una reunión familiar, en la fila de un banco, en un súper mercado, en un chat de WhatsApp, etc.

La clave, en definitiva, es elegir temas de interés, afín con nuestro interlocutor y, sobre todo, tener una escucha activa, prestando atención a lo que se nos dice y, oportunamente, retroalimentando cualquier idea importante. Y si se nos plantea una temática que no nos interesa, igual prestar atención por un tiempo razonable; pero evitando transmitir interés en un desarrollo más profundo sobre el particular, a fines de -sutilmente- crear las condiciones para introducir otro tópico.

De nada sirve presumir, en el ámbito del sano diálogo, un conocimiento sobre una cuestión que es totalmente ajena a la otra persona, sin que ninguna circunstancia dé pie a ello: el “echavaineo” es incompatible con una amena conversación. En palabras del poeta alemán, Wilhelm Busch: “La buena conversación no consiste en decir cosas ingeniosas, sino en saber escuchar tonterías”.

Desafortunadamente, en algunos medios como el abogadil, el político, entre otros, pululan los malos (y pésimos) conversadores. Probablemente el perfil de las personas que usualmente interactúan en los referidos medios contribuye a que esto sea así: intelectuales y, por qué no decirlo, pseudos intelectuales (los “wannabe”).

Si lees mucho, crea las condiciones para compartir con los demás, de forma agradable, los conocimientos que entiendas pertinentes, atendiendo a la ocasión; sin intentar acorralar a tu interlocutor, formulándole preguntas sobre algo que acabas de consultar y que sabes que es muy probable que el otro no sepa claramente. Sencillamente exprésalo, más o menos, en los siguientes términos:“Me resultó interesante algo que recientemente vi, en el sentido de…”. Puedes compartir lo que sabes, sin estresar a los demás. Y sobre todo, permitiendo espacios para que con quien hables retroalimente y opine, si lo entendiese de lugar.

Ser pedante con el conocimiento no te hace intelectual. Más bien te convierte en una persona indeseable y, créanme, individuos así suelen ser discriminados (aunque no sea de manera frontal, por pena o por educación). En efecto, no han sido ni dos, ni tres los episodios que he presenciado de personas que -refiriéndose a un tercero- expresan ideas como: “Cuidado, por ahí viene fulano, vámonos para evitar la fatiga”.

En fin, el que la conversación sea, como refiriéramos al inicio de este breve ensayo, una especie de monólogos entrecruzados, decididamente, va a depender de los interlocutores.

Si cada quien se centra solamente en lo que sabe y quiere decir, sin prestar interés a lo que tiene que contar el otro. Y si cuando uno de los interlocutores hace uso de la palabra, el otro permanece en silencio para aparentar que pone atención, pero realmente lo que hace es que deja en “Stand by” la idea que estaba desarrollando antes de que el otro hablara y, zas!, al más mínimo descuido, vuelve y retoma la misma “cantaleta”, definitivamente, estaríamos ante monólogos entrecruzados, probablemente sin una relación entre sí. O lo que equivale afirmar, nos encontraríamos ante una conversación disfuncional.

Si, en sentido contrario, cada interlocutor se ocupa de hablar, pero también de prestar atención (y mostrar interés) a lo que diga el otro, se cristalizaría -sin dudas- una sana y amena conversación. A todo ser humano le resulta grato compartir sus buenas experiencias (logros personales, familiares, académicos, etc.). Una buena conversación es clave para externar y revivir tales bondades de la vida, permitiendo que las demás personas hagan lo propio en el mismo diálogo. Debemos, pues, elegir buenos interlocutores y -sobre todo- tratar de ser nosotros mismos mejores conversadores.

La conversación tiene un poder grande. Mediante ella las personas se enamoran, forjan amistades, etc. Es por eso que aprender a conversar es tan importante. Mientras más ameno sea el diálogo, habrán más oportunidades de extenderlo y, por ende, de agotar a cabalidad cada tema. Ya lo dijo CHURCHILL: “ Una buena conversación debe agotar el tema, no a los interlocutores”.

La esencia de las personas (Ensayo)

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La esencia de las personas, en esencia, se contrae a una misma esencia.

Es sabido que cada ser humano cuenta con sus propios rasgos, los cuales le diferencian de los  demás. Cada persona tiene su personalidad. La manera de reaccionar ante determinadas situaciones que se presentan en la vida, varía atendiendo al individuo que las experimente; eso es una realidad de perogrullo.

 Igual que el pavo real que, presuntuoso, muestra su plumaje voluntariamente, sobre todo momentos  en que procede a cortejar a la hembra de su especie, normalmente los seres humanos tienden a resaltar de manera espontánea las cualidades que entienden adornan su personalidad, cualquiera que fuere: solidaridad, sencillez, inteligencia, etc. Sin embargo, como el avestruz, que es proclive a esconder la cabeza bajo la tierra cuando algo le ruboriza, es parte de la esencia del ser humano ocultar, al tiempo de resistirse a la incontrovertible realidad de que muchos defectos que habitualmente critica respecto de otras personas, son consustanciales a él mismo.

Así como toda madre para tener tal condición, en algún momento habrá dado a luz; toda persona como tal, habrá comentado algo negativo sobre alguien en su ausencia. Con razón o sin razón; con motivo o sin él, criticar a alguien que no se encuentre al momento de la crítica se corresponde con lo que todos conocemos como chisme. Así es, todos tenemos algo de chismoso, aunque en diferente medida, pues obvio es que existen personas que no son capaces de controlar esta deficiencia de la personalidad; pero alardear de que el chisme, así como otros tantos comportamientos abyectos, no forman parte de  nuestra esencia, constituye una pedantería y, sobre todo, una falacia.

Las gotas de cualquier lluvia de mayo que mojen las flores de los más bellos jardines no pueden contarse, pero sí contemplarse. A veces esas gotas provocan estragos cuando caen en demasía generando inundaciones o cuanto se trata de una granizada. Así, las cualidades positivas y las negativas de las personas probablemente no pueden contabilizarse, ni tampoco es nuestro interés intentarlo en este escrito. Lo útil sería que aceptemos que como seres humanos tenemos muchos de los defectos que tanto aborrecemos y criticamos en otras personas. Pero al mismo tiempo, una vez conscientes de esta situación, sería de utilidad trabajar internamente para controlar tales desperfectos conductuales. Desarrollar la templanza es importante, y se consigue –sin dudas- fundamentalmente a base de una sólida formación familiar.

Desde las enseñanzas más elementales que se reciben durante la infancia, como dar las gracias cuando alguien nos regala algo o nos hace algún favor o, en el ámbito fisiológico, cuando se sienta hambre, aguardar tranquilamente hasta que sea posible comer, o resistir hasta llegar a un sanitario para realizar cualquier necesidad del cuerpo, hasta ilustraciones que persuadan para hacer siempre el bien, tener amor por el prójimo, identidad con la patria, etc., son esenciales para lograr un desarrollo en la templanza de las personas. Regularmente los individuos que, para su infortunio, no tuvieron ocasión de disfrutar de las bondades de un hogar pleno, de recibir amor y orientaciones básicas para vivir en sociedad suelen manifestar de manera más marcada defectos de la conducta como los que hemos estado comentando.

Nunca es tarde para vencer los obstáculos en cualquier ámbito de la vida, pero para ello debe existir una motivación, y en el contexto comentado es muy posible que ésta provenga de alguien originario de un hogar establecido plenamente, en beneficio de aquel que no ha tenido esa fortuna. En definitiva, estamos conscientes de que se encuentra subyacente en la historia de cada persona, un significativo componente de azar; y es que nadie elige a sus padres, aunque sí a sus amistades. En consecuencia, lo importante es que cada individuo acepte sus defectos y aquellos que cuenten con las condiciones para aportar a quienes han sido menos agraciados en términos de formación personal, deberían proceder solidariamente.

La vejez y la soledad

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LA VEJEZ Y LA SOLEDAD

          Alguien dijo alguna vez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Esta –sin dudas-  es una reflexión que tiene subyacente una triste resignación a la irrefragable situación de que durante la etapa de ancianidad los seres queridos contemporáneos partirán de este mundo y los más jóvenes que permanezcan con vida se irán alejando paulatinamente, en la medida que le vamos resultando menos interesantes, producto de la natural pérdida de nuestras tradicionales habilidades, como secuela de la impronta de los años.

          Las cotidianas ocupaciones de las personas que aún están activas en la productividad laboral y en los afanes del hogar, así como la marcada diferencia de intereses generacionales, también constituyen causas de la soledad que en una primera impresión –ciertamente- parecería consustancial a la tercera edad. 

          Paradójicamente, durante la vejez, mientras se debilita el físico, se fortalece la sabiduría como corolario de la experiencia acumulada durante el discurrir de los años vividos. Esta experiencia no necesariamente tiene que corresponderse con un área del saber científico; la sola vivencia de una etapa concreta de la historia del país, los recuerdos relativos a nuestra infancia, etc., constituyen informaciones de invaluable significación para todo individuo racionalmente pensante; por tanto, no debería nunca dejar de ser interesante sostener un diálogo con una persona anciana. 

           Este diálogo a que hacemos alusión, con mucho amor, pudiera incluso desarrollarse en silencio con el ser querido, en casos de una vejez avanzada o de alguna convalecencia que le impida el habla; esto con la sola manifestación de cariño, reviviendo gratas experiencias mediante la articulación de dulces palabras acompañadas de tiernas caricias.

          La soledad no debe asustarnos, en honor a la verdad; sólo mediante ella logramos conocernos plenamente a nosotros mismos. Pero importa resaltar que la vejez no necesariamente ha de vivirse en soledad constante. Debe sembrarse durante el transcurrir de los años, incentivando y promoviendo la integración familiar, para en la ancianidad cosechar el merecido afecto de nuestros seres queridos, quienes perfumarán nuestra existencia permitiéndonos lidiar con cualquier limitación de esta etapa de senectud.  

             Nadie más que un hijo está llamado a acompañar a sus padres durante su ancianidad. Todo hombre de bien genera el respeto y la admiración de los demás; sin embargo, en el lecho de la enfermedad, incursos en las peores adversidades, el discurrir de los tiempos ha aleccionado en el sentido de que sólo la descendencia y la pareja agradecida por el buen trato, hacen acto de presencia -acompañando al viejo querido- de manera constante y desinteresada.

            El vínculo afectivo no sólo ha de ser sanguíneo. El aprecio se gana en función de la naturaleza de la relación experimentada con cada quien. Es posible, y en efecto ocurre con frecuencia, que el lazo afectivo entre dos personas que no son familiares en términos sanguíneos, alcance un punto mayor que aquel establecido con un familiar de sangre. La clave entonces para no sufrir las penumbras de una vejez esencialmente solitaria, está en ir tejiendo redes de amor con el paso de los tiempos, atendiendo a la historia de cada persona en particular.

           Hay quienes no se matrimonian, quienes no pueden tener hijos, en fin … dependiendo de cada historia, los nexos de afecto se pueden afianzar de diferentes maneras. Lo importante, como suele expresarse llanamente, es “hacerse querer”; pero sobre todo, para que la vejez no sea triste, debe llegarse a ella conscientes de que irremediablemente pasaremos más tiempo acompañados de nuestros propios adentros, ya que la capacidad de disposición del tiempo, con el trajín diario, no es igual para los jóvenes que para los más viejos. Y sería algo egoísta pretender que los que aún pueden llevar a cabo ciertas actividades que no son compatibles con la tercera edad, prescindan de ellas para acompañarnos descomedidamente. No olvidemos aquel pensamiento aristotélico que reza: “la virtud está en el punto medio”: si bien es sano contar con el calor de nuestros seres queridos cuando tengamos avanzada edad, ese afecto no debe dar al traste con el derecho que les asiste de vivir plenamente cada etapa de su propia vida.

           Durante la ancianidad es preciso aprender a resaltar en nuestras relaciones afectuosas lo cualitativo ante lo cuantitativo, en el sentido de apreciar no tanto la frecuencia de las visitas hechas por nuestros allegados, sino la calidad de éstas, en términos de cariño externado. 

           El novelista francés, Víctor Hugo, sostuvo que los ancianos tienen tanta necesidad de afectos como de sol. En ese orden de ideas, merece la pena razonar en el sentido de que la vejez en el lienzo es muy triste. De nada sirve que los seres que nos quieran tengan nuestro rostro colgado en la pared de su hogar en un cuadro o en un retrato, si no nos manifiestan vivamente su cariño.

         Las diversas fechas relativas a la unión familiar, si bien son propicias para intercambiar con las personas de mayor edad en la familia, no deben ser los únicos momentos para interactuar con ellos: las condiciones para llevar a cabo intercambios afectivos se crean a base de disposición y voluntad, no necesariamente vienen predeterminadas por el calendario. 

          La vida es una sucesión de eventos irrepetibles. Es muy positivo contar en nuestro haber con recuerdos vividos con nuestros seres queridos de una edad avanzada. Y, sin lugar a dudas, para nuestros ancianos la compañía impregnada de amor de sus seres queridos, será el mejor remedio para cualquier achaque propio de la edad. Amando nos amamos más a nosotros mismos, porque amar al prójimo igual que al ser propio constituye un mandado bíblico.

           Estadísticamente se ha establecido que durante la ancianidad los recuerdos suelen vivirse nueva vez y tienden a tener más presencia –inclusive- que los nuevos acontecimientos. En palabras del connotado escritor español, Pío Baroja: “Cuando uno se hace viejo, gusta más releer que leer”.      

            Durante el vuelo de las aves el aire debe estar presente. No se puede tener una buena volada sin viento. Y lo propio, no es posible tener una vejez buena en ausencia del aliento de los seres queridos, que son las brisas que facilitan el difícil vuelo final sobre el mar formado por la sustancia de los recuerdos que hasta entonces se han vivido.

Yoaldo H.P.