Por.: Yoaldo Hernández Perera
En el año 1861, súbitamente, se extinguió la República Dominicana[1]. Quedó sepultada la Primera República forjada con sueños tejidos de hebras de esperanza y con sangre derramada por los febreristas -17 años antes- en el altar del sacrificio[2].
El mismo presidente de la enterrada Primera República, que fue Santana, dio la estocada mortal a la dominicanidad, el 18 de marzo de 1861, declarando el país anexado a España. Pero el destino, hilandero de la justicia cósmica, tejió para Santana un tapiz donde los hilos de la anexión se entrelazan con la amarga cosecha de las consecuencias inesperadas, recordándonos así que incluso los planes más ambiciosos están sujetos al juicio inclemente del tiempo.
En efecto, los acontecimientos que se desarrollaron a partir del momento en que oficialmente España asumió el control del país no sucedieron exactamente como Santana los había planificado. La idea de que gracias a España el país iba a conocer una gran prosperidad pronto se desvaneció; incluso, cuestiones tan elementales como los supuestos privilegios de los que iban a gozar aquellos cercanos a Santana tampoco se materializaron[3].
Tan mal le salieron las cosas, que terminó renunciando, alegando motivos de salud, siendo la razón verdadera la abrupta disminución de su poder a favor de burócratas y militares españoles que venían desde Cuba y Puerto Rico[4]. En otras palabras, en la búsqueda de lana, se encontró despojado de su propio abrigo, como un cordero sacrificado en el altar de sus propias ambiciones.
La historia, implacable juez, tiñe los recuerdos con la sombra del mal, eclipsando el brillo de las virtudes que pudieron haber encumbrado a sus protagonistas[5]. Hoy, el primer marqués de las Carreras[6], yace en el libro de la historia marcado por una mancha oscura que ensombrece cualquier destello de virtud que alguna vez pudo haber adornado su camino[7]. Y es que la historia, tejedora de verdades, con paciencia y con el paso de los años, coloca cada hecho en su sitio, revelando la justicia que subyace en su relato.
Así como la historia es severa al desenterrar verdades sombrías, también es generosa al iluminar con reverencia a sus héroes, cuyas hazañas resplandecen como estrellas en el firmamento del tiempo. Justamente, por la grandeza de su gesta, Gregorio Luperón ha sido coronado por la historia de su tierra como un coloso que rescató la esencia misma de la dominicanidad, y su nombre resuena como un eco eterno en el corazón de la nación.
En efecto, como el sol, que desvanece las sombras, el pueblo desecha lo malo con la misma prontitud con la que abraza la luz, pues en la esencia del alma colectiva la virtud siempre prevalece sobre la oscuridad. Y cuando el pueblo halla líderes dignos que encaminan la lucha con sabiduría, los frutos maduran pronto y dulces se vuelven, como las uvas acariciadas por la mano experta del vendimiador en el viñedo de la historia. Así, con el designio firme de volver a abrazar la luz, en 1863 se iniciaron las primeras protestas armadas de importancia en contra de la anexión a España.
Entre conatos de rebelión que fueron sofocados rápidamente por los militares españoles y manifestaciones que revistieron alguna importancia (como la de Santiago), no fue sino hasta el levantamiento de Guayubín, el 21 de febrero del 1863, con la decidida participación de Lucas Evangelista de Peña, que nació un segundo período de revueltas que se detuvo dos años luego, cuando salieron los españoles del país.
Lo desconocido emerge de las sombras con el resplandor de valiosos actos, como un tesoro oculto que revela su fulgor al ser descubierto por el corazón asombrado del mundo. Así, Gregorio Luperón, nacido en Puerto Plata, desconocido hasta entonces, descolló -con tan solo 23 años- en la toma de Santiago por parte de los restauradores.
En poco tiempo, aquel joven valiente y luchador alcanzó rango de general de división, convirtiéndose luego en prócer de la Restauración y en la figura política más importante del país. Y es que, en el fulgor de la dialéctica, las almas audaces ascienden hacia la cima sin tregua ni pausa, con la fuerza de un torrente imparable. Su sendero hacia la cúspide fue forjado con determinación inquebrantable, desafiando los límites del tiempo y el espacio.
Momentos difíciles se vivieron. Las luchas por la Restauración habían devastado sensiblemente al país. El Gobierno Provisional Restaurador[8], con sede en Santiago, compuesto, en su mayoría, por hombres sobresalientes de la revolución de julio de 1857, escribió a la Reina de España, Isabel II, explicando por qué el pueblo se levantó en armas en contra de aquel país. Lo cierto es que había un latente anhelo del pueblo de volver a ser dominicano, tal como había sido proclamado, en 1844, al cristalizarse nuestra independencia.
Fueron poco más de dos largos años bélicos, pero la llama del patriotismo persistió como un faro en la tormenta, guiando firmemente, en la oscuridad del desafío, a sus combatientes restauradores, bajo la égida de Luperón. Finalmente, se fueron las tropas españolas. Pero, en el lienzo de las grandes conquistas, se entrelazan tristezas con alegrías, como notas menores en un concierto de triunfo, tejiendo la complejidad del logro en su plenitud. Así, luego de la guerra restauradora, la miseria imperaba en muchas localidades, las cuales quedaron devastadas[9]; pero, al mismo tiempo, reinaba un regocijo por haber retomado el derecho del pueblo de ser una nación libre e independiente.
En la esencia de nuestra identidad yace la necesidad imperativa de comprender y enaltecer el sacrificio de nuestros héroes, pues en su legado se teje el tapiz de nuestra libertad, haciéndonos reflexionar y convenir en que la historia es un espejo en el que contemplamos nuestra propia trascendencia. Con la debida conciencia de que, en la sinfonía de la historia, no basta con rememorar los compases iniciales de la patria, donde los padres fundadores marcaron su estampa. También debemos alzar la voz para celebrar a aquellos que, junto a Luperón, restauraron la esencia misma de los dominicanos, enriqueciendo así el legado de nuestra nación con su valentía y sacrificio.
En definitiva, que el tributo no se limite a los arquitectos primigenios de la patria y a la estela luminosa de Luperón, sino que se extienda a cada héroe, cuyos actos, de una forma u otra, han enriquecido nuestra tierra. Los sucesos de hoy son los pilares de la historia por venir. Que el cedazo del noble legado del apóstol de nuestra Restauración y, en general, de todos nuestros héroes depure aquellos merecedores del respaldo popular, pues solo a través del entendimiento de la historia podemos sortear las trampas del tiempo y aprender de los errores sufridos en el pasado. De suerte que, guiados por esa sabiduría histórica, podremos labrar un futuro más próspero y prometedor.
16-5-24
[1] Santo Domingo fue el nombre que sustituyó el de República Dominicana, a raíz de la anexión.
[2] Cuenta el historiador Orlando Inoa que la proclama de la anexión se hizo desde el balcón del Palacio de Justicia, antiguo Palacio de Borgella, frente a la Plaza de Armas o Plaza de la Catedral, en una ceremonia que congregó a unas 300 personas, de las cuales la tercera parte eran españoles radicados en el país y otra cantidad considerable estaba compuesta por tropas desarmadas que fingían ser parte del pueblo. Y que en el discurso que pronunció, Santana rememoró los lazos con la madre patria (Ver: INOA, Orlando, Breve historia dominicana, p. 122).
[3] Ibídem 126.
[4] Aunque hay que decir que fue luego reincorporado por el gobernador militar Felipe Rivero y Lemoine para resolver situaciones que tenía en el Cibao. Lo puso al frente de un contingente de tropas españolas y criollas, el 12 de septiembre del 1863 en Santiago. Pero Luperón lo detuvo en el combate de Arroyo Bermejo. Derrotado, Santana se retiró y puso un campamento en Guanuma para impedir el paso de los restauradores hacia Santo Domingo. Finalmente, el 13 de junio del 1864, falleció súbitamente y no se precisa en la historia si fue de muerte natural o suicidio.
[5] Paradójicamente, Santana, funesto anexionista, se destacó en nuestra guerra de independencia. Fue un activo valioso de los febreristas. Infligió derrotas claves a las fuerzas haitianas, siendo tres veces presidente de la República Dominicana, siendo el primero en ejercer ese cargo. Como dice el pueblo: lo que hizo con las manos, lo desbarató con los pies.
[6] El marquesado de Las Carreras es un título nobiliario español, creado por la reina Isabel II de España el 28 de marzo de 1862, a favor del general Pedro Santana, después de aceptar su renuncia como gobernador de Santo Domingo, como un reconocimiento a las labores realizadas en favor de España y a su gestión en la reincorporación a España de la Provincia de Santo Domingo
[7] El Gobierno Provincial Restaurador, presidido por Pepillo Salcedo, declaró, por decreto, a Pedro Santana como “traidor de la patria”.
[8] Por su destacada participación militar, fue electo el general Pepillo Salcedo (José Antonio) como presidente de la República en armas.
[9] MOYA PONS cuenta que la Guerra de la Restauración dejó el país devastado y desarticulado. Con las ciudades de Santiago, Montecristi y Puerto Plata destruidas y con la mayoría del campesinado en armas, la economía del país quedó totalmente arruinada, pues los hombres apenas atendían a sus campos y los pocos productos que se extraían de la tierra iban a parar a manos de las guerrillas restauradoras en campaña (MOYA PONS, Frank. Manual de Historia Dominicana, 16 edición, p. 347).