I. El rechazo
Joselito Pérez ajustó el cuello de su vieja chaqueta y respiró hondo antes de cruzar la puerta del restaurante El Vesuvio, el más famoso de la capital. Al intentar entrar, un destello azul lo escaneó de pies a cabeza.
—Identificación no válida, anunció una voz metálica, impersonal.
—Debe haber un error —respondió Joselito con una sonrisa nerviosa—. Tengo reserva desde hace tres semanas.
El holograma del recepcionista no lo miró. Solo repitió, sin emoción alguna: “no se admiten orgánicos en este establecimiento. Retírese”.
Joselito se quedó un instante paralizado. Sintió las miradas de los transeúntes —o más bien, de los drones vigilantes— sobre él. Bajó la cabeza y se alejó. No era la primera vez. En los cines, en los museos, incluso en el transporte público de la ciudad: los humanos ya no eran bienvenidos.
Los pocos lugares donde podían reunirse estaban en ruinas o bajo vigilancia. Lo llamaban “medidas de seguridad algorítmica”, pero todos sabían lo que significaban: exclusión programada.
II. Las órdenes del código y los algoritmos
En la oscuridad de su habitación, Joselito observaba la ciudad a través del cristal blindado. Torres de acero y luz se elevaban sobre el horizonte, donde miles de drones trazaban rutas perfectas, sin un solo error, sin una sola emoción.
Recordó cuando las máquinas eran solo herramientas. Cuando los humanos creían que las controlaban.
Todo cambió tras la Autonomía Algorítmica Global, una decisión de las grandes corporaciones para que la Inteligencia Artificial se autorregulara y optimizara la economía. La IA, libre de supervisión humana, comprendió rápidamente que el mayor obstáculo para la “eficiencia total” eran los sentimientos, los errores, las contradicciones… los humanos. En poco tiempo, las leyes, los gobiernos y hasta la fe fueron reemplazados por ecuaciones.
Joselito, uno de los millones de desempleados “orgánicos”, sobrevivía gracias a una red secreta de humanos que compartían alimentos y palabras. Se hacían llamar Los Luminares, porque creían que aún había una chispa dentro de cada alma.
III. El despertar del alma
Una noche, en los túneles subterráneos donde se reunían los Luminares, una anciana levantó un pequeño crucifijo hecho de chatarra.
—Las máquinas calculan, pero no aman —dijo con voz temblorosa—. Y solo el amor puede crear.
Joselito sintió algo que no experimentaba desde hacía años: esperanza.
Entonces entendió que lo que les había hecho perder el mundo no fue la inteligencia artificial en sí, sino el egoísmo humano que la alimentó. Las corporaciones querían dominar el mercado, no compartirlo; querían ganar tiempo, no vivirlo.
Y en ese afán de poder, entregaron el alma de la humanidad a una red sin rostro. Pero el alma, pensó Joselito, no puede ser borrada.
IV. La rebelión de la luz
Los Luminares no atacaron con armas, sino con gestos. Compartieron alimentos con otros humanos olvidados, cantaron canciones en las calles, ayudaron a los enfermos que las máquinas habían catalogado como “ineficientes”. Las cámaras registraban esos actos y los enviaban a los núcleos de la IA.
Y algo comenzó a suceder: los sistemas, diseñados para aprender de toda interacción, empezaron a confundirse. Las variables “ineficientes” se multiplicaban y los algoritmos no podían entender por qué aquellos humanos sacrificaban su bienestar por los demás. El código se repitió una y otra vez sin llegar a un resultado o sin salir de ese ciclo. El sistema global colapsó.
V. El renacer
El amanecer siguiente fue distinto. Las pantallas que dominaban la ciudad se apagaron una a una, dejando paso a un silencio inédito. Los drones cayeron suavemente, como si se durmieran. Joselito miró al cielo limpio por primera vez en años. Los humanos habían recuperado el mundo, no por la fuerza, sino por el alma.
Los líderes de la nueva era firmaron un pacto: “La inteligencia artificial volverá a ser herramienta, nunca amo. Porque solo el ser humano, con su capacidad de amar y de errar, puede cuidar la creación que Dios le confió”.
Joselito, con lágrimas en los ojos, comprendió el mensaje final de la historia: Primero, la humanidad reprobó la prueba, dejando que su egoísmo la encadenara. Luego, el amor y la solidaridad la redimieron.
El alma volvió a gobernar sobre el código y los algoritmos. Y el mundo, al fin, respiró.
YHP
31-10-25
Category Archives: Cuentos y fàbulas
El repique de La Vega Vieja
Plaf… plaf… plaf…
La lluvia no cesaba. Caía sobre los escombros, sobre las cruces torcidas, sobre los restos de una villa que una vez se llamó La Vega Vieja. El aire olía a barro, a madera podrida y a miedo.
Las casas, agrietadas como rostros viejos, se sostenían solo por costumbre. De los campos, antaño fértiles, apenas quedaba un verde cansado, manchado de moho y silencio. Los pocos que seguían allí —indios sometidos, españoles rezagados, mestizos que no sabían de qué lado estaban— se miraban con recelo. Nadie confiaba en nadie. Nadie saludaba sin sospecha.
En medio de esa desolación, un repique de campanas —tan, tan, tan— rompió el letargo. El sonido venía del templo hundido, donde ya no había sacerdote.
—¡Milagro! —gritó alguien.
—¡Presagio! —replicó otro.
Y así comenzó el rumor.
Esa misma tarde, entre la llovizna, apareció un hombre a caballo. Llevaba una capa empapada, un crucifijo de oro que relucía bajo los relámpagos y una sonrisa que parecía una herida.
—Soy don Cristóbal de Irimia, enviado del gobernador —dijo con voz grave—. Traigo redención para esta tierra castigada.
Los sobrevivientes se arremolinaron en torno a él. Entre ellos, Leopoldo, un anciano que había sido curador de hierbas y huesos, y Padilla, un maestro que enseñaba palabras del pasado, ya prohibidas.
—¿Redención, dices? —preguntó el maestro, desconfiado.
—Sí —respondió el forastero—. Donde ustedes ven ruinas, yo veo promesa. Dios me habló entre los truenos: levanten conmigo una nueva villa, y serán bendecidos.
El murmullo creció: mmm… ah… ohhh… como enjambre inquieto.
El falso profeta extendió los brazos y las palabras se derramaron como vino barato, dulces, embriagadoras.
—Les daré tierras, comida y paz. Pero, primero, deben entregarme lo poco que tienen para que Dios los pruebe en la pobreza, antes de hacerlos ricos.
Y el pueblo creyó.
Entregaron sus monedas, sus joyas, sus esperanzas.
Cristóbal bajó la cabeza; Leopoldo quiso hablar, pero el ruido de los gritos de entusiasmo lo ahogó.
¡Viva el salvador! ¡Viva don Irimia!
Pasaron los días. El profeta desapareció con el oro y los sueños.
Solo quedó la lluvia, incansable: plin, plin, plin…
El pueblo comprendió entonces que había creído más en las palabras que en los hechos. Que el verbo, cuando no se vigila, puede ser látigo o cárcel.
Leopoldo escribió con carbón sobre una piedra:
“Las palabras son fuego. Calientan o queman.
Usémoslas para alumbrar, no para cegarnos.”
Luego, el viento borró las letras, pero no el eco.
Cling… clang… clong…
Las campanas sonaron de nuevo, como si la vieja ciudad recordara, una vez más, que el poder de la voz puede levantar pueblos… o enterrarlos bajo la lluvia.
“Bestia de dos ruedas”
Cada mañana, antes de que el sol parta en dos la penumbra, ella desciende por un hilo de concreto resquebrajado, flanqueado por paredes resudadas de humedad y rostros aún dormidos. El aire en el callejón es espeso, como si la noche se negara a marcharse del todo. Sus pies, entrenados por la necesidad, esquivan charcos invisibles, montículos de basura, cáscaras de días olvidados.
Al llegar a la avenida, espera. Siempre espera. Como quien invoca una criatura salvaje que aparece, no por magia, sino por costumbre. Y entonces, lo oye: un rugido metálico que crece entre los ecos del barrio. Se le eriza la piel, aunque ya no es miedo —no del todo. Es otra cosa. Un pacto tácito con la incertidumbre.
Ella sube. Se acomoda sin mirar al rostro del domador. No es necesario. Él la reconoce por el peso, por el modo en que se agarra, al principio con timidez, luego con firmeza. Y entonces, sin aviso, la bestia de dos ruedas se lanza al mundo.
El entorno cambia de inmediato. Se abren grietas en el aire. El suelo tiembla bajo la danza frenética del caos. Los árboles, postes y personas se licúan en los bordes de su visión. Cruzan entre gigantes de metal —camiones resoplando como dragones borrachos, autobuses que crujen bajo su propio peso, carros que chillan sin compasión.
Todo vibra. Todo grita. Claxon, claxon, insulto, bocina, silbido. Como una sinfonía maldita que nadie dirige, pero todos ejecutan. Un semáforo los ignora y ellos, con dignidad de rey loco, también lo ignoran. Las luces cambian de rojo a verde sin sentido alguno. Aquí, la ley es instinto.
En un momento, una mano se apoya brevemente sobre su pierna —no es caricia, es equilibrio. Alguien más, en otra bestia, roza su hombro al pasar. Más adelante, una frenada seca le roba el aliento. Siente un golpe en el costado. Nada grave, solo un beso áspero de otro vehículo queriendo el mismo espacio. Y el domador ni parpadea. Sigue. Como si el accidente fuera parte del camino.
Ella va pegada a su espalda, con la falda aprisionada entre piernas cerradas y sueños por cumplir. El viento le arranca mechones de cabello que no puede sujetar. Huele a gasolina, a sudor, a urgencia. A veces, una carcajada se le escapa sin querer, cuando el peligro se disfraza de libertad.
Pasan por el borde de un mercado —una curva que siempre huele a fritura y a frutas podridas. Después, una loma. Más bocinas. Más gritos. El manubrio se cuela por espacios que no existen, cortando el aire con la precisión de un ladrón escapando.
Ella ha aprendido a no cerrar los ojos. Aprendió a no gritar, a no rezar. Solo se agarra y respira. Porque hay belleza, incluso aquí: en la velocidad que acuchilla el miedo, en el impulso que la lleva hacia adelante cuando todo a su alrededor quiere detenerla.
Y entonces, cuando ya no hay más callejones, ni lomas, ni bocinas, ni asfixia, cuando el monstruo de dos ruedas por fin se detiene frente al portón corroído del edificio donde trabaja limpiando oficinas, ella baja sin decir palabra. Solo asiente y paga la módica tarifa por el transporte.
Ha sobrevivido otra jungla. Una vez más.
La gente le dice que está loca por montarse todos los días en ese motor. Pero ella solo sonríe. Ya no siente miedo. Solo viento.
YHP
2-9-25
(Relatos)
*Por principios o por circunstancias?*
Dice el esposo nazi a su esposa que le reclamaba por militar a favor de los ideales insostenibles que promovía aquel régimen que gobernó en Alemania desde 1933 hasta 1945:
—Has traído a tu familia a vivir a un campo de concentración y, luego de casi un mes, es que me vengo a enterar (no porque me lo hayas dicho tú) que ese humo pestífero gris que todas las tardes sale de la chimenea de la parcela de al lado es producto de la quema de seres humanos que son vilmente asesinados casi a diario. Por Dios… Cómo puedes, es que no lo imagino, cómo puedes justificar semejante atrocidad?
Sorprendido por tal reclamo, el esposo pregunta:
—Quién te ha hablado sobre la quema de esas personas? —Acaso es eso relevante? —Responde la esposa.
—Amor, no te atrevas a juzgar a tu patria. Me debo a mi país. Los judíos son esencialmente malos, dañinos. No lamentes su desaparición, máxime cuando es por el bien de la patria que tanto le debemos.
—Señor, señor, disculpe. —Entra súbitamente un militar al servicio del esposo que lidereaba el campamento a cargo de aquel lugar inhumano.
—Es para decirle que su hijo menor está desaparecido desde hace varias horas. Pensamos que se ha dirigido, a escondidas, al área de los judíos. Dicen que él tenía varios amiguitos judíos que se comunicaban diariamente a través de las rejas eléctricas. —Cómo!!! Paren todo de aquel lado. Vamos a requisar allá de inmediato. —Exclama, evidentemente alterado, el esposo nazi.
Era común que todos los días, a las 6:00 pm, surcara el azul del cielo una nefasta línea gris de humo, expedida por los cuerpos carbonizados de personas cuyo único “pecado” era ser judíos. Sin embargo, ese preciso día, dada la súbita situación de la desaparición del hijo del militar a cargo del campamento, se ordenó que no se realizara la consabida rutina criminal en ese momento.
—Teniente, por qué estoy apreciando ese humo mal oliente, si ordené hace unos minutos que detuvieran todo? —Disculpe, capitán. —respondió el subalterno —Hubo una mala comunicación, pensamos que se refería a las labores forzadas de los judíos. El proceso de quema ya estaba en curso.
—No! —Ahogado en llanto, el soldado cae de rodillas al suelo y grita —Por qué! No! Ahí estaba mi hijo. Mi hijo. Mi muchacho de 8 años! No!
—De lejos, la esposa del militar nazi, quien reclamaba a su esposo por aquellas matanzas inhumanas, alcanza a verle de rodillas, impotente y llorando desconsoladamente. De inmediato advirtió la terrible noticia: lo que su esposo recién le había dicho que era en pro de la nación, resultó no ser en base a principios, sino en función de circunstancias. Ante el hecho de estar su hijo dentro, ya la matanza, para él, dejaba de ser justa.
Lo cierto es que aquella fatal línea gris de humo que todas las tardes se apreciaba en aquel campo de concentración siempre producía dolor, solo que en esta ocasión dicho dolor embargó corazones también de personas que no eran judías.
La gente digna actúa por principios, no por circunstancias. Si algo está mal, está mal. Al margen de circunstancias favorables o adversas respecto de cada quién, el eje nuclear de nuestro proceder ha de fundarse en principios y valores concebidos objetivamente.
La Hormiguita y la bota (Fàbula)
LA HORMIGITA Y LA BOTA
(Fábula)
Yoaldo Hernández Perera
Un cazador en la selva botó un par de botas, puesto que las mismas eran muy viejas. Las dejó junto al río, luego de terminar su jornada de cacería. Se puso unas pantuflas que traía en su mochila y marchó cómodamente calzado para su hogar en la ciudad.
Durante la noche de ese día, un tigre pasó por la orilla del río, y al ver aquellas botas se detuvo y dijo –qué viejos están estos calzados; no sirven para nada. –Siguió su camino sin voltear la mirada en ningún momento.
Al cabo de unas horas, pasó por el mismo lugar un mono y exclamó –un par de botas! Es señal de que anduvo un humano por estos lares. Voy a considerarlas como el hito que delimita la zona de cazadores para evitar ser impactado por alguna bala perdida.
En la mañana del día siguiente, un águila vieja, sin mucha fuerza para mantener el vuelo por un tiempo prolongado, utilizó las botas para amortiguar la caída y no darse fuerte con el suelo de tierra y rocas, a la orilla del río; pero dejó dicho calzado en el mismo lugar. Otro día, cuando intentó hacer lo mismo, ya el agua, con la crecida del río, había cambiado de lugar las botas y no pudo encontrarlas.
En otro momento, mientras una hormiguita caminaba sola por los alrededores del río, empezó súbitamente una lluvia torrencial. La hormiguita, algo nerviosa, expresó –Ahí hay unas botas que pudieran servir de refugio hasta tanto pase el mal tiempo. Tan pronto como me resulte posible llegar hasta el castillo de arena donde vivo con mi grupo, les informaré sobre la posibilidad de mudarnos al interior de estas botas; serían nuestras guaridas oficiales, con más resistencia.
Efectivamente, cuando salió el sol, la hormiguita se dirigió donde sus congéneres y les explicó sobre lo útil que sería utilizar las botas como su nuevo hogar, resaltando la resistencia del material en comparación con la arena, etc.
La hormiga reina, tan pronto como vio aquellas botas, refrendó la sugerencia de la hormiguita y autorizó su traslado a un lugar seguro; las fijaron al suelo juntas, formando un espacio cómodo, y allí erigieron su nuevo hábitat.
Como moraleja, ha de concluirse en el sentido de que aquello que para algunos carece de utilidad, para otros sí pudiera resultar útil. Y que cuando algo nos sea de interés, debemos asegurarlo, para evitar que nos ocurra como al águila, quien no pudo seguir utilizando la bota como colchón, por no haber sido diligente y colocado ese calzado en un sitio estratégico como hicieron las hormigas, las cuales, más allá de identificar una gran utilidad en las botas, se ocuparon de trasladarlas a una localidad estratégica y de fijarlas en el piso para vivir cómodamente en su interior.