Por: Yoaldo Hernández Perera
Resumen
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¿Cómo se descubren los principios que sostienen el proceso? Esta breve aproximación recorre, con énfasis en la materia civil, el tránsito del formalismo a una visión instrumental del proceso, mostrando cómo los principios —más allá de la ley escrita— son claves para resolver casos concretos, llenar vacíos normativos y garantizar justicia efectiva. Una invitación a pensar el proceso no como un fin, sino como un camino razonado hacia la tutela de derechos.
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Palabras clave
Principios, proceso, debido proceso, tutela judicial efectiva, normas, reglas, interpretación,argumentación,sistematicidad,dinamismo, instrumentalidad.
Contenido
I.- Contextualización de la temática del proceso como rama científica del derecho, II.- El límite de las reglas y la necesidad de los principios, III.- Diferencias conceptuales: valor, principio y regla,IV.- Características de los principios procesales, V.- De la teoría a la práctica: utilidad de los principios en el litigio diario,VI.- La utopía (y necesidad) de la unificación procesal, VII.- El proceso como garantía de la razón: argumentar para convencer,VIII.- Conclusión.
I.- Contextualización de la temática del proceso como rama científica del derecho
“La clave para determinar si se está ante un verdadero principio procesal radica en su capacidad para explicar de forma satisfactoria un conjunto significativo de normas del proceso civil”. Jorge W. Peyrano
El proceso, en sus orígenes, fue visto como una mera sucesión de actos, un ritual formal destinado a canalizar pretensiones jurídicas[1]. Sin embargo, esa mirada mecanicista se fue superando paulatinamente, dando lugar a una concepción mucho más profunda y sistémica: el proceso como instrumento de tutela jurisdiccional[2]. Esta evolución conceptual, impulsada por doctrinarios de gran enjundia[3], permitió el surgimiento de una teoría general del proceso, capaz de dotar a esta disciplina de coherencia, organicidad y profundidad científica.
En este marco, los principios procesales se revelan como elementos vertebradores del sistema. No son meras normas generales o aspiraciones éticas, sino construcciones jurídicas abstractas que emergen por inducción o generalización a partir de un conjunto normativo, y que permiten dar sentido y dirección al derecho procesal en su conjunto. A diferencia de las reglas, que están diseñadas para prever casos específicos, los principios permiten resolver situaciones no previstas, dotando al sistema de flexibilidad, coherencia y capacidad adaptativa[4].
Por ejemplo, en el ámbito de las reglas, la ley puede establecer plazos determinados para presentar una demanda o interponer un recurso; estos plazos son estrictos y su incumplimiento suele acarrear consecuencias procesales precisas, como la caducidad o la inadmisibilidad. Las reglas, en este sentido, actúan bajo una lógica binaria: se cumplen o se infringen. Su aplicación es cerrada, sin margen de ponderación[5].
Por otro lado, en el contexto de los principios[6], como el de economía procesal[7] y el de concentración[8], aunque no esté expresamente en la ley, pudiera justificarse que, mediante una misma sentencia, se ordenen varias medidas (comunicación de documentos, comparecencia personal de las partes, inspección de lugares, etc.). Igualmente, en virtud del principio de saneamiento procesal[9], oponerse a una excepción de nulidad por no citarse dentro del plazo del avenir (dos días francos), dado que, estando presente la parte citada, no ha probado agravio alguno y, justamente, el referido principio de saneamiento procesal expurga cualquier situación que impida el fiel desenvolvimiento de la instancia, dejando la nulidad, como sanción procesal, como última ratio, etc.
II.- El límite de las reglas y la necesidad de los principios
Las máximas de experiencia han aleccionado en el sentido de que, en la práctica judicial, las reglas no lo pueden prever todo. El legislador, por más meticuloso que sea, no puede anticiparse a todas las variables que el día a día pudiera aparejar y, en general, a todo lo que la vida social presenta[10]. Es en este punto donde la principiología procesal se convierte en una herramienta práctica y necesaria. Frente a lagunas normativas, ambigüedades o situaciones nuevas, los principios operan como criterios de solución, permitiendo resolver con justicia y racionalidad casos concretos que las reglas no alcanzan a contemplar[11].
Evidentemente, los principios no surgen en el vacío ni pueden invocarse como construcciones arbitrarias. Deben derivarse de preceptos ya consagrados en el ordenamiento procesal, a partir de una labor de inducción o generalización sistemática[12]. No se trata de crear normas nuevas al margen de la legalidad, sino de extraer, a partir de lo que ya está previsto, líneas de sentido capaces de orientar la solución de casos que la ley no reguló expresamente.
Así, por ejemplo, cuando se permite que se deposite fuera de plazo el original de una copia que ya ha sido aportada dentro del plazo, se manifiesta el principio de saneamiento procesal, en tanto y cuanto se están subsanando vicios procesales no esenciales, siempre que no se cause indefensión ni se vulnere el debido proceso. En efecto, si ya se había aportado la copia dentro de plazo y el original solo refuerza lo ya presentado, su ingreso posterior puede considerarse una subsanación formal, no una nueva prueba. Y ello derivaría del derecho a la prueba, que se recoge en un principio procesal, el cual ya consta en el ordenamiento procesal. No es una construcción arbitraria, parte de algo que ya existe.
Sin embargo, debe hacerse una advertencia importante: este tipo de razonamientos, que “saltan la regla” y se anclan en uno o en varios principios[13], no deben convertirse en la regla general. Por razones de seguridad jurídica y previsibilidad, el punto de partida natural debe ser siempre la regla expresa. El derecho procesal no puede vivir permanentemente en la excepción ni en la indeterminación. Las reglas aportan certeza, delimitan expectativas y reducen arbitrariedad. Por tanto, el respeto a las mismas es esencial.
Ahora bien, cuando la regla resulta insuficiente o inaplicable para el caso concreto, y su aplicación rígida conduciría a una solución injusta o desproporcionada, entonces sí se justifica el recurso a los principios. En esas circunstancias, los principios actúan como válvulas de escape del sistema que permiten adaptarlo sin traicionar su coherencia, preservando su racionalidad interna y garantizando una solución más ajustada a los fines del proceso: la tutela judicial efectiva. Tutela que, incluso, para ser verdaderamente efectiva, debe ser diferenciada cuando lo sugieran las circunstancias.
Este delicado equilibrio entre regla y principio es parte de la madurez del derecho procesal contemporáneo. Ni formalismo ciego ni voluntarismo interpretativo: un sistema basado en normas, pero guiado por principios cuando las normas no bastan para alcanzar la justicia.
III.- Diferencias conceptuales: valor, principio y regla
Es fundamental no confundir los principios con los valores ni con las reglas. Los valores[14] son fines ideales del sistema jurídico (como la justicia, la igualdad, la paz social), mientras que los principios son mandatos de optimización que orientan la interpretación y aplicación de normas, sin pretender agotar las situaciones que abarcan. Por su parte, las reglas son mandatos específicos, de todo-o-nada, cuya aplicación se agota en un solo caso[15].
La regla puede ser inaplicable o injusta si se la usa de forma rígida; el principio, en cambio, permite adaptar el derecho a las particularidades del caso, generando soluciones más justas, equitativas y razonables. Por ello, los principios no solo complementan a las reglas, sino que muchas veces las superan como fuente jurídica en momentos de conflicto o incertidumbre.
Así, por ejemplo, un caso de “valor” sería la justicia, entendida como un ideal que orienta al sistema jurídico en su conjunto, pero que no prescribe conductas específicas ni tiene operatividad directa. La justicia es una finalidad, una referencia ética que impregna las normas, pero no se aplica por sí sola a un caso concreto sin mediaciones normativas o interpretativas.
Un caso de “regla” sería el que dispone que una apelación debe interponerse dentro del mes a partir de la notificación de la sentencia. Se trata de un mandato concreto, con un plazo determinado, cuya aplicación es binaria: se cumple o no se cumple. Si se presenta fuera del término, la consecuencia es clara: inadmisibilidad por ser caduco el recurso. No hay margen de ponderación, salvo disposición excepcional.
Un caso de “principio” sería el de contradicción, que garantiza que ninguna decisión judicial válida puede tomarse sin que la parte afectada haya tenido la posibilidad de ser oída. Este principio no establece un único modo de operar, sino que orienta diversas normas del proceso (traslados, notificaciones, audiencias, plazos) y permite corregir situacionesen las que, aunque la ley se haya cumplido formalmente, el derecho de defensa pudo haberse visto afectado en su sustancia. Así, incluso si se cumplió una regla procesal, podría anularse un acto si el principio de contradicción fuere vulnerado.
La razonabilidad[16], hay que decir, es un concepto complejo y multifacético en el derecho y, aunque no suele ser regla, principio y valor al mismo tiempo, en sentido estricto, sí puede actuar como los tres en distintos niveles del sistema jurídico. En efecto, En su sentido más abstracto, la razonabilidad puede entenderse como un valor jurídico general, ligado a la justicia, proporcionalidad y racionalidad en la toma de decisiones. En este nivel, inspira al sistema jurídico en su conjunto, guiando tanto al legislador como al juez para que las normas, interpretaciones y sentencias no sean arbitrarias ni absurdas. Ejemplo: el valor de la razonabilidad exige que las leyes y decisiones sean coherentes, equilibradas y no desproporcionadas.
Por otro lado, en un plano más operativo, la razonabilidad se presenta como un principio jurídico, especialmente útil en el control de constitucionalidad, en la interpretación judicial y en la aplicación del derecho administrativo y procesal. Como principio, no indica una solución única, sino que orienta decisiones hacia lo que es justo y proporcionado en el caso concreto. Por ejemplo, si una norma procesal establece un plazo excesivamente corto para ejercer un derecho y esto impide el acceso a la justicia, el juez puede declarar su inaplicabilidad por vulnerar el principio de razonabilidad.
Respecto a la razonabilidad como regla, que -de entrada- pudiera resultar chocante. Hay que decir, en rigor jurídico-procedimental, que pudiera verse, con matizaciones, como regla. Ciertamente, la razonabilidad no suele ser una regla en sentido técnico, porque no establece un supuesto de hecho con una consecuencia jurídica automática. Sin embargo, en algunos contextos, puede ser positivizada en normas que operan casi como reglas, especialmente en control judicial o revisión de actos administrativos. Tal es el caso en que la ley exige que una sanción sea “razonable y proporcional al hecho”, esa exigencia funciona como una norma concreta aplicable, lo que se acerca a una regla, aunque su contenido se determine caso por caso.
En suma, la razonabilidad es ante todo un “valor”, puede actuar como “principio” y en ciertos contextos puede positivarse en forma de “regla”. Como valor: inspira todo el sistema. Como principio: guía la interpretación, integración y control judicial. Como regla: excepcionalmente, cuando se positiviza con efectos directos, aunque su contenido siga siendo evaluativo: por casuística.
Pero, además, se ha reconocido que la razonabilidad es un “derecho”. Esto así, porque el derecho no se reduce a reglas escritas; también incluye principios, valores, estándares y criterios interpretativos que tienen fuerza normativa. La razonabilidad, en muchas ramas del derecho (constitucional, procesal, administrativo, penal, etc.), tiene efectos jurídicos concretos y puede ser invocada,exigida y controlada judicialmente. Por ejemplo, el control constitucional: las leyes que imponen cargas o restricciones desproporcionadas pueden ser declaradas inconstitucionales por falta de razonabilidad. En el caso de los tribunales inferiores, se inaplicarían dichas leyes al caso concreto, mediante el control difuso, con efecto inter partes.
Igualmente, el caso del derecho procesal: las decisiones judiciales deben ser razonables; una sentencia arbitraria puede ser anulada por violar el debido proceso[17]. Lo propio, incluso, respecto del derecho administrativo: los actos de la administración deben ser razonables; si no lo son, pueden ser anulados judicialmente. En todos estos casos, la razonabilidad opera como una fuente jurídica con efectos normativos reales, no solo como una referencia ética o teórica. Un verdadero derecho.
Por otro lado, la dignidad humana es una de las nociones más potentes del derecho contemporáneo y, al igual que la razonabilidad, ocupa múltiples planos normativos al mismo tiempo. Pero en el caso de la dignidad, su triple carácter —valor, principio y derecho— está aún más consolidado y reconocido.
La dignidad es, ante todo, un valor fundante del orden jurídico. Está en la base de todo el sistema normativo, y le da sentido y legitimidad. No es un valor cualquiera: es el valor supremo en muchos ámbitos (como el constitucionalismo moderno), a partir del cual se construyen derechos fundamentales y se limitan los poderes públicos. Tal es el caso de la Constitución alemana (Grundgesetz), que inicia afirmando: “La dignidad del ser humano es inviolable”. No se trata solo de un preámbulo, sino de un valor que irradia al resto del orden normativo. Y lo propio prevé nuestra Constitución en su artículo 5, que reza: “Fundamento de la Constitución. La Constitución se fundamenta en el respeto a la dignidad humana y en la indisoluble unidad de la Nación, patria común de todos los dominicanos y dominicanas”.
La dignidad también actúa como un principio jurídico, es decir, como un mandato de optimización que orienta la interpretación y aplicación de normas, especialmente en los conflictos de derechos fundamentales o en contextos donde la ley permite múltiples interpretaciones. Verbigracia, el principio de dignidad obliga a interpretar las normas de modo tal que no cosifiquen a la persona (que no la traten como una “cosa”), ni la degraden, ni la instrumentalicen. Como principio, la dignidad no se agota en un solo caso ni ofrece soluciones únicas, pero guía el sentido general de las decisiones.
Además, la dignidad ha sido reconocida expresamente como un derecho fundamental en muchas constituciones, tratados internacionales y jurisprudencia. En nuestro caso, la Constitución dominicana, refrendado por el Tribunal Constitucional, ha situado a la dignidad como el eje de los derechos fundamentales; la sombrilla que ampara todos los derechos fundamentales. Como derecho, puede ser invocado directamente por las personas y exigido judicialmente. Ejemplo: la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado repetidamente que la dignidad humana es, como hemos señalado, el fundamento de todos los derechos humanos, y ha amparado a personas en contextos de tortura, tratos degradantes o condiciones indignas de detención.
Justamente, el lema actual del Poder Judicial dominicano es “justicia al día para garantizar la dignidad de las personas”. Finalmente, hay que decir que la dignidad[18] no ha de ser vista, distinto a la razonabilidad, como una “regla”. ¿Qué es una regla en sentido jurídico? Tal como hemos expuesto más arriba, una regla es una norma cerrada, específica y de aplicación binaria: si se dan los hechos previstos, se aplica directamente; si no, no se aplica. Su estructura es condicional y exhaustiva, con un margen de interpretación reducido. Ejemplo: “el recurso debe interponerse en 30 días”: se cumple o no.
Entonces, ¿la dignidad cumple ese rol? No directamente. La dignidad no establece un supuesto de hecho específico ni una consecuencia jurídica determinada, sino que funciona como un principio rector, abierto y ponderativo.No hay una “regla de dignidad” que diga: “si ocurre X, entonces se viola la dignidad y se impone Y”. Lo que hay son interpretaciones, estándares y aplicaciones que derivan del principio de dignidad, no reglas cerradas.
Surge, pues, la pregunta, ¿puede positivizarse la dignidad en una norma que actúe como regla? Sí, pero incluso entonces mantiene su carácter de principio. Por ejemplo, si una ley establece: “ningún detenido podrá ser sometido a tratos incompatibles con la dignidad humana”. Podría parecer una regla, pero en realidad es un principio positivizado. ¿Por qué? Porque requiere interpretación: ¿qué trato es compatible o no con la dignidad? La norma no lo determina de forma cerrada, sino que abre la puerta al juicio valorativo. No se da entonces el característico supuesto de hecho de las reglas.
IV.- Características de los principios procesales
Los principios procesales presentan varias características esenciales[19]:
- Bifronte: Son normas jurídicas y a la vez postulados valorativos. Tienen una faz normativa (prescriben conductas) y una faz axiológica (proyectan valores).
- Complementariedad: No sustituyen las reglas, sino que las completan, guían su interpretación y permiten llenar lagunas.
- Dinamismo: Evolucionan con el tiempo, adaptándose a nuevos contextos y exigencias sociales.
- Función argumentativa: Permiten justificar decisiones innovadoras, más allá del texto estricto de la ley.
- Capacidad expansiva: Aunque muchos códigos modernos incluyen principios de manera expresa, esta enumeración nunca es taxativa. Los principios pueden surgir también de la práctica, la doctrina y la jurisprudencia.
De estas características de los principios se deriva que su conocimiento y dominio no puede limitarse a una comprensión meramente teórica o decorativa, porque cumplen un papel activo, práctico y decisivo en la solución de casos concretos, especialmente cuando las reglas resultan insuficientes, ambiguas o injustas en su aplicación literal.
Es así como, al ser bifrontes, los principios no solo orientan conductas, sino que también expresan valores que dotan de sentido al ordenamiento jurídico. Al ser complementarios, no desplazan a las reglas, pero sí las enriquecen, las interpretan y las articulan con otros mandatos. Y gracias a su dinamismo y capacidad argumentativa, permiten al operador jurídico construir soluciones razonables, fundadas y actualizadas, incluso ante situaciones no previstas normativamente.
En consecuencia, los principios procesales no deben verse como cláusulas retóricas o meramente aspiracionales, sino como instrumentos operativos fundamentales para la práctica forense, útiles tanto para formular peticiones creativas (medidas conjuntas, reposición de plazos, etc.) como para oponerse a incidentes o nulidades que, aunque formalmente correctas, resultan contrarias al sentido profundo del proceso justo.
Así, dominar los principios no es un lujo teórico, sino una verdadera herramienta de litigación estratégica, en la que se conjugan el conocimiento técnico con la capacidad argumentativa, para lograr respuestas jurídicas razonables y coherentes con la finalidad tutelar del proceso. Y, desde el punto de vista judicial, son esenciales (los principios) para ejercer la tutela judicial efectiva que instituye el artículo 69 de la Constitución.
V.- De la teoría a la práctica: utilidad de los principios en el litigio diario
A diferencia de lo que pudiera creerse, conocer los principios no es un lujo teórico, sino una necesidad práctica, tal como hemos visto en los apartados anteriores. Dominar la lógica de la principiología permite al litigante construir argumentos más sólidos, creativos y eficaces. También sirve para impugnar decisiones que, aún amparadas en una regla, resultan contrarias al sentido profundo del proceso[20].
Incluso, la nueva práctica casacional pasó de sancionar la “infracción a la ley” a reprimir la violación de “las reglas de derecho”. Esto así, conscientes de que el derecho transciende la ley, y está integrado por reglas y principios. Por lo que, a la luz de la vigente Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, la violación de un principio pudiera fundar la procedencia del referido recurso extraordinario[21].
Desde una perspectiva práctica, los principios procesales permiten fundamentar solicitudes que, sin estar expresamente previstas en la ley, encuentran respaldo legítimo en la lógica del sistema. Así, por ejemplo, cuando se pretende que un testigo ya examinado en primera instancia sea nuevamente oído en grado de apelación, puede invocarse con fundamento el principio de inmediación, que exige el contacto directo del juez con los medios probatorios ofertados, especialmente cuando de su valoración depende la credibilidad y fuerza persuasiva del testimonio.
Del mismo modo, ante la maniobra de una parte que, advertida de que un testimonio puede resultar desfavorable a sus intereses, intenta desistir del mismo para impedir su valoración, es posible oponerse mediante el principio de comunidad de la prueba (o adquisición procesal). Este principio establece que las pruebas, una vez introducidas válidamente al proceso, pertenecen al expediente y no a la voluntad de las partes, lo que habilita a la contraparte a servirse legítimamente de ellas, independientemente del cambio de estrategia procesal del oferente original.
En definitiva, son incontables los casos prácticos en que los principios sirven para someter pedimentos verdaderamente útiles con base jurídica. Y es que los principios procesales, vale resaltar, tienen naturaleza jurídica normativa, en tanto y cuanto tienen efecto de norma y, por tanto, funcionan como sustento jurídico: tanto las reglas como los principios son normas, por regla general.
VI.- La utopía (y necesidad) de la unificación procesal
Existe una tendencia doctrinaria a unificar los procedimientos de todas las materias (penal, civil, inmobiliario, contencioso-administrativo, etc.) bajo un modelo común. La idea responde al loable deseo de simplificación, coherencia y racionalidad del sistema. Sin embargo, esta tendencia, aunque deseable, encuentra límites prácticos. Ciertas materias, como el derecho penal, el contencioso-administrativo o el inmobiliario, tienen particularidades propias que justifican procesos diferenciados.
No obstante, esto no impide que se avance en una armonización de principios comunes, que puedan regir transversalmente en todos los procesos: oralidad, inmediación, celeridad, contradicción, publicidad, etc. La unidad no debe ser confundida con uniformidad absoluta, sino con unidad de finalidad y principios rectores. De hecho, desde ya, además de los principios generales u orgánicos de cada materia, los principios constitucionales (juez natural, acceso a la justicia, etc.) son aplicables a todos los subsistemas jurídicos (laboral, inmobiliario, NNA, etc.).
VII.- El proceso como garantía de la razón: argumentar para convencer
Finalmente, como lapidariamente ha dicho COUTURE, el proceso no tiene un fin en sí mismo[22]. No es una estructura formal vacía, sino un instrumento para tutelar derechos sustantivos. Un proceso bien estructurado y bien aplicado es la mejor garantía de que la razón tenga una oportunidad de triunfar. Pero, como recuerda VIGO: no basta tener razón, hay que saber decirla.
La argumentación procesal, inspirada y sustentada en principios, es la herramienta fundamental para lograr ese cometido. Un litigante que domina la lógica de los principios no solo comprende mejor el sistema, sino que puede hacerlo funcionar de manera más justa, ágil y coherente.
Por ejemplo, no es lo mismo solicitar una medida procesal (experticia caligráfica, informativo testimonial, inspección de lugares, etc.) invocando únicamente una norma aislada, que fundamentarla articuladamente sobre el principio que le da sentido y proyección en el caso concreto. En el primer caso, el pedido puede percibirse como meramente formal o incluso forzado. En cambio, cuando el litigante demuestra que la solicitud se inscribe dentro de la lógica del sistema, orientada por principios como la tutela judicial efectiva, la economía procesal o la verdad material, la petición cobra fuerza, coherencia y legitimidad argumentativa.
En este último caso, sin dudas, el juez no solo recibe una pretensión técnicamente mejor construida, sino que se ve compelido a ponderarla desde una dimensión más amplia del derecho, que trasciende el “literalismo normativo” y se compromete con una solución justa y racional. Así, la argumentación basada en principios no solo fortalece la posición del abogado, sino que activa la dimensión más profunda del derecho procesal: la que lo concibe como instrumento de justicia y no como simple sucesión de actos rituales.
Así las cosas, en un proceso en el que se debate la validez de un contrato aparentemente formal y debidamente suscrito, la parte demandante solicita la comparecencia personal de los litigantes y la recepción de una declaración testimonial de un tercero que, según afirma, conoce la verdadera intención de las partes al momento de la firma, esto es, que el contrato fue simulado.
A primera vista, el tribunal podría inclinarse por rechazar tales medidas con base en una interpretación rígida, en el sentido de que los actos jurídicos se prueben por escrito. Sin embargo, una interpretación estrictamente literal de esta regla atentaría contra la posibilidad real de demostrar la simulación, dado que —como reconoce la mejor doctrina y jurisprudencia— la simulación es un hecho jurídico, no un acto jurídico, y como tal se prueba por todos los medios, sin restricción formal[23].
Aquí es donde los principios procesales despliegan su verdadera fuerza operativa. El principio de verdad material, que en nuestro medio oponemos a la verdad jurídica (la que se construye con base en la prueba) que orienta al proceso hacia la reconstrucción fiel de lo ocurrido, exige que el tribunal no se limite a las formas aparentes del negocio jurídico envuelto en la casuística, sino que investigue la realidad subyacente.
Por su parte, el principio de libertad probatoria en materia de hechos jurídicos, así como el de tutela judicial efectiva, habilita y justifica la admisión de medidas como la comparecencia personal de las partes —medida útil para explorar contradicciones y evaluar la veracidad de las posiciones— y el informativo testimonial, que podría aportar datos esenciales sobre las circunstancias reales que rodearon la contratación en cuestión.
En pocas palabras, aunque la regla general exige prueba escrita para los actos jurídicos, los principios permiten al juzgador superar esa apariencia cuando se discute una simulación, habilitando una vía probatoria más amplia y adaptada al objeto del proceso. Negarse a ello, sería tanto como cerrar la puerta a la verdad del caso, en favor de una apariencia documental que, precisamente, se impugna como fingida. Esto, por solo citar un caso ilustrativo más sobre la utilidad práctica de los principios.
Los principios procesales no son adornos retóricos, sino pilares estructurales del sistema procesal. Permiten comprenderlo, aplicarlo con sentido, completarlo cuando es insuficiente y proyectarlo hacia soluciones más justas. Son la expresión más refinada de un derecho procesal que ha dejado de ser una mera técnica de rituales para convertirse en un verdadero instrumento de tutela judicial efectiva.
Conocer los principios, dominarlos y saber argumentarlos es, hoy más que nunca, una necesidad práctica y estratégica para todo operador jurídico que aspire a hacer del derecho procesal un vehículo de justicia, y no una trampa de formas.
[1] “La clásica noción procedimentalista concebía el “juicio” como una mera sucesión de actos procesales (de iniciación, de alegación, de aportación normativa y probatoria, y de conclusión), llevados a cabo en el tiempo y la forma requeridos por la respectiva ley ritual” (PEYRANO, Jorge W. El proceso civil, p. 7).
[2] En palabras de COUTURE: “el proceso es, por sí mismo, un instrumento de tutela del derecho” (COUTURE, Eduardo J. Fundamentos del derecho procesal civil, 4ta. edición, p. 120).
[3] Autores como los italianos Giuseppe Chiovenda, Francesco Carnelutti, el uruguayo Eduardo Couture, los argentinos Jorge W. Peyrano y Osvaldo Alfredo Gozaíni, el español Jaime Guasp, entre otros, han aportado significativamente a la cuestión procesal como rama científica del derecho, más allá de una mera sucesión de actos conforme a las formas previstas en una “ley-ritual”.
[4] “(…) el descubrimiento de la existencia de principios que presiden el proceso permitió advertir la congruencia lógica de algunas fórmulas legales aparentemente inmotivadas. Es que, en último análisis, la más humilde disposición legal no es otra cosa que la asunción, o la excepción, de las consecuencias que acarrea la recepción de un principio procesal determinado. Coincide COUTURE al decir: Toda ley procesal, todo texto particular que regula un trámite del proceso, es, en primer término, el desenvolvimiento de un principio procesal, y ese principio es, en sí mismo, un partido tomado, una elección entre varios análogos que el legislador hace” (Op. Cit, PEYRANO, Jorge W., pp. 7-8).
[5] “Las reglas son normas que ordenan algo definitivamente. Son mandatos definitivos. En su mayoría, ordenan algo para el caso de que se satisfagan determinadas condiciones. Por eso, son normas condicionadas. Sin embargo, las reglas pueden revestir también una forma categórica (…) es un mandato definitivo y debe hacerse exactamente lo que ella exige. Si esto se hace, entonces la regla se cumple; si no se hace, la regla se incumple. Como consecuencia, las reglas son normas que siempre pueden cumplirse o incumplirse” (ALEXY, Robert. Teoría de la argumentación jurídica, 2da. edición, pp. 349-350).
[6] “Los principios son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, de acuerdo con las posibilidades fácticas y jurídicas. Por ello, los principios son mandatos de optimización. Como tales, se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diferentes grados y porque la medida de cumplimiento ordenada depende no solo de las posibilidades fácticas, sino también de las posibilidades jurídicas. Las posibilidades jurídicas se determinan mediante reglas y, sobre todo, mediante principios que juegan en sentido contrario” (Ídem). “Las reglas nos proporcionan el criterio de nuestras acciones, nos dicen cómo debemos, no debemos, podemos actuar en determinadas situaciones específicas previstas por las reglas mismas; los principios, directamente, no nos dicen nada a este respecto, pero nos proporcionan criterios para tomar posición ante situaciones concretas, pero que a priori aparecen indeterminadas (…) Puesto que carecen de supuesto de hecho, a los principios, a diferencia de lo que sucede con las reglas, solo se les puede dar algún significado operativo haciéndolas “reaccionar” ante algún caso concreto. Su significado no puede determinarse en abstracto, sino solo en los casos concretos, y solo en los casos concretos se puede entender su alcance” (ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil, pp. 110-111).
[7] Además del tradicional enfoque del ahorro de tiempo, COUTURE resalta también el factor económico dentro del concepto de “economía procesal”, sosteniendo que “el, proceso, que es un medio, no puede exigir un dispendio superior al valor de los bienes que están en debate, que son el fin. Una necesaria proporción entre el fin y los medios debe presidir la economía del proceso. Por aplicación de este principio, los procesos modestos en su cuantía económica son objeto de trámites más simples, aumentándose las garantías a medida que aumenta la importancia económica del conflicto” (Op. Cit., COUTURE, Eduardo J., p. 155). Con visión más genérica, abarcando tanto lo económico como la duración del proceso, GOZAÍNI sostiene que “el principio de economía procesal proyecta un alcance superior al de lo estrictamente ritual, en la medida que importa una temática de política procesal que ocupa aspectos genéricos y específicos que lo ubican como un verdadero principio rector del proceso (…) Los puntos de interés principal ocupan la duración del proceso y su onerosidad para deducir de cada uno variaciones que definen particularidades especiales (…) Economía de gastos y economía de esfuerzos son, entonces, los capítulos decisivos para comprender este principio” (GOZAÍNI, Osvaldo Alfredo. Teoría general del derecho procesal, p. 134).
[8] “Se trata de cumplir en el menor número de actuaciones la mayor cantidad posible de actos útiles para el progreso del expediente” (Ibídem, p. 136).
[9] Este principio se instala en el campo de las facultades de los jueces, procurando expurgar aquellos vicios que inducen al entorpecimiento de la causa o que provocan dificultades para reconocer claramente el objeto de la discusión (…) en el campo de la celeridad procesal, el principio pretende dos objetivos: a) depurar al proceso de vicios que inciden en la utilidad del litigioso y b) asegurar que el objeto del proceso se encuentre precisamente determinado, liberándolo de manifestaciones dispendiosas o de pruebas inconducentes que sean, en definitiva, un estrobo insalvable para resolver” (Ídem, pp. 138-139).
[10] “El legislador puede proveer justicia tan solo en un plano relativamente general y abstracto. La tarea de realizar lo que Aristóteles llamó “justicia animada”, la de impartir justicia en el caso concreto, le corresponde al juez” (TRÍAS MONGE, José. Teoría de adjudicación, p. 400).
[11] Jorge W. Peyrano aborda con enjundia la temática de los principios generales como solución integradora de las lagunas procedimentales, en su libro previamente citado titulado El proceso civil, p. 9 y sgts.
[12] “(…) mientras los conceptos corresponden a realidades objetivas, aunque a veces deformadas por el derecho, las construcciones jurídicas son de naturaleza más artificiosa. Consisten en un procedimiento que trata de alcanzar la verdad en el derecho abstrayendo de las normas existentes y de los conceptos, por inducción o generalización, una idea más amplia, que permita explicarlos y crear así nuevas normas (…) La utilidad de estas construcciones jurídicas reside en que permiten dar una arquitectura más orgánica al derecho. Al introducir una mayor sistematización en el complejo de normas existentes, facilita no solo la exposición, sino también el manejo de esas normas, y permite alcanzar nuevas soluciones con ayuda del procedimiento de analogía” (MOUCHET, Carlos y ZORRAQUÍN BECÚ, Carlos. Introducción al derecho, 5ta. edición, p. 141).
[13] No olvidemos que, justamente, dentro de los caracteres de los principios está la complementariedad. Uno, como señala EISNER, puede arrastrar otro y, si se invocan juntos, es más persuasivo el argumento (Cfr EISNER, Isodoro. Principios procesales, “Revista de Estudios Procesales”, núm. 4, p. 50.
[14] De entrada, un “valor” se entiende que es algo que una persona o una sociedad considera importante y que guía su comportamiento, decisiones y juicios sobre lo que es correcto o deseable. Pudiendo variar según la cultura, la educación y las experiencias individuales, y pueden incluir conceptos como la honestidad, la justicia, la solidaridad, entre otros (…) No es ocioso recordar, a propósito de que los valores son ese “motor inmóvil” que mueve a cumplir con los principios, que la teoría aristotélica sobre el movimiento se basa en la idea de que todo cambio o movimiento tiene una causa o un principio que lo impulsa. Según Aristóteles, todo lo que se mueve es causado por algo más, ya sea una fuerza externa o un impuso interno inherente a la naturaleza de la cosa misma. Esta teoría es conocida, tal como se ha visto, como la doctrina del “motor inmóvil”, que sostiene que hay una entidad inmutable que mueve todo lo demás sin ser movida por nada más. Para este filósofo griego, este “motor inmóvil” es el principio supremo y causa final de todo movimiento en el universo. Aplica, por ende, este concepto de “motor inmóvil” al ámbito de los valores y principios: el valor mueve a que se cumpla el principio, como se ha dicho más arriba ((Apuntes y consideraciones sobre el conversatorio sobre “Problemas y dilemas éticos” celebrado, el 16 de abril de 2024, en las instalaciones de la Escuela Nacional de la Judicatura, con el docente Armando Andruet, ex presidente del Tribunal Supremo de Córdoba, Argentina, y titular de la cátedra de Filosofía del Derecho y Filosofía Jurídica. En línea: www.yoaldo.org).
[15] Más arriba nos hemos ocupado de abordar los principios y las reglas, valiéndonos de doctrinas autorizadas como ALEXY y ZAGREBELSKY.
[16] Este principio es abordado con gran enjundia por Juan Cianciardo, en su libro titulado El principio de razonabilidad, bajo los cuidados de la Universidad Austral, Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma.
[17] El plano lingüístico es esencial para que la sentencia se baste. Pudiera ser razonable y, por tanto, justa. Pero, si no se explica sola, por no usar un lenguaje claro, de nada serviría la razón contenida en ella. Como sostiene VIGO, hay que saber decir la razón, y para ello hay que saber argumentar, lo que implica un buen uso del idioma. Eso aplica tanto desde la perspectiva forense, respecto de los litigantes y sus escritos, como bajo la óptica judicial, en relación a sus sentencias.
[18] Dignidad es, dicho sea de paso, una noción abstracta. Pudiera ser agua en un caso, educación en otro, habitación en otras casuísticas, etc. Debe darse concreción al concepto al caso dilucidado.
[19] PEYRANO aborda estas características en su libro, previamente citado, titulado El proceso civil, a partir de la página 36.
[20] Sobre la utilidad práctica de los principios, en el contexto procesal, me he referido en el libro Soluciones procesales, 2da. edición, a partir de la página 369.
[21] “Una de las novedades más interesantes del nuevo régimen casatorio, a partir de la L. 2-23, es el reemplazo, en la construcción del concepto nomofiláctico, de la vieja fórmula referida a la mala aplicación de la ley por la de no conformidad de la sentencia impugnada con “las reglas de derecho”. No se habla ya, como antes lo hacía el art. 1 de la derogada L. 3726-53, de una censura a la deficiente aplicación de la ley, sino, en general, de las reglas de derecho: una redacción ambiciosa y omnicomprensiva que, más allá del precepto legal en frío, se extiende al principialismo, es decir, a aquellas pautas abstractas o principios que legitiman al derecho formalmente legislado, porque, como enseña DWORKIN, el quehacer jurídico no solo se nutre de leyes materiales y procesales. También lo hace de principios que orbitan a su alrededor, dan sentido a su contenido e incluso le anteceden en el tiempo y relevancia. Siendo así, todo sugiere que, en lo adelante, no será ninguna rareza escuchar pedir y a la SCJ fallar la casación de una determinada decisión judicial por ser violatoria de alguno de estos principios implícitos en la norma” (ALARCÓN, Edynson. Los recursos en el procedimiento civil, 4ta. edición, pp. 397-398).
[22] COUTURE resalta que el proceso no tiene un fin en sí mismo, más que tutelar el derecho. Es un instrumento de tutela y, para que dicho instrumento no falle en su cometido, deben evitarse interpretaciones rígidas, excesivamente formalistas, porque ello llevaría a que el proceso “aplaste al derecho” (Cfr COUTURE, Eduardo J., p. 120).
[23] En el contexto de la simulación, como situación de hecho que es, importa recordar que, tal como ha aclarado la mejor doctrina, los hechos jurídicos (que no nace directamente de la voluntad: accidente de tránsito, etc.) se prueban por todos los medios, mientras que los actos jurídicos (que emanan de la voluntad: pagaré, contrato, etc.) son lo que precisan de prueba escrita, primordialmente (Cfr LARROUMET, Christian. Derecho civil. Introducción al estudio del derecho privado, p. 405).