La Revolución de 1857 y la Constitución de Moca: causas, consecuencias y lecciones para la democracia dominicana

Por.: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Se analiza la Revolución de 1857 en Santiago de los Caballeros, impulsada por el rechazo al gobierno autoritario de Buenaventura Báez. Examinando cómo este movimiento dio lugar a la Constitución liberal de Moca de 1858, que consagró derechos como la libertad de expresión, el voto directo y el gobierno civil. Aunque el proyecto fue frustrado, se destacan las lecciones clave sobre la importancia de la democracia, el respeto a las libertades y la necesidad de limitar el poder absoluto.

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Palabras clave

Revolución, autoritarismo, democracia, Cibao, Buenaventura Báez, José Desiderio Valverde, Benigno Filomeno Rojas, Constitución, Moca, libertades, voto, derechos, gobierno civil, participación.

Contenido

I.- Aproximación a la temática histórica, II.- Causas de la Revolución de 1857, III.- La Constitución de Moca: un proyecto liberal,IV.- La frustración del proyecto y la lección histórica, V.- Conclusión

I.- Aproximación a la temática histórica

La historia política de la República Dominicana ha estado marcada por luchas entre tendencias autoritarias y aspiraciones democráticas[1]. Uno de los episodios más representativos de esta tensión fue la Revolución del 7 de julio de 1857, un levantamiento cívico-militar liderado desde Santiago de los Caballeros con el propósito de derrocar el gobierno del presidente Buenaventura Báez.

Este movimiento dio origen a un Gobierno Provisional en el Cibao y, eventualmente, a la Constitución liberal de Moca de 1858. Aunque la revolución fue finalmente frustrada por el regreso del caudillo Pedro Santana, su legado constitucional y sus ideales democráticos ofrecen valiosas enseñanzas para la historia institucional del país y para la preservación de la democracia en la actualidad.

Moya Pons, sobre este episodio de nuestra historia, ha sostenido que en la noche del 7 de julio de 1857 se reunieron en la Fortaleza de Santiago los principales hombres de armas de la ciudad, acompañados por los más importantes, comerciantes, propietarios e intelectuales de la región y, en vista de las recientes medidas monetarias lanzaron un manifiesto declarando su propósito de “sacudir el yugo del Gobierno del señore Báez, al cual desconocen desde ahora y se declaran gobernados (hasta que un Congreso, elegido por voto directo, constituya nuevos poderes) por un gobierno Provisional, con su asiento en la ciudad de Santiago de los Caballeros”. El gobierno se instaló inmediatamente y se nombró presidente al general José Desiderio Valverde y vicepresidente al abogado Benigno Filomeno Rojas, quienes, a la vez que recibieron el inmediato respaldo de casi todos los habitantes de las provincias del Cibao, organizaron un movimiento armado con el propósito de marchar hacia la ciudad de Santo Domingo para derrocar al presidente Báez, que se disponía a resistir la revolución amparado tras las murallas de la ciudad y reforzado con los cientos de miles de dólares en oro y en tabaco que sus agentes habían estafado a los cibaeños en las semanas anteriores.

Y continúa diciendo el referido historiador que le Gobierno de Santiago puso las tropas revolucionarias bajo el mando del general Juan Luis Franco Bidó, y en pocos días cercaron la capital, comenzando así la guerra civil. Con los recursos que tenía a su disposición, Báez no podía ser desalojado fácilmente de la capital, y sintiéndose animado por la resistencia que las fuerzas leales al gobierno opusieron a la revolución en las ciudades de Samaná y Higüey, los baecistas se dispusieron a resistir tratando de romper el cerco que los asediaba. Frente al poder que demostró Báez desde los mismos comienzos de la guerra, pues el gobierno de la capital utilizó los recursos que tenían para imponer armas y provisiones desde Curazao y Saint Thomas, el gobierno cibaeño dictó un decreto de amnistía en favor del general Pedro Santana y de sus partidarios que se encontraban en el exilio, permitiéndoles regresar por los puertos de Monte Cristi y Puerto Plata para ponerse al servicio de la revolución[2].

Tras su regreso, Santana formó un nuevo ejército y asumió el liderazgo militar de la Revolución el 18 de septiembre de 1857. La guerra, que duró casi un año y fue bien sangrienta, llevó a la emisión de papel moneda por ambos gobiernos —Santo Domingo y el Cibao—lo que precipitó la bancarrota nacional. En medio de este caos, el gobierno cibaeño promovió una nueva Constitución para sustituir la autoritaria de 1854 y dar al país un régimen verdaderamente representativo. El 25 de septiembre se convocaron elecciones, y la elección de intelectuales como diputados reflejó el vigor democrático del Cibao.

La Constitución, proclamada en Moca el 19 de febrero de 1858[3], abolió la pena de muerte por motivos políticos, garantizó libertades fundamentales, y estableció un gobierno civil, electivo y responsable. Prohibió la reelección presidencial inmediata, separó el poder militar del civil, y fijó la capital en Santiago. El general Valverde fue ratificado como presidente.

Santana, opuesto al texto liberal, reorganizó su poder y, tras el exilio de Báez, desmanteló la obra del Cibao, restableciendo la Constitución de 1854. Aunque hubo resistencia, el poder militar de Santana prevaleció. El gobierno del Cibao cayó en septiembre de 1858, y con él, la Constitución de Moca.

 II.- Causas de la Revolución de 1857

La principal causa de esta revolución fue el descontento generalizado con el régimen autoritario de Buenaventura Báez, quien gobernaba con el respaldo de una constitución conservadora que limitaba los derechos ciudadanos y concentraba el poder en el Ejecutivo. Los sectores del Cibao, en especial los productores de tabaco, comerciantes y profesionales, se sintieron marginados económica y políticamente[4]. Estos sectores aspiraban a un gobierno más liberal, democrático y representativo, en contraposición al centralismo y la represión política de Báez.

El estallido revolucionario en Santiago no solo fue una manifestación de desobediencia política, sino también una expresión clara del deseo de transformación institucional. El nombramiento del general José Desiderio Valverde como presidente del Gobierno Provisional y de Benigno Filomeno Rojas como vicepresidente reflejó el liderazgo de figuras comprometidas con la causa liberal y el respaldo de importantes sectores del Cibao.

III.- La Constitución de Moca: un proyecto liberal

La Revolución del Cibao culminó con la proclamación de la Constitución de Moca el 19 de febrero de 1858, uno de los textos más progresistas de la historia constitucional dominicana. Esta constitución estableció una serie de derechos fundamentales que incluían:

  • La libertad de expresión
  • El libre tránsito
  • La libertad de reunión pacífica
  • La abolición de la pena de muerte por motivos políticos
  • La no reelección presidencial consecutiva
  • La elección directa y secreta de los representantes del pueblo

Además, reafirmó el principio de que el gobierno debía ser civil, popular, representativo y electivo, y subordinó las Fuerzas Armadas al poder civil, eliminando su influencia deliberativa. También restableció el Poder Municipal, avanzando hacia una descentralización del poder que fortalecía la democracia local.

Estas reformas demostraban una clara intención de construir un régimen político basado en la libertad, la participación ciudadana y el respeto a los derechos humanos, en abierta oposición al modelo caudillista imperante[5].

IV.- La frustración del proyecto y la lección histórica

Pese al éxito inicial, la revolución fue eventualmente frustrada por el regreso al poder del general Pedro Santana en 1858, quien desconoció la Constitución de Moca y reinstauró la autoritaria Constitución de 1854. Esto supuso un retroceso institucional y la anulación de los logros obtenidos por el movimiento liberal del Cibao.

Esta reversión autoritaria evidencia la fragilidad institucional de la joven república y la dificultad de sostener un proyecto democrático sin una cultura política sólida que respalde sus principios. Sin embargo, el legado del movimiento de 1857-1858 no fue en vano: sembró las bases del pensamiento liberal dominicano y dejó una huella imborrable en la lucha por los derechos civiles y la democracia.

V.- Conclusión

La Revolución de 1857 y la Constitución de Moca representan un momento clave en la historia política dominicana, en el que se intentó fundar un modelo de gobierno justo, participativo y respetuoso de las libertades fundamentales. Aunque ese esfuerzo fue truncado por el retorno del autoritarismo, su ejemplo sigue siendo una fuente de inspiración para las generaciones futuras.

Las lecciones que ofrece este episodio son claras: la concentración de poder, la represión de las libertades y la exclusión política generan inestabilidad y resistencia. Por ello, es imprescindible defender con firmeza el Estado de derecho, garantizar elecciones libres y fortalecer las instituciones democráticas. Solo así se podrá evitar que la historia vuelva a repetir los errores del pasado y asegurar un futuro de libertad y justicia para todos los dominicanos.


[1] El historiador Roberto Cassá, en el marco de las ideologías políticas que han gravitado en nuestro país a lo largo de nuestra historia, publicó un interesante trabajo titulado El Estado dominicano en manos del grupo conservador, en el que expone, en suma, cómo el Estado dominicano fue moldeado por el grupo conservador tras la independencia, bajo el liderazgo autoritario de Santana, combinando intentos de institucionalización con prácticas dictatoriales, en un contexto de tensiones entre anexionismo y nacionalismo, conservadurismo y liberalismo moderado. Ver en línea: El-Estado-dominicano-en-manos-del-grupo-conservador-por-Roberto-Cassa.pdf

[2] MOYA PONS, Frank. Manual de historia dominicana, edición 16, pp. 316-317.

[3] JORGE PRATS, en su libro titulado Derecho constitucional, vol. I, 5ta. edición, p. 77, sostiene que el carácter marcadamente presidencialista y autoritario del Estado forzó al constitucionalismo a luchar por la limitación del poder del Estado por excelencia: el Poder Ejecutivo. Concentrándose dicha lucha en restringir los poderes del ejecutivo al tiempo de reforzar las prerrogativas y la independencia de los demás poderes del Estado, siendo la Constitución de Moca, de 1858, un hito en dicho proceso histórico de la limitación del poder, iniciado en 1844; señalando el referido autor que un momento culminante de dicho proceso fue la reforma constitucional del 1994, que previó la prohibición de la reelección presidencial y la inamovilidad de los jueces, que son dos anhelos históricos del constitucionalismo liberal dominicano.

[4] Sobre la ruina de comerciantes y agricultores cibaeños durante el gobierno de Báez, MOYA PONS, en su libro previamente citado, titulado Manual de historia dominicana, página 316, sostiene lo siguiente: “Con esta ruinosa operación -refiriéndose al fraude monetario de mayo del 1857- consiguió Báez cuatro cosas: primero, dar un golpe mortal a los propietarios cibaeños, que nunca le habían sido afectados desde que en 1849, él había introducido en el Congreso un proyecto de monopolio del tabaco para administrarlo él a través de unos socios franceses que él propuso al gobierno para el otorgamiento de un empréstito; segundo, proporcionar a sus allegados políticos la amanera de improvisar un pequeño capital a poca costa; tercero, reunir en oro la suma de cincuenta mil pesos que se hizo dar en compensación de los perjuicios inferidos a sus propiedades; y cuarto, tener en las cajas nacionales fondos bastantes para hacer frente a la revolución que veía ya venirle encima. Y, efectivamente, tal como se ha expuesto más arriba, en la noche del 7 de julio de 1857 se produjo el Gobierno Provisional en Santiago.

[5] En el periódico Diario Libre, del 07 de julio del 201, se publicó, suscrito por dicho medio, que -en apretada síntesis- La Constitución de Moca (1858) fue la más democrática del siglo XIX en la República Dominicana y un referente del pensamiento liberal de la época. Abolió la pena de muerte por razones políticas, instauró el sufragio directo, consagró derechos y libertades ciudadanas, limitó el poder presidencial y separó el poder civil del militar. Fijó la capital en Santiago y reorganizó el país en tres departamentos con administración descentralizada. También eliminó privilegios feudales de la Iglesia y la aristocracia. Aunque duró poco, su influencia marcó un hito en la historia constitucional dominicana.

Los espectros del Boom. Cuando la literatura no muere: voces que aún habitan las bibliotecas

Por: Yoaldo Hernández Perera

La lluvia cae con una cadencia antigua sobre el Barrio Latino de París. Afuera, los paraguas pasan como pensamientos distraídos; adentro, en el corazón de una biblioteca olvidada por el tiempo, los libros susurran entre sí, y el aire huele a papel viejo y revelaciones. Allí, bajo la luz tenue de una lámpara ámbar, cuatro figuras se sientan alrededor de una mesa de madera gastada. No hablan al principio. Se reconocen. Se aceptan.

Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Cuatro sombras con voz. Cuatro espectros del Boom.

Cortázar, con su media sonrisa de siempre, rompe el silencio:
—Nunca imaginé que, tras la muerte, París nos volvería a reunir. Esta ciudad nos dio un idioma literario… y ahora nos recibe como murmullos.

Fuentes, apoyando los codos en la mesa:
—París fue semilla. Pero hoy estamos aquí no solo para recordar, sino para corregir. El Boom no nació de un solo libro ni de una sola pluma. Fue una constelación, no un destello.

García Márquez, encendiendo un cigarrillo que no echa humo:
—Muchos insisten en que todo empezó con Cien años de soledad. Qué más da. Pero antes de Macondo, hubo un cuartel militar en Lima que estalló con La ciudad y los perros.

Vargas Llosa, con la mirada fija en un rincón:
—Yo no escribí para inaugurar nada. Solo quise liberarme de los fantasmas del colegio militar. Escribí por necesidad, no por posteridad.

Cortázar, entre la ironía y la ternura:
—Pero lo hiciste con furia narrativa. Esa novela fue un parteaguas. Las voces múltiples, el tiempo fragmentado, la crudeza… Nos obligaste a repensar la forma.

Fuentes asiente:
—La ciudad se volvió protagonista, el lenguaje se volvió riesgo. El Boom fue una revolución estética antes que editorial.

García Márquez lanza una voluta de humo inexistente:
—Yo me encerré con los recuerdos de Aracataca, mi natal ciudad colombiana: las historias de mi abuela, la fiebre del Caribe. Lo que salió fue un universo.

Vargas Llosa, con un leve gesto de complicidad:
—Y sin un plan. Yo, en cambio, necesito mapas, fichas, diagramas. Tú te lanzaste al abismo, Gabo, y encontraste un continente.

Cortázar ríe suavemente:
—Yo nunca supe a dónde iba. Rayuela fue un salto sin red. La estructura me hubiera matado. Necesitaba errar para encontrar.

Fuentes, con voz grave y serena:
—Eso fue el Boom: diversidad de estilos, una sola pulsación. Literatura intensamente latinoamericana, y a la vez universal.

Un silencio breve se instala. Luego, Cortázar deja caer una pregunta como una piedra en un estanque:
—¿Y el puñetazo, Gabo? ¿Aún te duele?

García Márquez sonríe con melancolía:
—Nunca supe si fue por política, celos o literatura. Solo recuerdo el ojo morado… y la foto que nunca dejó de circular.

Vargas Llosa, bajando la voz:
—Éramos jóvenes, impulsivos. Las pasiones también escriben su capítulo. La historia no es solo palabras; a veces, también es puños.

Fuentes observa los estantes polvorientos:
—Hoy las pasiones se dan en pantalla. La inmediatez ha reemplazado a la contemplación. El algoritmo dicta lo que antes dictaba la intuición.

Cortázar, casi como un lamento:
—Pero las imágenes se disuelven. Las ideas, no. Un libro verdadero resiste, persiste, insiste.

Vargas Llosa acaricia la tapa de un ejemplar ajado:
—El papel tiene alma. La lectura digital sirve, sí, pero no reemplaza el rito: abrir un libro es entrar en un mundo con el cuerpo, no solo con los ojos.

García Márquez, con tono grave:
—Si algo nos dejó el Boom fue eso: la certeza de que la literatura puede no cambiar el mundo, pero sí acompañarlo. Y eso no es poca cosa.

Cortázar, con una última sonrisa:
—Que nunca se pierda el respeto por la palabra. Que los libros sigan siendo faros en la niebla. No fósiles en vitrinas.

Afuera, la lluvia ha menguado. La ciudad se refleja en los charcos como una vieja novela leída muchas veces. Y dentro, en la penumbra cálida de la biblioteca, las voces de los ausentes aún resuenan. No son fantasmas: son páginas que se niegan a cerrarse.

Cuando la justicia callaba, ellos alzaron la voz: lecciones de un reclamo valiente en 1976

Por: Yoaldo Hernández Perera

Hay fechas que no aparecen en los calendarios escolares ni en los discursos oficiales, pero que, sin embargo, marcan profundamente el curso moral de una nación. El jueves 11 de marzo de 1976, en la República Dominicana sumida en el autoritarismo de los llamados Doce Años de Balaguer, un grupo de abogados[1] —jóvenes y viejos— rompió el cerco del silencio y emitió en el periódico Listín Diario una denuncia pública que sacudió los cimientos del sistema judicial. Con una mezcla de indignación serena y firmeza jurídica, alzaron la voz contra la podredumbre que contaminaba la administración de justicia, y lo hicieron en una época en la que alzar la voz era, en sí mismo, un acto de valentía.

La denuncia no era una crítica superficial. Era un retrato preciso, casi quirúrgico, de un sistema judicial sometido al poder político, colonizado por la mediocridad técnica, contaminado por la corrupción estructural y degradado por la indiferencia institucional. Señalaron la falta de imparcialidad de los jueces, las amenazas de destitución para aquellos que no se plegaran a los dictados del poder, la existencia de abogados con rangos militares actuando como jueces —en flagrante violación constitucional— y las condiciones deplorables en que operaban los tribunales: bajos salarios, escaso presupuesto, carencia de materiales básicos y un desprecio casi estructural por la independencia judicial.

Pero no se limitaron a denunciar. Proclamaron una visión de lo que la justicia debía ser: un poder digno, independiente, sostenido por jueces capacitados y honestos, respaldado por un presupuesto adecuado, protegido de las injerencias del Ejecutivo y vigilado por una ciudadanía consciente. Propusieron, entre otras cosas, la creación de la carrera judicial (que hoy ya es una realidad), el aumento de salarios, la reestructuración del mecanismo de elección de jueces (igualmente conquistado al día de hoy) y la concientización de los propios abogados para que dejaran de ser cómplices del desorden.

Aquella denuncia fue más que una protesta. Fue un acto de amor por la justicia y, por extensión, por la República. En medio de un régimen que pretendía aplastar toda disidencia, aquellos abogados encendieron una antorcha en medio de la oscuridad. Dijeron, con elegancia jurídica y valentía ética, que no todo estaba perdido, que la esperanza podía ser institucionalizada, que el derecho debía recobrar su vocación de equidad.

Hoy, casi medio siglo después, esa antorcha aún arde. Aunque el sistema de justicia dominicano sigue siendo perfectible, sería deshonesto no reconocer cuánto hemos avanzado. Hay mayor institucionalidad, más herramientas legales, más vigilancia social, más formación técnica. Pero también es cierto que persisten vicios, rezagos y tentaciones autoritarias. A veces la lentitud de los tribunales hiere más que la injusticia directa; a veces el favoritismo sustituye el mérito; y en ocasiones, el formalismo encubre la inequidad.

No pretendemos idealizar el pasado ni demonizar el presente. El propósito es más hondo: recordar que los males de la justicia no son nuevos y que cada generación tiene la responsabilidad de enfrentarlos. Lo que ocurrió en 1976 es una muestra de que el cambio no siempre requiere marchas multitudinarias o discursos grandilocuentes. A veces basta con una declaración valiente, bien argumentada, lanzada en el momento justo.

La historia nos enseña que nada mejora por sí solo. La resignación es una forma de cobardía cívica. Aquellos abogados pudieron callar, pudieron acomodarse, pudieron mirar hacia otro lado. No lo hicieron. Protestaron sin estridencia, pero con profundidad; sin violencia, pero con firmeza. Hoy, esa actitud sigue siendo una brújula.

La justicia no puede ser rehén del poder ni refugio de los poderosos. Sin justicia, el más fuerte aplasta al más débil. Sin justicia, el bien común se convierte en una farsa retórica. Por eso, jueces, abogados, fiscales, defensores públicos, funcionarios judiciales y ciudadanos deben recordar que la verdadera fortaleza del Estado de derecho no reside en sus leyes, sino en su voluntad de aplicarlas con integridad.

La antorcha ya fue encendida en 1976. Hoy, no se trata de crear fuego nuevo, sino de mantener viva la llama. Esa llama que ilumina la dignidad, que revela las sombras y que nos recuerda que la justicia no es una dádiva: es una conquista diaria.


[1] Ente ellos Emmanuel Esquea Guerrero, Wellington J. Ramos Messina, Froilán J. R. Tavares, Margarita A. Tavares, Juan Manuel Pellerano Gómez, Manuel Ramón Morel Cerda, Héctor Dotel Matos, Rafael F. Alburquerque, Pascal Peña Peña, Juan Francisco Herrera G., Almanzor González Canahuate, Wenceslao Vega B., Juan Francisco Puello Herrera, Julio Aníbal Suárez, Somnia Vargas, Héctor A. Cabral Ortega, Virgilio Bello Rosa, Mariano Germán M., Julio Ibarra Ríos, José B. Pérez Gómez, Ramón Tapia Espinal, César Pina Toribio, Ramón Pina Acevedo, Jottin Cury, Raúl Reyes Vásquez, Emigdio Valenzuela Moquete, Porfirio Hernández, Víctor Livio Cedeño, Jorge Subero Isa, Juan Luperón Vásquez, Hipólito Herrera Pellerano, Darío Fernández, Bernardo Fernández Pichardo, entre otros.