El recurso de casación en clave de principios: del legalismo al control de conformidad con el derecho

Sumario

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Se realiza una exposición fundamentada acerca del nuevo modelo casacional dominicano, que abandona el viejo positivismo legalista para abrir paso a un paradigma más constitucional, donde principios y reglas coexisten y se combinan en favor de una justicia más sustantiva. A través de un análisis técnico, doctrinal y práctico, se argumenta por qué la “no conformidad con las reglas de derecho” permite a la Suprema Corte de Justicia desempeñar una labor nomofiláctica más completa, sin comprometer la seguridad jurídica. Un abordaje imprescindible para comprender hacia dónde va —y debe ir— la casación en un Estado constitucional de derecho.

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Palabras clave

Casación, Ley 2-23, principios jurídicos, reglas de derecho, Estado constitucional, nomofilaxis, seguridad jurídica, control difuso, interpretación, debido proceso, tutela judicial efectiva, ponderación, neopositivismo, flexibilización normativa, Suprema Corte de Justicia.

Contenido

I. Introducción, II. El nuevo objeto del recurso de casación: del texto legal al control de juridicidad, III. Principios como normas jurídicas: implicaciones casacionales, IV. La nomofilaxis en clave constitucional: de la legalidad a la juridicidad,V. Casación y el Estado constitucional de derecho, VI. Conclusión.

I. Introducción

La promulgación de la Ley núm. 2-23, sobre el Recurso de Casación, ha supuesto un giro epistemológico profundo en la configuración de esta vía recursiva extraordinaria. Si bien pudiera parecer, a primera vista, una cuestión de simple semántica, lo cierto es que la modificación del objeto del recurso —ya no limitado a la “infracción de la ley”, sino orientado a censurar la “no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho”— representa una mutación estructural en la lógica del control casacional. Esta transformación abre las puertas a un entendimiento más sustantivo, menos literalista y más acorde con las exigencias del Estado constitucional de derecho.

La superación del positivismo normativista y la incorporación del principialismo como fundamento interpretativo y valorativo del ordenamiento jurídico, ubican a la casación dominicana en el horizonte de los modelos más avanzados del constitucionalismo contemporáneo. En este contexto, resulta pertinente analizar el alcance de esta modificación legal y sus implicaciones dogmáticas y prácticas para la labor nomofiláctica de la Suprema Corte de Justicia (SCJ).

II. El nuevo objeto del recurso de casación: del texto legal al control de juridicidad

El artículo 7 de la Ley núm. 2-23, de Recurso de Casación, establece con claridad: Objeto de la casación.El recurso de casación censura la no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho.”

Y en su párrafo, se agrega que: “La Corte de Casación decide si la norma jurídica ha sido bien o mal aplicada en los fallos dictados en única o en última instancia por los tribunales del orden judicial”.

Este giro conceptual reemplaza el paradigma tradicional, centrado exclusivamente en la violación o errónea aplicación de la ley, como lo contemplaba la derogada Ley núm. 3726-53, por un modelo en el que lo que se impugna es la no conformidad de la sentencia con las “reglas de derecho”, entendidas estas en un sentido amplio.

Tal redacción, lejos de ser meramente ornamental, abre paso a una comprensión integral del derecho como sistema normativo compuesto por reglas y principios, tal como ha sido desarrollado por la mejor doctrina contemporánea, especialmente en la obra de autores como Ronald Dworkin[1], Gustavo Zagrebelsky[2], Robert Alexy[3], Manuel Atienza[4], entre otros, quienes -en esencia- han coincidido en sostener que los principios forman parte del derecho y pueden ser determinantes en la solución de los casos difíciles, incluso por encima de las reglas legalmente previstas.

En términos llanos, para que se comprenda con claridad: mientras que antes, en un modelo más legalista, el derecho se concebía como un conjunto cerrado de normas escritas, aplicables de forma casi automática, en el derecho actual —bajo la égida del Estado constitucional de derecho— la labor del juez implica también interpretar, ponderar y aplicar principios jurídicos, incluso cuando estos no están expresamente formulados en la ley.

Esto significa que ya no basta con aplicar una norma legal de manera literal: es necesario evaluar si esa aplicación, en el caso concreto, resulta compatible con principios como la justicia, la equidad, el debido proceso, la proporcionalidad, la tutela judicial efectiva, entre otros. Si no lo es, el juez no solo puede, sino que debe apartarse de la letra estricta de la regla, en favor de una solución que respete el contenido material del derecho[5].

Por tanto, la casación, al redefinirse como un control de conformidad con las reglas de derecho, amplía el espectro del control judicial más allá del cumplimiento formal de la ley, para incluir también la evaluación de la razonabilidad y legitimidad de la sentencia, a la luz de los principios que informan y dan sentido al ordenamiento jurídico.

III. Principios como normas jurídicas: implicaciones casacionales

La clave para entender el impacto de esta nueva formulación radica en reconocer que los principios jurídicos también constituyen normas, aunque de naturaleza distinta a las reglas[6]. Mientras las reglas prescriben consecuencias jurídicas cerradas para supuestos de hecho específicos, los principios tienen un grado mayor de indeterminación y operan como razones de peso que deben ser ponderadas conforme al caso concreto.

Así, cuando el artículo 7 de la Ley 2-23 señala que la casación debe evaluar la conformidad con las “reglas de derecho”, debe entenderse —como bien lo ha señalado la doctrina— que la expresión “norma jurídica” utilizada en el párrafo subsiguiente incluye tanto reglas como principios. En consecuencia, la SCJ no está limitada a controlar la correspondencia entre la sentencia y el texto de la ley, sino también su adecuación a los principios fundamentales del ordenamiento, como la tutela judicial efectiva, el debido proceso, la proporcionalidad, la razonabilidad, la igualdad ante la ley, entre otros.

Este entendimiento tiene consecuencias prácticas profundas. Por ejemplo, si una norma procesal establece un plazo perentorio para ejercer un derecho, pero en el caso concreto resulta desproporcionado su rechazo por una circunstancia que afecta la garantía del debido proceso, la Corte podría —bajo el nuevo modelo— anular la decisión por incorrecta ponderación entre regla y principio, es decir, por no haberse aplicado correctamente la “norma jurídica”, entendida de forma completa.

En otras palabras, ya no se trata simplemente de verificar si el juez aplicó una ley de forma literal o si cumplió formalmente con una disposición normativa. Lo que ahora se exige es una decisión jurídicamente correcta en sentido amplio, es decir, conforme no solo con la letra de la norma, sino también con los principios que la sustentan y que, en determinadas circunstancias, pueden exigir su interpretación flexible o incluso su inaplicación.

De este modo, una sentencia que aplique una regla sin considerar el principio que la modula —o que decide un caso desconociendo el equilibrio entre ambos— incurre en una mala aplicación de la norma jurídica. Y en el marco del nuevo modelo casacional, eso habilita a la Suprema Corte de Justicia a acoger el recurso y corregir el fallo, no por una infracción meramente formal, sino por una deficiencia sustantiva en la justificación jurídica de la decisión, que afecta su conformidad con el derecho en su sentido más completo y constitucional.

IV. La nomofilaxis en clave constitucional: de la legalidad a la juridicidad

En este nuevo marco, el papel de la Corte de Casación se eleva desde una función meramente correctiva de errores legales, hacia una labor nomofiláctica sustancial, que vela por la unidad, coherencia y legitimidad del derecho, no solo en sus aspectos legales, sino también constitucionales y axiológicos.

La doctrina nacional ha captado con claridad esta transición, a saber: “Entre las novedades más interesantes del nuevo régimen casatorio, a partir de la L. 2-23, está el reemplazo, en la construcción del concepto nomofiláctico, de la vieja fórmula referida a la mala aplicación de la ley por la de no conformidad de la sentencia impugnada con las reglas de derecho. (…) Una redacción ambiciosa y omnicomprensiva que, más allá del proceso legal en frío, se extiende al principialismo (…) porque, como enseña Dworkin, el quehacer jurídico no solo se nutre de leyes materiales y procesales. También lo hace de los principios que orbitan a su alrededor, dan sentido a su contenido e, incluso, le anteceden en tiempo y en relevancia”[7].

Esta interpretación no solo es doctrinalmente consistente, sino que se alinea con el principio de interpretación conforme a la Constitución, consagrado en el artículo 6 de la Constitución dominicana, así como con los criterios del control difuso de constitucionalidad que la propia SCJ ha venido desarrollando en sus más recientes jurisprudencias.

En pocas palabras, la casación deja de ser un simple mecanismo para corregir tecnicismos legales y se convierte en una herramienta decisiva para garantizar que las decisiones judiciales sean, al mismo tiempo, legalmente correctas, constitucionalmente legítimas y axiológicamente justas, entendiendo lo justo, en el contexto de la justicia -recordando a Ulpiano-, como dar a cada quien lo que en buen derecho le corresponde.

V. Casación y el Estado constitucional de derecho

En el marco del Estado constitucional, el derecho deja de ser un sistema cerrado de normas positivas para convertirse en un orden abierto a los principios, a la justicia del caso concreto, a la ponderación de valores y a la interpretación conforme a la Constitución y a los derechos fundamentales.

La casación, entonces, se convierte en una herramienta de constitucionalización del derecho común, donde el juez de casación no solo es garante de la legalidad, sino también del contenido sustantivo del orden jurídico, que incluye los valores fundantes del sistema democrático.

Por eso, no ha de sorprender que, en el futuro inmediato, se multipliquen las impugnaciones por violación de principios jurídicos implícitos, y que la SCJ, en ejercicio de su labor nomofiláctica, acoja recursos de casación fundados en tales principios. Hacerlo será una exigencia de coherencia constitucional, no una innovación caprichosa.

Ahora bien, conviene advertir —para disipar cualquier malentendido— que lo anteriormente expuesto no debe interpretarse como una invitación a la inseguridad jurídica. Con frecuencia, ciertos sectores del neopositivismo jurídico, renuentes a aceptar la evolución del derecho hacia un modelo impregnado de constitucionalismo y principios, formulan críticas en torno a una supuesta pérdida de certeza y previsibilidad, alegando que permitir a los jueces flexibilizar —o incluso inaplicar— reglas legales invocando principios abstractos abre la puerta a decisiones arbitrarias o caprichosas.

Esta objeción, sin embargo, parte de una premisa falsa, que confunde la ponderación responsable con el relativismo judicial. Como bien lo ha señalado Manuel Atienza, esa es una falacia que no representa fielmente el pensamiento de quienes —como él mismo o como Robert Alexy— han desarrollado con profundidad la teoría de los principios. No se trata de sustituir las reglas por principios, ni de establecer una jerarquía en la que unos desplacen necesariamente a los otros. El verdadero desafío consiste en saber combinarlos armónicamente, y hacerlo con fundamento, motivación adecuada y solo en los casos que verdaderamente lo exijan.

En efecto, la mayoría de los asuntos judiciales pueden y deben resolverse aplicando las reglas legales de manera directa. Los principiosno desplazan a las reglas en condiciones normales; solo intervienen en casos difíciles, donde se produce una tensión normativa, especialmente entre derechos fundamentales o entre estos y una regla legal cuyo resultado, aplicado mecánicamente, conduciría a una solución materialmente injusta o desproporcionada.

Ese es, precisamente, el valor de los principios jurídicos en el Estado constitucional de derecho: permitir que, en situaciones excepcionales, y mediante una ponderación seria, razonada y debidamente motivada, se llegue a la solución más justa, dentro de los márgenes del propio ordenamiento.

En definitiva, no se trata de debilitar la seguridad jurídica, sino de enriquecerla, haciendo que el derecho positivo no se convierta en una camisa de fuerza, sino en un instrumento al servicio de la justicia. Y eso —ni más, ni menos— es lo que permite el modelo actual: resolver conforme a derecho, cuando sea posible con reglas, y cuando sea necesario, con principios o, incluso, con la combinación de ambos: matizando la aplicación de una regla con base en un principio que lo justifica en el caso concreto.

VI. Conclusión

La Ley núm. 2-23 ha reformulado sustancialmente la naturaleza del recurso de casación en la República Dominicana. Al sustituir la noción de infracción de ley por la de no conformidad con las reglas de derecho, se ha abierto un espacio para el diálogo entre reglas y principios, entre legalidad y juridicidad, entre derecho positivo y valores constitucionales.

Esta mutación exige un nuevo modelo de razonamiento judicial, capaz de trascender el positivismo cerrado y abrazar un derecho vivo, donde las decisiones judiciales sean coherentes no solo con la letra de la ley, sino también con los principios que le dan legitimidad.

La casación dominicana, en esta nueva etapa, se convierte así en instrumento de justicia material, en garantía de integridad jurídica y en vehículo de realización del derecho en su expresión más alta: el respeto a los principios fundamentales que rigen un Estado social y democrático y de derecho.


[1] Cfr DWORKIN, Ronald. Los derechos en serio, p. 146 y sgts.

[2] Cfr ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil, p. 19 y sgts.

[3] Cfr ALEXY, Robert. Teoría de la argumentación jurídica, 2da. edición, p. 349 y sgts.

[4] Cfr ATIENZA, Manuel. Curso de argumentación jurídica, p. 301 y sgts.

[5] Una de dos alternativas se impone al juzgador: o bien armoniza la aplicación de la regla con el principio que la matiza, flexibilizando su alcance mediante una motivación razonada y constitucionalmente fundada; o, en caso de que dicha armonización resulte imposible por una contradicción insalvable con la Constitución, procede a inaplicar la norma, en ejercicio del control difuso de constitucionalidad que la propia Constitución reconoce a todos los tribunales del orden judicial.

[6] “Desconocer la normatividad de los principios procesales equivale a quitar obligatoriedad a su aplicación…” (PEYRANO, Jorge. El proceso civil, p. 40 y sgts.

[7] ALARCÓN, Édynson, Los recursos del procedimiento civil, 4.ª ed., pp. 397-398.

El derecho al libre desarrollo de la personalidad: fundamento, alcance e implicaciones en el Estado constitucional

Resumen

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Una aproximación al derecho al libre desarrollo de la personalidad, destacando que sus únicos límites legítimos son los expresamente previstos por la Constitución: el orden jurídico y los derechos de los demás; resaltando, con base en la jurisprudencia nacional y comparada, que ninguna autoridad (ni nadie) puede restringir este derecho con criterios morales, sociales o ideológicos ajenos al marco constitucional. Una mirada jurídica indispensable para comprender cómo la libertad individual y la dignidad humana se sitúan en el centro del Estado constitucional de derecho.

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Palabras clave

Autonomía, dignidad, Constitución, derechos fundamentales, libre desarrollo de la personalidad, Estado social y democrático, amparo, habeas data, habeas corpus, pluralidad, identidad, igualdad, solidaridad, jurisprudencia constitucional, proyecto de vida.

Contenido

1. Exploración preliminar del tema, 2. Fundamento constitucional y naturaleza jurídica del derecho, 3. Contenido y alcance: entre libertad y dignidad, 4. Límites del derecho: la convivencia, la solidaridad y el orden jurídico, 5. Sujetos del derecho y medios de protección, 6. Implicaciones para las políticas públicas y el diseño institucional, 7. Cierre conceptual.

1. Exploración preliminar del tema

El artículo 43 de la Constitución de la República Dominicana establece que: “Toda persona tiene derecho al libre desarrollo de su personalidad, sin más limitaciones que las impuestas por el orden jurídico y los derechos de los demás”. Esta disposición, aunque breve, encierra uno de los principios más transformadores del constitucionalismo contemporáneo: la afirmación de que cada individuo es titular de un espacio vital autónomo que le permite construir su propio proyecto de vida. Este derecho, de naturaleza compleja, articula libertades fundamentales, autodeterminación y dignidad, y representa una piedra angular en el tránsito hacia un Estado constitucional que reconoce la centralidad del ser humano.

Por la relevancia de esta prerrogativa sustancial que asiste a las personas por su sola condición de tal, resulta de interés analizar su contenido, alcance y límites, a partir de su formulación constitucional y de importantes aportes jurisprudenciales y doctrinales. Destacando las implicaciones prácticas y teóricas de este derecho fundamental, no solo como una garantía negativa frente a la injerencia del Estado, sino como una obligación prestacional que exige condiciones materiales para su ejercicio efectivo.

2. Fundamento constitucional y naturaleza jurídica del derecho

El reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad, como derecho fundamental, eleva a norma constitucional un principio de matriz liberal: el respeto a la autonomía individual como expresión de la dignidad humana. No se trata sólo del derecho a “ser uno mismo”, sino del derecho a convertirse en lo que se quiere ser, en el marco del respeto a los demás y al orden jurídico.

Este derecho no aparece en la Constitución dominicana como un derecho económico o social, pero —como destaca la obra La Constitución de la República Dominicana comentada por jueces y juezas (p. 390)— comparte con estos una profunda vocación prestacional. Esto significa que el Estado no puede limitarse a una actitud de abstención: debe crear condiciones reales, materiales y normativas que hagan posible el despliegue de las capacidades individuales, especialmente en contextos de desigualdad estructural.

En efecto, este derecho exige del Estado políticas públicas que favorezcan —y no limiten irrazonablemente— el ejercicio de la autodeterminación personal, bajo un enfoque de igualdad sustantiva y justicia social.

Por ejemplo, una política educativa que imponga un único modelo de desarrollo vocacional, sin considerar las distintas aptitudes, intereses o identidades culturales de los estudiantes, limitaría el libre desarrollo de la personalidad. Si el sistema educativo privilegia exclusivamente las ciencias exactas o las carreras técnicas, desincentivando o desvalorizando las artes, las humanidades o los deportes, estaría imponiendo una visión reducida del éxito personal, incompatible con la pluralidad de proyectos de vida legítimos que cada individuo puede aspirar a construir.

En cambio, un Estado comprometido con este derecho debe diseñar políticas inclusivas que reconozcan y valoren la diversidad de trayectorias vitales, asegurando condiciones de acceso y permanencia en todos los ámbitos de formación, sin discriminación y con pleno respeto a la autonomía personal.

Otro caso de políticas públicas que afecta el derecho en cuestión sería la implementación de normativas de seguridad ciudadana que, bajo criterios amplios o vagos, permitan la detención o el acoso de personas por su apariencia, forma de vestir o estilo de vida. Este tipo de medidas, muchas veces justificadas en el orden público, terminan afectando desproporcionadamente a jóvenes, artistas urbanos o miembros de subculturas alternativas, coartando su libertad de expresión personal y su derecho a construir una identidad propia.

Tales prácticas, además de vulnerar el principio de igualdad, constituyen una injerencia arbitraria en esferas íntimas de la personalidad y, por tanto, una violación directa al derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad. Un enfoque constitucionalmente adecuado exigiría que las políticas de seguridad se diseñen y apliquen respetando la diversidad y la dignidad de todas las personas, sin criminalizar diferencias legítimas.

3. Contenido y alcance: entre libertad y dignidad

En la sentencia TC/0520/16, el Tribunal Constitucional dominicano ofrece una definición esclarecedora: el derecho al libre desarrollo de la personalidad consiste en “la libertad de hacer o no hacer lo que se considere conveniente”, en tanto proyección de la autonomía personal dentro del marco jurídico. Se trata, en palabras del Tribunal, de un “complemento del desarrollo de la personalidad que integra tanto los derechos especiales relacionados con el ejercicio de las libertades fundamentales, como los derechos subjetivos de poder conducir la propia vida”.

Esta caracterización se alinea con lo expresado por la Corte Constitucional de Colombia en su sentencia T-097/94, donde se resalta que el constituyente quiso proteger explícitamente “la libertad en materia de opciones vitales y creencias individuales”, consagrando un principio de no injerencia institucional en ámbitos de vida privada que no comprometan la convivencia social.

El libre desarrollo de la personalidad, entonces, no es una categoría jurídica abstracta. Su contenido abarca decisiones profundamente personales: la elección de profesión, la orientación sexual, el aspecto físico, la identidad de género, el modo de vida, la vocación religiosa o filosófica e, incluso, decisiones relacionadas con el cuerpo y la salud. Es, en suma, un derecho de status activo, como lo reconoce la sentencia T-532/92 de la Corte Constitucional colombiana, al afirmar que la autodeterminación “exige el despliegue de las capacidades individuales” y se vulnera cuando a la persona se le impide “alcanzar o perseguir aspiraciones legítimas de vida”.

Este carácter activo obliga al Estado a garantizar condiciones para que toda persona pueda ejercer su derecho a ser y vivir como quiera, siempre dentro del respeto al orden jurídico y a los derechos de los demás.

4. Límites del derecho: la convivencia, la solidaridad y el orden jurídico

Como todo derecho fundamental, el libre desarrollo de la personalidad no es absoluto. La Constitución dominicana lo limita expresamente a lo permitido por el “orden jurídico y los derechos de los demás”. Esta idea también ha sido reiterada por la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana, que ha señalado que este derecho “no puede ser entendido como un mecanismo para eludir obligaciones sociales o de solidaridad colectiva”, pues de lo contrario se configuraría un abuso del derecho.

La autodeterminación personal debe, por tanto, armonizarse con los principios de convivencia, la buena fe y el respeto mutuo. No se trata de una licencia para actuar al margen de las normas, sino de una garantía para construir una vida plena sin imposiciones arbitrarias ni modelos únicos de vida impuestos por el Estado, la sociedad o la cultura dominante.

En contexto, no sería procedente, pretextando el libre desarrollo de la personalidad, que una persona se niegue a cumplir con obligaciones legales como el pago de impuestos, la asistencia de menores a la educación obligatoria o el respeto a normas ambientales, alegando que estas cargas interfieren con su estilo de vida o sus creencias personales. Ello porque el ejercicio del derecho a la autodeterminación no exime a nadie de sus deberes para con la sociedad ni autoriza a incumplir mandatos del ordenamiento jurídico. Como ha señalado la Corte Constitucional colombiana, el libre desarrollo de la personalidad no puede convertirse en un refugio para eludir deberes de solidaridad colectiva ni para afectar el interés general. En estos casos, el principio de convivencia y el respeto al bien común prevalecen sobre las preferencias individuales.

Asimismo, no sería admisible que, bajo el amparo del libre desarrollo de la personalidad, una persona justifique conductas discriminatorias o discursos de odio contra otros grupos sociales, alegando que tales expresiones forman parte de su identidad o de su forma de pensar. Si bien este derecho protege la libertad individual y la expresión de la identidad propia, no ampara manifestaciones que lesionen la dignidad o los derechos fundamentales de terceros. El ejercicio legítimo de la autonomía personal debe desarrollarse en un marco de respeto mutuo, donde la libertad de uno no se convierta en instrumento de opresión o exclusión de otro. En ese sentido, la protección constitucional al libre desarrollo de la personalidad no puede ser invocada para legitimar prácticas que vulneren los principios de igualdad, no discriminación y convivencia democrática.

En definitiva, este derecho, como ningún otro derecho fundamental, debe verse de manera absoluta. Sí debe respetarse su contenido esencial —esto es, el núcleo irreductible que garantiza a toda persona la posibilidad de construir libremente su proyecto de vida—, pero de ahí a concebirlo como una potestad sin límites, desligada del marco normativo y de la vida en comunidad, hay una distancia que el constitucionalismo no puede ignorar.

Hay que saber que los derechos fundamentales coexisten en tensión dinámica, y su ejercicio exige una constante armonización con los principios del Estado social y democrático de derecho: la igualdad, la solidaridad, la dignidad de los demás y el interés general. El libre desarrollo de la personalidad no es un privilegio individualista, sino una expresión de la autonomía en contexto, una libertad relacional que sólo adquiere sentido pleno en una sociedad que garantiza a todos —sin distinción— las condiciones materiales, jurídicas y simbólicas para vivir con autenticidad, sin imposiciones, pero también sin abusos.

Por ello, proteger este derecho no es únicamente abstenerse de interferir: es también —y sobre todo— un deber activo del Estado de remover obstáculos y construir entornos donde la diversidad humana no sólo sea tolerada, sino reconocida, respetada y valorada como fundamento de la convivencia democrática.

5. Sujetos del derecho y medios de protección

De acuerdo con la sentencia TC/0245/13 del Tribunal Constitucional dominicano, este derecho es inherente exclusivamente a las personas físicas, y no puede ser invocado por personas jurídicas, lo cual resulta coherente con su fundamento en la dignidad humana y en la autodeterminación subjetiva.

En cuanto a los medios de garantía, el carácter de derecho fundamental del libre desarrollo de la personalidad implica que todos los mecanismos jurisdiccionales para la protección de derechos fundamentales deben estar disponibles para su defensa, tales como el amparo, el hábeas data, entre otros. La denegación o afectación arbitraria de este derecho activa la intervención tutelar de los jueces para restablecer el goce efectivo de la prerrogativa afectada.

Casos prácticos que requerirían de la tutela del derecho de que se trata serían, por ejemplo, aquellos en que una persona es obligada por una institución educativa o por su entorno familiar a seguir un proyecto de vida contrario a sus convicciones, como imponerle una orientación profesional, religiosa o de vida sin su consentimiento. En estos casos, procedería la acción de amparo, al tratarse de una vulneración actual o inminente del núcleo esencial del derecho al libre desarrollo de la personalidad, que exige una respuesta inmediata para evitar un daño irreparable. El amparo permitiría restaurar el ejercicio autónomo de la persona sobre sus decisiones vitales.

De igual forma, si una persona descubre que una entidad pública o privada ha recolectado, almacenado y difundido información sensible —como datos sobre su orientación sexual, identidad de género o convicciones personales— sin su consentimiento y de forma contraria a su voluntad, afectando su derecho a decidir sobre su identidad y vida privada, resultaría procedente la acción de habeas data. Este mecanismo le permitiría acceder a la información que obra en poder de terceros, solicitar su corrección o supresión, y con ello restablecer el control sobre una dimensión esencial de su personalidad.

Por otro lado, en un caso extremo donde una persona sea privada de su libertad —por ejemplo, por negarse a cumplir normas que vulneran su identidad personal, como forzarle a vestir o actuar de determinada forma en razón de su expresión de género—, podría activarse la acción de habeas corpus, si esa privación resulta arbitraria y carente de justificación legal. Aquí, la restricción de la libertad física sería, en el fondo, una manifestación directa de la negación del derecho al libre desarrollo de la personalidad, por lo que el juez competente deberá verificar no solo la legalidad formal de la detención, sino su compatibilidad con los derechos fundamentales implicados.

Estos tres escenarios demuestran que el libre desarrollo de la personalidad, por su estrecha vinculación con la dignidad, la libertad, la intimidad y la autonomía, puede verse afectado de múltiples formas, y por ello debe estar protegido por la más amplia gama de instrumentos jurisdiccionales disponibles en un Estado constitucional de derecho.

6. Implicaciones para las políticas públicas y el diseño institucional

El reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad como derecho fundamental conlleva consecuencias directas para la acción estatal. Toda política pública —educativa, sanitaria, de seguridad, de género, entre otras— debe estar orientada a garantizar y favorecer este desarrollo individual, y no a coartarlo o moldearlo según criterios paternalistas o uniformizantes.

Por ejemplo, una política educativa que imponga modelos únicos de conducta, sin respeto por la diversidad de identidades, vulnera este derecho. Igualmente, la criminalización de prácticas personales que no afectan a terceros, como ciertas manifestaciones de identidad de género, representa una limitación irrazonable e inconstitucional.

Este enfoque exige un Estado que respete la pluralidad, que no imponga modelos de vida, y que actúe como garante de las condiciones materiales para que cada persona pueda desarrollar su existencia conforme a su proyecto vital.

Es deseable, por todo lo anterior, que las políticas públicas incorporen de manera transversal el enfoque de respeto al libre desarrollo de la personalidad, no como un principio abstracto, sino como un criterio operativo de legitimidad constitucional. Esto implica que, en el diseño, implementación y evaluación de toda medida estatal, se analice su impacto en la autonomía individual y se eviten decisiones que estandaricen las trayectorias vitales o reproduzcan estereotipos que limiten la diversidad humana.

El Estado no debe ser un agente homogeneizador de conductas, sino un garante activo de la libertad personal en contextos de igualdad real, promoviendo espacios donde cada quien pueda construir su identidad, tomar decisiones significativas y vivir conforme a sus propias convicciones, sin temor a sanción, estigmatización o exclusión. En un verdadero Estado constitucional de derecho, el respeto al libre desarrollo de la personalidad no es sólo un ideal, sino una obligación jurídica que orienta tanto la acción gubernamental como la cultura institucional.

7. Cierre conceptual

El derecho al libre desarrollo de la personalidad, consagrado en el artículo 43 de la Constitución dominicana, representa una manifestación concreta del principio de dignidad humana y del ideal de libertad individual en un marco de justicia social. Su ejercicio implica tanto una garantía frente a las injerencias indebidas del poder público como una exigencia al Estado para remover obstáculos estructurales que impiden su goce efectivo.

La jurisprudencia constitucional, tanto dominicana como comparada, ha contribuido a precisar su alcance: se trata de un derecho fundamental, activo, no absoluto, que debe interpretarse armónicamente con los demás derechos y principios del Estado constitucional. En última instancia, su garantía efectiva exige una profunda transformación del enfoque estatal: del control a la habilitación, de la uniformidad a la pluralidad, del autoritarismo a la autonomía.

Proteger este derecho es, en esencia, afirmar que toda vida humana tiene valor por el solo hecho de ser vivida conforme a los dictados de la propia conciencia, dentro de un marco de respeto, igualdad y solidaridad. Como diría un poeta, en este caso, uno enamorado de la libertad y la dignidad humana, cada persona es una llama única en el vasto incendio de la existencia, y negarle el derecho a arder con su propia forma, con su propio ritmo, es apagar algo irremplazable en el universo. Proteger el libre desarrollo de la personalidad es, entonces, custodiar esa chispa irrepetible que convierte la vida humana en una obra en constante creación, donde nadie —ni el Estado, ni la costumbre, ni la mayoría— tiene el derecho de dictar el guion ajeno. Porque toda vida tiene derecho no solo a ser vivida, sino a ser elegida.

Por qué Zagrebelsky sostiene que el derecho es dúctil?

Es fundamental, al abordar los debates contemporáneos del mundo jurídico, comprender en profundidad el pensamiento de los grandes precursores de tesis influyentes. Tal es el caso del jurista italiano Gustavo Zagrebelsky, quien, en una de sus obras más emblemáticas, sostiene —y así la titula— que el derecho es dúctil. ¿Por qué afirma esto? Porque, en efecto, el derecho no es una estructura rígida, sino un sistema abierto que debe adaptarse con sensibilidad a la complejidad del mundo real, sin perder su vocación normativa. De esta concepción se desprenden numerosos elementos clave del constitucionalismo contemporáneo: la tensión entre estabilidad y cambio, la apertura al diálogo democrático y la necesidad de interpretar el derecho a la luz de los valores constitucionales.

En palabras llanas, ha dicho que el derecho es “dúctil/moldeable”, porque su estructura está conformada por principios y valores que, lejos de operar en términos absolutos, exigen una convivencia armónica dentro del sistema jurídico. Ello implica que ninguno puede imponerse de manera incondicionada, pues su vigencia efectiva se materializa en diálogo con los demás principios que coexisten en el ordenamiento. Es la casuística la que orienta al intérprete sobre cuál de ellos ha de prevalecer en una situación concreta, conforme a las técnicas de ponderación y razonabilidad.

Ahora bien, esta ductilidad no significa relativismo ilimitado. Cada principio y cada valor contienen un “núcleo esencial” o “contenido duro” que debe permanecer incólume. Dicho núcleo no admite sacrificio ni supresión, aun cuando se produzca una modulación en su alcance aplicativo.

Así, por ejemplo, la libertad de expresión puede ser objeto de restricciones razonables y proporcionadas cuando entra en tensión con derechos como el honor o la intimidad, pero nunca puede aniquilarse hasta el punto de vaciarla de contenido o impedir la crítica legítima. De igual modo, el derecho de propiedad puede admitir limitaciones por razones de utilidad pública o interés social, mas no puede desconocerse su reconocimiento mismo ni despojar de toda protección al titular.

En suma, la ductilidad del derecho responde a la necesidad de articular un sistema de convivencia normativa que, siendo flexible y abierto a la ponderación, conserva como intangible el núcleo esencial de los principios y valores que lo integran.

Y más allá de principios y valores, la ductilidad alcanza también a las reglas. En efecto, aunque las reglas son mandatos absolutos, coexisten con principios y valores; por ello, en ciertos casos deben interpretarse o incluso ceder ante un principio superior. Ejemplo: la regla procesal que fija plazos estrictos puede flexibilizarse cuando, de aplicarse sin excepción, se vulneraría el principio de tutela judicial efectiva. Por citar un caso.

En conclusión, Zagrebelsky, al decir que el derecho es dúctil, nos invita a concebir el orden jurídico no como un sistema cerrado y autosuficiente, sino como una práctica interpretativa en constante diálogo con la realidad social, los principios constitucionales y la dignidad humana. Y, ciertamente, en el Estado constitucional de derecho, esta ductilidad no implica relativismo ni arbitrariedad, sino una exigencia de responsabilidad hermenéutica: interpretar el derecho a la luz de los principios y valores fundantes de la Constitución, en un equilibrio siempre dinámico entre certeza y justicia, entre legalidad y legitimidad.

¿Es acertado hablar hoy de asuntos de “estricta legalidad”?

Una reflexión desde la teoría del derecho y el constitucionalismo contemporáneo

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Lo más riguroso hoy no es sostener la “estricta legalidad” como categoría cerrada, sino hablar de una legalidad en clave constitucional, dúctil y abierta a la ponderación de principios. El derecho actual exige que los jueces interpretan y apliquen las leyes bajo el prisma de la Constitución; de lo contrario, caemos en un positivismo rígido que ya no se corresponde con el paradigma constitucional.

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Palabras clave

Constitucionalismo, legalidad, supremacía constitucional, juez constitucional, control difuso, derechos fundamentales, ponderación, principios, justicia material, interpretación, Estado social y democrático de derecho, motivación judicial, proporcionalidad, seguridad jurídica, casuística.

Contenido

I. Introducción, II. La noción clásica de “estricta legalidad”,III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución, IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios, V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional,VI. Conclusión.

I. Introducción

La evolución del Estado de derecho ha estado marcada por la tensión entre la legalidad y la constitucionalidad. Mientras en el siglo XIX predominó el paradigma del Estado legal, caracterizado por la sumisión absoluta a la ley como expresión de la soberanía popular, el constitucionalismo del siglo XX y XXI ha desplazado dicho esquema hacia uno en el que la Constitución constituye el centro de validez y legitimidad del ordenamiento. Surge así la pregunta: ¿es sostenible, en rigor técnico jurídico, seguir hablando de “estricta legalidad” como categoría autónoma, o toda legalidad debe ser comprendida bajo la luz de la Constitución?

No obstante, persisten corrientes de pensamiento —particularmente ciertas vertientes del neopositivismo jurídico— que se resisten a este tránsito del Estado legal al Estado constitucional de derecho. Desde esas posturas, se intenta desacreditar el carácter expansivo de la Constitución, tildando peyorativamente esta transformación como “constitucionalitis” o una hipertrofia del control constitucional, como si se tratara de una deformación indeseable del sistema jurídico.

Tales críticas, sin embargo, desconocen un hecho fundamental: la Constitución no es un mero conjunto de principios políticos o una declaración de aspiraciones, sino una norma jurídica en sentido pleno, vinculante, jerárquicamente suprema y directamente aplicable. En este sentido, la Constitución no solo debe ser observada como cualquier otra norma, sino que constituye la ley sustantiva por excelencia, la ley de leyes. Por tanto, todo intento por reivindicar la idea de una “estricta legalidad” desligada del marco constitucional no solo resulta anacrónico, sino también técnicamente insostenible en el derecho del siglo XXI. Esta tensión, y las implicancias que de ella se derivan, serán objeto de las reflexiones que siguen.Principio del formulario

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II. La noción clásica de “estricta legalidad”

El principio de legalidad, en su concepción clásica, implicaba que el juez debía aplicar la ley sin más, sin margen para valoraciones subjetivas ni para contraponer principios o consideraciones metajurídicas. Esta idea responde a una visión positivista del derecho, vinculada al modelo del Estado legal de derecho, donde la certeza y la previsibilidad se aseguraban por la obediencia estricta a la norma legal, independientemente de su contenido axiológico.

En este esquema, el juez era “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, parafraseando a Montesquieu. La justicia material se subordinaba a la seguridad jurídica formal. En otras palabras, conforme a los postulados del Estado legal de derecho, la legalidad se agotaba en la ley formalmente válida, sin atender a su conformidad con principios superiores; en tanto que, en el vigente Estado constitucional de derecho, la legalidad se encuentra subordinada a la constitucionalidad, lo que equivale a decir que la validez y aplicabilidad de toda norma jurídica dependen de su compatibilidad con la Constitución como norma suprema del ordenamiento.

Evocando a Manuel Atienza, el paso del Estado legal al Estado constitucional supone que el derecho ya no se identifica exclusivamente con el conjunto de normas dictadas por el legislador, sino que incluye también los principios y valores constitucionales que operan como criterios de validez y de corrección jurídica. Y, en efecto, hay que insistir en que la legalidad, en el Estado constitucional, no se agota en la fidelidad a la norma legal, sino que exige una interpretación conforme a la Constitución, orientada por los principios de justicia material, dignidad humana y derechos fundamentales. Esta transformación impone al juez un rol activo en la realización del derecho (que trasciende la ley adjetiva), ya no como mero aplicador mecánico de la ley, sino como garante de la supremacía constitucional.

Ahora bien, afirmar que en el Estado constitucional el juez ya no es una “boca que pronuncia las palabras de la ley” no significa convertirlo en un soberano del derecho, libre de toda atadura normativa. No se trata, en modo alguno, de habilitar un Poder Judicial que haga y deshaga a su arbitrio. Todo lo contrario: el juez constitucional está sujeto a límites precisos, siendo el primero y más importante de ellos la propia Constitución. Sus decisiones deben estar debidamente motivadas, pues sin motivación suficiente no hay control, y sin control hay arbitrariedad; y la arbitrariedad —por definición— es inconstitucional. Ningún tribunal puede justificar una actuación contraria al texto o a los principios constitucionales sin violentar la esencia misma del Estado de derecho.

Además, es fundamental recordar que el rol activo del juez en la interpretación constitucional no le permite ignorar las reglas legales cuando estas sean claras, aplicables y suficientes para resolver el caso. La intervención principialista o axiológica solo encuentra justificación en los denominados “casos difíciles”, aquellos en los que existe una tensión real entre derechos fundamentales o donde las normas legales resultan insuficientes, equívocas o conducen a soluciones injustas o inconstitucionales.

En tales escenarios, los principios constitucionales no solo permiten, sino que exigen una labor interpretativa más profunda, guiada por la finalidad del derecho: la protección de la dignidad humana, la justicia material y la preservación del orden constitucional. Así entendido, el juez constitucional no se erige como un creador caprichoso de normas, sino como un garante de la supremacía constitucional y del equilibrio entre legalidad, legitimidad y justicia.

III. El giro constitucional: de la ley a la Constitución

La consolidación del Estado constitucional de derecho supuso un cambio de paradigma. La Constitución dejó de ser un texto político programático para convertirse en una norma jurídica vinculante y suprema. En el caso dominicano, el artículo 6 de la Constitución establece la nulidad de toda norma contraria a la Carta Magna, lo que evidencia que la validez de la ley está supeditada a su conformidad con la Constitución.

Este giro implica que el principio de legalidad no puede desligarse del principio de constitucionalidad. El juez, al aplicar la ley, no se limita a ejecutar su tenor literal, sino que debe interpretarla conforme a la Constitución e, incluso, inaplicarla cuando resulte incompatible con esta (control difuso). Así, la legalidad deja de ser estricta para convertirse en legalidad constitucionalizada.

Imaginemos, entonces, que en plena era digital, en un contexto de avances tecnológicos, sociales y culturales sin precedentes, se pretenda seguir insistiendo en una concepción de “estricta legalidad” desvinculada de la Constitución. ¿Cómo podrían resolverse, exclusivamente con reglas legales, casos complejos como los que involucran el uso de inteligencia artificial en decisiones administrativas, el tratamiento masivo de datos personales, la libertad de expresión en plataformas digitales, o los conflictos entre libertad religiosa y derechos de minorías? En estos escenarios, donde se tensionan principios y derechos fundamentales, pretender una solución puramente reglada sería sencillamente insuficiente y, en muchos casos, injusta.

El fin de la actividad judicial, como señala Vigo, es alcanzar la justicia a través del derecho; y el derecho, más allá de la ley, comprende también los principios constitucionales, los valores democráticos y los derechos fundamentales. La ley, por tanto, ya no es el único parámetro de juridicidad: debe ser entendida e interpretada a la luz del marco constitucional que le da sentido y legitimidad.

Por eso, hay que insistir en que el principio de legalidad, en un Estado constitucional, ya no puede operar como una categoría cerrada, aislada o autosuficiente. La legalidad es constitucionalizada, y con ello, el juez no solo aplica normas, sino que realiza el derecho, garantizando que cada decisión sea respetuosa de la supremacía constitucional, de los derechos fundamentales y de la justicia material. Esta es la única vía para que el derecho no se convierta en una técnica vacía, sino en un instrumento de dignidad y libertad en las sociedades contemporáneas.

IV. La ductilidad del derecho y el rol de los principios

Como señala Zagrebelsky en El derecho dúctil, el derecho contemporáneo no se compone únicamente de reglas rígidas, sino también de principios y valores, los cuales carecen de carácter absoluto y exigen una labor de ponderación. De ahí que la aplicación judicial no pueda reducirse a la subsunción automática en la norma legal: requiere un ejercicio hermenéutico complejo, donde la razonabilidad, la proporcionalidad y la justicia material tienen un rol determinante.

Los principios constitucionales —igualdad, dignidad, justicia, utilidad social— actúan como criterios de validez y corrección de la ley. Por tanto, la ley no se agota en su formalidad, sino que debe armonizarse con el conjunto de valores superiores del ordenamiento.

Los neopositivistas insisten en que a los jueces hay que “atarlos cortito”, argumentando que estos no deben ponderar principios y valores libremente, sino que la ley debe delimitar expresa y estrictamente cómo y hasta dónde pueden llegar en su labor interpretativa. Según esta crítica, si se acepta que cualquier principio puede derrotar una regla, entonces el juez tendría una discrecionalidad ilimitada, lo que abriría la puerta a decisiones arbitrarias, justificadas bajo principios seleccionados de forma antojadiza. Esta visión revela, en el fondo, una desconfianza estructural hacia el poder judicial —una suerte de temor a la “gobernanza de los jueces”— que, hay que decirlo, es un sentir crónico desde las bases mismas del positivismo clásico y su rechazo al judicialismo.

Pero lo cierto es que, en el Estado constitucional de derecho, no se concibe al juez como un sujeto caprichoso o activista sin límites, ni tampoco como un mero ejecutor de textos legales. El juez constitucional es, ante todo, un garante de la supremacía normativa de la Constitución y de los derechos fundamentales. No se trata de “atarlo cortito”, sino de exigirle motivación rigurosa, sujeción a estándares de razonabilidad y fidelidad a los principios y valores constitucionales. La ponderación no es licencia para decidir arbitrariamente, sino una técnica jurídica con estructura argumentativa que permite resolver conflictos normativos complejos en contextos donde las reglas legales resultan insuficientes o contradictorias.

Por tanto, todo lo contrario: lejos de reducir su función, en el Estado constitucional el juez ve ampliadas sus responsabilidades hermenéuticas y de control. No para sustituir al legislador, sino para garantizar que toda decisión jurídica —aun basada en la ley— sea conforme con la Constitución, que es la norma suprema del ordenamiento. La confianza no debe depositarse exclusivamente en el texto de la ley, sino en un sistema de garantías donde el juez cumple un rol esencial como intérprete último del sentido constitucional del Derecho.

En este contexto, es importante destacar que el sistema constitucional dominicano presenta una particularidad que lo distingue incluso frente a esquemas europeos de control concentrado: en la República Dominicana, todos los jueces del Poder Judicial son, en efecto, jueces constitucionales. Esto se debe a la existencia de un sistema de control de constitucionalidad difuso, reconocido expresamente por la Constitución, que les permite inaplicar, en el caso concreto, cualquier norma legal que consideren incompatible con el texto constitucional.

Esta facultad no es una excepción ni una prerrogativa extraordinaria, sino una manifestación directa de la supremacía constitucional consagrada en el artículo 6 de la Carta Magna. La Constitución no solo autoriza, sino que ordena a todos los jueces “decir el Derecho” conforme a su contenido, lo que supone un mandato de interpretación y aplicación constante bajo la óptica del Estado social y democrático de derecho que la misma Constitución define como su modelo político-jurídico.

Y esto implica, a su vez, que el derecho no se reduce a la ley, ni la labor judicial se limita a la subsunción mecánica. Supone asumir que, tal como hemos venido sosteniendo, la Constitución no es un texto decorativo ni una declaración política de intenciones, sino la norma fundamental que informa y rige todo el ordenamiento. Por tanto, los jueces dominicanos, en su función cotidiana, están llamados no solo a aplicar la ley, sino a garantizar que esta se aplique conforme a los principios de dignidad, igualdad, justicia social y democracia sustantiva que la Constitución reconoce y protege. Así entendido, el control difuso no es un privilegio judicial, sino una responsabilidad constitucional indeclinable.

V. La tensión entre seguridad jurídica y justicia constitucional

El rechazo a la noción de “estricta legalidad” no significa negar la importancia de la seguridad jurídica. De hecho, quienes defienden su vigencia alegan que la apertura de los jueces a principios puede dar lugar a un activismo judicial desbordado, debilitando la certeza del derecho y transfiriendo al juez un poder discrecional que podría sustituir al legislador.

No obstante, la respuesta del constitucionalismo es clara: el límite al poder judicial no se encuentra en la “estricta legalidad”, sino en la fidelidad a la Constitución. El juez no aplica su propia justicia, sino la justicia constitucional. Así, se equilibra la seguridad jurídica con la supremacía constitucional.

Es tan categórica la expansión constitucional en los sistemas jurídicos contemporáneos, que ya no es posible concebir la legalidad como un espacio autónomo y autosuficiente, desligado de los principios, valores y derechos fundamentales consagrados en la Constitución. La ley, para ser válida y aplicable, debe no solo emanar del procedimiento formal adecuado, sino también respetar sustancialmente el contenido constitucional.

Por eso, la seguridad jurídica del Estado constitucional no se garantiza por el apego ciego a la literalidad de la norma, sino por la coherencia entre la actuación judicial, la ley y la Constitución. El juez no puede —ni debe— sustituir al legislador, pero tampoco puede convertirse en un ejecutor irreflexivo de normas legales inconstitucionales. Su rol consiste en integrar el ordenamiento jurídico bajo la guía de la supremacía constitucional, aplicando la ley en tanto sea conforme a ella, y asegurando que sus decisiones estén debidamente motivadas, fundadas y orientadas por la justicia constitucional, no por subjetividades ni arbitrios.

En definitiva, el rechazo a la “estricta legalidad” no debilita el Estado de derecho; al contrario, lo fortalece, al subordinar toda función jurisdiccional al marco constitucional, garantizando un equilibrio entre certeza normativa, legitimidad democrática y justicia material. Y es que la violación de derechos fundamentales no puede analizarse en abstracto ni resolverse exclusivamente con base en reglas generales y predeterminadas. Por su propia naturaleza, los derechos fundamentales operan en contextos específicos, muchas veces conflictivos entre sí, y su eventual vulneración requiere un análisis casuístico, es decir, caso por caso, atendiendo a las particularidades fácticas, jurídicas y axiológicas de cada situación concreta.

Este carácter casuístico es inherente a la estructura misma de los derechos fundamentales, los cuales —a diferencia de las reglas legales— no se aplican de forma automática, sino que requieren ponderación, interpretación sistemática y un juicio de proporcionalidad que permita armonizar los distintos bienes constitucionales en juego. Pretender resolver conflictos de derechos únicamente a partir de reglas generales, pretextando que se trata de un ámbito de “estricta legalidad”, sin atender a las circunstancias específicas del caso, conduce irremediablemente a soluciones injustas, ineficaces y contrarias a la finalidad misma del Estado constitucional de derecho.

En efecto, la tutela judicial efectiva, reconocida como pilar del Estado de derecho, exige no solo acceso a un juez, sino también una respuesta razonada, fundada y ajustada a la Constitución. Y esto no es posible sin un margen de apreciación judicial que permita valorar el contexto, identificar la existencia o no de una restricción indebida a un derecho fundamental y determinar si dicha restricción es legítima, necesaria y proporcionada.

Por tanto, la interpretación judicial rígida, atada únicamente a reglas legales abstractas, resulta incompatible con una comprensión moderna y garantista de los derechos fundamentales. En el Estado constitucional, la legalidad -hay que insistir en eso- no puede ser un obstáculo para la justicia material, y la labor del juez consiste precisamente en transformar el mandato normativo en soluciones jurídicas que concreten los derechos constitucionales en situaciones reales. La regla general es punto de partida, no de llegada; el destino final es siempre la justicia conforme a la Constitución.

VI. Conclusión

En el contexto del constitucionalismo contemporáneo, sostener la existencia de una “estricta legalidad” desligada de la Constitución resulta anacrónico. El derecho actual exige comprender la legalidad como legalidad constitucionalizada, es decir, como una legalidad filtrada por los valores, principios y derechos fundamentales consagrados en la Carta Fundamental de la nación.

La ley solo puede ser legítima si es justa y útil, como ordena la propia Constitución dominicana (Art. 40.15), y su aplicación debe estar mediada por la razonabilidad y la proporcionalidad. De ahí que el juez, lejos de ser un autómata de la norma, se convierte en garante de la supremacía constitucional, asumiendo que el derecho es, como diría Zagrebelsky, esencialmente dúctil.

La estricta legalidad, en sentido decimonónico, cede su lugar a la juridicidad constitucional, donde la certeza y la justicia no se conciben como opuestas, sino como dimensiones complementarias de un mismo ideal jurídico.

La infracción procesal y el interés casacional objetivo: el giro de la jurisprudencia dominicana y su armonía con la evolución del modelo español

Resumen

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La jurisprudencia dominicana ha dado un giro trascendental en la interpretación del recurso de casación, al exigir que las infracciones procesales también acrediten un interés casacional objetivo. Este cambio alinea nuestro sistema con la evolución reciente del modelo español, cuya normativa inspiró la Ley 2-23. Se analiza este viraje jurisprudencial, su justificación legal y su coherencia con la reforma española que eliminó el recurso extraordinario por infracción procesal como vía autónoma. Un abordaje imprescindible para comprender hacia dónde se encamina el control casacional en la República Dominicana.

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Palabras clave

Casación, infracción procesal, interés casacional, interés objetivo, interés presunto, admisibilidad, jurisprudencia, reforma, España, República Dominicana, Ley 2-23, Suprema Corte de Justicia, unificación, derogación, derecho comparado, eficiencia procesal

Contenido

I.- Mirada preliminar, II.- La evolución del modelo español: de la dualidad de recursos a la unificación casacional, III.- El precedente dominicano: ¿interés presunto en infracción procesal?, IV.- El giro jurisprudencial dominicano: sintonía con la evolución española, V.- Conclusión.

I.- Mirada preliminar

La jurisprudencia dominicana, basada en la Ley núm. 2-23, sobre el Recurso de Casación (y viendo la situación de España antes de la reforma del 2023) reconocía a la infracción procesal, como fundamento de la admisibilidad de la casación, un interés presunto[1]. Esta interpretación fue desvinculándose progresivamente del sistema jurídico español que sirvió de referencia a nuestra normativa. En efecto, a partir de las reformas introducidas en España mediante el Real Decreto-ley 5/2023 y completadas con el RDL 6/2023, el sistema español eliminó el recurso extraordinario por infracción procesal como vía autónoma, integrando estas infracciones en el propio recurso de casación y sujetándolas a la prueba del interés casacional[2].

Es precisamente en este contexto que debe enmarcarse el giro jurisprudencial reciente en la República Dominicana, en virtud del cual se establece que la infracción procesal también requiere demostrar interés casacional objetivo para acceder a la casación. Este viraje en la doctrina jurisprudencial de nuestra Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, no solo representa una evolución coherente con la lógica del sistema de la Ley 2-23, sino también una muestra de la armonía interpretativa entre la jurisprudencia dominicana y la legislación comparada, especialmente la española.

II.- La evolución del modelo español: de la dualidad de recursos a la unificación casacional

Durante más de dos décadas, el ordenamiento procesal civil español contempló la coexistencia de dos vías recursivas extraordinarias: el recurso de casación y el recurso extraordinario por infracción procesal, este último regulado en los artículos 468 a 476 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), y activable en supuestos de vicios formales o procesales graves.

Este esquema binario se sustentaba en la distinción tradicional entre infracciones sustantivas (materia de casación) e infracciones procesales (materia del recurso por infracción). No obstante, la práctica judicial evidenció múltiples dificultades derivadas de esa dicotomía: confusión en la identificación de las normas infringidas, solapamientos de argumentos y complicaciones en el acceso a la casación, especialmente cuando la cuestión debatida presentaba tanto implicaciones de forma como de fondo.

Estas tensiones motivaron la aprobación del Real Decreto-ley 5/2023, cuya reforma entró en vigor el 29 de julio de 2023, integrando por completo las infracciones procesales dentro del recurso de casación. Esta integración se vio finalmente consolidada mediante el Real Decreto-ley 6/2023, con efectos desde el 20 de marzo de 2024, al vaciar de contenido los artículos 468 a 476 de la LEC y su disposición final 16.ª. Así, desde esa fecha, todas las infracciones, tanto procesales como sustantivas, deben canalizarse a través del recurso de casación, y en ambos casos, demostrar la existencia de un interés casacional.

Esta transformación ha convertido el interés casacional en el eje central del sistema recursivo español, eliminando cualquier presunción automática de su concurrencia, incluso en materia procesal.

III.- El precedente dominicano: ¿interés presunto en infracción procesal?

En la práctica dominicana, la jurisprudencia inicial que interpretó la Ley 2-23 asumió que la infracción procesal tenía un interés casacional implícito o presunto, aun cuando la ley no lo expresaba textualmente. Esta visión se apoyaba indirectamente en el artículo 10.1 de nuestra Ley núm. 2-23, que enumera las materias de casación exentas de acreditar interés casacional, sin mencionar la infracción procesal, pero admitiendo su inclusión por vía interpretativa.

Dicho razonamiento encontraba eco en el antiguo modelo español, vigente hasta mediados de 2023, en el que la infracción procesal gozaba de un régimen propio, independiente del interés casacional, al canalizarse por una vía distinta a la casación.

Sin embargo, con la eliminación definitiva del recurso extraordinario por infracción procesal en España, esta lectura quedó desfasada respecto al modelo que inspiró el diseño de la Ley 2-23, lo que generaba una discordancia entre la norma dominicana y su jurisprudencia interpretativa.

IV.- El giro jurisprudencial dominicano: sintonía con la evolución española

Frente a esta disonancia, la jurisprudencia dominicana ha dado recientemente un giro doctrinal importante: ha establecido que la infracción procesal debe aparejar también un interés casacional objetivo, al igual que las infracciones sustantivas[3].

Este nuevo enfoque responde a una doble lógica jurídica:

  1. Sistemática interna: La Ley núm. 2-23 estructura el recurso de casación como un recurso único y unificado, en el que el interés casacional constituye la regla general de admisibilidad. No existe previsión normativa que exceptúe expresamente a la infracción procesal, lo que obliga a tratarla con los mismos estándares de admisión.
  2. Coherencia comparada: España, país cuya legislación procesal inspiró la redacción de la Ley 2-23, ha suprimido el recurso por infracción procesal como vía autónoma, sujetando su conocimiento al mismo filtro casacional. De esta forma, el cambio jurisprudencial dominicano sigue el rastro jurídico del ordenamiento español, manteniendo una necesaria unidad conceptual entre ambos sistemas.

Este alineamiento doctrinal no es simple mimetismo. Es una apuesta por la coherencia técnica, la seguridad jurídica y la consolidación de un sistema de acceso a la casación centrado en criterios objetivos, que permita a nuestra Suprema Corte de Justicia, en este caso su Primera Sala, enfocarse en aquellas controversias que presentan verdadera trascendencia jurídica para el ordenamiento.

V.- Conclusión

La evolución jurisprudencial reciente en la República Dominicana, al exigir la acreditación del interés casacional objetivo en los recursos por infracción procesal, no solo actualiza la interpretación del texto legal a la luz de su finalidad y sistematicidad, sino que también la armoniza con el modelo español vigente, fuente de inspiración directa de la Ley 2-23.

Este cambio no debe verse como una ruptura, sino como una evolución natural del sistema dominicano, que madura hacia un modelo de casación más racional, selectivo y eficiente, donde el recurso extraordinario cumple su verdadera función: garantizar la uniformidad del derecho y la protección del interés general, sin convertirse en una tercera instancia encubierta.


[1] Sentencia SCJ, 1ra. Sala, núm. SCJ-J-PS-231869, del 31 de agosto del 2023, B.J. núm. 1353, pp. 2803-2811.

[2] Ver en línea: Apostillas a nuestro abordaje titulado “La infracción procesal en el marco de la casación y el riesgo de legislar desde la interpretación” (https://yoaldo.org/?p=1033)

[3] Sentencia SCJ, 1ra. Sala, núm. SCJ-PS-25-1664, del 29 de agosto del 2025.

Apostillas a nuestro abordaje titulado “La infracción procesal en el marco de la casación y el riesgo de legislar desde la interpretación”

Resumen

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Se aborda el giro jurisprudencial de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia sobre la infracción procesal como fundamento de admisibilidad de casación, cuestionando su anterior inclusión pretoriana en el interés casacional presunto y valorando positivamente su reubicación en el interés casacional objetivo, como garantía de seguridad jurídica y respeto al rol del legislador.

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Palabras clave

Casación, Ley núm. 2-23, jurisprudencia, admisibilidad, infracción procesal, interpretación, interés casacional, interés objetivo, interés presunto, reforma procesal, seguridad jurídica, Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, doctrina jurisprudencial, legalidad, Estado constitucional de derecho, presunción legal, función judicial, competencia legislativa.

Contenido

I.- Aproximación crítica a la infracción procesal como causal de admisibilidad en casación: notas a una reflexión anterior a la luz de un reciente giro jurisprudencial, II.- Una interpretación sin asidero legal claro, III.- Una intención loable, una vía inadecuada, IV.- Un giro jurisprudencial saludable, V.- Conclusión: legislar desde la interpretación no es el camino

I.- Aproximación crítica a la infracción procesal como causal de admisibilidad en casación: notas a una reflexión anterior a la luz de un reciente giro jurisprudencial

En un análisis anterior, bajo el título “La infracción procesal en el marco de la casación y el riesgo de legislar desde la interpretación”, criticábamos con énfasis una peligrosa tendencia que se advertía en la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia dominicana: la habilitación de la “infracción procesal” como causa casacional presunta, a partir de una interpretación extensiva del artículo 12 de la Ley núm. 2-23 sobre el Recurso de Casación. Esta práctica, si bien impulsada por motivaciones legítimas y pragmáticas, ya que muchos de los casos -si acaso la mayoría- versaban sobre infracciones procesales (deficiente motivación, etc.), suponía una suerte de legislación por vía pretoriana que, lejos de coadyuvar al propósito de la reforma, parecía contradecirlo.

Recordemos que el espíritu de la Ley 2-23 era claro: racionalizar el acceso a la casación, reducir la histórica carga recursiva que obstaculiza el rol esencial del Poder Judicial —la tutela judicial efectiva y oportuna— y limitar el recurso extraordinario únicamente a los casos expresamente previstos por el legislador. En ese marco, nos resultaba particularmente desafortunado que se abriera, por vía interpretativa, una compuerta que invitaba a una potencial avalancha de recursos, al entenderse que la infracción procesal constituía una causa casacional por interés presunto, pese a que la ley no lo contemplaba de manera expresa.

II.- Una interpretación sin asidero legal claro

Lo cuestionable no era solo la apertura del recurso en sí, sino el mecanismo utilizado para justificarla. La jurisprudencia se apoyaba en el artículo 12 de la Ley 2-23, disposición que, en rigor, versa sobre los fundamentos del recurso, esto es, sobre el estudio de sus méritos, y no sobre su admisibilidad. Esta distinción no es menor. Utilizar una norma que regula el fondo del análisis para inferir consecuencias procesales relativas a la admisión del recurso, implica una desviación metodológica grave que erosiona la seguridad jurídica. Pero, como todo tiene un porqué, suponemos que eso fue así siguiendo la línea española, que con la reforma del 2023, mediante el Decreto-ley 5/2023, materializado luego por el Decreto-ley 6/2023, que entró en vigor el 20 de marzo del 2024, unificó lo que era la infracción procesal con el recurso de casación, dejando de ser la primera un recurso independiente; de suerte que la casación española abarcaría tanto aspectos sustantivos como procesales.

Así, como el artículo 12 de nuestra Ley 2-23, de Recurso de Casación, emplea el término “infracción”, como causa de casación, precisando -tipo España- que comprende tanto el fondo como la forma, bueno, pues ese parecía el artículo más idóneo para echarle mano, a fines de construir la noción de “infracción procesal”. Pero como con la reforma española se requiere que para fundar la procedencia de la “infracción procesal” (ahora vista dentro de la casación) la prueba del interés casacional, pues en ello probablemente se inspiró el giro que ahora comentamos, en el sentido de dejar de calificar como “interés presunto” la infracción procesal, pasando a incluirla en el interés objetivo.

III.- Una intención loable, una vía inadecuada

No desconocíamos entonces —ni lo hacemos ahora— que la intención de la Suprema Corte de Justicia respondía a una realidad palmaria: un gran número de recursos de casación, si no la mayoría, versaban sobre supuestas infracciones procesales (motivación deficiente, omisión de estatuir, etc.). El intento de dar respuesta a esa problemática era comprensible. Sin embargo, advertíamos que la vía elegida no era la adecuada.

Crear una categoría de “interés casacional presunto” para las infracciones procesales, sin base legal expresa, no solo abría una puerta que la ley intentaba cerrar, sino que sentaba un precedente inquietante: la potestad de los jueces de legislar por la vía pretoriana. En otras palabras, el riesgo era instaurar una costumbre pretoriana de legislar desde la interpretación, lo cual constituye una amenaza para la separación de poderes y para la seguridad jurídica. Una cosa es armonizar reglas y principios, a fines de llegar a la justicia, tal como propone un derecho dúctil en el Estado constitucional de derecho, y otra cosa es agregar algo que debe estar -objetivamente- en la ley para ser “presunto”, y que no está.

IV.- Un giro jurisprudencial saludable

Recientemente, sin embargo, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia, mediante la sentencia número SCJ-PS-25-1664, del 29 de agosto del 2025, ha rectificado su postura. En lo que constituye un importante viraje jurisprudencial, la referida alta Corte ha determinado que la infracción procesal deja de considerarse como interés casacional presunto y pasa a integrarse expresamente dentro del interés casacional objetivo, en virtud del artículo 10.3 de la Ley 2-23. Como hemos dicho, esta fórmula es la planteada en la nueva casación española, reformada en el 2023, que suprime la “infracción procesal” como recurso extraordinario autónomo, incluyéndola en la casación, como recurso único, pero que requiere para su procedencia (de la infracción procesal) la prueba del interés casacional.

Hasta hace poco, en nuestro país, la infracción procesal era considerada, por vía jurisprudencial, como una de las materias comprendidas dentro del interés casacional presunto, conforme al artículo 10.1 de la Ley núm. 2-23. En ese grupo se incluyen, de forma expresa, casos vinculados al estado civil de las personas, niñas, niños y adolescentes, relaciones de consumo, referimiento, nulidad de laudos arbitrales, execuátur de sentencias extranjeras y conflictos de competencia, los cuales, por mandato de la parte capital del referido artículo 10, no requieren prueba adicional de interés casacional, ya que este se presume por disposición legal.

Sin embargo, con el nuevo criterio jurisprudencial adoptado por la Suprema Corte de Justicia, como hemos visto, la infracción procesal deja de integrarse en ese elenco de materias susceptibles de casación y se traslada al régimen del artículo 10.3, que exige la verificación de un interés casacional objetivo. En esta nueva ubicación normativa, el recurrente debe demostrar, además de la alegada infracción procesal, la concurrencia de alguno de los supuestos que configuran dicho interés objetivo: la contradicción con la doctrina jurisprudencial establecida por la propia Suprema Corte, la existencia de criterios disímiles entre tribunales de alzada o de la propia SCJ o la necesidad de iniciar la construcción de doctrina jurisprudencial sobre un tema determinado.

Este giro no es menor, y reviste carácter de doctrina jurisprudencial, conforme al propio criterio sentado en el segundo acuerdo pleno no jurisdiccional de la Suprema Corte. Si bien normalmente se exige la reiteración de un criterio, al menos dos veces, para considerarlo doctrina jurisprudencial, cuando se trata de una modificación de criterio, como en este caso, basta una sola decisión para que se tenga como doctrina jurisprudencial.

 V.- Conclusión: legislar desde la interpretación no es el camino

Saludamos este giro jurisprudencial, no solo por su contenido, sino por lo que representa en términos institucionales. La función judicial no puede confundirse con la función legislativa, por más buenas que sean las intenciones. La interpretación judicial debe operar dentro del marco normativo trazado por el legislador, no suplantarlo. En sistemas jurídicos que aspiran a la seguridad jurídica y al respeto al principio de legalidad.

En definitiva, es cierto que, en un Estado constitucional de derecho, el ordenamiento jurídico se concibe como un sistema dúctil, donde coexisten principios y valores cuya aplicación debe realizarse con ponderación y sin absolutismos. En ese contexto, la función judicial no puede limitarse a interpretaciones meramente exegéticas, pues está orientada, en última instancia, a la realización de la justicia material.

Sin embargo, esta flexibilidad interpretativa no habilita a los jueces para ocupar el lugar del legislador. Cuando se trata de supuestos de interés casacional presunto, es imprescindible que estos se encuentren expresamente previstos por la ley. Incorporar nuevas causales por vía jurisprudencial —como ocurrió con la infracción procesal— implica sobrepasar los márgenes de una interpretación legítima y comprometer la seguridad jurídica, uno de los pilares fundamentales del sistema.

Por ello, hemos sostenido, y hoy reiteramos, que la reciente rectificación jurisprudencial constituye un acierto. No solo corrige un desvío metodológico, sino que también se alinea con el espíritu de la más reciente reforma en materia de casación, cuya finalidad principal fue precisamente restringir el acceso a este recurso extraordinario a los supuestos definidos con claridad por el legislador.

Referimiento inmobiliario como herramienta eficaz frente a la renta corta no autorizada en condominios

En la vida comunitaria de un condominio, la armonía entre los propietarios depende del cumplimiento estricto de la normativa interna y de la ley que rige la materia. La Ley 5038 sobre Condominios en la República Dominicana, junto con el reglamento debidamente aprobado a esos efectos, establecen reglas claras para la convivencia, incluyendo prohibiciones específicas que buscan proteger los derechos de los demás copropietarios. Si entre estas restricciones se encuentra la prohibición de alquilar unidades funcionales en modalidad de renta corta, como la ofrecida en plataformas tipo Airbnb, sin la autorización del consorcio, violar dicha restricción, en términos jurídicos, constituye una turbación manifiestamente ilícita que funda la procedencia del instituto del référé.

Esta violación afecta el disfrute pacífico de los demás propietarios y la integridad del régimen de propiedad horizontal. Frente a esta situación, no es necesario acudir a un proceso ordinario mediante el lanzamiento de una litis de derechos registrados —más lento y formal— para obtener protección, sino que procede acudir al juez de los referimientos, quien puede intervenir -de manera expedita- fuera de instancia; es decir, sin que exista una litis principal en curso.

En efecto, el referimiento inmobiliario “fuera de instancia” que está previsto en el párrafo del artículo 181 del Reglamento General de los Tribunales de la Jurisdicción Inmobiliaria (Res. 787-2022) es procedente siempre que no exista “contestación seria” que amerite definición en el fondo. Si hubiera “contestación seria”, habría que demandar al fondo y, entretanto, acudir al referimiento “en curso de instancia”. Pero en el caso que nos ocupa, la prohibición de renta corta está expresamente establecida, por lo que no existe “contestación seria” sobre la validez de la norma ni sobre el derecho de los copropietarios a exigir su cumplimiento. De suerte y manera que mediante ordenanza del juez de los referimientos, fuera de instancia, se puede (y debe) hacer cesar de manera inmediata esta turbación, restaurando la situación conforme a la ley y al reglamento del condominio.

Esta intervención no solo garantiza la protección efectiva de los derechos de los copropietarios, sino que también se conecta con el artículo 69 de la Constitución, que reconoce el derecho a la tutela judicial efectiva. La seguridad jurídica, la preservación del Estado de derecho y la eficacia de los mecanismos judiciales se ven fortalecidas cuando el referimiento se utiliza para poner fin a violaciones manifiestas, evitando dilaciones innecesarias y asegurando la pronta restitución de los derechos afectados.

En conclusión, cuando un propietario viola el reglamento del condominio mediante la renta corta de su unidad, el referimiento inmobiliario “fuera de instancia” constituye la vía más eficaz y rápida para garantizar la tutela judicial efectiva de los copropietarios. Este mecanismo protege la convivencia, asegura la observancia de la Ley 5038 y materializa el principio constitucional de protección pronta y efectiva frente a turbaciones manifiestamente ilícitas.

Serenidad y libertad interior: una felicidad sin presión externa

Por: Yoaldo Hernández Perera

Se atribuye a Borges haber expresado: “Buscar la serenidad me parece una ambición más razonable que buscar la felicidad. Y quizá, la serenidad sea una forma de felicidad.” Esta reflexión, sencilla en apariencia, encierra una profundidad filosófica notable. Propone un cambio de paradigma: dejar de perseguir la felicidad como algo externo y efímero, y dirigir la atención hacia la serenidad, entendida como un estado interior más estable, más alcanzable, y quizá incluso más real.

La serenidad, entonces, aparece no solo como una forma alternativa de felicidad, sino también como una vía hacia la libertad interior. Desde un punto de vista filosófico —recordando ideas de los estoicos y de los existencialistas— la verdadera libertad no es únicamente la ausencia de coacción externa, sino también la liberación del peso emocional que nos esclaviza. En ese sentido, serenidad y libertad interior están profundamente vinculadas: quien logra serenidad, consigue un tipo de libertad que la felicidad convencional —entendida como la persecución constante de placer, éxito o validación externa— no garantiza.

Resulta de utilidad explorar esa relación esencial entre serenidad, libertad y felicidad, planteándonos que, en la sociedad actual, marcada por la hiperconexión y el bombardeo mediático, buscar serenidad es un acto radical de libertad personal, con impacto no solo individual, sino también colectivo.

En el corazón de la idea de serenidad hay una forma de sabiduría tranquila, con un marcado matiz estoico: no depender de los altibajos del ánimo ni de las circunstancias externas, sino cultivar una aceptación profunda de la vida tal como es. Esta no es una resignación pasiva, sino una forma activa de asumir la realidad, de responder a ella sin que nos arrastre ni nos fracture.

A diferencia de la felicidad convencional —que muchas veces está atada al consumo, a la competencia, a la necesidad de reconocimiento—, la serenidad no depende de tener más, ni de lograr más, sino de estar en paz con uno mismo, con lo que se tiene y con lo que no. Esa estabilidad emocional es, en sí misma, una forma de libertad.

Aquí es donde cobran relevancia las enseñanzas del estoicismo y el existencialismo, dos corrientes filosóficas que, aunque distintas, coinciden en que el ser humano tiene la responsabilidad de construir su mundo interior.

Los estoicos —como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio— sostenían que lo verdaderamente valioso es aquello que depende de nosotros: nuestras decisiones, nuestros valores, nuestras reacciones. Todo lo demás (el éxito, la opinión ajena, las circunstancias externas) debe ser recibido con ecuanimidad. Esta actitud cultiva serenidad frente a la adversidad y libera del sufrimiento innecesario.

El existencialismo, por su parte, nos recuerda que la vida no tiene un sentido predeterminado, y que somos nosotros quienes debemos construirlo con nuestras elecciones. Autenticidad, responsabilidad y libertad son sus pilares. En ese sentido, también propone una forma de serenidad: la que nace de vivir con fidelidad a uno mismo, incluso en medio del absurdo o la incertidumbre.

Ambas corrientes, adaptadas a nuestra época, siguen siendo profundamente útiles. Pero hay que reconocer que los desafíos contemporáneos son distintos y, por tanto, exigen una actualización del enfoque.

Hoy, vivimos en una sociedad hiperestimulada, hiperexpuestay profundamente ansiosa. Las redes sociales, los medios de comunicación, la cultura del rendimiento y la necesidad de mostrarnos constantemente felices y exitosos generan una presión constante. La comparación permanente, la sobreinformación y la rapidez de los juicios públicos afectan nuestro equilibrio emocional.

En este contexto, blindar nuestra serenidad se vuelve un acto de cuidado radical. Cultivar calma interior no es retirarse del mundo, sino participar de él desde un lugar más sólido, menos vulnerable a las expectativas externas.

Para lograrlo, necesitamos desarrollar confianza en nosotros mismos, descubrir nuestras fortalezas y redefinir nuestro concepto de éxito. Esto implica asumir que el norte no debe ser la felicidad eufórica y momentánea, sino la libertad serena, que nos permita vivir con paz, sentido y estabilidad, aun cuando el entorno esté en crisis

A lo largo de este recorrido, hemos visto que serenidad, libertad interior y felicidad verdadera no son caminos separados, sino facetas de una misma búsqueda. La vida, con sus incertidumbres y contradicciones, no puede ofrecernos certezas absolutas ni placeres constantes. Pero sí puede ofrecernos la posibilidad de vivir con lucidez, con integridad y con paz interior.

Y esta es quizás la reflexión final más poderosa: la verdadera felicidad —vista desde la serenidad— debe estar más en nuestras manos que en las de los demás. La vida debe parecerse, lo más posible, a lo que deseamos que sea. No se trata de imponer nuestra voluntad a otros, ni de cerrar los ojos al sufrimiento ajeno. Se trata de vivir sin dañar, pero también sin permitir que nos dañen. Y eso solo se logra (o, al menos, se logra más fácil) desde la serenidad.

Porque cuando somos serenos, somos más libres. Y cuando somos libres, podemos ser auténticamente felices. Y cuando estamos en paz con nosotros mismos, estamos también en mejores condiciones para aportar al mundo: para ser mejores amigos, mejores compañeros, mejores ciudadanos.

En definitiva, cultivar la serenidad es un acto profundo de responsabilidad con uno mismo y con el mundo. No se trata de aislarse ni de renunciar a la vida, sino de aprender a habitarla con mayor conciencia, con menos ruido y con más verdad. La serenidad no solo nos permite sostenernos en medio del caos, sino también convertirnos en presencia que calma, que cuida, que construye. Porque ser serenos, felices y en paz no es solo un camino hacia el bienestar personal: es también una forma silenciosa, pero poderosa, de hacer del mundo un lugar más habitable.

La teoría general del proceso civil: una herramienta práctica para la tutela efectiva del derecho

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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El presente abordaje persigue persuadir en el sentido de que la teoría general del proceso civil no es un conjunto de conceptos abstractos alejados de la realidad judicial, sino una herramienta práctica y esencial para abogados y jueces. A través de ejemplos concretos, se explica cómo el conocimiento preciso de instituciones como la jurisdicción, competencia, caducidad, prescripción, perención, etc. puede marcar la diferencia entre ganar o perder un caso. Incluso, la celeridad del proceso, evitando dilaciones innecesarias. Además, se resalta que el proceso no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para tutelar derechos, que debe ser interpretado a la luz de sus principios, evitando rigideces que puedan sacrificar la justicia. Inspirado en autores como Couture, Peyrano, Gozaíni, Zagrebelsky y Alexy, estas líneas invitan a mirar el proceso con una visión más humana, flexible y comprometida con el acceso efectivo a la justicia, esencial para quienes quieren litigar con sentido jurídico y no solo con técnica mecánica.

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Palabras clave

Proceso civil, teoría general, principios, valores, reglas, constitucionalización de los procesos, tutela judicial efectiva, tutela diferenciada, debido proceso, jurisdicción, competencia, acción, caducidad, prescripción, perención, flexibilidad, justicia, interpretación jurídica

Contenido

I.- Introducción, II.- La teoría general del proceso como marco estructurante, III.- De lo teórico a lo práctico: ejemplos concretos, 3.1 Jurisdicción y competencia: no es lo mismo,3.2 Caducidad, prescripción y perención: tres figuras con efectos distintos, IV.- El proceso como instrumento de tutela, no como fin en sí mismo, 4.1 Ejemplo práctico: el plazo procesal como regla vs. el debido proceso como principio,V.- Principios procesales: brújula en la casuística, VI.- Conclusión: teoría general como práctica consciente

I.- Introducción

Durante mucho tiempo, el proceso civil fue visto como una mera extensión del derecho civil sustantivo. No se reconocía científicamente como una rama autónoma del derecho, hasta que la doctrina empezó a estudiar sus principios fundamentales. Fue entonces cuando mentes lúcidas comenzaron a observar que el proceso no era simplemente el “trámite” o la “forma” para hacer valer derechos sustantivos, sino un sistema con lógica propia, reglas y principios que lo distinguen y le otorgan autonomía[1]. Hoy, hablar de la teoría general del proceso civil no es hablar de un cúmulo de conceptos abstractos, sino de una caja de herramientas indispensable para el ejercicio profesional, tanto para el abogado litigante como para el juez.

II.- La teoría general del proceso como marco estructurante

La teoría general del proceso estudia los conceptos comunes a todas las ramas del derecho procesal (civil, penal, laboral, etc.) y proporciona una visión estructural del fenómeno procesal. ¿Por qué esto es importante? Porque entender el proceso como fenómeno jurídico autónomo nos permite identificar los elementos esenciales que deben estar presentes en cualquier procedimiento que pretenda ser justo y eficaz.

Algunos de esos elementos son:

  • La jurisdicción: poder del Estado para “decir el derecho” en un caso concreto.
  • La competencia: medida de esa jurisdicción, es decir, qué juez o tribunal específico debe conocer el asunto.
  • La acción: el derecho de acudir al órgano jurisdiccional.
  • La pretensión: lo que se pide en el proceso.
  • El desistimiento: facultad de descontinuar con el curso del procedimiento.
  • El acto procesal: toda manifestación de voluntad con efectos jurídicos dentro del proceso.
  • Los principios procesales: directrices que orientan e interpretan las normas y actos dentro del proceso.

Entre otros conceptos. Lo que debe retenerse como nota saliente es que, en buena teoría procesal, los conceptos, todos ellos, deben ser dominados a cabalidad. Para ello, es sumamente importante la consulta de diccionarios jurídicos. Con ellos, al conocer claramente cada concepto, el abordaje se logra con mucho mayor profundidad. Y, en el caso dominicano, aunque sea ya de larga data, el diccionario de Henri Capitant (Vocabulario jurídico) sigue siendo de gran valía, porque nuestra legislación sigue siendo la misma desde que se concibió dicha obra. También el diccionario jurídico de Eduardo J. Couture constituye una herramienta importantísima para conceptualizar en el ámbito del proceso civil[2].

III.- De lo teórico a lo práctico: ejemplos concretos

3.1 Jurisdicción y competencia: no es lo mismo

Un abogado que no distingue entre jurisdicción y competencia puede presentar una demanda ante un órgano que no tiene aptitud jurídica para decidir el caso. Por ejemplo, si alguien presenta una demanda civil por daños y perjuicios en un tribunal penal, incurre en un error de jurisdicción, no simplemente de competencia. Esto lleva a la declinatoria, incluso de oficio sin nadie lo solicita. Y si nadie lo pide ni se declara de oficio en primer grado, en alzada se produciría, más que la revocación, la nulidad de la decisión dada por un tribunal sin competencia.

De igual modo, si presenta la demanda en un juzgado civil de otra ciudad, se produce una irregularidad respecto de la competencia territorial, que puede o no ser subsanable. En definitiva, se perdería tiempo y dinero producto de una falta de dominio de los fundamentos de la teoría procesal.

3.2 Caducidad, prescripción y perención: tres figuras con efectos distintos

  • Caducidad: término legal fatal e improrrogable para ejercer una acción. Vencido, se extingue el derecho. No se interrumpe ni suspende su cómputo.
  • Prescripción: afecta la acción, no al derecho, propiamente, y es susceptible de interrupción o suspensión.
  • Perención: sanción procesal por inactividad de las partes dentro del proceso durante tres años seguidos.

Verbigracia, si una parte intenta revivir una acción ya caducada, el juez debe inadmitirla, aunque el abogado insista con que “el derecho sigue vivo”. No lo está. En cambio, si hay una prescripción en curso, puede interrumpirse con una demanda bien presentada, o bien suspenderse el cálculo dentro de las causas previstas en el Código Civil. Y si el proceso queda paralizado por más de tres años sin actuación, puede declararse la perención. Figuras procesales diferentes que, vale recalcar, debe dominarse las implicaciones de cada una de ellas.

IV.- El proceso como instrumento de tutela, no como fin en sí mismo

Eduardo J. Couture enseñó que el proceso no tiene un fin por sí solo, sino como instrumento de tutela del derecho sustancial[3]. Esto implica que el proceso debe estar al servicio del derecho, no al revés. Por eso, una visión rígida del proceso puede “aplastar el derecho”, mientras que una visión sensible, orientada por los principios, permite que el proceso cumpla su verdadera función: garantizar justicia (dando a cada quien lo que en buen derecho le corresponde, parafraseando a Ulpiano. En este caso, en términos procesales).

4.1 Ejemplo práctico: el plazo procesal como regla vs. el debido proceso como principio

Los plazos son reglas: se cumplen o no se cumplen. Pero no deben interpretarse de manera que vulneren el principio superior del debido proceso. Si una parte no pudo actuar dentro del plazo por una causa de fuerza mayor, el juez tiene la potestad de valorar si debe flexibilizar la regla, en función del principio.

Esto es lo que Robert Alexy llama la tensión entre reglas y principios: las reglas son mandatos definitivos; los principios, mandatos de optimización. Según las circunstancias, una regla puede ceder ante un principio que, en ese caso, tenga más peso.

Como corolario de lo anterior, hay que convenir en que un juez que conoce la teoría general sabrá cuándo aplicar rígidamente una regla y cuándo flexibilizarla para garantizar derechos fundamentales. La tutela diferenciada es una herramienta vital para el referido ejercicio de justicia, atendiendo a las particularidades del caso concreto y valiéndose de la debida motivación: lo que legitima la decisión es su motivación. Sin motivación hay arbitrariedad, y la arbitrariedad es inconstitucional, por lo que no debe tener cabida en el desempeño judicial.

V.- Principios procesales: brújula en la casuística

La teoría general identifica principios que orientan la actuación judicial. Y, en otra vertiente, el desempeño forense de los abogados para sustentar, con sólida base, su teoría del caso. Reconociendo, evidentemente, que, en el caso del rol de abogado, que “aboga” por intereses, sus argumentos no serán imparciales como las motivaciones judiciales, sino parciales, a favor de su patrocinado. Lo que sí debe tener en cuenta cada abogado es no salirse jamás de la ética, y ello se consigue con un mínimo aval normativo de la teoría que sea que se presente al escrutinio del tribunal.

No ociosamente hemos empleado el concepto “normativo”, en sentido lato, abierto, porque nos referimos a cualquier principio, regla, valor, ley, reglamento, ordenanza, lo que sea, algo que sustente la teoría del caso propuesta. La ley y, en general, el ordenamiento se reputa moral. Lo votó el pueblo mediante sus legisladores. Por tanto, invocar lo que existe en el ordenamiento, explícita o implícitamente, ha de tenerse como moral.

Por ejemplo, la Ley del IPI prevé que es “inadmisible” toda demanda en sede inmobiliaria sin antes pagar dicho impuesto. Salta a la vista que dicha previsión adjetiva riñe con el texto sustantivo, en tanto cuanto vulnera el acceso a la justicia, que es de raigambre constitucional. Sin embargo, estando dicho texto aún vigente en el ordenamiento[4], no afecta su ética el abogado que, en defensa de los intereses de su cliente, propone el medio de defensa de inadmisibilidad de la demanda basado en ese aspecto impositivo, a pesar de que su acervo jurídico le permita discernir que, objetivamente, se trata de un precepto que no resiste una lectura constitucional. Por convenir a los intereses por los cuales “aboga”, como abogado, puede (y debe) proponerlo dentro de su teoría del caso, en el contexto incidental, previo al fondo.

Algunos principios de manejo cotidiano son:

  • Principio de contradicción: derecho de ser oído.
  • Principio de impulso procesal: obligación del juez de mover el proceso.
  • Principio de igualdad procesal: trato equitativo entre las partes.
  • Principio de concentración: evitar dilaciones innecesarias, concentrando varias actuaciones en una sola.
  • Principio de economía procesal: lograr el mayor resultado con el menor gasto.
  • Adquisición procesal (o comunidad de la prueba): las pruebas, una vez acreditadas, son del expediente, no de la parte que la propuso originalmente. Todas las partes pueden servirse de ellas.
  • Principio de congruencia: debe existir correlación entre lo que se pide y lo que decide el tribunal. Su inobservancia apareja la nulidad de la decisión judicial por vicios de estatuir infra petita (menos de lo pedido), ultra petita (más allá de lo pedido) o extra petita (lo que no se ha pedido).
  • Inmediación procesal: Contacto directo del juez con la prueba.
  • Saneamiento procesal: expurgar cualquier irregularidad que afecte la marcha del proceso, dejando la “nulidad”, como sanción procesal, para casos extremos, de vicios insalvables.
  • Carga dinámica de la prueba: debe probar el que esté en mejor condiciones de hacerlo, derivado del artículo 1315 del CC, anclado a la tutela diferenciada.
  • Principio de buena fe: la buena fe se presume, no hay que probarla, la mala fe debe ser probada por quien la invoque.

El listado anterior no es limitativo, es meramente enunciativo. Los principios tienen como nota característica que son dinámicos y, por tanto, pueden seguir surgiendo en la medida que las circunstancias lo vayan determinando. La clave, como afirma Peyrano, es ver su capacidad para explicar de forma satisfactoria un conjunto significativo de normas del proceso civil [5]. Y para ello, claro, debe partirse de algo que ya exista: art. 1315, sobre la prueba, etc.  

 Si, por ejemplo, el juez conoce la principiología del proceso civil, sabrá que, aunque el Código permita múltiples audiencias, lo ideal es concentrarlas en una sola si ello garantiza mejor economía procesal, sin afectar el derecho de defensa. Esa decisión, aparentemente “de trámite”, puede ser decisiva en la duración y calidad del proceso. Igual, en virtud de los principios de concentración y de economía procesal pudiera el tribunal, mediante una misma sentencia y aunque no lo prevea expresamente la ley, ordenar un aplazamiento, una experticia caligráfica, una comparecencia personal de las partes, un informativo testimonial y todo lo que sea necesario, siempre que las partes hayan opinado al respecto mediante el desarrollo del contradictorio de rigor. Como se ve, con los principios se logra ir mucho más allá de la literalidad de la norma. Algo sumamente útil.

VI.- Conclusión: teoría general como práctica consciente

Lejos de ser una materia abstracta, la teoría general del proceso civil es la base para actuar con precisión, inteligencia y justicia dentro del proceso. No basta con conocer el Código y las leyes sueltas complementarias que puedan existir; hay que saber leerlo con lentes teóricos claros. Distinguir conceptos, interpretar en clave de principios y saber cuándo una regla debe ceder ante una necesidad de tutela diferenciada, es lo que hace la diferencia entre un abogado eficiente y uno que simplemente “presenta escritos” sin superar la fórmula literal que presenta cada norma: ley, ordenanza, resolución, reglamento, etc.

Como bien ha afirmado Gustavo Zagrebelsky: el derecho es dúctil”[6],
y debe adaptarse a los principios y valores que orientan el orden jurídico, sin perder de vista las reglas. Como enseña Alexy, las reglas son mandatos cerrados (se cumplen o no se cumplen)[7], pero -igual- deben ser vistas dentro del marco de los principios, porque con base en ellos, cada regla pudiera ser flexibilizada o, incluso, inaplicada, tal como hemos visto más arriba. Es decir, la justicia del caso concreto exige sensibilidad, conocimiento teórico y pericia práctica.

En definitiva, conocer la teoría general del proceso no es un lujo académico: es una necesidad práctica. Es la diferencia entre ver el proceso como una trampa formalista o como lo que realmente es: el camino que hace posible la justicia. Como bien sostiene COUTURE, un verdadero instrumento de tutela sin cometido propio, más que tutelar el derecho[8].


[1] “La clásica noción procedimentalista concebía el “juicio” como una mera sucesión de actos procesales (de iniciación, de alegación, de aportación normativa y probatoria, y de conclusión), llevados a cabo en el tiempo y la forma requeridos por la respectiva ley ritual” (PEYRANO, Jorge W. El proceso civil, p. 7).

[2] La jurisprudencia también aporta a la conceptualización. El legislador, de su lado, debe ser cuidadoso, porque las definiciones tienen implicaciones importantes. Es más recomendable dejar esa labor de dotar de definiciones las diversas figuras a la doctrina y a la jurisprudencial. Evidentemente, la ley debe ser clara, eso no lo discutimos, lo que referimos es la labora doctrinaria de desarrollar conceptualizaciones elaboradas.

[3] Cfr COUTURE, Fundamentos del derecho procesal civil, 4ta. edición, p. 120.

[4] Algunos tribunales inaplican este texto por la vía difusa, pero, dado el efecto Inter partes de este control de constitucionalidad, sigue vigente en el ordenamiento, hasta que el TC, por la vía concentrada, extirpe dicho texto del sistema jurídico.

[5] “La clave para determinar si se está ante un verdadero principio procesal radica en su capacidad para explicar de forma satisfactoria un conjunto significativo de normas del proceso civil”. Jorge W. Peyrano

[6] Cfr ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil, p. 14.

[7] Cfr ALEXY, Robert, Teoría de la argumentación jurídica, 2da. edición, pp. 349-350.

[8] “La tutela del proceso se realiza por imperio de las previsiones constitucionales” (Op. Cit. COUTURE, Eduardo J., p. 120).

El juez de la ejecución (Juge de l’exécution)en el derecho privado francés

Por: Yoaldo Hernández Perera

Resumen

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Este artículo analiza la figura del juez de la ejecución en el derecho privado francés como modelo para una reforma pendiente en República Dominicana. Se destaca cómo su creación podría garantizar una ejecución judicial más efectiva, protegida por garantías procesales, al tiempo de responder a la exhortación del Tribunal Constitucional dominicano, mediante la sentencia TC/0110/13, para fortalecer la tutela judicial efectiva en materia civil y comercial.

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Palabras clave

Juez de la ejecución, derecho privado, derecho francés, reforma legislativa, República Dominicana, ejecución judicial, proceso civil, garantías procesales, Tribunal Constitucional, fuerza pública, sentencia firme, recursos judiciales, derecho comparado, ejecución hipotecaria, derecho civil.

Contenido

I.- Mirada preliminar,II.- Funciones del Juez de la Ejecución, III.- Competencia y Procedimientos, IV.- Actuaciones en procedimientos específicos, V. Plazos y Procedimientos Especiales,VI.- Intervención del Estado y del Ministerio Público, VII.- Reconocimiento internacional, VIII.- Ejecución de sentencias y títulos, IX.- Regulación de expulsiones y vivienda, X.- Distribución del precio en ejecución hipotecaria, XI.- Otros Aspectos Clave,XII.- Cierre conceptual sobre la función del juez de la ejecución en el derecho privado: referencia al modelo francés y su posible recepción en el derecho dominicano

I.- Mirada preliminar

En concreto, el juez de la ejecución (juge de l´exécution)[1] en el derecho privado francés es un magistrado especializado encargado de resolver todas las dificultades que surgen durante la ejecución forzosa de las decisiones judiciales, así como de las medidas conservatorias. Tiene competencia exclusiva en la materia y actúa como juez único; es decir, ejerce sus funciones de manera individual, sin formar parte de un tribunal colegiado (es decir, sin otros jueces deliberando con él)[2].

La intervención del juez de la ejecución está regulada, entre otros, por el Código de Procedimiento Civil, el Código de Organización Judicial y el Código de Procedimientos Civiles de Ejecución vigentes en Francia, así como por una jurisprudencia abundante que ha precisado y delimitado sus competencias. Y, aunque sus decisiones no son susceptibles de oposición[3], pueden ser objeto de recursos en retractacióno apelación, según el caso, y su procedimiento no requiere necesariamente representación por abogado, salvo en los supuestos legalmente establecidos.

En suma, sus funciones incluyen:

  • Resolver controversias relacionadas con los títulos ejecutorios, incluso si estas afectan al fondo del derecho, siempre que no excedan los límites de la jurisdicción del orden judicial.
  • Autorizar y controlar las medidas conservatorias sobre los bienes del deudor, sin necesidad de motivación específica cuando la solicitud se formula por procedimiento no contradictorio.
  • Conocer de las reclamaciones por daños derivados de la ejecución o inejecución de medidas forzosas o conservatorias, incluso si estas ya no están en curso.
  • Liquidar astreintes y decidir sobre su aplicación o suspensión.
  • Resolver sobre la validez formal de actos ejecutivos, como el mandamiento de pago, la ejecución hipotecaria o la adjudicación de bienes.
  • No tiene competencia para modificar el contenido sustancial de la decisión que sirve de base a la ejecución (por ejemplo, no puede anular ni alterar el título ejecutorio).
  • Dirige las ventas forzadas, en especial las relativas a bienes inmuebles, y puede autorizar la venta amistosa si se cumplen ciertos requisitos legales.
  • Garantiza el respeto al procedimiento de distribución del producto de las ejecuciones forzosas, en particular en las subastas judiciales.
  • Tiene también poderes de apreciación soberana en cuanto a la necesidad de imponer astreintes y en ciertos aspectos de la ejecución[4].

II.- Funciones del Juez de la Ejecución

Las funciones del juez de la ejecución las ejerce el presidente del tribunal, quien puede delegarlas en uno o varios jueces. Cada tribunal judicial cuenta con un juez especializado denominado Juez de la Ejecución. Este conoce de las dificultades relativas a los títulos ejecutivos y de las impugnaciones surgidas durante las medidas cautelares, incluso si afectan al fondo del derecho, salvo que estén fuera de la competencia de las jurisdicciones del orden judicial.

Este funcionario judicial también conoce de las demandas de indemnización derivadas de la ejecución o de la no ejecución perjudicial de medidas de ejecución forzada o medidas cautelares, independientemente de si aún están en curso al momento de su intervención. Además, tiene competencia para tratar impugnaciones sobre la regularidad formal de actos relacionados con el cobro de impuestos, puede reclasificar actos o cláusulas contractuales (por ejemplo, convertir una cláusula de penalización convencional en cláusula penal) y resolver situaciones derivadas del incumplimiento en el pago del precio de una adjudicación.

III.- Competencia y Procedimientos

El Decreto N.º 2019-1333 del 11 de diciembre de 2019reformó el procedimiento civil y definió el ámbito de la representación obligatoria por abogado ante este juez de la ejecución en el contexto del derecho privado francés. Este magistrado, como hemos dicho más arriba, actúa como juez único. Sus órdenes no son susceptibles de oposición[5], pero sí de un recurso de retractación. Si la decisión es apelable, la apelación se tramita conforme al procedimiento sin representación obligatoria. De acuerdo con el artículo R. 121-1, cualquier juez que no sea el de la ejecución debe declarar de oficio su incompetencia en las materias asignadas a dicho magistrado especializado en el ámbito ejecutivo.

Ámbito de Competencia Exclusiva. El juez de la ejecución en Francia tiene competencia exclusiva en los siguientes contextos:

  1. Dificultades relativas a títulos ejecutivos.
  2. Impugnaciones surgidas durante la ejecución forzosa, incluso si afectan al fondo del derecho.
  3. Solicitudes vinculadas a medidas de suspensión de ejecución.
  4. Casos de venta forzada de bienes, resolución de ventas por falta de consignación, entre otros.

Limitaciones de Competencia. El juez de la ejecución no puede:

  • Modificar el contenido de un título ejecutivo.
  • Rechazar la reintegración de un expulsado (o desalojado) con base en la falta de derecho de ocupación si previamente anuló la orden de expulsión.
  • Conocer una demanda de pago (esto es competencia del juez de fondo).
  • Decidir sobre la nulidad de un contrato de fianza notarial si no está vinculado a la ejecución forzada.
  • Liquidar daños y perjuicios por incumplimiento abusivo más allá de la liquidación de astreintes.

IV.- Actuaciones en procedimientos específicos

 

En materia de sanciones y astreintes, el juez de la ejecución puede decidir su aplicación o modificación, pero no valorar el daño ocasionado por la resistencia del deudor.

En los procedimientos de ejecución hipotecaria, el juez en cuestión tiene plena competencia: puede autorizar o denegar la venta amistosa, y su decisión no es recurrible ante la Corte de Casación.

Las promesas de venta contrarias a las decisiones de este juez son nulas. Y este no puede revocar ni modificar otras decisiones judiciales incluso si actúa como tribunal de apelación. Teniendo en cuenta que cuando un acreedor desiste de un procedimiento de ejecución, el juez de la ejecución pierde competencia para conocer demandas derivadas de dicho procedimiento.

V. Plazos y Procedimientos Especiales

El plazo para apelar un juicio de orientación[6] en materia de ejecución hipotecaria es de dos meses. La falta de publicación de la orden en este plazo puede acarrear la caducidad de la medida. El juez de ejecución tiene poder soberano para decidir si una situación amerita la aplicación de una astreinte.

Como puede verse, el juez de la ejecución en Francia desempeña un rol central y autónomo en el procedimiento, dotado de amplias facultades tanto en la conducción del proceso como en la adopción de medidas coercitivas. Su intervención no se limita a una función meramente formal, sino que ejerce un verdadero control jurisdiccional sobre el desarrollo y regularidad de la ejecución forzada. La posibilidad de imponer una astreinte, como mecanismo de coacción, ilustra su capacidad para garantizar la eficacia de sus decisiones, mientras que su apreciación soberana de las circunstancias refuerza su margen de maniobra. Además, la caducidad de las medidas por falta de publicación en plazo subraya la importancia de la diligencia procesal, tanto por parte del juez como de las partes.

De ello se concluye que el juez de la ejecución no solo es garante del respeto al debido proceso en materia ejecutiva, sino también un verdadero director del procedimiento, con atribuciones que le permiten sancionar inactividades, ordenar medidas coercitivas y controlar el cumplimiento de los plazos. Su función excede lo meramente declarativo o administrativo: se trata de una jurisdicción especializada, con poderes propios, orientada a la efectividad práctica del derecho reconocido en el título ejecutivo. Esta centralidad explica tanto su carácter de juez único como la configuración restrictiva de los recursos en su contra, en aras de preservar la celeridad y eficacia de la ejecución forzada.

VI.- Intervención del Estado y del Ministerio Público

El Estado tiene la obligación de cooperar en la ejecución de las sentencias y otros títulos ejecutivos. El Ministerio Público vela por su cumplimiento y puede ordenar a los alguaciles (huissiers de justice) que actúen.

Con esto se refuerza la idea de que la ejecución no es un asunto meramente privado entre partes, sino una función pública que compromete directamente al Estado en la garantía de los derechos reconocidos judicialmente. La participación del Ministerio Público y la posibilidad de movilizar a los alguaciles (huissiers de justice) como agentes de ejecución demuestran que el aparato estatal se pone al servicio del cumplimiento forzado, asegurando que las decisiones judiciales no queden sin efecto. Esta concepción refleja una lógica de eficacia y autoridad del derecho, en la que el poder público se convierte en garante último de la fuerza obligatoria de los títulos ejecutivos.

VII.- Reconocimiento internacional

El juez francés no puede ordenar medidas de ejecución en el extranjero salvo que lo permita una convención internacional o normativa comunitaria (como el artículo 3 y 16 de la Directiva 2010/24/UE del 16 de marzo de 2010).

La lógica que resalta de esta limitación es la del respeto a la soberanía de los Estados en materia de ejecución forzada. El juez de la ejecución francés actúa dentro de un marco territorial definido, y solo puede extender su competencia más allá de las fronteras nacionales cuando existe una base jurídica supranacional clara, como una directiva de la Unión Europea o un tratado internacional. Esta restricción refleja el principio de no injerencia y la necesidad de cooperación judicial internacional en el ámbito de la ejecución transfronteriza. En consecuencia, la eficacia de las medidas de ejecución fuera del territorio francés depende de mecanismos de reconocimiento mutuo y asistencia entre Estados, lo que refuerza la dimensión internacional del derecho de la ejecución.

VIII.- Ejecución de sentencias y títulos

Las decisiones pueden ser ejecutadas una vez agotados los recursos o cuando han transcurrido los plazos sin ser utilizados. La omisión de la fórmula ejecutoria en la copia de la sentencia constituye solo una irregularidad de forma, salvo que cause perjuicio al ejecutado. Y el alguacil (huissier de justice) puede iniciar la ejecución después del último requerimiento infructuoso: embargo, subasta pública, expulsión, demolición, etc.

Con esto, el legislador francés ha buscado equilibrar la celeridad en la ejecución con el respeto a las garantías procesales del deudor. Al permitir que la ejecución se inicie tras el vencimiento de los plazos de recurso o la confirmación de la decisión, se asegura la autoridad de cosa juzgada. A su vez, al considerar la omisión de la fórmula ejecutoria como una simple irregularidad formal —salvo que cause un perjuicio efectivo—, se evita que defectos meramente formales paralicen injustificadamente el proceso de ejecución. Finalmente, al habilitar al alguacil para actuar tras el requerimiento infructuoso, el derecho francés confiere a la ejecución forzada un carácter operativo y eficaz, reafirmando el rol central del juez de la ejecución como garante del cumplimiento efectivo de las decisiones judiciales.

IX.- Regulación de expulsiones y vivienda

Durante el invierno (1 de noviembre al 15 de marzo), no se pueden ejecutar expulsiones de viviendas, salvo excepciones: peligro de ruina, ocupación ilegal, o reubicación decente asegurada. Se requiere impago de al menos tres rentas netas consecutivas o una deuda equivalente a dos veces el alquiler mensual para que proceda la resolución del contrato de arrendamiento.

Es evidente que, en el derecho francés, la ejecución forzada de las decisiones judiciales en materia de vivienda está atravesada por un enfoque de equilibrio entre el respeto a los derechos del acreedor y la protección de los derechos fundamentales del deudor, particularmente el derecho a la vivienda. La llamada “trêve hivernale” (tregua invernal) constituye una expresión concreta de esta lógica, al establecer un período en el que las expulsiones quedan suspendidas por razones humanitarias. Al mismo tiempo, la normativa establece criterios objetivos —como el número de rentas impagas o el monto de la deuda acumulada— para permitir la resolución del contrato de arrendamiento, evitando arbitrariedades pero sin desproteger al arrendador. Este enfoque revela una voluntad legislativa de conciliar la efectividad de las decisiones judiciales con principios de dignidad humana y solidaridad social.

X.- Distribución del precio en ejecución hipotecaria

Los acreedores deben declarar su crédito en un plazo de 15 días desde la notificación. El incumplimiento implica la pérdida del beneficio de la garantía.

Esta declaración de crédito de los acreedores no solo constituye un acto esencial para preservar sus derechos en el marco del procedimiento de ejecución, sino que también cumple una función de orden público al permitir la organización transparente y equitativa de la distribución del producto de la ejecución. Al exigir que esta manifestación se produzca dentro de un plazo breve —15 días desde la notificación—, el legislador francés busca garantizar la celeridad y seguridad jurídica del procedimiento. La sanción por incumplimiento, esto es, la pérdida del beneficio de la garantía, refuerza el carácter perentorio de la obligación y disuade conductas negligentes que podrían entorpecer el curso regular de la ejecución.

XI.- Otros Aspectos Clave

El juez de la ejecución no puede revocar un juicio si ya se ha dictado sentencia firme. Tiene competencias definidas estrictamente por ley y no puede extralimitarse al modificar decisiones previas. Sus decisiones tienen efecto de cosa juzgada, pero solo respecto a los actos posteriores a la audiencia de orientación o nacidos con posterioridad que impidan la continuación de la ejecución.

Lo anterior supone que el juez de la ejecución actúa dentro de un marco jurisdiccional claramente delimitado, en el que su función se restringe al control de legalidad y viabilidad de las medidas ejecutorias, sin posibilidad de reabrir controversias ya resueltas con autoridad de cosa juzgada. Esta limitación refuerza la seguridad jurídica y evita una duplicación indebida de instancias, reservando al juez de la ejecución un rol funcional centrado en la eficacia de lo decidido y no en su contenido sustancial. En consecuencia, su intervención se circunscribe a los incidentes de ejecución surgidos con posterioridad a la sentencia, garantizando así un equilibrio entre la estabilidad de las decisiones judiciales y la posibilidad de remover obstáculos que impidan su cumplimiento efectivo.

XII.- Cierre conceptual sobre la función del juez de la ejecución en el derecho privado: referencia al modelo francés y su posible recepción en el derecho dominicano

El estudio del juez de la ejecución en el derecho privado francés revela una arquitectura judicial específica que sitúa la función ejecutiva bajo la tutela de un juez especializado, investido con competencias definidas y limitadas por ley, pero con suficiente autoridad para asegurar la efectividad de las decisiones judiciales. Esta figura judicial, actuando como juez único (o autónomo) dentro del tribunal de primera instancia, juega un papel clave en el equilibrio entre los derechos del acreedor y las garantías del ejecutado, constituyendo una manifestación institucional del principio de efectividad de la justicia.

Como se ha expuesto, el juez de la ejecución en Francia tiene competencias soberanas dentro de su campo de actuación, especialmente en lo que concierne a medidas como embargos, subastas públicas, desahucios, imposición de astreintes, entre otras. Su intervención se encuentra rodeada de garantías procesales: desde la posibilidad de presentar recursos limitados, como el de oposición, hasta el respeto de ciertos plazos esenciales para evitar la caducidad de la ejecución. Al mismo tiempo, se han impuesto restricciones claras a sus facultades: no puede revocar decisiones firmes, ni extender su competencia a ejecuciones internacionales fuera del marco de convenios o normativas específicas.

Un aspecto importante es el rol del Estado y, en particular, del Ministerio Público en la ejecución de las decisiones judiciales. Este debe cooperar activamente con el juez y los huissiers de justice (alguaciles), garantizando que los títulos ejecutivos no queden inoperantes por la simple falta de ejecución. Además, la regulación de fenómenos como la trêve hivernale (moratoria invernal de expulsiones), la necesidad de una declaración de créditos en plazos breves, o la delimitación de los actos que generan cosa juzgada, dan cuenta de una estructura legal refinada que protege tanto la función ejecutiva del juez como los derechos fundamentales en juego.

En contraste, el derecho dominicano aún no reconoce en materia civil o comercial la figura del juez de la ejecución. Actualmente, los jueces dominicanos que conocen del fondo de un proceso, en virtud del artículo 149, párrafo I, de la Constitución, deberían velar por su cumplimiento, pero lo cierto es que, en el día a día, dicha función recae sobre los alguaciles y una fuerza pública administrada por el Ministerio Público que, a partir de la Ley núm. 396-19 que regula el otorgamiento de la fuerza pública para llevar a cabo las medidas conservatorias y ejecutorias, ha provocado un estancamiento que, a lo sumo, favorece a los deudores, complicando la situación a los acreedores.

La emblemática Sentencia TC/0100/13 del Tribunal Constitucional de la República Dominicana reconoció una deficiencia estructural en el ámbito de las ejecuciones y, mediante sentencia exhortativa, exhortó al Congreso Nacional a legislar sobre la creación de la figura del juez de la ejecución en el ámbito civil y comercial. En dicha decisión, el Tribunal observó que la falta de ejecución de las decisiones judiciales vulnera el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, especialmente cuando las órdenes judiciales quedan en suspenso por la negativa o inercia de las autoridades administrativas llamadas a colaborar con su ejecución.

La adopción del modelo francés podría ofrecer respuestas concretas y funcionales a estos vacíos. Un juez especializado permitiría asegurar una ejecución ordenada, efectiva y ajustada al debido proceso. Además, descargaría a los tribunales ordinarios de múltiples solicitudes posteriores a la sentencia, que hoy saturan el sistema judicial dominicano. En paralelo, el rol de los alguaciles quedaría sujeto al control judicial, y con ello se establecerían garantías procesales claras para proteger tanto a los acreedores como a los ejecutados.

En conclusión, de la experiencia francesa se desprende una lógica de especialización y racionalidad jurídica en la ejecución de decisiones, que apunta a garantizar la eficacia real del derecho sustantivo. En República Dominicana, donde las deficiencias de ejecución civil aún comprometen seriamente la tutela judicial efectiva, la institucionalización del juez de la ejecución civil constituye no solo una reforma necesaria, sino una exigencia constitucional latente. La recepción de esta figura, adaptada al contexto dominicano, implicaría un salto cualitativo hacia un sistema de justicia más eficiente, justo y coherente con los estándares del Estado de derecho.


[1] Ver en línea: https://www.dictionnaire-juridique.com/definition/juge-de-l-execution-jex.php

[2] Hay que recordar que, en Francia, existen tribunales colegiados incluso en primera instancia, aunque no en todos los casos. Decir que el juez de la ejecución actúa como juez único aclara cómo está organizada la justicia en materia de ejecución forzada, distinguiéndola de otras materias que se tramitan ante tribunales colegiados, incluso en primera instancia. No es ocioso recordar que en el sistema judicial francés hay dos tipos principales de jueces/tribunales de primera instancia: 1.- Juez individual (juge unique): algunos asuntos se resuelven por un solo juez. Por ejemplo, el juez de ejecución (juge de l’exécution), el juez de familia (juge aux affaires familiales), el juez de tutelas (juge des tutelles). Por otro lado, está el tribunal colegiado (formation collégiale). En otros casos, está el tribunal judicial (tribunal judiciaire) puede actuar en formación colegiada con tres jueces. Esto ocurre típicamente cuando: la materia es más compleja, hay apelaciones internas dentro del tribunal (algunas decisiones del tribunal pueden ser objeto de recursos (recours) ante otra formación del mismo tribunal o de una sección diferente), se trata de ciertos juicios civiles ordinarios de cierta cuantía.

[3] No es ocioso recordar que el recurso de oposición (opposition) no ha sido suprimido en Francia, pero tiene un campo de aplicación limitado y muy específico, sobre todo tras las reformas procesales de los últimos años (como las ordenanzas de 2019). Sigue siendo un recurso ordinario que permite al demandado, condenado por una sentencia dictada en efecto (par défaut), obtener un nuevo examen del asunto por el mismo tribunal, esta vez con su presencia y participación. Antes de la reforma, si el demandado no comparecía, el tribunal podía dictar una sentencia “par défaut”, susceptible de oposición. Después de la reforma (tras 2020), si el demandado fue citado regularmente, pero no compareció, la sentencia se considera “contradictoire” par défaut de comparution. Este tipo de sentencia no admite oposición, solo apelación. ¿Qué se busca con esta restricción?Pues reducir los recursos incidentales y acelerar los procesos, simplificar los regímenes recursivos (evitar duplicidades entre oposición y apelación) y responsabilizar a las partes: si una parte fue válidamente citada y no compareció, no se le concede una segunda oportunidad automática. Entonces, ¿Cuándo sigue existiendo el recurso de oposición? Cuando se trata -como se ha dicho- de una sentencia “par défaut” en sentido estricto, es decir: el demandado no compareció, no fue citado válidamente (defecto de notificación), o fue impedido de defenderse debidamente. En esos casos, la sentencia no se considera contradictoria y, por tanto, la oposición sigue siendo posible y legítima.

 

 

 

[4] Para ampliar sobre sus facultades, ver en línea: https://www.service-public.fr/particuliers/vosdroits/F35820

[5] Ya en la mirada preliminar de este escrito realizamos algunas precisiones sobre el recurso de oposición en Francia, el cual, si bien sigue existiendo, ha sido restringido progresivamente solamente para cuando no haya sido citada la persona. Si se cita y no va, es la apelación que procede. En nuestro país, aunque no exactamente en el mismo sentido, pero -igual- se ha restringido el recurso de oposición mediante la reforma del 1978. Aquí, actualmente, la oposición y la apelación son excluyentes, porque, entre otros requisitos, debe tratarse de una materia que se decida en única y última instancia. Por lo que, si no es en única y última instancia, se apela: se excluye la oposición. Casi nunca, por ende, procede el recurso de oposición. Mejor es suprimirlo, tal como se ha hecho en otras materias, como la inmobiliaria.

[6] Ver en: www.yoaldo.org una aproximación sobre la audiencia de orientación en el ámbito del embargo inmobiliario francés.