Precisiones jurídicas

Precisión jurídica. Deslindes basados en derechos en cuotas porcentuales. El deslinde de una porción de terreno en base a constancias anotadas con derechos porcentuales, y no a metros cuadrados, constituye un tema complejo que debe ser abordado con una perspectiva que contemple tanto las disposiciones reglamentarias como las realidades socioeconómicas subyacentes, en la matriz de la cuestión constitucional. En este sentido, el vigente Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde (Res. núm. 790-2022) establece, en su artículo 4, párrafo II, que cuando los derechos sobre un inmueble estén expresados en términos de porcentaje o de proporción, procede la partición total del mismo, no así el deslinde ni la regularización parcelaria[1].

Al respecto, la doctrina inmobiliarista vernácula ha sostenido lo siguiente: “los derechos que están expresados en cuota porcentual, aparados en extractos de certificado de título, no se pueden deslindar, porque primero hay que someterlo a una partición total; recuérdese que el que tiene un extracto de certificado de título, su derecho está en cuota porcentual; en consecuencia, no sabe qué superficie, qué área le corresponde. Por esta razón, porque no están expresados sus derechos en metros cuadrados, no procede el deslinde”[2].

No obstante, existen circunstancias excepcionales que, por su naturaleza, requieren que los tribunales ejerzan una tutela diferenciada, con la debida motivación, en casos específicos. Como ha sostenido la doctrina constitucionalista, la tutela diferenciada no está sujeta a que el legislador prevea todo. La imprevisión o ambigüedad en la norma, en este caso, del reglamento aplicable, no debe servir de excusa para no ejercer una tutela diferenciada. Lo propio es ver cada caso concreto y decidir atendiendo a la realidad socioeconómica y, en general, de los principios y valores envueltos, con la debida motivación, que es lo que legitima -por regla general- la decisión[3].

Tal enfoque es particularmente relevante cuando los derechos son numerosos, ya que una persona que ha adquirido una porción de tierra expresada en porcentaje y en un metraje considerable, enfrenta, en la mayoría de los casos, la imposibilidad de financiar la partición total de esos derechos. En tales situaciones, la imposibilidad de cumplir con la partición de la totalidad del metraje no debe interpretarse como un impedimento para la protección de los derechos de quien ha comprado en buena lid solo una parte de dicho terreno. En este sentido, los tribunales, a fin de tutelar eficazmente el derecho patrimonial fundamental de la propiedad, deben buscar una solución procesal adecuada que permita la individualización del derecho de propiedad sin que la persona que ha comprado esté obligada a permanecer en un estado de indivisión.

Hay que tener en cuenta que ejercer la tutela judicial diferenciada significa reconocer la necesidad de adaptarse a las particularidades de cada caso, en aras de hacer justicia de forma equitativa y adecuada a las circunstancias[4]. Justamente, en un caso como este, con una nota particular, en el que el metraje del inmueble es muy elevado, lo que hace prácticamente imposible para el comprador pagar la mensura de todo el terreno para la partición, la cual, como regla general, prevé el reglamento como requisito para el deslinde, se plantea la dificultad inherente a aplicar la norma de forma estricta. Ante este escenario, y dado que el reglamento prohíbe el deslinde por cuotas porcentuales, la justicia sugiere diferenciar este tipo de situaciones, no “retorciendo” la norma, sino interpretándola conforme a los principios de equidad, proporcionalidad y razonabilidad, buscando una solución que respete el fin último de la norma, que no es otro que propiciar el pleno disfrute del derecho de propiedad, sin aplicar una interpretación literal que conduzca a un resultado desproporcionado o injusto para las partes involucradas.

La jurisprudencia de los tribunales ha mostrado que, en ciertos casos, el deslinde puede ser acogido incluso cuando los derechos constan en un formato porcentual en un certificado de título, lo cual, en rigor, convertiría dicha papelería en una suerte de “constancia anotada”[5]. De hecho, la Dirección Regional de Mensuras Catastrales está aprobando deslindes basados en derechos porcentuales, a pesar de que, inicialmente, el reglamento técnico prohíbe tal práctica[6].

En definitiva, los tribunales, si no advierten vulneración de derechos de terceros, deben ejercer una tutela diferenciada en estos casos, reconociendo el derecho del comprador que ha adquirido una porción porcentual[7]. Esto se encuentra en línea con el principio de justicia, que exige otorgar a cada quien lo que legítimamente le corresponde. La efectividad de esta tutela judicial se basa en la capacidad de los jueces para adaptarse a las circunstancias concretas, garantizando la seguridad jurídica y protegiendo los derechos de los adquirentes de bienes en formato porcentual, cuando, por el elevado porcentaje, no resulte posible para el comprador pagar la partición por el todo, que es la regla general. La comentada sería la excepción, diferenciando, con la debida motivación.


[1] La regularización parcelaria, en su esencia, constituye una modalidad de deslinde administrativo. En aquellos casos en los que no existen contradicciones ni circunstancias que requieran un examen exhaustivo por parte de los tribunales de jurisdicción original, se establece este trámite administrativo directo, que permite una tramitación más ágil desde la Dirección Regional de Mensuras Catastrales hasta el Registro de Títulos. Este no es el primer intento del sistema por agilizar las solicitudes de individualización de derechos en situaciones donde no haya controversia entre las partes. Con la Resolución núm. 3642-2016, que instauraba el Reglamento de Desjudicialización de Deslinde y Procedimientos Diversos, el órgano del Pleno de la Suprema Corte de Justicia había concebido los deslindes administrativos; sin embargo, la denominación “deslinde” en aquella oportunidad generó una controversia considerable, lo que llevó a la anulación de esa parte por el Tribunal Superior Administrativo (TSA). Esto se debió a que el artículo 130, párrafo, de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, establece que el deslinde es un proceso contradictorio. En consecuencia, siendo la ley superior al reglamento en el sistema de fuentes, no era posible que un reglamento contraviniera el carácter contradictorio del deslinde. Esa decisión, buena o mala, fue acatada por el Poder Judicial: los deslindes administrativos fueron descontinuados, lo que provocó una nueva congestión de los tribunales inmobiliarios debido a la gran cantidad de solicitudes de deslinde que debían judicializarse. No obstante, por suerte, se retomó la fórmula administrativa con el nuevo Reglamento para la Regularización Parcelaria y el Deslinde. No hay razón para temer a esta modalidad, que ha demostrado ser altamente eficiente, pues, ante cualquier situación que requiera un estudio más profundo, el asunto se judicializa de inmediato, conforme a lo previsto en la normativa.

[2] MONCIÓN, Segundo E. La litis, los incidentes y la demanda en referimiento en la jurisdicción inmobiliaria, 4ta. edición, pp. 521-522).

[3] Cfr JORGE PRATS, Eduardo. Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, pp. 36-37.

[4] Viene al caso aquello que Aristóteles denominó “justicia animada”. En efecto, la ley tiene reglas generales, corresponde a los tribunales aplicarlas con justeza a cada caso concreto, dándole una razonable concreción. Para ello, evidentemente, debe aplicarse una debida motivación que se baste en hecho y en derecho. A saber: “La esencia de la justicia estriba en la particularización de las normas (…) El legislador puede proveer justicia tan solo en un plano relativamente general y abstracto. La tarea de realizar lo que Aristóteles llamó “justicia animada”, la de impartir justicia en el caso concreto, le corresponde al juez” (TRÍAS MONGE, José. Teoría de adjudicación, p. 400).

[5] Se sostiene comúnmente que, aunque la documentación corresponda a un certificado de título (CT), en realidad debería considerarse como una suerte de constancia anotada (CA). Esto se debe a que el CT implica una mensura que abarca la totalidad de los derechos, debidamente delimitados. No obstante, al venderse una parte del inmueble, los derechos ya no se refieren a la totalidad, sino únicamente a la porción que continúa siendo propiedad del vendedor. En consecuencia, la propiedad se limitaría a una fracción de la superficie original, lo cual, en términos estrictos, correspondería a lo que define una CA, que tiene por objeto la validación de derechos sobre porciones específicas del inmueble.

[6] Cabe señalar, sin que resulte innecesario, que la aprobación técnica no obliga al tribunal de jurisdicción original. Aunque la Dirección Regional de Mensuras Catastrales correspondiente haya aprobado técnicamente el deslinde, el tribunal tiene la facultad, y la obligación, de rechazar dicho levantamiento parcelario si detecta algún aspecto jurídico, e incluso técnico, que considere irregular. Para ello, el tribunal puede recurrir a inspecciones u otros recursos técnicos a fin de evaluar con mayor profundidad el caso. De hecho, este tipo de rechazos se presenta con relativa frecuencia.

[7] El Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central, en sintonía con la cuestión constitucional, de cara al Estado constitucional de derecho, ha emitido una valiosa doctrina jurisprudencial sobre la tutela judicial diferenciada, a saber: “una garante administración de justicia sugiere ejercer una tutela diferenciada y, dadas las particularidades del caso concreto, dar como regular el procedimiento de que se trata, al margen de que expresamente el legislador no haya previsto la hipótesis de que el Abogado del Estado remita el asunto a los tribunales cuando estime que no existe un aspecto penal en el caso, tomando en consideración que, como se ha visto, las partes, en definitiva, han sometido sus pretensiones, marcando la extensión del proceso y el alcance de la sentencia a intervenir” (Sentencia núm.0031-TST-2024-S-00245 dictada, el 06 de mayo del 2024, por el Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central).

El refugio celestial: la Virgen de la Altagracia y su luz eterna

Por: Yoaldo Hernández Perera

Creer es un acto de valentía y pureza, un susurro del alma que, aunque no siempre se ve con los ojos, se percibe con el corazón. En un mundo donde la ciencia busca desentrañar todos los misterios del universo y la razón exige respuestas tangibles, la fe sigue siendo un refugio inquebrantable, un refugio que fortalece el alma de quien se atreve a creer. Porque creer no es negar la razón, sino elevarla, es comprender que, más allá de lo visible y lo medible, existe una realidad que trasciende lo físico, una realidad que se siente, que se vive, que se experimenta en lo más profundo del ser.

Aunque muchos, admirables en su conocimiento y dedicación a la ciencia, niegan la existencia de lo divino, hay en la vida momentos que no pueden explicarse, milagros que se muestran nítidamente frente a nuestros ojos, como destellos de una fuerza superior que nos sostiene. La ciencia puede analizar el cuerpo, puede desentrañar las leyes que rigen el cosmos, pero la esencia de lo que somos, el soplo de vida que nos anima escapa a cualquier fórmula matemática y, en general, científica. Esa esencia, esa chispa divina, nos conecta con lo infinito, con lo eterno.

Es en la fe donde hallamos la verdadera fuerza que nutre nuestro espíritu, esa energía positiva que nos impulsa a seguir, a creer en lo imposible, a transformar lo oscuro en luz. Y es en la Madre de todos, la Virgen, donde esa fe toma forma, donde el corazón se eleva. Por eso, las personas son todas hermanas, porque tienen una misma madre celestial. Ella, madre de todos los milagros, nos enseña que en la vulnerabilidad está la fuerza, que en el amor incondicional reside la más alta sabiduría. Creer en ella y en el fruto de su vientre, Dios, es permitir que nuestra alma se abalance hacia lo divino, hacia una energía de paz y esperanza que nunca nos abandona.

Es entonces, en esa fe, que el espíritu encuentra su mayor elevación, pues creer no solo fortalece el alma, sino que la conecta con lo eterno, con una luz que no se apaga, con un Dios que, en su misericordia infinita, nos envía a su madre para guiarnos y bendecirnos.

Creo en la Virgen de la Altagracia, madre de Dios, con una certeza que nace en lo más profundo de mi ser, en ese rincón donde la razón y la emoción se encuentran, donde la fe florece y se convierte en luz. Creo en ella con todas las fuerzas de mi corazón, porque en su manto encuentro consuelo, protección y una paz que trasciende cualquier palabra, cualquier explicación. Ella, la madre que acoge a todos con brazos abiertos, me ha mostrado el camino hacia una elevación espiritual que no puedo describir más que con el lenguaje del alma.

Hoy, alzando mi voz en silencio, doy testimonio de la transformación que esta fe ha obrado en mí. Su presencia, tan serena y tan poderosa, ha tocado mi espíritu, ha fortalecido mi voluntad y ha alimentado mi esperanza. En ella encuentro la fuerza para afrontar las tormentas de la vida y la ternura para sanar las heridas que a veces parecen insuperables. Su mirada, cargada de amor y compasión, me invita a caminar con confianza, a elevar mi alma más allá de las sombras, hacia la luz divina que solo ella sabe revelar.

Es un misterio sagrado, un milagro que ocurre en el silencio del corazón, en ese espacio íntimo donde la fe se convierte en un acto de amor profundo y transformador. Y así, con el corazón lleno de gratitud, reconozco hoy, con humildad, que creer en la Virgen de la Altagracia no solo me ha dado paz, sino que ha elevado mi ser hacia lo divino, hacia la belleza infinita del amor que nos conecta a todos.

La Virgen de la Altagracia, madre celestial y protector de nuestra nación, se erige como un faro de luz y esperanza que ha acompañado a la República Dominicana a lo largo de los siglos. Su imagen, venerada y reverenciada, no es solo la representación de una madre que abraza a su hijo, sino la encarnación de una gracia divina que se derrama sobre los pueblos, infundiéndoles consuelo y fortaleza.

Hace más de quinientos años, su presencia llegó a estas tierras cargada de una promesa de protección y amor. La Virgen de la Altagracia, cuyo nombre resuena como un canto de alabanza a la bondad infinita de Dios, fue traída desde las lejanas tierras de Baeza, en España, para ser la guardiana de un pueblo nuevo, un pueblo que nacía entre montañas y mares, entre luchas y esperanzas. En cada rincón de nuestra isla, desde los campos hasta las ciudades, su imagen ha sido un refugio en tiempos de dificultad y una fuente de alegría en los momentos de gracia.

Al contemplar su rostro sereno, uno no solo ve a una madre, sino a una intercesora silenciosa que, con su mirada amorosa, guía a cada hijo de esta tierra hacia la paz interior, hacia la reconciliación con uno mismo y con el prójimo. Su presencia nos invita a reflexionar sobre el amor incondicional, el mismo que nos une como pueblo, como familia, como seres humanos. Nos recuerda que no hay mayor fuerza que la que nace de la fe, de la esperanza puesta en el cielo, de la certeza de que, aunque el camino sea incierto, siempre habrá una mano materna tendida para levantarnos.

La festividad de la Virgen de la Altagracia, celebrada con fervor y devoción cada 21 de enero, no es solo un acto litúrgico, es un momento de encuentro espiritual, un retorno al corazón de lo divino. Es el eco de nuestras oraciones, la manifestación de nuestra gratitud, la reafirmación de que, aunque somos humanos, somos amados y acompañados por una presencia celestial. Su festividad es la reafirmación de la esperanza, de la fe que nos sostiene, y de la gracia que nos envuelve, haciéndonos sentir, en cada paso, que no estamos solos.

Así, la Virgen de la Altagracia no solo es la protectora de nuestra nación; es la madre espiritual que nos recuerda que, en los momentos más oscuros, siempre podemos encontrar luz. Nos invita a caminar con confianza, a amarnos los unos a los otros, y a abrazar la vida con la misma ternura y misericordia que ella, en su infinita bondad, nos ofrece.

Entre el avance y el retroceso: el impacto negativo de un precedente extralimitado en su abordaje

Una mirada crítica a la sentencia TC/0717/24 sobre las ternas fijas en el proceso inmobiliario y la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria

Por.: Yoaldo Hernández Perera

El Tribunal Constitucional, mediante la sentencia TC/0717/24, ha tomado una decisión acertada al subrayar la necesidad de respetar el espíritu de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, en lo que atañe a la designación de una terna fija encargada de instruir y decidir los procesos en esa jurisdicción. Esta resolución fue una clara y bienvenida corrección frente a la práctica perniciosa de modificar constantemente la integración de las ternas, lo cual impactaba negativamente el principio de inmediación y, con ello, el debido proceso y la tutela judicial efectiva. Hasta ese momento, el precedente era ejemplar, un paso adelante que merecía un sincero aplauso y, en consecuencia, no habría sido necesario este análisis.

Sin embargo, en un giro inesperado, la alta Corte ha modificado un criterio suyo que era práctico -sobre la facultad de designar jueces en esta materia- y ahora ha generado un obstáculo significativo que podría perjudicar la operatividad del sistema de justicia inmobiliaria. Este cambio, desafortunadamente, tendrá repercusiones en la celeridad con la que se conocen los casos en la Jurisdicción Inmobiliaria, afectando directamente a los usuarios del sistema. Ojalá que esta alteración en la facultad de designar jueces sea revertida a la mayor brevedad, para restablecer la eficiencia y efectividad de los procesos judiciales en el ámbito inmobiliario.

Las decisiones de los tribunales, y especialmente las del Tribunal Constitucional, deben ser fieles a su plano axiológico, es decir, a la consideración de las repercusiones que sus resoluciones tienen en los principios y valores fundamentales de la sociedad. Al observar de manera crítica la operatividad diaria en la Jurisdicción Inmobiliaria, se pone en evidencia que una interpretación estrictamente literal de que la Suprema Corte de Justicia es la competente para las sustituciones y suplencias de los jueces del Tribunal Superior de Tierras, y que el presidente de dicho tribunal de alzada debe designar a los jueces de jurisdicción original, resulta profundamente desacertada.

En lugar de esto, sería mucho más sensato que el juez coordinador de los tribunales de jurisdicción original asuma la responsabilidad de gestionar la operatividad de esa jurisdicción, dado su conocimiento directo y cercano de su funcionamiento. Por otro lado, el presidente del Tribunal Superior de Tierras debería ocuparse exclusivamente de la supervisión de las situaciones relacionadas con los jueces de su jurisdicción. Interpretar la norma de manera contraria genera un precedente nada práctico, que lejos de aportar al buen funcionamiento de la Jurisdicción Inmobiliaria, repercute negativamente en la eficiencia de la jurisdicción civil y de cualquier otra, si se mantiene tal interpretación.

En busca de un pragmatismo procesal que garantice la justicia y utilidad de la norma, conforme a lo establecido en el principio de razonabilidad del artículo 40.15 de la Constitución, el propio Tribunal Constitucional había interpretado, mediante la sentencia TC/0089/21, que el presidente del Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central debía tener la facultad para la sustitución de los jueces que integran una terna, al tratarse de una cuestión de operatividad interna de esa jurisdicción. En esta interpretación, se adoptaba un enfoque de pragmatismo y eficacia procesal, que se fundamentaba en dos vertientes del artículo 35 de la Ley núm. 108-05 de Registro Inmobiliario: 1) que la sustitución de jueces del Tribunal Superior de Tierras era competencia de la Suprema Corte de Justicia, y 2) que la sustitución de jueces que integran una terna era facultad del presidente del Tribunal Superior de Tierras, dado el carácter operativo y funcional de esta decisión.

No obstante, en la sentencia TC/0717/24, la indicada alta Corte ha dado un giro exegético de la norma, decidiendo que, en estricto apego a la literalidad del artículo 35, la interpretación correcta es que cuando se establece que el presidente del Tribunal Superior de Tierras procederá a la sustitución de cualquier juez de la jurisdicción inmobiliaria, ello hace referencia exclusivamente a los jueces de jurisdicción original, y no a los jueces del Tribunal Superior de Tierras. Esta interpretación literal se apoya en la mención que hace el artículo sobre la territorialidad de la competencia para designar a los sustitutos, así como en la disposición final que establece que, cuando el juez inhabilitado sea del Tribunal Superior de Tierras, la Suprema Corte de Justicia es la encargada de designar su sustituto provisional.

Esta interpretación, sin embargo, no toma en cuenta el pragmatismo necesario para la operatividad de un tribunal colegiado, contradiciendo la visión constructiva y práctica que la Suprema Corte de Justicia había venido consolidando mediante su jurisprudencia. Dicha jurisprudencia, en particular, favorecía que cada órgano resolviera sus asuntos internos, y que la Suprema Corte de Justicia interviniera solo en los casos en que no fuera posible que el órgano en cuestión lo hiciera. Un claro ejemplo de esta práctica pragmática es la gestión de las inhibiciones y recusaciones en el Tribunal Superior de Tierras. Según la jurisprudencia de la Suprema Corte, se ofrecieron dos fórmulas para resolver la recusación o inhibición del presidente del tribunal: que lo decidiera el pleno de dicho colegiado o un juez asignado como presidente, y solo cuando, además del presidente, se recusen otros jueces, dificultando el cuórum o la designación de otro presidente, debería el asunto ser resuelto por la Suprema Corte de Justicia.

Este giro jurisprudencial no solo complica innecesariamente la operatividad de la Jurisdicción Inmobiliaria, sino que también contraviene la dirección práctica que se había ido construyendo en favor de la eficiencia y autonomía de los tribunales.

El Tribunal Constitucional ha reconocido en diversas ocasiones que la interpretación de la norma es un ejercicio propio de los jueces, siempre que no se desborden los límites establecidos por la Constitución y la ley, tal como se señaló en la sentencia TC/0229/15. En este sentido, no parece que se esté violando ningún límite constitucional ni legal al interpretar la norma dentro de un contexto práctico, reconociendo que, en su fondo, el legislador persigue la mayor eficacia en los procesos de sustitución de jueces. En este marco, la interpretación realizada en la sentencia TC/0089/21 resultaba más eficaz y acorde con el interés de optimizar la operatividad del sistema judicial.

Por regla general, cuando el derecho ofrece diversas soluciones, debe optarse por aquella que más se acerque a la justicia y a los objetivos prácticos de un sistema judicial eficiente. Y sin lugar a dudas, lo que más contribuye a la justicia es una interpretación que favorezca el buen funcionamiento de los tribunales. El Tribunal Constitucional, como bien sabe, tiene, en el marco de las sentencias interpretativas, las herramientas necesarias para dar un sentido constitucional a la norma, tal como lo hizo en otras ocasiones. Un ejemplo claro de ello es la sentencia TC/0134/20, mediante la cual reformuló el régimen de los alguaciles en la jurisdicción inmobiliaria, declarando cuál es la interpretación constitucional del párrafo IV del artículo 5 de la Ley núm. 108-05, de Registro Inmobiliario, estableciendo que, distinto a la redacción original del legislador, solo podían ejercer su ministerio dentro de esa jurisdicción, resolviendo así un privilegio que favorecía a los alguaciles de esta materia sobre los de otras.

Debió seguirse también en el contexto analizado este enfoque pragmático y acorde con los principios de favorabilidad y oficiosidad consagrados en los numerales 5 Y 11, respectivamente, del artículo 7 de la Ley núm. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, a fin de no dejar ninguna brecha que pueda dar lugar a la vulneración de la Constitución, evitando dilaciones innecesarias de los procesos producto de una interpretación poco práctica de la norma respecto del sistema de asignación de suplencias en la Jurisdicción Inmobiliaria.

El pragmatismo, siempre que respete los derechos fundamentales, es inherente a un Estado de derecho. Un formalismo excesivo, basado en interpretaciones literales que descuidan la operatividad y eficacia del sistema judicial, acaba siendo más perjudicial que beneficioso. En este sentido, resulta necesario rectificar el criterio adoptado en la sentencia TC/0717/24, ya que no debió haberse modificado la interpretación que, con mayor sensatez y eficacia, había sido establecida previamente.

¿Qué tenemos ahora? A partir del precedente establecido por la sentencia TC/0717/24, en algunas jurisdicciones se ha planteado la posibilidad de aplazar, de oficio, los procesos que no puedan ser conocidos por la terna fija asignada, debido a la ausencia de algún juez por licencia o vacaciones. Lo que es aún más preocupante, se ha llegado a sugerir la suspensión del derecho fundamental de los jueces a tomar vacaciones, hasta que la Suprema Corte de Justicia nombre los suplentes para los casos. Para no extendernos demasiado y no abrumar al lector, preferimos no detallar otras opciones que se han propuesto, que rayan en lo absurdo.

Lo cierto es que, para bien o para mal, el precedente constitucional es vinculante por mandato expreso del artículo 184 de la Constitución. Y el tema de la facultad para designar jueces en la Jurisdicción Inmobiliaria no es, como podría haberse considerado menos perjudicialmente, una mera obiter dicta, sino que constituye ratio decidendi, modificando el criterio previo al desconocer las facultades de los coordinadores de los tribunales de jurisdicción original para designar suplentes en esa jurisdicción de primera instancia inmobiliaria. Además, el presidente del Tribunal Superior de Tierras se ve ahora prohibido de designar suplentes para los jueces de su tribunal.

Esto implica que cada vez que un juez de jurisdicción original se ausente por vacaciones, licencia o cualquier otra causa que le impida continuar conociendo un caso, el coordinador de la jurisdicción quedará inhabilitado para tomar decisiones, transformándose en una figura decorativa, mientras que el presidente del Tribunal Superior de Tierras, que en ocasiones se encuentra en otra localidad, será el responsable de designar al suplente. Lo mismo ocurre en la jurisdicción de alzada, donde la Suprema Corte de Justicia asumirá esta función. Este esquema resulta sumamente desalentador para la eficacia procesal. La mora, que es uno de los problemas más criticados y el objetivo primordial del Poder Judicial, seguirá ganando terreno bajo este formato.

Como dice el refrán popular, “en lo que el hacha va y viene, descansa el palo”, lo que nos invita a la paciencia mientras se rectifica el criterio poco práctico mencionado. En tanto se revisa dicho enfoque, creemos firmemente que los tribunales, con una buena gestión, deben evitar que los usuarios del sistema se vean perjudicados. Aplazar de oficio los procesos debido a la ausencia de algún juez de la terna fija por vacaciones, licencia o causas similares no debe ser una opción, salvo que alguna de las partes, invocando la sentencia TC/0717/24, se oponga a que su expediente sea instruido por una terna integrada con suplente.

La decisión, en virtud de la ley y de acuerdo con la sentencia vinculante citada, debe ser tomada y firmada por los jueces integrantes de la terna fija designada; esto no está en discusión. Lo que se sugiere es que, en determinadas audiencias puntuales, un juez suplente pueda intervenir en la instrucción de la causa, siempre y cuando no haya objeción de las partes involucradas, especialmente en procesos de litis sobre derechos registrados. Como sabemos, estos son más similares a demandas civiles de interés privado, y en muchos casos se basan en documentos. En este tipo de procesos, que difieren del proceso penal, en lo que tiene que ver con el conocimiento de situaciones de hecho que, sin dudas, precisan de una inmediación reforzada, no corresponde aplicar la misma rigidez de la inmediación[1].

Es importante recordar que los procesos de orden público en la jurisdicción inmobiliaria se centran principalmente en el saneamiento y la revisión por causa de fraude. No todo debe encuadrarse en el mismo esquema rígido. Por lo tanto, incluso con el precedente mencionado del Tribunal Constitucional, no parece justo ni útil asumir que no pueden existir razones legítimas para sustituir, durante la instrucción de un expediente, a un juez de la terna fija, siempre que no haya objeciones. Los jueces se enferman, toman vacaciones, etc., y reiniciar la instrucción de la causa debido a la ausencia temporal de un juez hace más daño que beneficio. Lo más favorable sería que un juez suplente se encargue de ciertas audiencias puntuales, y luego, cuando el juez original regrese, retome el caso y emita su decisión final.

Lo negativo es que, según el nuevo criterio, esa designación debe ser realizada por la Suprema Corte de Justicia en los casos de alzada, o por el presidente del Tribunal Superior de Tierras en los procesos de jurisdicción original, lo que no contribuye a la celeridad del proceso. Sin embargo, al ser vinculante, debe acatarse. Lo que debe quedar claro es que no se debe, si nadie se opone a que se conozca su caso, aplazar de oficio los procesos solo porque un juez esté de vacaciones o licencia, ni mucho menos negarles ese derecho a los magistrados de esa jurisdicción hasta que la Suprema Corte designe a los suplentes.

En conclusión, el precedente analizado resulta positivo en cuanto a la necesidad de que sea una terna fija la encargada de instruir y decidir un caso. Sin duda, esa debe ser la norma general. En el caso concreto, la situación fue tan variable que, prácticamente, había jueces diferentes en cada audiencia, lo que resulta inaceptable. El Poder Judicial, al acatar este precedente, debe tomar todas las medidas necesarias para evitar que se sigan produciendo cambios irracionales y recurrentes en la integración de las ternas encargadas de los casos a nivel de alzada.

Ahora bien, el tema relacionado con la facultad de designar suplentes en la Jurisdicción Inmobiliaria, que, como se ha señalado, empaña la sentencia, es un asunto que no debió haber sido abordado por la Corte, y esperamos que se rectifique pronto. Entretanto, los tribunales deben adoptar medidas para minimizar los efectos negativos del precedente, evitando dilaciones innecesarias en los procesos que perjudiquen a los usuarios del sistema judicial.

En todo caso, deberían ser los usuarios quienes soliciten los aplazamientos cuando un juez de la terna fija, por cualquier razón, no pueda estar presente. Sin embargo, si no existe objeción, debe primar el sentido práctico, permitiendo que el caso continúe siendo conocido, interviniendo un suplente, puntualmente, a reserva de que la terna fija decida finalmente el caso. Aunque, vale dejar claro, esa no debe ser la regla. Sería solo cuando exista una causa legítima de ausencia de un juez de la terna fija.

Las causas legítimas para la designación de suplentes no deben desaparecer con este precedente. Los jueces seguirán tomando licencias, vacaciones y, lamentablemente, algunos seguirán falleciendo, pues, al fin y al cabo, son seres humanos. El reto, entonces, es que cada jurisdicción sea lo suficientemente sensata como para implementar medidas que eviten retrasos y que no afecten el rendimiento del servicio judicial.

En última instancia, el sistema de justicia no debe tambalear ni caer ante un precedente que, en algún aspecto, resulte negativo. Como guardianes de la Constitución y del orden jurídico, los tribunales deben ser prácticos y juiciosos, buscando siempre soluciones eficaces que garanticen el buen funcionamiento del servicio judicial. Es imperativo recordar que la justicia no puede ser una jaula rígida que se ajusta exclusivamente a las interpretaciones literales, sino un ente vivo que se adapta a las necesidades sociales y jurídicas del momento. Como decía el filósofo Friedrich Hegel, “la ley no es una piedra muerta, sino una fuerza viviente, que no solo expresa lo que es, sino también lo que debe ser”. Así, la jurisprudencia, lejos de ser un obstáculo, debe ser un puente que permita el acceso a la justicia de manera eficiente y sin perjuicio de los derechos de los ciudadanos. Por tanto, es responsabilidad de los tribunales ser prudentes y sabios, adoptando medidas que, lejos de entorpecer el curso de la justicia, lo aceleren y lo enriquezcan.


[1] En el ámbito civil, por ejemplo, para combatir la mora judicial, en su momento se implementaron los denominados “jueces sin rostro”, quienes liquidaban expedientes sin haberlos instruido previamente, bajo la premisa de que la inmediación en esos procesos podía ser flexibilizada. En este contexto, poco importa, en efecto, si es el juez A o el juez B quien preside una audiencia, ya que la decisión final se basa en documentos. Estos documentos se estudian en el despacho, no en el fragor del juicio, lo cual marca una diferencia fundamental con los casos en los que la inmediación es esencial, como ocurre en los procesos penales. En estos últimos, la inmediación es crucial para que los jueces forjen su convicción a través de la observación directa de los testigos y el contacto durante el juicio, no solo con la prueba documental. Es una dinámica completamente distinta. Cabe destacar que las litis sobre derechos registrados son de interés privado, no de orden público, como sí lo son los procesos relacionados con el saneamiento o la revisión por causa de fraude. Por tanto, no procede equiparar la inmediación penal con la que se requiere en los procesos inmobiliarios, sin hacer una clara distinción entre los diferentes tipos de procedimientos.