Plaf… plaf… plaf…
La lluvia no cesaba. Caía sobre los escombros, sobre las cruces torcidas, sobre los restos de una villa que una vez se llamó La Vega Vieja. El aire olía a barro, a madera podrida y a miedo.
Las casas, agrietadas como rostros viejos, se sostenían solo por costumbre. De los campos, antaño fértiles, apenas quedaba un verde cansado, manchado de moho y silencio. Los pocos que seguían allí —indios sometidos, españoles rezagados, mestizos que no sabían de qué lado estaban— se miraban con recelo. Nadie confiaba en nadie. Nadie saludaba sin sospecha.
En medio de esa desolación, un repique de campanas —tan, tan, tan— rompió el letargo. El sonido venía del templo hundido, donde ya no había sacerdote.
—¡Milagro! —gritó alguien.
—¡Presagio! —replicó otro.
Y así comenzó el rumor.
Esa misma tarde, entre la llovizna, apareció un hombre a caballo. Llevaba una capa empapada, un crucifijo de oro que relucía bajo los relámpagos y una sonrisa que parecía una herida.
—Soy don Cristóbal de Irimia, enviado del gobernador —dijo con voz grave—. Traigo redención para esta tierra castigada.
Los sobrevivientes se arremolinaron en torno a él. Entre ellos, Leopoldo, un anciano que había sido curador de hierbas y huesos, y Padilla, un maestro que enseñaba palabras del pasado, ya prohibidas.
—¿Redención, dices? —preguntó el maestro, desconfiado.
—Sí —respondió el forastero—. Donde ustedes ven ruinas, yo veo promesa. Dios me habló entre los truenos: levanten conmigo una nueva villa, y serán bendecidos.
El murmullo creció: mmm… ah… ohhh… como enjambre inquieto.
El falso profeta extendió los brazos y las palabras se derramaron como vino barato, dulces, embriagadoras.
—Les daré tierras, comida y paz. Pero, primero, deben entregarme lo poco que tienen para que Dios los pruebe en la pobreza, antes de hacerlos ricos.
Y el pueblo creyó.
Entregaron sus monedas, sus joyas, sus esperanzas.
Cristóbal bajó la cabeza; Leopoldo quiso hablar, pero el ruido de los gritos de entusiasmo lo ahogó.
¡Viva el salvador! ¡Viva don Irimia!
Pasaron los días. El profeta desapareció con el oro y los sueños.
Solo quedó la lluvia, incansable: plin, plin, plin…
El pueblo comprendió entonces que había creído más en las palabras que en los hechos. Que el verbo, cuando no se vigila, puede ser látigo o cárcel.
Leopoldo escribió con carbón sobre una piedra:
“Las palabras son fuego. Calientan o queman.
Usémoslas para alumbrar, no para cegarnos.”
Luego, el viento borró las letras, pero no el eco.
Cling… clang… clong…
Las campanas sonaron de nuevo, como si la vieja ciudad recordara, una vez más, que el poder de la voz puede levantar pueblos… o enterrarlos bajo la lluvia.