El refugio celestial: la Virgen de la Altagracia y su luz eterna

Por: Yoaldo Hernández Perera

Creer es un acto de valentía y pureza, un susurro del alma que, aunque no siempre se ve con los ojos, se percibe con el corazón. En un mundo donde la ciencia busca desentrañar todos los misterios del universo y la razón exige respuestas tangibles, la fe sigue siendo un refugio inquebrantable, un refugio que fortalece el alma de quien se atreve a creer. Porque creer no es negar la razón, sino elevarla, es comprender que, más allá de lo visible y lo medible, existe una realidad que trasciende lo físico, una realidad que se siente, que se vive, que se experimenta en lo más profundo del ser.

Aunque muchos, admirables en su conocimiento y dedicación a la ciencia, niegan la existencia de lo divino, hay en la vida momentos que no pueden explicarse, milagros que se muestran nítidamente frente a nuestros ojos, como destellos de una fuerza superior que nos sostiene. La ciencia puede analizar el cuerpo, puede desentrañar las leyes que rigen el cosmos, pero la esencia de lo que somos, el soplo de vida que nos anima escapa a cualquier fórmula matemática y, en general, científica. Esa esencia, esa chispa divina, nos conecta con lo infinito, con lo eterno.

Es en la fe donde hallamos la verdadera fuerza que nutre nuestro espíritu, esa energía positiva que nos impulsa a seguir, a creer en lo imposible, a transformar lo oscuro en luz. Y es en la Madre de todos, la Virgen, donde esa fe toma forma, donde el corazón se eleva. Por eso, las personas son todas hermanas, porque tienen una misma madre celestial. Ella, madre de todos los milagros, nos enseña que en la vulnerabilidad está la fuerza, que en el amor incondicional reside la más alta sabiduría. Creer en ella y en el fruto de su vientre, Dios, es permitir que nuestra alma se abalance hacia lo divino, hacia una energía de paz y esperanza que nunca nos abandona.

Es entonces, en esa fe, que el espíritu encuentra su mayor elevación, pues creer no solo fortalece el alma, sino que la conecta con lo eterno, con una luz que no se apaga, con un Dios que, en su misericordia infinita, nos envía a su madre para guiarnos y bendecirnos.

Creo en la Virgen de la Altagracia, madre de Dios, con una certeza que nace en lo más profundo de mi ser, en ese rincón donde la razón y la emoción se encuentran, donde la fe florece y se convierte en luz. Creo en ella con todas las fuerzas de mi corazón, porque en su manto encuentro consuelo, protección y una paz que trasciende cualquier palabra, cualquier explicación. Ella, la madre que acoge a todos con brazos abiertos, me ha mostrado el camino hacia una elevación espiritual que no puedo describir más que con el lenguaje del alma.

Hoy, alzando mi voz en silencio, doy testimonio de la transformación que esta fe ha obrado en mí. Su presencia, tan serena y tan poderosa, ha tocado mi espíritu, ha fortalecido mi voluntad y ha alimentado mi esperanza. En ella encuentro la fuerza para afrontar las tormentas de la vida y la ternura para sanar las heridas que a veces parecen insuperables. Su mirada, cargada de amor y compasión, me invita a caminar con confianza, a elevar mi alma más allá de las sombras, hacia la luz divina que solo ella sabe revelar.

Es un misterio sagrado, un milagro que ocurre en el silencio del corazón, en ese espacio íntimo donde la fe se convierte en un acto de amor profundo y transformador. Y así, con el corazón lleno de gratitud, reconozco hoy, con humildad, que creer en la Virgen de la Altagracia no solo me ha dado paz, sino que ha elevado mi ser hacia lo divino, hacia la belleza infinita del amor que nos conecta a todos.

La Virgen de la Altagracia, madre celestial y protector de nuestra nación, se erige como un faro de luz y esperanza que ha acompañado a la República Dominicana a lo largo de los siglos. Su imagen, venerada y reverenciada, no es solo la representación de una madre que abraza a su hijo, sino la encarnación de una gracia divina que se derrama sobre los pueblos, infundiéndoles consuelo y fortaleza.

Hace más de quinientos años, su presencia llegó a estas tierras cargada de una promesa de protección y amor. La Virgen de la Altagracia, cuyo nombre resuena como un canto de alabanza a la bondad infinita de Dios, fue traída desde las lejanas tierras de Baeza, en España, para ser la guardiana de un pueblo nuevo, un pueblo que nacía entre montañas y mares, entre luchas y esperanzas. En cada rincón de nuestra isla, desde los campos hasta las ciudades, su imagen ha sido un refugio en tiempos de dificultad y una fuente de alegría en los momentos de gracia.

Al contemplar su rostro sereno, uno no solo ve a una madre, sino a una intercesora silenciosa que, con su mirada amorosa, guía a cada hijo de esta tierra hacia la paz interior, hacia la reconciliación con uno mismo y con el prójimo. Su presencia nos invita a reflexionar sobre el amor incondicional, el mismo que nos une como pueblo, como familia, como seres humanos. Nos recuerda que no hay mayor fuerza que la que nace de la fe, de la esperanza puesta en el cielo, de la certeza de que, aunque el camino sea incierto, siempre habrá una mano materna tendida para levantarnos.

La festividad de la Virgen de la Altagracia, celebrada con fervor y devoción cada 21 de enero, no es solo un acto litúrgico, es un momento de encuentro espiritual, un retorno al corazón de lo divino. Es el eco de nuestras oraciones, la manifestación de nuestra gratitud, la reafirmación de que, aunque somos humanos, somos amados y acompañados por una presencia celestial. Su festividad es la reafirmación de la esperanza, de la fe que nos sostiene, y de la gracia que nos envuelve, haciéndonos sentir, en cada paso, que no estamos solos.

Así, la Virgen de la Altagracia no solo es la protectora de nuestra nación; es la madre espiritual que nos recuerda que, en los momentos más oscuros, siempre podemos encontrar luz. Nos invita a caminar con confianza, a amarnos los unos a los otros, y a abrazar la vida con la misma ternura y misericordia que ella, en su infinita bondad, nos ofrece.