¿Es acertado hablar hoy de asuntos de “estricta legalidad”?

Una reflexión desde la teoría del derecho y el constitucionalismo contemporáneo

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Lo más riguroso hoy no es sostener la “estricta legalidad” como categoría cerrada, sino hablar de una legalidad en clave constitucional, dúctil y abierta a la ponderación de principios. El derecho actual exige que los jueces interpretan y apliquen las leyes bajo el prisma de la Constitución; de lo contrario, caemos en un positivismo rígido que ya no se corresponde con el paradigma constitucional.

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Palabras clave

Constitucionalismo, legalidad, supremacía constitucional, juez constitucional, control difuso, derechos fundamentales, ponderación, principios, justicia material, interpretación, Estado social y democrático de derecho, motivación judicial, proporcionalidad, seguridad jurídica, casuística.

Contenido

I. Introducción, II. La noción clásica de “estricta legalidad”,III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución, IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios, V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional,VI. Conclusión.

I. Introducción

La evolución del Estado de derecho ha estado marcada por la tensión entre la legalidad y la constitucionalidad. Mientras en el siglo XIX predominó el paradigma del Estado legal, caracterizado por la sumisión absoluta a la ley como expresión de la soberanía popular, el constitucionalismo del siglo XX y XXI ha desplazado dicho esquema hacia uno en el que la Constitución constituye el centro de validez y legitimidad del ordenamiento. Surge así la pregunta: ¿es sostenible, en rigor técnico jurídico, seguir hablando de “estricta legalidad” como categoría autónoma, o toda legalidad debe ser comprendida bajo la luz de la Constitución?

No obstante, persisten corrientes de pensamiento —particularmente ciertas vertientes del neopositivismo jurídico— que se resisten a este tránsito del Estado legal al Estado constitucional de derecho. Desde esas posturas, se intenta desacreditar el carácter expansivo de la Constitución, tildando peyorativamente esta transformación como “constitucionalitis” o una hipertrofia del control constitucional, como si se tratara de una deformación indeseable del sistema jurídico.

Tales críticas, sin embargo, desconocen un hecho fundamental: la Constitución no es un mero conjunto de principios políticos o una declaración de aspiraciones, sino una norma jurídica en sentido pleno, vinculante, jerárquicamente suprema y directamente aplicable. En este sentido, la Constitución no solo debe ser observada como cualquier otra norma, sino que constituye la ley sustantiva por excelencia, la ley de leyes. Por tanto, todo intento por reivindicar la idea de una “estricta legalidad” desligada del marco constitucional no solo resulta anacrónico, sino también técnicamente insostenible en el derecho del siglo XXI. Esta tensión, y las implicancias que de ella se derivan, serán objeto de las reflexiones que siguen.Principio del formulario

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II. La noción clásica de “estricta legalidad”

El principio de legalidad, en su concepción clásica, implicaba que el juez debía aplicar la ley sin más, sin margen para valoraciones subjetivas ni para contraponer principios o consideraciones metajurídicas. Esta idea responde a una visión positivista del derecho, vinculada al modelo del Estado legal de derecho, donde la certeza y la previsibilidad se aseguraban por la obediencia estricta a la norma legal, independientemente de su contenido axiológico.

En este esquema, el juez era “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, parafraseando a Montesquieu. La justicia material se subordinaba a la seguridad jurídica formal. En otras palabras, conforme a los postulados del Estado legal de derecho, la legalidad se agotaba en la ley formalmente válida, sin atender a su conformidad con principios superiores; en tanto que, en el vigente Estado constitucional de derecho, la legalidad se encuentra subordinada a la constitucionalidad, lo que equivale a decir que la validez y aplicabilidad de toda norma jurídica dependen de su compatibilidad con la Constitución como norma suprema del ordenamiento.

Evocando a Manuel Atienza, el paso del Estado legal al Estado constitucional supone que el derecho ya no se identifica exclusivamente con el conjunto de normas dictadas por el legislador, sino que incluye también los principios y valores constitucionales que operan como criterios de validez y de corrección jurídica. Y, en efecto, hay que insistir en que la legalidad, en el Estado constitucional, no se agota en la fidelidad a la norma legal, sino que exige una interpretación conforme a la Constitución, orientada por los principios de justicia material, dignidad humana y derechos fundamentales. Esta transformación impone al juez un rol activo en la realización del derecho (que trasciende la ley adjetiva), ya no como mero aplicador mecánico de la ley, sino como garante de la supremacía constitucional.

Ahora bien, afirmar que en el Estado constitucional el juez ya no es una “boca que pronuncia las palabras de la ley” no significa convertirlo en un soberano del derecho, libre de toda atadura normativa. No se trata, en modo alguno, de habilitar un Poder Judicial que haga y deshaga a su arbitrio. Todo lo contrario: el juez constitucional está sujeto a límites precisos, siendo el primero y más importante de ellos la propia Constitución. Sus decisiones deben estar debidamente motivadas, pues sin motivación suficiente no hay control, y sin control hay arbitrariedad; y la arbitrariedad —por definición— es inconstitucional. Ningún tribunal puede justificar una actuación contraria al texto o a los principios constitucionales sin violentar la esencia misma del Estado de derecho.

Además, es fundamental recordar que el rol activo del juez en la interpretación constitucional no le permite ignorar las reglas legales cuando estas sean claras, aplicables y suficientes para resolver el caso. La intervención principialista o axiológica solo encuentra justificación en los denominados “casos difíciles”, aquellos en los que existe una tensión real entre derechos fundamentales o donde las normas legales resultan insuficientes, equívocas o conducen a soluciones injustas o inconstitucionales.

En tales escenarios, los principios constitucionales no solo permiten, sino que exigen una labor interpretativa más profunda, guiada por la finalidad del derecho: la protección de la dignidad humana, la justicia material y la preservación del orden constitucional. Así entendido, el juez constitucional no se erige como un creador caprichoso de normas, sino como un garante de la supremacía constitucional y del equilibrio entre legalidad, legitimidad y justicia.

III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución

La consolidación del Estado constitucional de derecho supuso un cambio de paradigma. La Constitución dejó de ser un texto político programático para convertirse en una norma jurídica vinculante y suprema. En el caso dominicano, el artículo 6 de la Constitución establece la nulidad de toda norma contraria a la Carta Magna, lo que evidencia que la validez de la ley está supeditada a su conformidad con la Constitución.

Este giro implica que el principio de legalidad no puede desligarse del principio de constitucionalidad. El juez, al aplicar la ley, no se limita a ejecutar su tenor literal, sino que debe interpretarla conforme a la Constitución e, incluso, inaplicarla cuando resulte incompatible con esta (control difuso). Así, la legalidad deja de ser estricta para convertirse en legalidad constitucionalizada.

Imaginemos, entonces, que en plena era digital, en un contexto de avances tecnológicos, sociales y culturales sin precedentes, se pretenda seguir insistiendo en una concepción de “estricta legalidad” desvinculada de la Constitución. ¿Cómo podrían resolverse, exclusivamente con reglas legales, casos complejos como los que involucran el uso de inteligencia artificial en decisiones administrativas, el tratamiento masivo de datos personales, la libertad de expresión en plataformas digitales, o los conflictos entre libertad religiosa y derechos de minorías? En estos escenarios, donde se tensionan principios y derechos fundamentales, pretender una solución puramente reglada sería sencillamente insuficiente y, en muchos casos, injusta.

El fin de la actividad judicial, como señala Vigo, es alcanzar la justicia a través del derecho; y el derecho, más allá de la ley, comprende también los principios constitucionales, los valores democráticos y los derechos fundamentales. La ley, por tanto, ya no es el único parámetro de juridicidad: debe ser entendida e interpretada a la luz del marco constitucional que le da sentido y legitimidad.

Por eso, hay que insistir en que el principio de legalidad, en un Estado constitucional, ya no puede operar como una categoría cerrada, aislada o autosuficiente. La legalidad es constitucionalizada, y con ello, el juez no solo aplica normas, sino que realiza el derecho, garantizando que cada decisión sea respetuosa de la supremacía constitucional, de los derechos fundamentales y de la justicia material. Esta es la única vía para que el derecho no se convierta en una técnica vacía, sino en un instrumento de dignidad y libertad en las sociedades contemporáneas.

IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios

Como señala Zagrebelsky en El derecho dúctil, el derecho contemporáneo no se compone únicamente de reglas rígidas, sino también de principios y valores, los cuales carecen de carácter absoluto y exigen una labor de ponderación. De ahí que la aplicación judicial no pueda reducirse a la subsunción automática en la norma legal: requiere un ejercicio hermenéutico complejo, donde la razonabilidad, la proporcionalidad y la justicia material tienen un rol determinante.

Los principios constitucionales —igualdad, dignidad, justicia, utilidad social— actúan como criterios de validez y corrección de la ley. Por tanto, la ley no se agota en su formalidad, sino que debe armonizarse con el conjunto de valores superiores del ordenamiento.

Los neopositivistas insisten en que a los jueces hay que “atarlos cortito”, argumentando que estos no deben ponderar principios y valores libremente, sino que la ley debe delimitar expresa y estrictamente cómo y hasta dónde pueden llegar en su labor interpretativa. Según esta crítica, si se acepta que cualquier principio puede derrotar una regla, entonces el juez tendría una discrecionalidad ilimitada, lo que abriría la puerta a decisiones arbitrarias, justificadas bajo principios seleccionados de forma antojadiza. Esta visión revela, en el fondo, una desconfianza estructural hacia el poder judicial —una suerte de temor a la “gobernanza de los jueces”— que, hay que decirlo, es un sentir crónico desde las bases mismas del positivismo clásico y su rechazo al judicialismo.

Pero lo cierto es que, en el Estado constitucional de derecho, no se concibe al juez como un sujeto caprichoso o activista sin límites, ni tampoco como un mero ejecutor de textos legales. El juez constitucional es, ante todo, un garante de la supremacía normativa de la Constitución y de los derechos fundamentales. No se trata de “atarlo cortito”, sino de exigirle motivación rigurosa, sujeción a estándares de razonabilidad y fidelidad a los principios y valores constitucionales. La ponderación no es licencia para decidir arbitrariamente, sino una técnica jurídica con estructura argumentativa que permite resolver conflictos normativos complejos en contextos donde las reglas legales resultan insuficientes o contradictorias.

Por tanto, todo lo contrario: lejos de reducir su función, en el Estado constitucional el juez ve ampliadas sus responsabilidades hermenéuticas y de control. No para sustituir al legislador, sino para garantizar que toda decisión jurídica —aun basada en la ley— sea conforme con la Constitución, que es la norma suprema del ordenamiento. La confianza no debe depositarse exclusivamente en el texto de la ley, sino en un sistema de garantías donde el juez cumple un rol esencial como intérprete último del sentido constitucional del Derecho.

En este contexto, es importante destacar que el sistema constitucional dominicano presenta una particularidad que lo distingue incluso frente a esquemas europeos de control concentrado: en la República Dominicana, todos los jueces del Poder Judicial son, en efecto, jueces constitucionales. Esto se debe a la existencia de un sistema de control de constitucionalidad difuso, reconocido expresamente por la Constitución, que les permite inaplicar, en el caso concreto, cualquier norma legal que consideren incompatible con el texto constitucional.

Esta facultad no es una excepción ni una prerrogativa extraordinaria, sino una manifestación directa de la supremacía constitucional consagrada en el artículo 6 de la Carta Magna. La Constitución no solo autoriza, sino que ordena a todos los jueces “decir el Derecho” conforme a su contenido, lo que supone un mandato de interpretación y aplicación constante bajo la óptica del Estado social y democrático de derecho que la misma Constitución define como su modelo político-jurídico.

Y esto implica, a su vez, que el derecho no se reduce a la ley, ni la labor judicial se limita a la subsunción mecánica. Supone asumir que, tal como hemos venido sosteniendo, la Constitución no es un texto decorativo ni una declaración política de intenciones, sino la norma fundamental que informa y rige todo el ordenamiento. Por tanto, los jueces dominicanos, en su función cotidiana, están llamados no solo a aplicar la ley, sino a garantizar que esta se aplique conforme a los principios de dignidad, igualdad, justicia social y democracia sustantiva que la Constitución reconoce y protege. Así entendido, el control difuso no es un privilegio judicial, sino una responsabilidad constitucional indeclinable.

V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional

El rechazo a la noción de “estricta legalidad” no significa negar la importancia de la seguridad jurídica. De hecho, quienes defienden su vigencia alegan que la apertura de los jueces a principios puede dar lugar a un activismo judicial desbordado, debilitando la certeza del derecho y transfiriendo al juez un poder discrecional que podría sustituir al legislador.

No obstante, la respuesta del constitucionalismo es clara: el límite al poder judicial no se encuentra en la “estricta legalidad”, sino en la fidelidad a la Constitución. El juez no aplica su propia justicia, sino la justicia constitucional. Así, se equilibra la seguridad jurídica con la supremacía constitucional.

Es tan categórica la expansión constitucional en los sistemas jurídicos contemporáneos, que ya no es posible concebir la legalidad como un espacio autónomo y autosuficiente, desligado de los principios, valores y derechos fundamentales consagrados en la Constitución. La ley, para ser válida y aplicable, debe no solo emanar del procedimiento formal adecuado, sino también respetar sustancialmente el contenido constitucional.

Por eso, la seguridad jurídica del Estado constitucional no se garantiza por el apego ciego a la literalidad de la norma, sino por la coherencia entre la actuación judicial, la ley y la Constitución. El juez no puede —ni debe— sustituir al legislador, pero tampoco puede convertirse en un ejecutor irreflexivo de normas legales inconstitucionales. Su rol consiste en integrar el ordenamiento jurídico bajo la guía de la supremacía constitucional, aplicando la ley en tanto sea conforme a ella, y asegurando que sus decisiones estén debidamente motivadas, fundadas y orientadas por la justicia constitucional, no por subjetividades ni arbitrios.

En definitiva, el rechazo a la “estricta legalidad” no debilita el Estado de derecho; al contrario, lo fortalece, al subordinar toda función jurisdiccional al marco constitucional, garantizando un equilibrio entre certeza normativa, legitimidad democrática y justicia material. Y es que la violación de derechos fundamentales no puede analizarse en abstracto ni resolverse exclusivamente con base en reglas generales y predeterminadas. Por su propia naturaleza, los derechos fundamentales operan en contextos específicos, muchas veces conflictivos entre sí, y su eventual vulneración requiere un análisis casuístico, es decir, caso por caso, atendiendo a las particularidades fácticas, jurídicas y axiológicas de cada situación concreta.

Este carácter casuístico es inherente a la estructura misma de los derechos fundamentales, los cuales —a diferencia de las reglas legales— no se aplican de forma automática, sino que requieren ponderación, interpretación sistemática y un juicio de proporcionalidad que permita armonizar los distintos bienes constitucionales en juego. Pretender resolver conflictos de derechos únicamente a partir de reglas generales, pretextando que se trata de un ámbito de “estricta legalidad”, sin atender a las circunstancias específicas del caso, conduce irremediablemente a soluciones injustas, ineficaces y contrarias a la finalidad misma del Estado constitucional de derecho.

En efecto, la tutela judicial efectiva, reconocida como pilar del Estado de derecho, exige no solo acceso a un juez, sino también una respuesta razonada, fundada y ajustada a la Constitución. Y esto no es posible sin un margen de apreciación judicial que permita valorar el contexto, identificar la existencia o no de una restricción indebida a un derecho fundamental y determinar si dicha restricción es legítima, necesaria y proporcionada.

Por tanto, la interpretación judicial rígida, atada únicamente a reglas legales abstractas, resulta incompatible con una comprensión moderna y garantista de los derechos fundamentales. En el Estado constitucional, la legalidad -hay que insistir en eso- no puede ser un obstáculo para la justicia material, y la labor del juez consiste precisamente en transformar el mandato normativo en soluciones jurídicas que concreten los derechos constitucionales en situaciones reales. La regla general es punto de partida, no de llegada; el destino final es siempre la justicia conforme a la Constitución.

VI. Conclusión

En el contexto del constitucionalismo contemporáneo, sostener la existencia de una “estricta legalidad” desligada de la Constitución resulta anacrónico. El derecho actual exige comprender la legalidad como legalidad constitucionalizada, es decir, como una legalidad filtrada por los valores, principios y derechos fundamentales consagrados en la Carta Fundamental de la nación.

La ley solo puede ser legítima si es justa y útil, como ordena la propia Constitución dominicana (Art. 40.15), y su aplicación debe estar mediada por la razonabilidad y la proporcionalidad. De ahí que el juez, lejos de ser un autómata de la norma, se convierte en garante de la supremacía constitucional, asumiendo que el derecho es, como diría Zagrebelsky, esencialmente dúctil.

La estricta legalidad, en sentido decimonónico, cede su lugar a la juridicidad constitucional, donde la certeza y la justicia no se conciben como opuestas, sino como dimensiones complementarias de un mismo ideal jurídico.