Ecos de los derechos humanos: lecciones de dignidad y justicia

“Los derechos humanos, en concreto, son aquellos que, por su carácter inherente, universal, inalienable e imprescriptible, corresponden a toda persona por el mero hecho de serlo. Se instauró el Día de los Derechos Humanos basado en la proclamación de la Declaración Universal de 1948, que consolidó un consenso internacional mínimo sobre la dignidad humana tras las atrocidades de la guerra. Se diferencian de los derechos fundamentales en que estos últimos operan dentro de un ordenamiento constitucional concreto, dependen de un reconocimiento positivo y se garantizan mediante mecanismos jurisdiccionales internos, mientras que aquellos conforman un cuerpo ético-jurídico supranacional que obliga a los Estados, incluso más allá de sus constituciones; es decir, los derechos fundamentales son la positivización local de estándares universales. Pero, en definitiva, ambos convergen en un mismo mandato: limitar el poder, evitar la arbitrariedad y preservar la dignidad como valor normativo supremo”.

Dicho esto, el profesor Calderón interrumpió por un instante su exposición en la cátedra de Teoría General de los Derechos Humanos que impartía en la universidad más exigente, en términos académicos, del país. Bebió un sorbo de agua para aclarar la voz y, gracias a la solidez de sus ideas introductorias, había conseguido atraer de inmediato la atención del auditorio. Puso de vuelta el vaso sobre su escritorio y miró fijamente al alumnado, en silencio reflexivo, por unos tres segundos.

—Ahora bien —continuó—, la teoría es relativamente sencilla si se estudia con la debida dedicación y reflexión; lo complejo es aplicarla cuando la tensión social es extrema. Para eso necesitamos casos, preguntas y discusiones reales.

Sofía fue la primera en alzar la mano.

—Profesor, si los derechos humanos son universales, ¿significa eso que no podemos restringir ningún derecho aunque alguien sea peligroso? Yo creo que la dignidad no se gana ni se pierde: se respeta. La limitación de derechos solo puede hacerse bajo criterios de necesidad, proporcionalidad y legalidad, nunca en función de si el sujeto es “bueno” o “malo”.

El profesor Calderón sonrió.

—Esa es la base del Estado constitucional. Las garantías existen precisamente para los momentos en que la tentación de suspenderlas es más grande.

Óscar intervino:

—Pero profesor, ¿qué pasa con las víctimas? ¿No deberían sus derechos prevalecer? Por ejemplo, en El Salvador el presidente sostiene que los derechos de las víctimas deben primar sobre los de los pandilleros, y por eso detienen a miles sin debido proceso. ¿No es eso proteger a la sociedad?

El silencio se hizo denso. El profesor escribió en la pizarra: “Dignidad ? mérito”.

—Óscar —respondió con firmeza acerca de lo escrito por el profesor en la pizarra—, esa tesis parte de un error conceptual: los derechos humanos no son meritocráticos. Su titularidad no depende de conducta previa. La víctima merece protección, reparación y garantías; el imputado merece un proceso justo y trato digno. Defender a uno no implica anular al otro. Convertir los derechos en recompensas es el inicio del derecho penal del enemigo. Y eso, lejos de proteger a la sociedad, la expone a abusos estructurales.

Óscar insistió:

—Pero ¿qué pasa cuando limitar derechos salva vidas? Si el fin es mayor, ¿no se justifica?

El profesor Calderón dejó el marcador y se acercó al escritorio.

—Por eso es importante entender el sistema de la ponderación y también sus límites. Te plantearé un caso extremo para mostrar que la cantidad de vidas no es la vara para medir la dignidad. Imagina lo siguiente: un avión con fallas debe aterrizar de emergencia, y el único espacio despejado es un complejo penitenciario. En el avión viaja una científica cuya investigación podría erradicar enfermedades catastróficas; en la prisión, cientos de reclusos, algunos peligrosos, otros no.

—¿Debemos derribar el avión para proteger a los presos? —prosiguió—. ¿O permitir el aterrizaje y asumir la posible muerte de varios internos? Si midiéramos esto como una ecuación, diríamos: “más vidas aquí, menos vidas allá”. Pero el derecho no permite decidir quién vive y quién muere basándose en cantidad ni en valor social. La ponderación no sustituye la dignidad humana por cálculos utilitaristas. Su función es evaluar medidas estatales, no jerarquizar vidas.

Sofía agregó:

—Entonces, profesor, ¿qué guía al Estado en un dilema así?

—Una regla simple, pero exigente —respondió—: ninguna persona puede ser tratada como sacrificable. El Estado puede tomar decisiones trágicas, pero nunca desde la idea de que ciertas vidas valen menos. Debe minimizar el daño, actuar con criterios de necesidad y proporcionalidad, y jamás instrumentalizar a nadie para salvar a otros.

Óscar frunció el ceño:

—Pero si eso es así… ¿entonces violar derechos nunca es una opción legítima?

—Nunca —dijo el profesor, sin titubeos—. Puede haber restricciones legales, puede haber tensiones entre bienes jurídicos, pero la violación deliberada de derechos no es una herramienta del Estado, sino un síntoma de su degradación. Un Estado que niega el debido proceso a quien considera enemigo no está protegiendo a las víctimas: está debilitando las mismas garantías que deberían protegerlas.

En ese instante, el timbre sonó con un eco metálico por los pasillos.

Los estudiantes recogieron sus cuadernos mientras Calderón concluía:

—Recuerden esto, estimados alumnos, especialmente hoy, Día de los Derechos Humanos: el verdadero test de una democracia no es cómo trata a quienes la honran, sino cómo trata a quienes la desafían. Si los derechos dejan de ser universales, dejan de ser derechos.

Y la clase terminó con un silencio reflexivo que valía más que cualquier examen.

Ercilia Pepín: la luz del magisterio que la historia eleva al Panteón Nacional

Cuando una mujer, enfrentando los desafíos de su tiempo, es capaz de transformar la educación, la conciencia cívica y la dignidad nacional, logrando valiosas conquistas sociales como la defensa de los derechos de la mujer, la renovación del magisterio y el fortalecimiento de los valores patrióticos, nace un sentimiento colectivo de gratitud y reconocimiento que la impulsa a trascender generaciones. Por eso hoy, por su gran obra de ayer, se ha decidido trasladar los restos de la inmortal Ercilia Pepín[1] al Panteón de la Patria, lo cual constituye un acto de justicia histórica para toda la sociedad, dejando claro el mensaje de que la entrega, el valor y el compromiso con la nación perduran más allá de la vida y merecen ser honrados en la memoria nacional[2].

“En los finales del siglo XIX, apenas cinco años después de haber sido fundado por Salomé Ureña, bajo la orientación de Eugenio María de Hostos, el “Instituto de Señoritas” de la ciudad de Santo Domingo, nació en Santiago, el 7 de diciembre de 1886, quien había de ser, dese corta edad, la otra estrella refulgente del magisterio dominicano: Ercilia Pepín”[3].

En efecto, se trata de una de las figuras más trascendentales de la historia educativa y cívica de la República Dominicana: una mujer cuya vida, ejemplo y convicciones marcaron un antes y un después en la construcción de la identidad nacional y en el avance de los derechos de la mujer. Su nombre permanece asociado al magisterio, al patriotismo y a la lucha social, no solo por sus contribuciones profesionales, sino por la firmeza ética con la que enfrentó los retos de su tiempo.

Ercilia Pepín nació el 7 de diciembre de 1886 en Santiago de los Caballeros[4], en un entorno familiar que fomentó la disciplina, el estudio y el amor por la patria. Desde niña demostró gran inteligencia y sensibilidad social. Tras perder a su madre a los cinco años, fue criada por su abuela Carlota, quien fortaleció en ella un carácter decidido. Su formación estuvo marcada por la influencia del profesor italiano Salvador Cucurullo, con quien aprendió matemáticas, ciencias, francés e italiano. Aquellos primeros años sellaron su pasión por la enseñanza, vocación que la acompañaría hasta su muerte.

A los 14 años comenzó a impartir clases en el barrio Nibaje, iniciando así una trayectoria excepcional. Con apenas 20 años ya era directora de la Escuela de Niñas del Barrio Marilope; y dos años después asumió funciones docentes en la Escuela Superior de Señoritas, sustituyendo precisamente a su querido maestro Cucurullo. Allí introdujo reformas innovadoras basadas en el racionalismo pedagógico de Eugenio María de Hostos: impulsó el uso del uniforme escolar, el respeto mutuo entre docentes y estudiantes, la incorporación de asignaturas novedosas como dibujo, trabajos manuales, gimnasia y canto coreado, así como el uso sistemático de mapas. Estas medidas transformaron la enseñanza tradicional y sentaron las bases de un modelo educativo más moderno y humano.

Su vocación patriótica fue igualmente notable. Promovió el respeto a los símbolos nacionales, encargó la composición de himnos escolares y fomentó en los estudiantes una conciencia cívica profunda. Su liderazgo moral fue tan influyente que, a los 25 años, ya era considerada una de las educadoras y ciudadanas más destacadas de Santiago[5].

Ercilia Pepín también se convirtió en la primera mujer dominicana en promover abiertamente el movimiento feminista en el país. Levantó su voz en defensa de los derechos de la mujer cuando aún era difícil y arriesgado hacerlo. Su lucha se enfocó en la idea de que la educación femenina debía ser integral, crítica y orientada a la participación social, pues solo así las mujeres podrían convertirse en agentes reales de cambio.

En 1913 obtuvo el título de Maestra Normal con mención de honor y poco después impulsó la creación de un Instituto Profesional de Enseñanza Superior en Santiago, inaugurado en 1915. Allí estudió medicina, pero la ocupación estadounidense de 1916 obligó al cierre del centro. Ercilia respondió con valentía: organizó conferencias patrióticas, defendió los símbolos nacionales y se negó a participar en actividades del gobierno interventor. Su resistencia fue un acto de firmeza cívica y nacionalista.

En 1920 fundó el Colegio México de Señoritas, aportando una institución educativa moderna y progresista. Sus méritos la llevaron a ser reconocida por grandes intelectuales dominicanos como Fabio Fiallo, Félix Evaristo Mejía y los hermanos Henríquez y Carvajal. Su figura trascendió lo educativo para convertirse en símbolo de civismo y dignidad nacional.

El fin de la ocupación estadounidense con la retirada de sus tropas en 1924 la encontraron participando activamente: Ercilia encabezó el acto de izamiento de la bandera dominicana en la Fortaleza San Luis, utilizando una bandera confeccionada por sus alumnas, como gesto de orgullo restaurado. En 1928, en un acto de solidaridad internacional, promovió el envío de una bandera dominicana a Augusto César Sandino, líder nicaragüense que luchaba contra otra intervención extranjera.

A pesar de su prestigio, en 1930 sufrió represalias políticas: fue destituida durante los inicios del régimen de Trujillo por haber colocado la bandera a media asta en honor al fallecido profesor Andrés Perezo. Su dignidad le costó su cargo, pero no su vocación: siguió enseñando de manera privada, fiel a sus principios.

Ercilia Pepín falleció el 14 de junio de 1939[6], dejando un legado inquebrantable. Educadora, patriota, líder feminista, intelectual y actriz ocasional, fue una mujer adelantada a su época. Su obra pedagógica ayudó a moldear generaciones; su civismo elevó el espíritu nacional; su defensa de la mujer abrió caminos que aún hoy seguimos recorriendo.

Hoy, trasladar sus restos al Panteón de la Patria no es solo un homenaje: es una afirmación moral. Significa reconocer que la grandeza no reside únicamente en quienes empuñan armas o lideran gobiernos, sino también en quienes educan, siembran conciencia y defienden la dignidad. Es declarar que la nación honra a quienes la hacen crecer desde las aulas, desde la palabra firme y desde el ejemplo.

El mensaje es claro: la educación, el civismo y la valentía no mueren; se multiplican. Ercilia Pepín vive en la memoria dominicana como una mujer que enfrentó su tiempo con dignidad, que fue capaz de transformar la sociedad y que hoy, con justicia, ocupa un lugar definitivo entre las grandes de la patria.

Si fuera a escribirse un poema sobre la obra dorada de esta ejemplar dominicana debería titularse “Ercilia, Luz que Enseña a la Patria”, y su primer verso debería ser: “En tus manos, maestra, despertó la aurora de un pueblo entero”. Pero, indudablemente, lo que ella hizo trascendió cualquier palabra escrita, y eso la convierte en un símbolo eterno de la educación, la dignidad y el amor a la nación.


[1] Ver en línea: ¿Quién fue Ercilia Pepín?: Ercilia Pepín: la nuevo miembro del Panteón Nacional – Diario Libre

[2] Ver en línea: Ercilia Pepín: Comisión Permanente de Efemerides Patrias – Inicio

[3] GUTIÉRREZ FÉLIX, Euclides. Héroes y próceres dominicanos y americanos, 6ta edición (revisada y actualizada), p. 195.

[4]  El Poder Ejecutivo promulgó la Ley núm. 96-25, que declara a la educadora y activista Ercilia Pepín como prócer de la patria y designa el 7 de diciembre de cada año como Día de Ercilia Pepín, en honor a su legado patriótico y educativo, al igual que a su constante defensa de los derechos de las mujeres. Sobre la fecha de su natalicio, ver en línea: Un día como hoy nace Ercilia Pepín, primera mujer dominicana en ser maestra e intelectual

[5] Ver en línea: Hoy en la historia. Nace Ercilia Pepín

[6] Sobre su vida, obra y fallecimiento, ampliar en línea:  Ercilia Pepín educadora dominicana: Su vida, obra y logros – Educando