Por: Yoaldo Hernández Perera
La figura del autoembargo, como estrategia insidiosa, plantea un dilema jurídico cuya complejidad y sutileza radican en la confabulación entre el deudor y un prestanombre para crear una apariencia de embargo sobre un bien inmueble, con el único objetivo de generar un bloqueo registral[1] que impida o retrase la posibilidad de ejecución de los verdaderos derechos de los acreedores. En esencia, lo que ocurre en este contexto es que el deudor, en lugar de enfrentarse directamente a los efectos de su deuda, busca obstaculizar la ejecución de sus bienes mediante un artificio procesal, confiriendo la apariencia de un embargo legítimo sobre el inmueble a través de un tercero que, en estas circunstancias, funge como prestanombre.
Los acreedores, al notar la irregularidad en el proceso ejecutivo simulado, intervienen en dicho embargo simulado, solicitando una subrogación en las actuaciones judiciales con el fin de evitar que el procedimiento se prolongue indebidamente. Casualmente, lo que el deudor consigue, al actuar de esta manera, es justo lo que persigue: un retraso en el proceso de ejecución y una demora en el desbloqueo registral del inmueble, generando un bloqueo procesal que perdura en el tiempo.
La dificultad para probar este tipo de prácticas fraudulentas radica en la dificultad probatoria para evidenciar, de manera contundente, la existencia de una confabulación entre el deudor y el prestanombre (situación de puro hecho). Pero, en la eventualidad de que se logren reunir elementos de convicción suficientes, ya sea mediante la confesión del deudor[2], experticias o cualquier otro medio probatorio que respalde la estrategia fraudulenta, la nulidad del autoembargo se perfila como una solución razonable y proporcionada. Dicha nulidad podría fundamentarse en que no existe una verdadera “causa” que justifique el embargo: el crédito, legítimo, que debe ser el sustento de toda acción de embargo, no existe en el sentido clásico, ya que el mismo deudor es quien se autoembarga. Esta situación crea un vacío jurídico, pues el deudor no está siendo realmente perseguido por una deuda, sino que está utilizando el procedimiento para evadir una obligación económica.
Desde una perspectiva más amplia, la nulidad del autoembargo debería ser una consecuencia casi inevitable, exigida por la tutela judicial efectiva consagrada en el artículo 69 de la Constitución. Este principio, fundamental en cualquier Estado de derecho, implica que el sistema judicial debe garantizar una protección efectiva de los derechos de los acreedores, evitando prácticas fraudulentas que perjudiquen la ejecución de las acreencias. En este sentido, la existencia de un autoembargo simulado no solo transgrede los derechos de los acreedores, sino que socava los principios de justicia, equidad y transparencia en los procedimientos judiciales, lo que justifica su nulidad como remedio legal.
Por último, no puede obviarse que, en aras de proteger el orden público y garantizar una tutela judicial efectiva, el tribunal debería, de oficio, declarar la mencionada nulidad si advierte que el embargo (o autoembargo, más bien) tiene por objeto un fraude procesal, sin necesidad de que sea invocada explícitamente por las partes involucradas. Esto, más allá de las dificultades probatorias, debe ser considerado un acto de responsabilidad judicial, alineado con la necesidad de evitar que se perpetúe una maniobra dolosa que atenta contra la legítima ejecución de derechos y la correcta administración de justicia.
En resumen, el autoembargo no es solo un embargarse a uno mismo: es una forma de manipular el sistema judicial con el fin de engañar a los acreedores, postergando indefinidamente la posibilidad de saldar una deuda. Si bien es difícil de probar, la nulidad del proceso debería ser el remedio adecuado, con base en la falta de causa legítima y el fraude procesal. En definitiva, tal como ha decidido el Tribunal Constitucional en su emblemática sentencia TC/110/13, el poder ejecutar un título legítimamente obtenido también forma parte de la tutela judicial efectiva y el debido proceso. Es que la tutela, para que sea realmente efectiva, debe ser integral: tanto desde el punto de vista del deudor, para evitar que sea ejecutado arbitrariamente, como desde la perspectiva del acreedor, impidiendo que con maniobras fraudulentas se le impida disfrutar su derecho de crédito.
[1] El bloqueo registral, según el artículo 115 de la Resolución núm. 788-2022, que instituye el Reglamento General de Registro de Títulos, es una anotación que se asienta en el registro complementario del inmueble como efecto de una inscripción definitiva o provisional, que tiene su origen en una norma jurídica, y que impide la inscripción total o parcial de cualquier derecho o afectación posterior. La norma jurídica que crea el bloqueo registral define la extensión de sus efectos. En pocas palabras, el bloqueo registral es una anotación en el registro que impide la inscripción de derechos posteriores, y su existencia depende de una norma jurídica que define su alcance. Justamente, en esa línea, el Tribunal Superior de Tierras del Departamento Central tuvo ocasión de establecer, mediante su doctrina jurisprudencial, que “habrá tantos bloqueos registrales como leyes que lo prevean”. El embargo inmobiliario genera un bloqueo, porque lo prevé el Código de Procedimiento Civil, por ejemplo. Distinto a las anotaciones de litis de derechos registrado que, distinto a lo que algunos llegaron a entender en algún momento, no genera -propiamente- un bloqueo registral; sin embargo, como se publicita la litis, descarta la invocación de la buena fe, ya que, habiéndose publicitado la litis, no podría alguien ignorar su existencia, pretendiendo que el desenlace de esta no se le imponga. Distinto a ello, el principio que rige en ámbito inmobiliario-registral es: “primero en tiempo, mejor en derecho”. De suerte que, si la litis se inscribe primero que el embargo, por ejemplo, el embargante ejecuta a su riesgo, porque el desenlace de la litis se le impondrá y, por ende, si finalmente el resultado de dicha litis es que el deudor-embargado pierde el inmueble, el embargo –ipso facto– devendría en nulo, por carecer de objeto. En ese sentido, la SCJ ha juzgado que, cuando la litis se inscribe primero que el embargo, la adjudicación no purga la litis; sino que, distinto a ello, la suerte de la litis es la que prevalece (Sentencia SCJ, 3ra. Sala, núm.. 44, del 17 de julio del 2013, B.J. núm. 1232, pp. 2134-2144).
[2] Hay que recordar que, distinto a lo penal, que no vale la “autoincriminación”, en lo civil el postulado general que rige es: “a confesión de parte, relevo de prueba”. En efecto, la confesión constituye un medio de prueba perfecto, equiparable a la prueba escrita y al juramento decisorio. Lo que sucede es que ni la confesión ni el juramento decisorio son tan frecuentes como la prueba escrita. Por eso, esta última se ha visto como la prueba estelar en el ámbito civil. Ciertamente, es la prueba perfecta más frecuente, pero la confesión, cuando se da, es contundente en materia civil.