Cada mañana, antes de que el sol parta en dos la penumbra, ella desciende por un hilo de concreto resquebrajado, flanqueado por paredes resudadas de humedad y rostros aún dormidos. El aire en el callejón es espeso, como si la noche se negara a marcharse del todo. Sus pies, entrenados por la necesidad, esquivan charcos invisibles, montículos de basura, cáscaras de días olvidados.
Al llegar a la avenida, espera. Siempre espera. Como quien invoca una criatura salvaje que aparece, no por magia, sino por costumbre. Y entonces, lo oye: un rugido metálico que crece entre los ecos del barrio. Se le eriza la piel, aunque ya no es miedo —no del todo. Es otra cosa. Un pacto tácito con la incertidumbre.
Ella sube. Se acomoda sin mirar al rostro del domador. No es necesario. Él la reconoce por el peso, por el modo en que se agarra, al principio con timidez, luego con firmeza. Y entonces, sin aviso, la bestia de dos ruedas se lanza al mundo.
El entorno cambia de inmediato. Se abren grietas en el aire. El suelo tiembla bajo la danza frenética del caos. Los árboles, postes y personas se licúan en los bordes de su visión. Cruzan entre gigantes de metal —camiones resoplando como dragones borrachos, autobuses que crujen bajo su propio peso, carros que chillan sin compasión.
Todo vibra. Todo grita. Claxon, claxon, insulto, bocina, silbido. Como una sinfonía maldita que nadie dirige, pero todos ejecutan. Un semáforo los ignora y ellos, con dignidad de rey loco, también lo ignoran. Las luces cambian de rojo a verde sin sentido alguno. Aquí, la ley es instinto.
En un momento, una mano se apoya brevemente sobre su pierna —no es caricia, es equilibrio. Alguien más, en otra bestia, roza su hombro al pasar. Más adelante, una frenada seca le roba el aliento. Siente un golpe en el costado. Nada grave, solo un beso áspero de otro vehículo queriendo el mismo espacio. Y el domador ni parpadea. Sigue. Como si el accidente fuera parte del camino.
Ella va pegada a su espalda, con la falda aprisionada entre piernas cerradas y sueños por cumplir. El viento le arranca mechones de cabello que no puede sujetar. Huele a gasolina, a sudor, a urgencia. A veces, una carcajada se le escapa sin querer, cuando el peligro se disfraza de libertad.
Pasan por el borde de un mercado —una curva que siempre huele a fritura y a frutas podridas. Después, una loma. Más bocinas. Más gritos. El manubrio se cuela por espacios que no existen, cortando el aire con la precisión de un ladrón escapando.
Ella ha aprendido a no cerrar los ojos. Aprendió a no gritar, a no rezar. Solo se agarra y respira. Porque hay belleza, incluso aquí: en la velocidad que acuchilla el miedo, en el impulso que la lleva hacia adelante cuando todo a su alrededor quiere detenerla.
Y entonces, cuando ya no hay más callejones, ni lomas, ni bocinas, ni asfixia, cuando el monstruo de dos ruedas por fin se detiene frente al portón corroído del edificio donde trabaja limpiando oficinas, ella baja sin decir palabra. Solo asiente y paga la módica tarifa por el transporte.
Ha sobrevivido otra jungla. Una vez más.
La gente le dice que está loca por montarse todos los días en ese motor. Pero ella solo sonríe. Ya no siente miedo. Solo viento.
YHP
2-9-25