El recurso de casación en clave de principios: del legalismo al control de conformidad con el derecho

Sumario

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Se realiza una exposición fundamentada acerca del nuevo modelo casacional dominicano, que abandona el viejo positivismo legalista para abrir paso a un paradigma más constitucional, donde principios y reglas coexisten y se combinan en favor de una justicia más sustantiva. A través de un análisis técnico, doctrinal y práctico, se argumenta por qué la “no conformidad con las reglas de derecho” permite a la Suprema Corte de Justicia desempeñar una labor nomofiláctica más completa, sin comprometer la seguridad jurídica. Un abordaje imprescindible para comprender hacia dónde va —y debe ir— la casación en un Estado constitucional de derecho.

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Palabras clave

Casación, Ley 2-23, principios jurídicos, reglas de derecho, Estado constitucional, nomofilaxis, seguridad jurídica, control difuso, interpretación, debido proceso, tutela judicial efectiva, ponderación, neopositivismo, flexibilización normativa, Suprema Corte de Justicia.

Contenido

I. Introducción, II. El nuevo objeto del recurso de casación: del texto legal al control de juridicidad, III. Principios como normas jurídicas: implicaciones casacionales, IV. La nomofilaxis en clave constitucional: de la legalidad a la juridicidad,V. Casación y el Estado constitucional de derecho, VI. Conclusión.

I. Introducción

La promulgación de la Ley núm. 2-23, sobre el Recurso de Casación, ha supuesto un giro epistemológico profundo en la configuración de esta vía recursiva extraordinaria. Si bien pudiera parecer, a primera vista, una cuestión de simple semántica, lo cierto es que la modificación del objeto del recurso —ya no limitado a la “infracción de la ley”, sino orientado a censurar la “no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho”— representa una mutación estructural en la lógica del control casacional. Esta transformación abre las puertas a un entendimiento más sustantivo, menos literalista y más acorde con las exigencias del Estado constitucional de derecho.

La superación del positivismo normativista y la incorporación del principialismo como fundamento interpretativo y valorativo del ordenamiento jurídico, ubican a la casación dominicana en el horizonte de los modelos más avanzados del constitucionalismo contemporáneo. En este contexto, resulta pertinente analizar el alcance de esta modificación legal y sus implicaciones dogmáticas y prácticas para la labor nomofiláctica de la Suprema Corte de Justicia (SCJ).

II. El nuevo objeto del recurso de casación: del texto legal al control de juridicidad

El artículo 7 de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, establece con claridad: Objeto de la casación.El recurso de casación censura la no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho.”

Y en su párrafo, se agrega que: “La Corte de Casación decide si la norma jurídica ha sido bien o mal aplicada en los fallos dictados en única o en última instancia por los tribunales del orden judicial”.

Este giro conceptual reemplaza el paradigma tradicional, centrado exclusivamente en la violación o errónea aplicación de la ley, como lo contemplaba la derogada Ley núm. 3726-53, por un modelo en el que lo que se impugna es la no conformidad de la sentencia con las “reglas de derecho”, entendidas estas en un sentido amplio.

Tal redacción, lejos de ser meramente ornamental, abre paso a una comprensión integral del derecho como sistema normativo compuesto por reglas y principios, tal como ha sido desarrollado por la mejor doctrina contemporánea, especialmente en la obra de autores como Ronald Dworkin[1], Gustavo Zagrebelsky[2], Robert Alexy[3], Manuel Atienza[4], entre otros, quienes -en esencia- han coincidido en sostener que los principios forman parte del derecho y pueden ser determinantes en la solución de los casos difíciles, incluso por encima de las reglas legalmente previstas.

En términos llanos, para que se comprenda con claridad: mientras que antes, en un modelo más legalista, el derecho se concebía como un conjunto cerrado de normas escritas, aplicables de forma casi automática, en el derecho actual —bajo la égida del Estado constitucional de derecho— la labor del juez implica también interpretar, ponderar y aplicar principios jurídicos, incluso cuando estos no están expresamente formulados en la ley.

Esto significa que ya no basta con aplicar una norma legal de manera literal: es necesario evaluar si esa aplicación, en el caso concreto, resulta compatible con principios como la justicia, la equidad, el debido proceso, la proporcionalidad, la tutela judicial efectiva, entre otros. Si no lo es, el juez no solo puede, sino que debe apartarse de la letra estricta de la regla, en favor de una solución que respete el contenido material del derecho[5].

Por tanto, la casación, al redefinirse como un control de conformidad con las reglas de derecho, amplía el espectro del control judicial más allá del cumplimiento formal de la ley, para incluir también la evaluación de la razonabilidad y legitimidad de la sentencia, a la luz de los principios que informan y dan sentido al ordenamiento jurídico.

III. Principios como normas jurídicas: implicaciones casacionales

La clave para entender el impacto de esta nueva formulación radica en reconocer que los principios jurídicos también constituyen normas, aunque de naturaleza distinta a las reglas[6]. Mientras las reglas prescriben consecuencias jurídicas cerradas para supuestos de hecho específicos, los principios tienen un grado mayor de indeterminación y operan como razones de peso que deben ser ponderadas conforme al caso concreto.

Así, cuando el artículo 7 de la Ley 2-23 señala que la casación debe evaluar la conformidad con las “reglas de derecho”, debe entenderse —como bien lo ha señalado la doctrina— que la expresión “norma jurídica” utilizada en el párrafo subsiguiente incluye tanto reglas como principios. En consecuencia, la SCJ no está limitada a controlar la correspondencia entre la sentencia y el texto de la ley, sino también su adecuación a los principios fundamentales del ordenamiento, como la tutela judicial efectiva, el debido proceso, la proporcionalidad, la razonabilidad, la igualdad ante la ley, entre otros.

Este entendimiento tiene consecuencias prácticas profundas. Por ejemplo, si una norma procesal establece un plazo perentorio para ejercer un derecho, pero en el caso concreto resulta desproporcionado su rechazo por una circunstancia que afecta la garantía del debido proceso, la Corte podría —bajo el nuevo modelo— anular la decisión por incorrecta ponderación entre regla y principio, es decir, por no haberse aplicado correctamente la “norma jurídica”, entendida de forma completa.

En otras palabras, ya no se trata simplemente de verificar si el juez aplicó una ley de forma literal o si cumplió formalmente con una disposición normativa. Lo que ahora se exige es una decisión jurídicamente correcta en sentido amplio, es decir, conforme no solo con la letra de la norma, sino también con los principios que la sustentan y que, en determinadas circunstancias, pueden exigir su interpretación flexible o incluso su inaplicación.

De este modo, una sentencia que aplique una regla sin considerar el principio que la modula —o que decide un caso desconociendo el equilibrio entre ambos— incurre en una mala aplicación de la norma jurídica. Y en el marco del nuevo modelo casacional, eso habilita a la Suprema Corte de Justicia a acoger el recurso y corregir el fallo, no por una infracción meramente formal, sino por una deficiencia sustantiva en la justificación jurídica de la decisión, que afecta su conformidad con el derecho en su sentido más completo y constitucional.

IV. La nomofilaxis en clave constitucional: de la legalidad a la juridicidad

En este nuevo marco, el papel de la Corte de Casación se eleva desde una función meramente correctiva de errores legales, hacia una labor nomofiláctica sustancial, que vela por la unidad, coherencia y legitimidad del derecho, no solo en sus aspectos legales, sino también constitucionales y axiológicos.

La doctrina nacional ha captado con claridad esta transición, a saber: “Entre las novedades más interesantes del nuevo régimen casatorio, a partir de la L. 2-23, está el reemplazo, en la construcción del concepto nomofiláctico, de la vieja fórmula referida a la mala aplicación de la ley por la de no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho. (…) Una redacción ambiciosa y omnicomprensiva que, más allá del proceso legal en frío, se extiende al principialismo (…) porque, como enseña Dworkin, el quehacer jurídico no solo se nutre de leyes materiales y procesales. También lo hace de los principios que orbitan a su alrededor, dan sentido a su contenido e, incluso, le anteceden en tiempo y en relevancia”[7].

Esta interpretación no solo es doctrinalmente consistente, sino que se alinea con el principio de interpretación conforme a la Constitución, consagrado en el artículo 6 de la Constitución dominicana, así como con los criterios del control difuso de constitucionalidad que la propia SCJ ha venido desarrollando en sus más recientes jurisprudencias.

En pocas palabras, la casación deja de ser un simple mecanismo para corregir tecnicismos legales y se convierte en una herramienta decisiva para garantizar que las decisiones judiciales sean, al mismo tiempo, legalmente correctas, constitucionalmente legítimas y axiológicamente justas, entendiendo lo justo, en el contexto de la justicia -recordando a Ulpiano-, como dar a cada quien lo que en buen derecho le corresponde.

V. Casación y el Estado constitucional de derecho

En el marco del Estado constitucional, el derecho deja de ser un sistema cerrado de normas positivas para convertirse en un orden abierto a los principios, a la justicia del caso concreto, a la ponderación de valores y a la interpretación conforme a la Constitución y a los derechos fundamentales.

La casación, entonces, se convierte en una herramienta de constitucionalización del derecho común, donde el juez de casación no solo es garante de la legalidad, sino también del contenido sustantivo del orden jurídico, que incluye los valores fundantes del sistema democrático.

Por eso, no ha de sorprender que, en el futuro inmediato, se multipliquen las impugnaciones por violación de principios jurídicos implícitos, y que la SCJ, en ejercicio de su labor nomofiláctica, acoja recursos de casación fundados en tales principios. Hacerlo será una exigencia de coherencia constitucional, no una innovación caprichosa.

Ahora bien, conviene advertir —para disipar cualquier malentendido— que lo anteriormente expuesto no debe interpretarse como una invitación a la inseguridad jurídica. Con frecuencia, ciertos sectores del neopositivismo jurídico, renuentes a aceptar la evolución del derecho hacia un modelo impregnado de constitucionalismo y principios, formulan críticas en torno a una supuesta pérdida de certeza y previsibilidad, alegando que permitir a los jueces flexibilizar —o incluso inaplicar— reglas legales invocando principios abstractos abre la puerta a decisiones arbitrarias o caprichosas.

Esta objeción, sin embargo, parte de una premisa falsa, que confunde la ponderación responsable con el relativismo judicial. Como bien lo ha señalado Manuel Atienza, esa es una falacia que no representa fielmente el pensamiento de quienes —como él mismo o como Robert Alexy— han desarrollado con profundidad la teoría de los principios. No se trata de sustituir las reglas por principios, ni de establecer una jerarquía en la que unos desplacen necesariamente a los otros. El verdadero desafío consiste en saber combinarlos armónicamente, y hacerlo con fundamento, motivación adecuada y solo en los casos que verdaderamente lo exijan.

En efecto, la mayoría de los asuntos judiciales pueden y deben resolverse aplicando las reglas legales de manera directa. Los principiosno desplazan a las reglas en condiciones normales; solo intervienen en casos difíciles, donde se produce una tensión normativa, especialmente entre derechos fundamentales o entre estos y una regla legal cuyo resultado, aplicado mecánicamente, conduciría a una solución materialmente injusta o desproporcionada.

Ese es, precisamente, el valor de los principios jurídicos en el Estado constitucional de derecho: permitir que, en situaciones excepcionales, y mediante una ponderación seria, razonada y debidamente motivada, se llegue a la solución más justa, dentro de los márgenes del propio ordenamiento.

En definitiva, no se trata de debilitar la seguridad jurídica, sino de enriquecerla, haciendo que el derecho positivo no se convierta en una camisa de fuerza, sino en un instrumento al servicio de la justicia. Y eso —ni más, ni menos— es lo que permite el modelo actual: resolver conforme a derecho, cuando sea posible con reglas, y cuando sea necesario, con principios o, incluso, con la combinación de ambos: matizando la aplicación de una regla con base en un principio que lo justifica en el caso concreto.

VI. Conclusión

La Ley núm. 2-23 ha reformulado sustancialmente la naturaleza del recurso de casación en la República Dominicana. Al sustituir la noción de infracción de ley por la de no conformidad con las reglas de derecho, se ha abierto un espacio para el diálogo entre reglas y principios, entre legalidad y juridicidad, entre derecho positivo y valores constitucionales.

Esta mutación exige un nuevo modelo de razonamiento judicial, capaz de trascender el positivismo cerrado y abrazar un derecho vivo, donde las decisiones judiciales sean coherentes no solo con la letra de la ley, sino también con los principios que le dan legitimidad.

La casación dominicana, en esta nueva etapa, se convierte así en instrumento de justicia material, en garantía de integridad jurídica y en vehículo de realización del derecho en su expresión más alta: el respeto a los principios fundamentales que rigen un Estado social y democrático y de derecho.


[1] Cfr DWORKIN, Ronald. Los derechos en serio, p. 146 y sgts.

[2] Cfr ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil, p. 19 y sgts.

[3] Cfr ALEXY, Robert. Teoría de la argumentación jurídica, 2da. edición, p. 349 y sgts.

[4] Cfr ATIENZA, Manuel. Curso de argumentación jurídica, p. 301 y sgts.

[5] Una de dos alternativas se impone al juzgador: o bien armoniza la aplicación de la regla con el principio que la matiza, flexibilizando su alcance mediante una motivación razonada y constitucionalmente fundada; o, en caso de que dicha armonización resulte imposible por una contradicción insalvable con la Constitución, procede a inaplicar la norma, en ejercicio del control difuso de constitucionalidad que la propia Constitución reconoce a todos los tribunales del orden judicial.

[6] “Desconocer la normatividad de los principios procesales equivale a quitar obligatoriedad a su aplicación…” (PEYRANO, Jorge. El proceso civil, p. 40 y sgts.

[7] ALARCÓN, Édynson, Los recursos del procedimiento civil, 4.ª ed., pp. 397-398.

El derecho al libre desarrollo de la personalidad: fundamento, alcance e implicaciones en el Estado constitucional

Resumen

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Una aproximación al derecho al libre desarrollo de la personalidad, destacando que sus únicos límites legítimos son los expresamente previstos por la Constitución: el orden jurídico y los derechos de los demás; resaltando, con base en la jurisprudencia nacional y comparada, que ninguna autoridad (ni nadie) puede restringir este derecho con criterios morales, sociales o ideológicos ajenos al marco constitucional. Una mirada jurídica indispensable para comprender cómo la libertad individual y la dignidad humana se sitúan en el centro del Estado constitucional de derecho.

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Palabras clave

Autonomía, dignidad, Constitución, derechos fundamentales, libre desarrollo de la personalidad, Estado social y democrático, amparo, habeas data, habeas corpus, pluralidad, identidad, igualdad, solidaridad, jurisprudencia constitucional, proyecto de vida.

Contenido

1. Exploración preliminar del tema, 2. Fundamento constitucional y naturaleza jurídica del derecho, 3. Contenido y alcance: entre libertad y dignidad, 4. Límites del derecho: la convivencia, la solidaridad y el orden jurídico, 5. Sujetos del derecho y medios de protección, 6. Implicaciones para las políticas públicas y el diseño institucional, 7. Cierre conceptual.

1. Exploración preliminar del tema

El artículo 43 de la Constitución de la República Dominicana establece que: “Toda persona tiene derecho al libre desarrollo de su personalidad, sin más limitaciones que las impuestas por el orden jurídico y los derechos de los demás”. Esta disposición, aunque breve, encierra uno de los principios más transformadores del constitucionalismo contemporáneo: la afirmación de que cada individuo es titular de un espacio vital autónomo que le permite construir su propio proyecto de vida. Este derecho, de naturaleza compleja, articula libertades fundamentales, autodeterminación y dignidad, y representa una piedra angular en el tránsito hacia un Estado constitucional que reconoce la centralidad del ser humano.

Por la relevancia de esta prerrogativa sustancial que asiste a las personas por su sola condición de tal, resulta de interés analizar su contenido, alcance y límites, a partir de su formulación constitucional y de importantes aportes jurisprudenciales y doctrinales. Destacando las implicaciones prácticas y teóricas de este derecho fundamental, no solo como una garantía negativa frente a la injerencia del Estado, sino como una obligación prestacional que exige condiciones materiales para su ejercicio efectivo.

2. Fundamento constitucional y naturaleza jurídica del derecho

El reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad, como derecho fundamental, eleva a norma constitucional un principio de matriz liberal: el respeto a la autonomía individual como expresión de la dignidad humana. No se trata sólo del derecho a “ser uno mismo”, sino del derecho a convertirse en lo que se quiere ser, en el marco del respeto a los demás y al orden jurídico.

Este derecho no aparece en la Constitución dominicana como un derecho económico o social, pero —como destaca la obra La Constitución de la República Dominicana comentada por jueces y juezas (p. 390)— comparte con estos una profunda vocación prestacional. Esto significa que el Estado no puede limitarse a una actitud de abstención: debe crear condiciones reales, materiales y normativas que hagan posible el despliegue de las capacidades individuales, especialmente en contextos de desigualdad estructural.

En efecto, este derecho exige del Estado políticas públicas que favorezcan —y no limiten irrazonablemente— el ejercicio de la autodeterminación personal, bajo un enfoque de igualdad sustantiva y justicia social.

Por ejemplo, una política educativa que imponga un único modelo de desarrollo vocacional, sin considerar las distintas aptitudes, intereses o identidades culturales de los estudiantes, limitaría el libre desarrollo de la personalidad. Si el sistema educativo privilegia exclusivamente las ciencias exactas o las carreras técnicas, desincentivando o desvalorizando las artes, las humanidades o los deportes, estaría imponiendo una visión reducida del éxito personal, incompatible con la pluralidad de proyectos de vida legítimos que cada individuo puede aspirar a construir.

En cambio, un Estado comprometido con este derecho debe diseñar políticas inclusivas que reconozcan y valoren la diversidad de trayectorias vitales, asegurando condiciones de acceso y permanencia en todos los ámbitos de formación, sin discriminación y con pleno respeto a la autonomía personal.

Otro caso de políticas públicas que afecta el derecho en cuestión sería la implementación de normativas de seguridad ciudadana que, bajo criterios amplios o vagos, permitan la detención o el acoso de personas por su apariencia, forma de vestir o estilo de vida. Este tipo de medidas, muchas veces justificadas en el orden público, terminan afectando desproporcionadamente a jóvenes, artistas urbanos o miembros de subculturas alternativas, coartando su libertad de expresión personal y su derecho a construir una identidad propia.

Tales prácticas, además de vulnerar el principio de igualdad, constituyen una injerencia arbitraria en esferas íntimas de la personalidad y, por tanto, una violación directa al derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad. Un enfoque constitucionalmente adecuado exigiría que las políticas de seguridad se diseñen y apliquen respetando la diversidad y la dignidad de todas las personas, sin criminalizar diferencias legítimas.

3. Contenido y alcance: entre libertad y dignidad

En la sentencia TC/0520/16, el Tribunal Constitucional dominicano ofrece una definición esclarecedora: el derecho al libre desarrollo de la personalidad consiste en “la libertad de hacer o no hacer lo que se considere conveniente”, en tanto proyección de la autonomía personal dentro del marco jurídico. Se trata, en palabras del Tribunal, de un “complemento del desarrollo de la personalidad que integra tanto los derechos especiales relacionados con el ejercicio de las libertades fundamentales, como los derechos subjetivos de poder conducir la propia vida”.

Esta caracterización se alinea con lo expresado por la Corte Constitucional de Colombia en su sentencia T-097/94, donde se resalta que el constituyente quiso proteger explícitamente “la libertad en materia de opciones vitales y creencias individuales”, consagrando un principio de no injerencia institucional en ámbitos de vida privada que no comprometan la convivencia social.

El libre desarrollo de la personalidad, entonces, no es una categoría jurídica abstracta. Su contenido abarca decisiones profundamente personales: la elección de profesión, la orientación sexual, el aspecto físico, la identidad de género, el modo de vida, la vocación religiosa o filosófica e, incluso, decisiones relacionadas con el cuerpo y la salud. Es, en suma, un derecho de status activo, como lo reconoce la sentencia T-532/92 de la Corte Constitucional colombiana, al afirmar que la autodeterminación “exige el despliegue de las capacidades individuales” y se vulnera cuando a la persona se le impide “alcanzar o perseguir aspiraciones legítimas de vida”.

Este carácter activo obliga al Estado a garantizar condiciones para que toda persona pueda ejercer su derecho a ser y vivir como quiera, siempre dentro del respeto al orden jurídico y a los derechos de los demás.

4. Límites del derecho: la convivencia, la solidaridad y el orden jurídico

Como todo derecho fundamental, el libre desarrollo de la personalidad no es absoluto. La Constitución dominicana lo limita expresamente a lo permitido por el “orden jurídico y los derechos de los demás”. Esta idea también ha sido reiterada por la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana, que ha señalado que este derecho “no puede ser entendido como un mecanismo para eludir obligaciones sociales o de solidaridad colectiva”, pues de lo contrario se configuraría un abuso del derecho.

La autodeterminación personal debe, por tanto, armonizarse con los principios de convivencia, la buena fe y el respeto mutuo. No se trata de una licencia para actuar al margen de las normas, sino de una garantía para construir una vida plena sin imposiciones arbitrarias ni modelos únicos de vida impuestos por el Estado, la sociedad o la cultura dominante.

En contexto, no sería procedente, pretextando el libre desarrollo de la personalidad, que una persona se niegue a cumplir con obligaciones legales como el pago de impuestos, la asistencia de menores a la educación obligatoria o el respeto a normas ambientales, alegando que estas cargas interfieren con su estilo de vida o sus creencias personales. Ello porque el ejercicio del derecho a la autodeterminación no exime a nadie de sus deberes para con la sociedad ni autoriza a incumplir mandatos del ordenamiento jurídico. Como ha señalado la Corte Constitucional colombiana, el libre desarrollo de la personalidad no puede convertirse en un refugio para eludir deberes de solidaridad colectiva ni para afectar el interés general. En estos casos, el principio de convivencia y el respeto al bien común prevalecen sobre las preferencias individuales.

Asimismo, no sería admisible que, bajo el amparo del libre desarrollo de la personalidad, una persona justifique conductas discriminatorias o discursos de odio contra otros grupos sociales, alegando que tales expresiones forman parte de su identidad o de su forma de pensar. Si bien este derecho protege la libertad individual y la expresión de la identidad propia, no ampara manifestaciones que lesionen la dignidad o los derechos fundamentales de terceros. El ejercicio legítimo de la autonomía personal debe desarrollarse en un marco de respeto mutuo, donde la libertad de uno no se convierta en instrumento de opresión o exclusión de otro. En ese sentido, la protección constitucional al libre desarrollo de la personalidad no puede ser invocada para legitimar prácticas que vulneren los principios de igualdad, no discriminación y convivencia democrática.

En definitiva, este derecho, como ningún otro derecho fundamental, debe verse de manera absoluta. Sí debe respetarse su contenido esencial —esto es, el núcleo irreductible que garantiza a toda persona la posibilidad de construir libremente su proyecto de vida—, pero de ahí a concebirlo como una potestad sin límites, desligada del marco normativo y de la vida en comunidad, hay una distancia que el constitucionalismo no puede ignorar.

Hay que saber que los derechos fundamentales coexisten en tensión dinámica, y su ejercicio exige una constante armonización con los principios del Estado social y democrático de derecho: la igualdad, la solidaridad, la dignidad de los demás y el interés general. El libre desarrollo de la personalidad no es un privilegio individualista, sino una expresión de la autonomía en contexto, una libertad relacional que sólo adquiere sentido pleno en una sociedad que garantiza a todos —sin distinción— las condiciones materiales, jurídicas y simbólicas para vivir con autenticidad, sin imposiciones, pero también sin abusos.

Por ello, proteger este derecho no es únicamente abstenerse de interferir: es también —y sobre todo— un deber activo del Estado de remover obstáculos y construir entornos donde la diversidad humana no sólo sea tolerada, sino reconocida, respetada y valorada como fundamento de la convivencia democrática.

5. Sujetos del derecho y medios de protección

De acuerdo con la sentencia TC/0245/13 del Tribunal Constitucional dominicano, este derecho es inherente exclusivamente a las personas físicas, y no puede ser invocado por personas jurídicas, lo cual resulta coherente con su fundamento en la dignidad humana y en la autodeterminación subjetiva.

En cuanto a los medios de garantía, el carácter de derecho fundamental del libre desarrollo de la personalidad implica que todos los mecanismos jurisdiccionales para la protección de derechos fundamentales deben estar disponibles para su defensa, tales como el amparo, el hábeas data, entre otros. La denegación o afectación arbitraria de este derecho activa la intervención tutelar de los jueces para restablecer el goce efectivo de la prerrogativa afectada.

Casos prácticos que requerirían de la tutela del derecho de que se trata serían, por ejemplo, aquellos en que una persona es obligada por una institución educativa o por su entorno familiar a seguir un proyecto de vida contrario a sus convicciones, como imponerle una orientación profesional, religiosa o de vida sin su consentimiento. En estos casos, procedería la acción de amparo, al tratarse de una vulneración actual o inminente del núcleo esencial del derecho al libre desarrollo de la personalidad, que exige una respuesta inmediata para evitar un daño irreparable. El amparo permitiría restaurar el ejercicio autónomo de la persona sobre sus decisiones vitales.

De igual forma, si una persona descubre que una entidad pública o privada ha recolectado, almacenado y difundido información sensible —como datos sobre su orientación sexual, identidad de género o convicciones personales— sin su consentimiento y de forma contraria a su voluntad, afectando su derecho a decidir sobre su identidad y vida privada, resultaría procedente la acción de habeas data. Este mecanismo le permitiría acceder a la información que obra en poder de terceros, solicitar su corrección o supresión, y con ello restablecer el control sobre una dimensión esencial de su personalidad.

Por otro lado, en un caso extremo donde una persona sea privada de su libertad —por ejemplo, por negarse a cumplir normas que vulneran su identidad personal, como forzarle a vestir o actuar de determinada forma en razón de su expresión de género—, podría activarse la acción de habeas corpus, si esa privación resulta arbitraria y carente de justificación legal. Aquí, la restricción de la libertad física sería, en el fondo, una manifestación directa de la negación del derecho al libre desarrollo de la personalidad, por lo que el juez competente deberá verificar no solo la legalidad formal de la detención, sino su compatibilidad con los derechos fundamentales implicados.

Estos tres escenarios demuestran que el libre desarrollo de la personalidad, por su estrecha vinculación con la dignidad, la libertad, la intimidad y la autonomía, puede verse afectado de múltiples formas, y por ello debe estar protegido por la más amplia gama de instrumentos jurisdiccionales disponibles en un Estado constitucional de derecho.

6. Implicaciones para las políticas públicas y el diseño institucional

El reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad como derecho fundamental conlleva consecuencias directas para la acción estatal. Toda política pública —educativa, sanitaria, de seguridad, de género, entre otras— debe estar orientada a garantizar y favorecer este desarrollo individual, y no a coartarlo o moldearlo según criterios paternalistas o uniformizantes.

Por ejemplo, una política educativa que imponga modelos únicos de conducta, sin respeto por la diversidad de identidades, vulnera este derecho. Igualmente, la criminalización de prácticas personales que no afectan a terceros, como ciertas manifestaciones de identidad de género, representa una limitación irrazonable e inconstitucional.

Este enfoque exige un Estado que respete la pluralidad, que no imponga modelos de vida, y que actúe como garante de las condiciones materiales para que cada persona pueda desarrollar su existencia conforme a su proyecto vital.

Es deseable, por todo lo anterior, que las políticas públicas incorporen de manera transversal el enfoque de respeto al libre desarrollo de la personalidad, no como un principio abstracto, sino como un criterio operativo de legitimidad constitucional. Esto implica que, en el diseño, implementación y evaluación de toda medida estatal, se analice su impacto en la autonomía individual y se eviten decisiones que estandaricen las trayectorias vitales o reproduzcan estereotipos que limiten la diversidad humana.

El Estado no debe ser un agente homogeneizador de conductas, sino un garante activo de la libertad personal en contextos de igualdad real, promoviendo espacios donde cada quien pueda construir su identidad, tomar decisiones significativas y vivir conforme a sus propias convicciones, sin temor a sanción, estigmatización o exclusión. En un verdadero Estado constitucional de derecho, el respeto al libre desarrollo de la personalidad no es sólo un ideal, sino una obligación jurídica que orienta tanto la acción gubernamental como la cultura institucional.

7. Cierre conceptual

El derecho al libre desarrollo de la personalidad, consagrado en el artículo 43 de la Constitución dominicana, representa una manifestación concreta del principio de dignidad humana y del ideal de libertad individual en un marco de justicia social. Su ejercicio implica tanto una garantía frente a las injerencias indebidas del poder público como una exigencia al Estado para remover obstáculos estructurales que impiden su goce efectivo.

La jurisprudencia constitucional, tanto dominicana como comparada, ha contribuido a precisar su alcance: se trata de un derecho fundamental, activo, no absoluto, que debe interpretarse armónicamente con los demás derechos y principios del Estado constitucional. En última instancia, su garantía efectiva exige una profunda transformación del enfoque estatal: del control a la habilitación, de la uniformidad a la pluralidad, del autoritarismo a la autonomía.

Proteger este derecho es, en esencia, afirmar que toda vida humana tiene valor por el solo hecho de ser vivida conforme a los dictados de la propia conciencia, dentro de un marco de respeto, igualdad y solidaridad. Como diría un poeta, en este caso, uno enamorado de la libertad y la dignidad humana, cada persona es una llama única en el vasto incendio de la existencia, y negarle el derecho a arder con su propia forma, con su propio ritmo, es apagar algo irremplazable en el universo. Proteger el libre desarrollo de la personalidad es, entonces, custodiar esa chispa irrepetible que convierte la vida humana en una obra en constante creación, donde nadie —ni el Estado, ni la costumbre, ni la mayoría— tiene el derecho de dictar el guion ajeno. Porque toda vida tiene derecho no solo a ser vivida, sino a ser elegida.

Por qué Zagrebelsky sostiene que el derecho es dúctil?

Es fundamental, al abordar los debates contemporáneos del mundo jurídico, comprender en profundidad el pensamiento de los grandes precursores de tesis influyentes. Tal es el caso del jurista italiano Gustavo Zagrebelsky, quien, en una de sus obras más emblemáticas, sostiene —y así la titula— que el derecho es dúctil. ¿Por qué afirma esto? Porque, en efecto, el derecho no es una estructura rígida, sino un sistema abierto que debe adaptarse con sensibilidad a la complejidad del mundo real, sin perder su vocación normativa. De esta concepción se desprenden numerosos elementos clave del constitucionalismo contemporáneo: la tensión entre estabilidad y cambio, la apertura al diálogo democrático y la necesidad de interpretar el derecho a la luz de los valores constitucionales.

En palabras llanas, ha dicho que el derecho es “dúctil/moldeable”, porque su estructura está conformada por principios y valores que, lejos de operar en términos absolutos, exigen una convivencia armónica dentro del sistema jurídico. Ello implica que ninguno puede imponerse de manera incondicionada, pues su vigencia efectiva se materializa en diálogo con los demás principios que coexisten en el ordenamiento. Es la casuística la que orienta al intérprete sobre cuál de ellos ha de prevalecer en una situación concreta, conforme a las técnicas de ponderación y razonabilidad.

Ahora bien, esta ductilidad no significa relativismo ilimitado. Cada principio y cada valor contienen un “núcleo esencial” o “contenido duro” que debe permanecer incólume. Dicho núcleo no admite sacrificio ni supresión, aun cuando se produzca una modulación en su alcance aplicativo.

Así, por ejemplo, la libertad de expresión puede ser objeto de restricciones razonables y proporcionadas cuando entra en tensión con derechos como el honor o la intimidad, pero nunca puede aniquilarse hasta el punto de vaciarla de contenido o impedir la crítica legítima. De igual modo, el derecho de propiedad puede admitir limitaciones por razones de utilidad pública o interés social, mas no puede desconocerse su reconocimiento mismo ni despojar de toda protección al titular.

En suma, la ductilidad del derecho responde a la necesidad de articular un sistema de convivencia normativa que, siendo flexible y abierto a la ponderación, conserva como intangible el núcleo esencial de los principios y valores que lo integran.

Y más allá de principios y valores, la ductilidad alcanza también a las reglas. En efecto, aunque las reglas son mandatos absolutos, coexisten con principios y valores; por ello, en ciertos casos deben interpretarse o incluso ceder ante un principio superior. Ejemplo: la regla procesal que fija plazos estrictos puede flexibilizarse cuando, de aplicarse sin excepción, se vulneraría el principio de tutela judicial efectiva. Por citar un caso.

En conclusión, Zagrebelsky, al decir que el derecho es dúctil, nos invita a concebir el orden jurídico no como un sistema cerrado y autosuficiente, sino como una práctica interpretativa en constante diálogo con la realidad social, los principios constitucionales y la dignidad humana. Y, ciertamente, en el Estado constitucional de derecho, esta ductilidad no implica relativismo ni arbitrariedad, sino una exigencia de responsabilidad hermenéutica: interpretar el derecho a la luz de los principios y valores fundantes de la Constitución, en un equilibrio siempre dinámico entre certeza y justicia, entre legalidad y legitimidad.

¿Es acertado hablar hoy de asuntos de “estricta legalidad”?

Una reflexión desde la teoría del derecho y el constitucionalismo contemporáneo

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Lo más riguroso hoy no es sostener la “estricta legalidad” como categoría cerrada, sino hablar de una legalidad en clave constitucional, dúctil y abierta a la ponderación de principios. El derecho actual exige que los jueces interpretan y apliquen las leyes bajo el prisma de la Constitución; de lo contrario, caemos en un positivismo rígido que ya no se corresponde con el paradigma constitucional.

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Palabras clave

Constitucionalismo, legalidad, supremacía constitucional, juez constitucional, control difuso, derechos fundamentales, ponderación, principios, justicia material, interpretación, Estado social y democrático de derecho, motivación judicial, proporcionalidad, seguridad jurídica, casuística.

Contenido

I. Introducción, II. La noción clásica de “estricta legalidad”,III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución, IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios, V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional,VI. Conclusión.

I. Introducción

La evolución del Estado de derecho ha estado marcada por la tensión entre la legalidad y la constitucionalidad. Mientras en el siglo XIX predominó el paradigma del Estado legal, caracterizado por la sumisión absoluta a la ley como expresión de la soberanía popular, el constitucionalismo del siglo XX y XXI ha desplazado dicho esquema hacia uno en el que la Constitución constituye el centro de validez y legitimidad del ordenamiento. Surge así la pregunta: ¿es sostenible, en rigor técnico jurídico, seguir hablando de “estricta legalidad” como categoría autónoma, o toda legalidad debe ser comprendida bajo la luz de la Constitución?

No obstante, persisten corrientes de pensamiento —particularmente ciertas vertientes del neopositivismo jurídico— que se resisten a este tránsito del Estado legal al Estado constitucional de derecho. Desde esas posturas, se intenta desacreditar el carácter expansivo de la Constitución, tildando peyorativamente esta transformación como “constitucionalitis” o una hipertrofia del control constitucional, como si se tratara de una deformación indeseable del sistema jurídico.

Tales críticas, sin embargo, desconocen un hecho fundamental: la Constitución no es un mero conjunto de principios políticos o una declaración de aspiraciones, sino una norma jurídica en sentido pleno, vinculante, jerárquicamente suprema y directamente aplicable. En este sentido, la Constitución no solo debe ser observada como cualquier otra norma, sino que constituye la ley sustantiva por excelencia, la ley de leyes. Por tanto, todo intento por reivindicar la idea de una “estricta legalidad” desligada del marco constitucional no solo resulta anacrónico, sino también técnicamente insostenible en el derecho del siglo XXI. Esta tensión, y las implicancias que de ella se derivan, serán objeto de las reflexiones que siguen.Principio del formulario

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II. La noción clásica de “estricta legalidad”

El principio de legalidad, en su concepción clásica, implicaba que el juez debía aplicar la ley sin más, sin margen para valoraciones subjetivas ni para contraponer principios o consideraciones metajurídicas. Esta idea responde a una visión positivista del derecho, vinculada al modelo del Estado legal de derecho, donde la certeza y la previsibilidad se aseguraban por la obediencia estricta a la norma legal, independientemente de su contenido axiológico.

En este esquema, el juez era “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, parafraseando a Montesquieu. La justicia material se subordinaba a la seguridad jurídica formal. En otras palabras, conforme a los postulados del Estado legal de derecho, la legalidad se agotaba en la ley formalmente válida, sin atender a su conformidad con principios superiores; en tanto que, en el vigente Estado constitucional de derecho, la legalidad se encuentra subordinada a la constitucionalidad, lo que equivale a decir que la validez y aplicabilidad de toda norma jurídica dependen de su compatibilidad con la Constitución como norma suprema del ordenamiento.

Evocando a Manuel Atienza, el paso del Estado legal al Estado constitucional supone que el derecho ya no se identifica exclusivamente con el conjunto de normas dictadas por el legislador, sino que incluye también los principios y valores constitucionales que operan como criterios de validez y de corrección jurídica. Y, en efecto, hay que insistir en que la legalidad, en el Estado constitucional, no se agota en la fidelidad a la norma legal, sino que exige una interpretación conforme a la Constitución, orientada por los principios de justicia material, dignidad humana y derechos fundamentales. Esta transformación impone al juez un rol activo en la realización del derecho (que trasciende la ley adjetiva), ya no como mero aplicador mecánico de la ley, sino como garante de la supremacía constitucional.

Ahora bien, afirmar que en el Estado constitucional el juez ya no es una “boca que pronuncia las palabras de la ley” no significa convertirlo en un soberano del derecho, libre de toda atadura normativa. No se trata, en modo alguno, de habilitar un Poder Judicial que haga y deshaga a su arbitrio. Todo lo contrario: el juez constitucional está sujeto a límites precisos, siendo el primero y más importante de ellos la propia Constitución. Sus decisiones deben estar debidamente motivadas, pues sin motivación suficiente no hay control, y sin control hay arbitrariedad; y la arbitrariedad —por definición— es inconstitucional. Ningún tribunal puede justificar una actuación contraria al texto o a los principios constitucionales sin violentar la esencia misma del Estado de derecho.

Además, es fundamental recordar que el rol activo del juez en la interpretación constitucional no le permite ignorar las reglas legales cuando estas sean claras, aplicables y suficientes para resolver el caso. La intervención principialista o axiológica solo encuentra justificación en los denominados “casos difíciles”, aquellos en los que existe una tensión real entre derechos fundamentales o donde las normas legales resultan insuficientes, equívocas o conducen a soluciones injustas o inconstitucionales.

En tales escenarios, los principios constitucionales no solo permiten, sino que exigen una labor interpretativa más profunda, guiada por la finalidad del derecho: la protección de la dignidad humana, la justicia material y la preservación del orden constitucional. Así entendido, el juez constitucional no se erige como un creador caprichoso de normas, sino como un garante de la supremacía constitucional y del equilibrio entre legalidad, legitimidad y justicia.

III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución

La consolidación del Estado constitucional de derecho supuso un cambio de paradigma. La Constitución dejó de ser un texto político programático para convertirse en una norma jurídica vinculante y suprema. En el caso dominicano, el artículo 6 de la Constitución establece la nulidad de toda norma contraria a la Carta Magna, lo que evidencia que la validez de la ley está supeditada a su conformidad con la Constitución.

Este giro implica que el principio de legalidad no puede desligarse del principio de constitucionalidad. El juez, al aplicar la ley, no se limita a ejecutar su tenor literal, sino que debe interpretarla conforme a la Constitución e, incluso, inaplicarla cuando resulte incompatible con esta (control difuso). Así, la legalidad deja de ser estricta para convertirse en legalidad constitucionalizada.

Imaginemos, entonces, que en plena era digital, en un contexto de avances tecnológicos, sociales y culturales sin precedentes, se pretenda seguir insistiendo en una concepción de “estricta legalidad” desvinculada de la Constitución. ¿Cómo podrían resolverse, exclusivamente con reglas legales, casos complejos como los que involucran el uso de inteligencia artificial en decisiones administrativas, el tratamiento masivo de datos personales, la libertad de expresión en plataformas digitales, o los conflictos entre libertad religiosa y derechos de minorías? En estos escenarios, donde se tensionan principios y derechos fundamentales, pretender una solución puramente reglada sería sencillamente insuficiente y, en muchos casos, injusta.

El fin de la actividad judicial, como señala Vigo, es alcanzar la justicia a través del derecho; y el derecho, más allá de la ley, comprende también los principios constitucionales, los valores democráticos y los derechos fundamentales. La ley, por tanto, ya no es el único parámetro de juridicidad: debe ser entendida e interpretada a la luz del marco constitucional que le da sentido y legitimidad.

Por eso, hay que insistir en que el principio de legalidad, en un Estado constitucional, ya no puede operar como una categoría cerrada, aislada o autosuficiente. La legalidad es constitucionalizada, y con ello, el juez no solo aplica normas, sino que realiza el derecho, garantizando que cada decisión sea respetuosa de la supremacía constitucional, de los derechos fundamentales y de la justicia material. Esta es la única vía para que el derecho no se convierta en una técnica vacía, sino en un instrumento de dignidad y libertad en las sociedades contemporáneas.

IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios

Como señala Zagrebelsky en El derecho dúctil, el derecho contemporáneo no se compone únicamente de reglas rígidas, sino también de principios y valores, los cuales carecen de carácter absoluto y exigen una labor de ponderación. De ahí que la aplicación judicial no pueda reducirse a la subsunción automática en la norma legal: requiere un ejercicio hermenéutico complejo, donde la razonabilidad, la proporcionalidad y la justicia material tienen un rol determinante.

Los principios constitucionales —igualdad, dignidad, justicia, utilidad social— actúan como criterios de validez y corrección de la ley. Por tanto, la ley no se agota en su formalidad, sino que debe armonizarse con el conjunto de valores superiores del ordenamiento.

Los neopositivistas insisten en que a los jueces hay que “atarlos cortito”, argumentando que estos no deben ponderar principios y valores libremente, sino que la ley debe delimitar expresa y estrictamente cómo y hasta dónde pueden llegar en su labor interpretativa. Según esta crítica, si se acepta que cualquier principio puede derrotar una regla, entonces el juez tendría una discrecionalidad ilimitada, lo que abriría la puerta a decisiones arbitrarias, justificadas bajo principios seleccionados de forma antojadiza. Esta visión revela, en el fondo, una desconfianza estructural hacia el poder judicial —una suerte de temor a la “gobernanza de los jueces”— que, hay que decirlo, es un sentir crónico desde las bases mismas del positivismo clásico y su rechazo al judicialismo.

Pero lo cierto es que, en el Estado constitucional de derecho, no se concibe al juez como un sujeto caprichoso o activista sin límites, ni tampoco como un mero ejecutor de textos legales. El juez constitucional es, ante todo, un garante de la supremacía normativa de la Constitución y de los derechos fundamentales. No se trata de “atarlo cortito”, sino de exigirle motivación rigurosa, sujeción a estándares de razonabilidad y fidelidad a los principios y valores constitucionales. La ponderación no es licencia para decidir arbitrariamente, sino una técnica jurídica con estructura argumentativa que permite resolver conflictos normativos complejos en contextos donde las reglas legales resultan insuficientes o contradictorias.

Por tanto, todo lo contrario: lejos de reducir su función, en el Estado constitucional el juez ve ampliadas sus responsabilidades hermenéuticas y de control. No para sustituir al legislador, sino para garantizar que toda decisión jurídica —aun basada en la ley— sea conforme con la Constitución, que es la norma suprema del ordenamiento. La confianza no debe depositarse exclusivamente en el texto de la ley, sino en un sistema de garantías donde el juez cumple un rol esencial como intérprete último del sentido constitucional del Derecho.

En este contexto, es importante destacar que el sistema constitucional dominicano presenta una particularidad que lo distingue incluso frente a esquemas europeos de control concentrado: en la República Dominicana, todos los jueces del Poder Judicial son, en efecto, jueces constitucionales. Esto se debe a la existencia de un sistema de control de constitucionalidad difuso, reconocido expresamente por la Constitución, que les permite inaplicar, en el caso concreto, cualquier norma legal que consideren incompatible con el texto constitucional.

Esta facultad no es una excepción ni una prerrogativa extraordinaria, sino una manifestación directa de la supremacía constitucional consagrada en el artículo 6 de la Carta Magna. La Constitución no solo autoriza, sino que ordena a todos los jueces “decir el Derecho” conforme a su contenido, lo que supone un mandato de interpretación y aplicación constante bajo la óptica del Estado social y democrático de derecho que la misma Constitución define como su modelo político-jurídico.

Y esto implica, a su vez, que el derecho no se reduce a la ley, ni la labor judicial se limita a la subsunción mecánica. Supone asumir que, tal como hemos venido sosteniendo, la Constitución no es un texto decorativo ni una declaración política de intenciones, sino la norma fundamental que informa y rige todo el ordenamiento. Por tanto, los jueces dominicanos, en su función cotidiana, están llamados no solo a aplicar la ley, sino a garantizar que esta se aplique conforme a los principios de dignidad, igualdad, justicia social y democracia sustantiva que la Constitución reconoce y protege. Así entendido, el control difuso no es un privilegio judicial, sino una responsabilidad constitucional indeclinable.

V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional

El rechazo a la noción de “estricta legalidad” no significa negar la importancia de la seguridad jurídica. De hecho, quienes defienden su vigencia alegan que la apertura de los jueces a principios puede dar lugar a un activismo judicial desbordado, debilitando la certeza del derecho y transfiriendo al juez un poder discrecional que podría sustituir al legislador.

No obstante, la respuesta del constitucionalismo es clara: el límite al poder judicial no se encuentra en la “estricta legalidad”, sino en la fidelidad a la Constitución. El juez no aplica su propia justicia, sino la justicia constitucional. Así, se equilibra la seguridad jurídica con la supremacía constitucional.

Es tan categórica la expansión constitucional en los sistemas jurídicos contemporáneos, que ya no es posible concebir la legalidad como un espacio autónomo y autosuficiente, desligado de los principios, valores y derechos fundamentales consagrados en la Constitución. La ley, para ser válida y aplicable, debe no solo emanar del procedimiento formal adecuado, sino también respetar sustancialmente el contenido constitucional.

Por eso, la seguridad jurídica del Estado constitucional no se garantiza por el apego ciego a la literalidad de la norma, sino por la coherencia entre la actuación judicial, la ley y la Constitución. El juez no puede —ni debe— sustituir al legislador, pero tampoco puede convertirse en un ejecutor irreflexivo de normas legales inconstitucionales. Su rol consiste en integrar el ordenamiento jurídico bajo la guía de la supremacía constitucional, aplicando la ley en tanto sea conforme a ella, y asegurando que sus decisiones estén debidamente motivadas, fundadas y orientadas por la justicia constitucional, no por subjetividades ni arbitrios.

En definitiva, el rechazo a la “estricta legalidad” no debilita el Estado de derecho; al contrario, lo fortalece, al subordinar toda función jurisdiccional al marco constitucional, garantizando un equilibrio entre certeza normativa, legitimidad democrática y justicia material. Y es que la violación de derechos fundamentales no puede analizarse en abstracto ni resolverse exclusivamente con base en reglas generales y predeterminadas. Por su propia naturaleza, los derechos fundamentales operan en contextos específicos, muchas veces conflictivos entre sí, y su eventual vulneración requiere un análisis casuístico, es decir, caso por caso, atendiendo a las particularidades fácticas, jurídicas y axiológicas de cada situación concreta.

Este carácter casuístico es inherente a la estructura misma de los derechos fundamentales, los cuales —a diferencia de las reglas legales— no se aplican de forma automática, sino que requieren ponderación, interpretación sistemática y un juicio de proporcionalidad que permita armonizar los distintos bienes constitucionales en juego. Pretender resolver conflictos de derechos únicamente a partir de reglas generales, pretextando que se trata de un ámbito de “estricta legalidad”, sin atender a las circunstancias específicas del caso, conduce irremediablemente a soluciones injustas, ineficaces y contrarias a la finalidad misma del Estado constitucional de derecho.

En efecto, la tutela judicial efectiva, reconocida como pilar del Estado de derecho, exige no solo acceso a un juez, sino también una respuesta razonada, fundada y ajustada a la Constitución. Y esto no es posible sin un margen de apreciación judicial que permita valorar el contexto, identificar la existencia o no de una restricción indebida a un derecho fundamental y determinar si dicha restricción es legítima, necesaria y proporcionada.

Por tanto, la interpretación judicial rígida, atada únicamente a reglas legales abstractas, resulta incompatible con una comprensión moderna y garantista de los derechos fundamentales. En el Estado constitucional, la legalidad -hay que insistir en eso- no puede ser un obstáculo para la justicia material, y la labor del juez consiste precisamente en transformar el mandato normativo en soluciones jurídicas que concreten los derechos constitucionales en situaciones reales. La regla general es punto de partida, no de llegada; el destino final es siempre la justicia conforme a la Constitución.

VI. Conclusión

En el contexto del constitucionalismo contemporáneo, sostener la existencia de una “estricta legalidad” desligada de la Constitución resulta anacrónico. El derecho actual exige comprender la legalidad como legalidad constitucionalizada, es decir, como una legalidad filtrada por los valores, principios y derechos fundamentales consagrados en la Carta Fundamental de la nación.

La ley solo puede ser legítima si es justa y útil, como ordena la propia Constitución dominicana (Art. 40.15), y su aplicación debe estar mediada por la razonabilidad y la proporcionalidad. De ahí que el juez, lejos de ser un autómata de la norma, se convierte en garante de la supremacía constitucional, asumiendo que el derecho es, como diría Zagrebelsky, esencialmente dúctil.

La estricta legalidad, en sentido decimonónico, cede su lugar a la juridicidad constitucional, donde la certeza y la justicia no se conciben como opuestas, sino como dimensiones complementarias de un mismo ideal jurídico.