(Presiciones jurídicas)

Sobre la inscripción en falsedad y la comparecencia de los notarios, en el marco del carácter flemático del trámite del referido incidente de la prueba literal. Tomando en cuenta que las máximas de experiencia aleccionan en el sentido de que la inscripción en falsedad, como incidente de la prueba literal, en la práctica ha venido utilizándose muchas veces como mera chicana dilatoria, y que atendiendo a ello, la SCJ se ha visto precisada a juzgar que cuando los tribunales puedan edificarse en base a otros elementos que reposen en el expediente, están facultados para rechazar dicho incidente, sin necesidad de agotar el flemático (y casi tortuoso) procedimiento instituido en el artículo 214 y siguientes del CPC, ha sido una práctica cada vez más socorrida, el requerir la comparecencia del notario actuante para que ilustre sobre la falsedad argüida y, en base al acta que recoja tales declaraciones, sostener que no sería necesario inscribirse en falsedad, puesto que ya habrían elementos suficientes para forjar la convicción del tribunal.     

El principio general prescribe que cuando se trata de actos auténticos, su contenido hace fe hasta inscripción en falsedad; por tanto, en principio no procede demandar de forma principal su nulidad y, como sabemos, tampoco sería suficiente una mera experticia caligráfica, cual si se tratase de un acto bajo firma privada.

La estrategia ha sido, dado que la inscripción en falsedad se tramita mediante un proceso demasiado lento, lo cual solamente convendría a quien deseare incidentar, no al propio demandante, que lo que se propone es que sus pretensiones se conozcan rápido, valerse de la comentada comparecencia para saltar dicho proceso incidental.

En efecto, la SCJ, mediante sentencia núm. 26, del 22 de enero del 2014, compendiada en el Boletín Judicial núm. 1238, juzgó que los jueces del fondo tienen la facultad de acoger o de rechazar el pedimento de falsedad incidental, si entienden que en el expediente reposan elementos de prueba suficientes que les permitan formar su convicción; máxime cuando estiman que el incidente resulta innecesario y frustratorio, y que conduciría a retardar indebidamente el conocimiento del asunto.

Pues bien, en el contexto estudiado, tal elemento capaz de edificar sobre la falsedad, sin necesidad de adentrarse en el tortuoso artículo 214 del CPC, justamente sería el acta de audiencia contentiva de las declaraciones del notario. Si la Suprema Corte de Justicia admite que se rechace este incidente cuando existen elementos que edifiquen en torno a la falsedad, ha de admitirse -por argumento a fortiori– que aportando tales elementos no sería necesario inscribirse en falsedad.

Particularmente, no vemos descabellado el comentado proceder procesal. Todo está en que la parte que denuncie la falsedad esté en condiciones de localizar al notario actuante. En principio, se supone que dicho notario, hasta por respeto a su investidura notarial, no debería dar fe de lo que certifica, pero si se le ilustra sobre el interés de celeridad, parecería que no sería tan grave el asunto. Éste pudiera ir, tanto para decir que no es su firma la argüida de falsedad; que no ha instrumentado el acto en cuestión, etc., como para confirmar que sí lo son, según las particularidades del caso concreto.

(Precisión jurídica)

Sobre las prescripciones cortas, de 5 y de 10 años, para prescribir adquisitivamente inmuebles no registrados. Se ha pensado, de manera muy generalizada, que en el sistema jurídico dominicano para prescribir adquisitivamente (por usucapión) la titularidad de un inmueble no registrado, necesariamente debe poseerse durante 20 años la porción de terreno en cuestión. Sin embargo, aclaran la jurisprudencia y la doctrina más depurada, que –por aplicación del artículo 2265 del CC- cuando existe un “justo título”, cuentan con aplicabilidad las prescripciones de 5 y de 10 años para poder adquirir mediante prescripción adquisitiva, según el verdadero propietario viva en el distrito judicial en cuya jurisdicción radica el inmueble, o si está domiciliado fuera de dicho distrito, respectivamente.

En efecto, cuando el adquiriente no cuenta con un “justo título”, esto es, sin pieza alguna que acredite su adquisición, necesariamente deberá poseer por 20 años para poder luego reclamar la propiedad y agenciar el saneamiento de rigor para obtener su Certificado de Título formal, con la garantía del Estado[1]. En cambio, si dicho adquiriente puede justificar de dónde ha adquirido (contrato de venta, permuta, etc.), pudiera prescribir conforme a la regla descrita precedentemente, de los 5 y de los 10 años, aunque no conste que su vendedor haya estado poseyendo por 20 años, siempre que el comprador haya obrado de buena fe. Es decir, que lo determinante sería la existencia o no de un “justo título” para, a partir de ello, concluir si el lapso prescriptivo ha de ser el más largo, de 20 años, o alguno de los más cortos previamente mencionados. Y obviamente, como se ha dicho, la buena fe[2] del comprador ha de estar presente.

En otro orden, si quien vende ya ha cumplido con los consabidos 20 años, el nuevo adquiriente pudiera valerse de tal prescripción adquisitiva e invocarla en su provecho, en virtud del artículo 2235 del Código Civil, conforme al cual para completar la prescripción, se puede agregar a la propia posesión la de su causante, por cualquier concepto que se le haya sucedido, ya sea a título universal o particular, a título lucrativo u oneroso. En esos mismos términos se ha pronunciado la Suprema Corte de Justicia[3].

Para el insigne jurista Manuel Ramón Ruiz Tejada, cuya obra titulada “Estudio sobre la Propiedad Inmobiliaria en la República Dominicana”[4] es un referente obligado cuando se vaya a abordar la temática del Derecho de Propiedad en nuestro país, por “justo título” debe entenderse aquel título hábil para transferir la propiedad. Debe pues indagarse la causa, el hecho jurídico, conforme al cual se ha adquirido: venta, cambio, dación en pago, permuta, legado, donación, etc. Y sigue sosteniendo el referido autor, que la buena fe, a su vez, consiste en la creencia plena que uno tiene del derecho de quien se lo ha transmitido. Basta tenerla en el momento de la adquisición. El hecho de que uno se haya enterado, después de haber comprado, que el vendedor no era dueño, no descarta la buena fe, pues ésta existía cuando se hizo la adquisición[5].

La Sala de Tierras de la Suprema Corte de Justicia ha dado señales de que comulga con la aplicabilidad del sistema corto de prescripción adquisitiva objeto de estudio. En efecto, al momento de juzgar lo siguiente: “El artículo 2265 del Código Civil no se aplica en materia de terrenos registrados”[6], por argumento a contrario, ha de concluirse que respecto de los inmuebles no registrados sí aplica tal articulado (Art. 2265 CC). También deja entrever la admisión de esta prescripción, en el contexto abordado, el siguiente precedente: “No puede considerarse válida la prescripción adquisitiva sobre bienes constituidos como bien de familia, por no cumplirse con la condición de justo título exigida por el artículo 2265 del Código Civil”[7].

La doctrina inmobiliarista local, dando cabida al sistema prescriptivo del referido artículo 2265, ha sostenido sobre la posesión lo siguiente: “(…) la misma tiene que cumplir con el plazo establecido por el derecho común, según el caso de que se trate. Esto es, el plazo de cinco, diez o veinte años, ya sea que se desee adquirir por prescripción conocida como usucapión quinquenal, decenal o veintenal (…)”[8].

En definitiva, dado que el marco normativo de la JI (Art. 21 de la L. 108-05, Art. 120 RGT, etc.),  remite al derecho común para el tema de la prescripción, y en vista de que la doctrina y la jurisprudencia apuntan hacia la aplicabilidad de los sistemas cortos instituidos en el artículo 2265 del Código Civil, ha de concluirse que –definitivamente- el lapso para prescribir adquisitivamente un inmueble no registrado deberá analizarse según las circunstancias comentadas a lo largo del presente escrito.

 

 

 



[1] Sobre los 20 años para prescribir adquisitivamente, ha sido juzgado lo siguiente: “El poseedor útil y por más de veinte años de un inmueble adquiere la propiedad por prescripción”. (Sentencia SCJ, 3ra. Cám., núm. 15, del 20 de julio del 2005, B.J. núm. 1136).

[2] El principio general prescribe que la buena fe se presume, en tanto que la mala fe debe probarse. Así, en caso de alegarse que un comprador, por ejemplo, se ha confabulado con un vendedor que tiene “un día” en un inmueble sin registrar y, adrede, suscribe un contrato de venta con el comprador (previa coordinación) para luego beneficiarse, ilegítimamente, de una prescripción corta, tal contubernio necesariamente debería probarse.

[3] “Las personas que han adquirido sus derechos de otras personas cuya posesión ha cumplido los requisitos para la prescripción pueden invocar la prescripción a su favor”. (Sentencia SCJ, 3ra. Cám., núm. 1, del 6 de abril del 2005, B.J. núm. 1133).

[4] Es sabido que muchos aspectos de esta obra han quedado derogados con el paso del tiempo (hoy día es un clásico), pero el núcleo duro de la sustancia jurídica del Derecho de Propiedad, vale aclarar, sigue estando en este material. En el tema concreto abordado, por ejemplo, este autor sostiene que la hoy abrogada Ley núm. 1542 dejaba intacto el sistema prescriptivo instituido en el Código Civil. Y ocurre que, mutatis mutandis, la Ley núm. 108-05 ha dejado vigente –por igual- el consabido sistema de derecho común. Por tanto, los razonamientos transcritos al efecto aún cuentan con utilidad práctica, sin dudas.

[5] Cfr RUIZ TEJADA, Manuel Ramón. “Estudio sobre la Propiedad Inmobiliaria en la República Dominicana”, p. 260.

[6] Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm. 24, del 9 de noviembre del 2012, B.J. núm. 1224.

[7] Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm. 18, del 10 de abril del 2013, B.J. núm. 1229.

[8] CIPRIÁN, Rafael. “Tratado de Derecho Inmobiliario”, 4ta. edición, p. 323.

(Precisiones jurídicas)

Sobre la competencia de excepción “abierta”. La doctrina vanguardista ha abordado la temática de la denominada competencia de excepción “abierta”. Aunque -de entrada- chirría con la regla general atinente a los tribunales de excepción, la tendencia es reconocer que situaciones no consagradas expresamente en la norma pudieran encuadrarse en determinada competencia de excepción, siempre que exista un mandato “abierto” atributivo competencial. Verbigracia: el artículo 198 de la Ley núm. 6186, de Fomento Agrícola, que sostiene que todo cuanto verse sobre la ejecución del contrato de prenda sin desapoderamiento ha de incluirse en la competencia de excepción de los juzgados de paz. Esto así, sin supuestos predeterminados por el legislador. Es un mandato abierto: todo lo que derive de la ejecución del referido contrato.

Lo cierto es que el tema aún no es pacífico. Todavía muchos sostienen que la competencia de excepción debe estar –siempre- taxativamente prevista en la ley. De ahí que la máxima “lo accesorio sigue lo principal” no cuente con aplicabilidad en los tribunales de excepción: si lo “accesorio” no ha sido consagrado como parte de la competencia de excepción, no puede considerarse como tal. No obstante, como se ha dicho, hay mandatos legales “abiertos” que justifican una apertura competencial, tales como (además del mencionado más arriba) el consagrado en la Ley núm. 00086, que modifica la Ley núm. 483, de Venta Condicional de Muebles, que sostiene que todo cuanto nazca de la ejecución de dicha contratación es competencia del juzgado de paz; o la competencia abierta prevista en la Ley núm. 5038, de Condominios, que sostiene que –abiertamente- toda controversia suscitada entre condóminos respecto de áreas comunes es atribución de la Jurisdicción Inmobiliaria, etc.

El caso de los daños y perjuicios, en el contexto de la competencia de excepción de los juzgados de paz para conocer la resiliación del contrato de alquiler por falta de pago, parecería que dicha competencia no es “abierta”; la misma se limita a la terminación del contrato (resiliación), exclusivamente por la causa de falta de pago, así como al pago de los alquileres vencidos y al consecuente desalojo. De suerte y manera, que si -además de lo anterior- el demandante pretende derivar otras partidas monetarias invocando daños y perjuicios como secuela del incumplimiento del inquilino, dicho demandante debería canalizar tales pretensiones ante el tribunal de derecho común. Igual que si deseare demandar la resiliación por alguna causa que no sea la falta de pago.

Lo cierto es que, en definitiva, cuando se demanda la resiliación del contrato de alquiler por falta de pago y el consecuente desalojo del inquilino, es justamente basado en dicha “falta de pago”; es decir, está ahí subyacente una “demanda en cobro”, y no debemos olvidar que el artículo 1153 del Código Civil consagra que los daños y perjuicios en materia de cobro no son otra cosa que los intereses generados por el capital principal. De ahí que sea usanza que todo se ventile ante el mismo juzgado de paz. No porque sea una competencia de excepción “abierta” en sí, sino porque –como se ha dicho- las indemnizaciones en materia de cobro son los intereses de la deuda. Y en efecto, la usanza es cobrar tanto las cuotas vencidas como los intereses generados por éstas; intereses que es habitual que se prevean en la fórmula de una cláusula penal incursa en el contrato de alquiler, aplicable ante un atraso en el pago de rigor.

En definitiva, sí, tal como sostienen los más conservadores: la competencia de excepción supone –por regla general- que esté expresamente prevista en la ley. Sin embargo, (y aquí es que deseamos llamar la atención) cuando la misma ley consagre una competencia de excepción “abierta”, deberá cada intérprete determinar si la situación concreta argüida ha de tenerse como parte o no de la competencia de excepción “abierta” invocada al efecto (materia de ejecución del contrato de prensa sin desapoderamiento (Ley núm. 6186), del contrato de venta condicional de muebles (Ley núm. 483), de conflictos entre condóminos (Ley núm. 5038), etc.).

 

 

  

(Escritos jurídicos)

TRÁMITE DE DUPLICADO DE CERTIFICADO DE TÍTULO POR PÉRDIDA

A REQUERIMIENTO DE UN COMPRADOR DE UNA VENTA NO REGISTRADA

Por.: Yoaldo Hernández Perera.

 

SUMARIO

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Se estudia la posibilidad de que un comprador en una venta no registrada diligencie el trámite de expedición de un duplicado de Certificado de Título por pérdida, aun cuando el artículo 92, párrafo III, de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, establece que tal diligencia debe ser a requerimiento de quien figure como propietario en el certificado extraviado.  ________________________________________________________________________________

PALABRAS CLAVES

Certificado de Título, propietario, pérdida, duplicado, venta, comprador, registro, principios registrales, Registrador de Títulos, función calificadora, tribunales inmobiliarios, carácter supletorio del derecho común, buena y mala fe, seguridad jurídica, Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, Reglamento General de Registros de Títulos, República Dominicana. 

De conformidad con el párrafo III del artículo 92 de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario[1], en caso de pérdida o destrucción del duplicado del Certificado de Título, el propietario del derecho presenta una instancia ante el Registro de Títulos, acompañándola de una declaración jurada y de una publicación en un periódico de amplia circulación nacional, donde conste la pérdida o destrucción del mismo, solicitando la expedición de un nuevo duplicado del Certificado de Título.

El texto esbozado ut supra sugiere que, por regla general, la persona que figure como propietaria en el Certificado de Título extraviado es la llamada a diligenciar el aludido procedimiento de expedición de duplicado de Certificado de Título por pérdida. Sin embargo, el propio párrafo IV del citado artículo 92, taxativamente consagra que los aspectos de forma, en lo que tiene que ver con esta tramitación, se han de especificar por la vía reglamentaria. Y el Reglamento General de Registros de Títulos, al tratar  el tema, en todo momento emplea los vocablos “parte interesada”, para reseñar a la persona que impulse el consabido proceso de duplicado por pérdida. Es decir, la reglamentación a la que remite la ley aplicable no es rígida respecto de la calidad de la persona interesada en obtener un duplicado por pérdida. Simplemente requiere que sea acreditado un interés sostenible para ello.

Partiendo de lo anterior, dado que por regla jurídica general, el comprador adquiere los derechos que sobre el inmueble vendido tenía el vendedor, parecería viable reconocerle a todo comprador, aunque la venta en cuestión no haya sido ejecutada[2] ante el Registro de Títulos correspondiente, la prerrogativa de diligenciar la expedición de un duplicado del Certificado de Título por pérdida[3].

En efecto, al margen de que –como es sabido- la cuestión registral no debe obviarse en los asuntos propios de la Jurisdicción Inmobiliaria. De ahí que el órgano de las Salas Reunidas de la Suprema Corte de Justicia, con tino, haya decidido mediante sentencia núm. 134, del 3 de diciembre del 2014, B.J. núm. 1249, que es de principio que en materia de terrenos registrados, dueño no es el primero que compra, sino el primero que, después de comprar, válidamente registra en la Oficina de Registro de Títulos Correspondiente, el acto de transferencia realizado a su favor por el original propietario vendedor, lo cierto es –sin embargo- que en puridad jurídica, el derecho de propiedad se transmite desde el consenso entre las partes sobre la cosa y el precio, lo cual es oponible a los suscribientes de la contratación en cuestión. Y siendo así, tal como hemos sostenido precedentemente, a pesar de que el contrato de venta no se haya registrado, ha de considerarse como “parte interesada” al comprador, en el marco del proceso de duplicado por pérdida del Certificado de Título.

Pudiera suceder, y en efecto ha ocurrido en la práctica, que el comprador pierda el contacto con la persona que le vendió el inmueble. Que haya pasado un tiempo considerable desde aquella transacción, pero que en la actualidad dicho comprador desee realizar alguna actuación respecto del inmueble adquirido en buena lid. Partiendo de que la máxima jurídica reza: “Nadie está obligado a lo imposible”, bastaría con que ese comprador, hoy propietario, pruebe su diligencia para localizar al vendedor y a cualquier otro interesado, haciéndoles notificaciones, citaciones, etc., a fines de, en buen derecho, darle curso a las pretensiones de dicho comprador, a la luz de las circunstancias comentadas.

Es nuestro entendimiento, a pesar de todo lo anterior, que para fundar la procedencia del proceso de expedición de duplicado de Certificado de Título por pérdida, a diligencia de un comprador en una venta no registrada, necesariamente debería promoverse también la condigna transferencia de la propiedad. En efecto, la presunción lógica ha de ser que este comprador desea que se le dé un nuevo Certificado de Título para regularizar la operación registralmente, con el designio predeterminado de hacerse expedir ulteriormente un certificado a su nombre. Si no requiere la transferencia, la comentada presunción carecería de aplicabilidad.

¿Para qué querría un comprador que se le expida un nuevo Certificado de Título, si no es para luego tramitar la transferencia de propiedad? No ociosamente tuvo ocasión la Sala de Tierras de la Suprema Corte de Justicia de juzgar que ante la prueba fehaciente de que el Certificado de Título no se ha perdido, hace revocable la resolución administrativa que ordenó la expedición de un nuevo certificado por pérdida[4]. La seguridad jurídica supone ser celosos con la tutela de la propiedad, en el sentido de evitar que se expidan duplicados de Certificados de Títulos sin que proceda realmente.

Cuando todo está en orden, la transferencia ha de canalizarse directamente ante el Registro de Títulos. Allí el Registrador, en ejercicio de su función calificadora[5], revisará la legalidad de la documentación y procederá como en derecho corresponde. Pero cuando exista una situación a dilucidar, tal como la descrita, que el solicitante del duplicado por pérdida es una persona distinta a la que figura como propietaria del inmueble en el Certificado de Títulos extraviado, debería la cuestión ventilarse en sede judicial, ante los tribunales del orden inmobiliario. En efecto, por regla general, toda controversia o asunto vinculado a derechos reales inmobiliarios y su registro que amerite un estudio pormenorizado, ha de ir a los tribunales de tierras. Éstos pueden adoptar medidas de instrucción (historiales, comparecencias, inspecciones, etc.) que permiten llegar a la verdad, lo que no sucede ante los órganos administrativos de la Jurisdicción Inmobiliaria (Mensuras Catastrales y Registro de Títulos). Estos últimos, cuando desarrollan su atribución calificadora no pueden, en principio, presumir aquello que no conste expresamente en el expediente[6]. Es mucho más restringida la posibilidad de ventilar situaciones subyacentes en las solicitudes sometidas a su resolución.

En vista de lo anterior, por argumento a fortiori, ha de convenirse en que la expedición de un duplicado de Certificado de Título por pérdida, a diligencia de una persona distinta a la que figure en el certificado extraviado, además de que debe estar acompañada de una petición de transferencia, ha de canalizarse ante los tribunales de jurisdicción original. Procede correctamente, pues, el Registrador de Títulos que en este contexto rechaza, de entrada, la expedición de un duplicado por pérdida y la transferencia. Es en sede judicial que ha de desplegarse la actividad probatoria correspondiente, a fines de persuadir en el sentido de que se cuenta con un interés jurídico, invocando la condición de comprador y, en su caso, acreditando que ha sido diligente en intentar localizar a todas las partes, sin éxito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

GÓMEZ, Wilson. “Manual de Derecho Inmobiliario Registral”, Impresora Amigos del Hogar, 2014, República Dominicana.

GUZMÁN ARIZA, Fabio J. “Repertorio de la Jurisprudencia Civil, Comercial e Inmobiliaria de la República Dominicana (2001-2014)”, Editora Corripio, S.A., 2015, República Dominicana.

HERNÁNDEZ MEJÍA, Edgar. “Primeras Lecciones de Derecho Inmobiliario”, Impresora Soto Castillo, 2016, República Dominicana.

HERNÁNDEZ PERERA, Yoaldo. “Incidencia del soporte tecnológico en la valoración probatoria ante la Jurisdicción Inmobiliaria”. Gaceta Judicial, núm. 349, año 19.

____________________ REPÚBLICA DOMINICANA, Código Civil.

____________________ REPÚBLICA DOMINICANA, Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario.

____________________ REPÚBLICA DOMINICANA, Reglamento de los Tribunales Superiores y de Jurisdicción Original.

____________________ REPÚBLICA DOMINICANA, Reglamento General de los Registros de Títulos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] No es ocioso resaltar, de entrada, que esta Ley núm. 108-05, es esencialmente de naturaleza registral. En efecto, en ella se instituye el sistema Torrens, se delimita la estructura de esta jurisdicción de excepción, definiendo las atribuciones de los órganos que aquí fungen: Mensuras Catastrales, tribunales de tierras y Registro de Títulos. También lo relativo al representante del Ministerio Público en esta materia, que es el Abogado del Estado; los procedimientos de saneamiento y de las litis de derechos registrados, pero –en sí- no se consagra en esa pieza, ni existe en nuestro ordenamiento un “Derecho Inmobiliario”, propiamente. Vale aclarar que el derecho material que se aplica ordinariamente en los tribunales de tierras es el derecho civil: derecho de propiedad, ventas, nulidades de ventas ejecutadas, simulaciones, particiones, determinación de herederos, etc. Por consiguiente, todo buen inmobiliarista debe dominar los fundamentos del Derecho Civil, el cual, además de ser supletorio en el Derecho Inmobiliario, en virtud del principio VIII y del párrafo II del artículo 3 de la citada Ley núm. 108-05, constituye, como se ha visto, el derecho material inmobiliario mismo.

[2] En el argot inmobiliarista, “ejecutar” alude a la acción de asentar en los archivos del Registro una operación determinada. Así, cuando la venta se ha ejecutado, el Registrador correspondiente ha hecho constar en su registro dicho acto jurídico y se ha asentado, por extensión, la transferencia del derecho de propiedad a favor del comprador. Si la venta no se ha ejecutado, no ha pasado por el registro y, por ende, cualquier nulidad o situación derivada de dicha contratación, por norma general, será competencia de los tribunales de derecho común, no de la Jurisdicción Inmobiliaria.

[3] En otras legislaciones no se expide un “Certificado de Título”, en soporte de papel. Justamente, ello evita que se extravíen o, sobre todo, que se cometan irregularidades en base a ese documento oficial. En dichos ordenamientos comparados la fe pública registral cobra un papel preponderante. Cualquier situación que se desee constatar respecto de un inmueble registrado, incluyendo la propiedad misma, igual que entre nosotros sucede actualmente con la certificación del estado jurídico, se constata mediante certificaciones que, con fe pública, ha de expedir el Registrador. Particularmente, aspiramos a que en nuestro país lleguemos a esos niveles de desarrollo. Que el Registrador no tenga que entrometerse en temas atinentes a la fe pública de los notarios. Que lo que éstos (notarios) certifiquen haga realmente fe hasta inscripción en falsedad, y que la fe pública registral adquiera tanta fortaleza que no sea necesario expedir documentos para que circulen en la calle, propensos a perderse o a servir de base para fraudes. Lo idóneo es que todo cuanto se desee saber sobre cada inmueble registrado, se revise ante el Registrador de Título correspondiente.

[4] Sentencia SCJ, 3ra. Sala, 25 de julio de 2012, núm. 67, B.J. 1220.

[5] Sobre la función calificadora, el artículo 46 del Reglamento General de Registros de Títulos sostiene lo siguiente: “Es la facultad que el Registrador de Títulos tiene para examinar, verificar y calificar los actos, sus formas y demás circunstancias”. Y de manera expresa el artículo 52 del mismo reglamento aclara lo siguiente: “En ningún caso, el ejercicio de la función calificadora es apta para subsanar los defectos, errores u omisiones que pudieran contener los documentos presentados”. De su lado, el Dr. Wilson Gómez, en su trabajo titulado “Manual de Derecho Inmobiliario Registral”, página 95, sostiene lo siguiente sobre el tema: “(…) la calificación entraña una delicada labor profesional de orden jurídico. Se precisa tomar en consideración todos los elementos constitutivos de los derechos reales que recaen sobre los inmuebles. El Registrador tiene la obligación de examinar esos elementos de existencia y validez del documento presentado. Verificar que efectivamente los requisitos establecidos para la plena eficacia, han sido satisfechos por el interesado; por tanto, tiene que depurar la documentación que se le ha presentado”.

[6] Artículo 53 del Reglamento General de Registro de Títulos: “El Registrador de Títulos, al ejercer la función calificadora, no está facultado para presumir aquellos que no está expresamente consignado en los documentos presentados”.